CAPÍTULO 2

—Buen pie. Espléndido pie. Nuevo pie —dijo lentamente Ambalasi, moviendo sus abiertas palmas entre colores, hablando el simple lenguaje sorogetso.

Ichikchee estaba sentada ante ella sobre la densa hierba, temblorosa, con los ojos muy abiertos ante el miedo a lo desconocido. Miró su pie, luego apartó rápidamente la vista. La rosada piel que lo cubría era tan diferente de la piel verde de la parte superior de su pierna. Aquello la turbaba mucho. En un intento por consolarla, Ambalasi bajó la mano y acarició ligeramente su tobillo, pero eso sólo hizo que se estremeciera aún más.

—Son criaturas simples —dijo Ambalasi, haciendo signo a su ayudante Setessei de que se situara a su lado—. Tan simples como su lenguaje. Dale algo de comer, eso siempre tiene un efecto calmante. Bien, observa que come y registra placer. Ahora nos iremos…, sígueme.

Ambalasi se había convertido en una visión familiar para los sorogetso, por voluntad propia y no por accidente, por supuesto. Había tenido la paciencia de la auténtica científica de no apresurar sus contactos con aquellas criaturas salvajes. Siempre se habían mostrado vacilantes en presencia de las más grandes yilanè, así que tuvo mucho cuidado de no precipitarse a dictar órdenes o interrogarles. Enge había hecho bien su trabajo en aprender su lenguaje y se lo había enseñado a Ambalasi, la cual no había tardado en hablarlo fluentemente, con su vocabulario mucho más amplio que el de Enge, puesto que Enge estaba tan ocupada con la ciudad. Ahora, cuando los sorogetso se sentían mal o resultaban heridos, acudían a Ambalasi en busca de ayuda. Ella siempre estaba allí, y lo único que les preguntaba era acerca de sus síntomas, con quizá alguna otra pregunta sin importancia que parecía relevante. Sus conocimientos crecían.

—Carecen completamente de hechos/conocimientos, Setessei…, mira y sorpréndete. Es como si estuvieras mirando a través del tiempo a nuestros propios antepasados, tal como existieron poco después de la eclosión del huevo del tiempo. Arañas venenosas arrojadas hacia delante como defensa, del mismo modo que nosotros utilizábamos cangrejos y langostas. Y aquí, ¿ves cómo han reunido puñados de cañas? Envueltas y atadas poseen excelentes propiedades aislantes, sin mencionar que son un refugio para los insectos. Con qué cuidado las reúnen en las paredes de sus pequeñas estructuras y las extienden por encima para protegerse de la lluvia. Estamos tan acostumbradas a que nuestros dormitorios crezcan por sí mismos que olvidamos que hubo un tiempo en que vivimos exactamente como lo hacen ellos ahora.

—Prefiero comodidades de la ciudad: no me gusta dormir sobre terreno desnudo.

—Naturalmente. Pero olvida las comodidades y piensa como una científica. Observa, considera…, y aprende. No tienen frutos de agua, así que un nuevo artificio acude en su ayuda. Calabazas huecas para contener el agua del río. Y algo de mayor relevancia aún que descubrí en mi visita anterior, cuando vine sola.

—Disculpas amplificadas por mi ausencia en esa ocasión…, importancia de procedimientos fúngales necesarios para infección de las plantas.

—Disculpas innecesarias: yo ordené esos procedimientos. Ahora, por aquí…

—¡Atrás, atrás, no entrar aquí! —les gritó Easassiwi, apareciendo de pronto de su escondite entre los arbustos, con sus palmas llameando rojo. Setessei se detuvo, retrocedió. Ambalasi se detuvo también, pero reaccionó firmemente.

—Tú eres Easassiwi. Yo soy Ambalasi. Hablamos poco.

—¡Atrás!—

¿Por qué debería? Da razón. Easassiwi es fuerte/macho no teme a débil/hembra.

Easassiwi hizo signo negativo y miró cautelosamente a Ambalasi. Su expresión era aún de rechazo, pero el color se difuminó en sus palmas.

—Aquí hay buena comida —dijo Ambalasi, haciendo señas a Setessei para que se pusiera a su lado con el contenedor—. Cómela. Ambalasi tiene mucha comida. ¿Crees que tomo tu comida? Esa comida que hay en el hueco aquí.

Easassiwi dudó, luego aceptó el regalo, murmuró algo para sí mismo mientras masticaba el trozo de anguila, sin dejar de observar ni un momento a las dos yilanè. Expresó alivio cuando Ambalasi se dio la vuelta y se alejó. Hizo signo de protesta, pero no se movió agresivamente cuando Ambalasi tendió una mano y cogió un fruto de color naranja del árbol que se arqueaba sobre su cabeza.

Cuando estuvieron fuera de su vista, Ambalasi se detuvo y se lo tendió a su ayudante.

—¿Conoces este fruto?

Setessei lo miró, luego lo abrió y dio un mordisco a la pulpa de su interior. La escupió e hizo signo de conocimiento positivo.

—Es el mismo que me diste para probar.

—Lo es. ¿Y qué descubriste?

—Glucosa, sacarosa…

—Sí, por supuesto —restalló Ambalasi—. Es de esperar en un fruto. Pero ¿qué descubriste que no esperaras?

—Una enzima simple muy próxima a la colagenasa.

—Bien. ¿Y qué te lleva a concluir esto?

—Nada. Simplemente hice el análisis.

—¡Dormida en pleno día/cerebro osificado a piedra! ¿Soy la única en este mundo que posee procesos racionales de pensamiento? Si te digo que descubrí carne en ese agujero en el suelo debajo de aquel árbol, la carcasa recién muerta de un cocodrilo, ¿qué pensarías?

Setessei se detuvo y abrió mucho la boca, aceptó el abrumador pensamiento.

—Pero, gran Ambalasi, esto es un descubrimiento de imposible magnitud. El tejido conectivo de la carne sería disuelto por la enzima, la dura carne se volvería comestible. Lo mismo que hacemos nosotras en nuestras cubas de enzimas. Esto es, podría ser, estamos contemplando…

—Exacto. El primer paso hacia arriba a partir de la manipulación bruta de los artefactos mecánicos, el inicio del control de los procesos químicos y biológicos. El primer paso en el sendero que conducirá a la auténtica ciencia yilanè. ¿Comprendes ahora por qué he ordenado que los sorogetso no sean admitidos en la ciudad y se les permita seguir en su estado normal?

—Comprensión alcanzada…, con gran apreciación. Tus estudios aquí son de un conocimiento/valor de expansión increíble.

—Por supuesto. Al menos tú tienes una ligera comprensión de mi gran trabajo. —Ambalasi, que había permanecido sentada confortablemente sobre su cola, se levantó con un gruñido—. Placeres intelectuales estropeados por la edad del cuerpo/humedad eterna. —Hizo chasquear irritadamente sus mandíbulas e hizo signo a Setessei de que se acercara. Su ayudante le tendió la criatura contenedor con ambas manos. Murmurando para sí misma, Ambalasi rebuscó en su contenido. Anticipando sus deseos, Setessei metió también la mano y extrajo el pequeño cestito.

—Matadolor —dijo.

Ambalasi se lo arrancó furiosa de las manos —¿eran tan obvias sus necesidades?—, lo abrió y extrajo la pequeña serpiente, agarrada por la cola. Se agitó incómoda mientras la sujetaba por detrás de la cabeza con los dos pulgares, obligándola a abrir las mandíbulas, luego perforaba su piel encima de una vena con su único colmillo. La toxina modificada le trajo un alivio instantáneo. Volvió a dejarse caer confortablemente sobre su cola y suspiró.

—Ambalasi no ha comido hoy —dijo Setessei, volviendo a meter la serpiente en su cesto y rebuscando más profundamente en el contenedor—. Hay anguila en conserva aquí, aún fría de las cubas.

Ambalasi miró ceñudamente hacia la distancia pero permitió que un ojo descendiera hacia la carne como jalea que su ayudante desenvolvía para ella. Era cierto, no había comido en todo el día. Masticó lentamente y dejó que los jugos gotearan garganta abajo; cogió un segundo trozo.

—¿Cómo crece la ciudad? —preguntó, con algunos de los modificadores ahogados por su boca llena. Gracias a su larga experiencia, Setessei conocía muy bien a la vieja científica.

—Se necesita fertilizante para los huertos de frutos de agua de tierra adentro. Sólo esto, lo demás crece bien.

—Y las habitantes de la ciudad, ¿también crecen bien?

Setessei se agitó en una clara indicación de ambigüedad mientras cerraba el contenedor y se ponía en pie.

—Placer en el conocimiento continuo al servicio de Ambalasi. Ver una ciudad crecer, descubrir esta nueva especie de yilanè, es un placer que pasa por encima de todas las penalidades. Vivir entre las Hijas de la Vida es una penalidad que pasa por encima de todo placer.

—Excelente observación: más anguila. Entonces, ¿no te sientes tentada a unirte a ellas en su filosofía, no piensas convertirte tú también en una Hija?

—Crezco en fuerza y placer a tu servicio; no necesito servir a nadie más.

—Sin embargo, si la eistaa te ordenara que murieras…, ¿no morirías?

—¿Qué eistaa? Hemos morado en muchas ciudades. Tu servicio es mi ciudad; en consecuencia, tú eres mi eistaa.

—Si lo soy…, entonces vivirás para siempre, porque yo no ordeno la muerte de nadie. Aunque, con esas Hijas…, me siento agudamente tentada. Ahora, amplifica anterior afirmación. Huertos con necesidad de fertilización, cualificador de terminación incompleta. ¿Las Hijas?

—Ambalasi lo sabe todo, ve a través de la sólida piedra. Dos veces ha sido pedida ayuda, dos veces pospuesta.

—No una tercera vez —dijo Ambalasi, con modificadores de certeza-en-destino. Forcejeó para ponerse en pie y, cuando arqueó su cuerpo, los huesos de su espina dorsal crujieron—. La pereza crece, el trabajo disminuye.

Caminaron de vuelta a lo largo del sendero que atravesaba el bosquecillo, conscientes de los ocultos ojos sorogetso posados en ellas. Una figura avanzó medio entrevista a lo largo del sendero delante de ellas, y cuando llegaron al tronco flotante este ya había sido colocado en posición por Ichikchee. Esta bajó los ojos y se giró hacia un lado cuando Ambalasi alzó una palma verde-a-rojo para hacer signo de apreciación.

—Muestra gratitud —dijo Ambalasi—. Trabajo a cambio de servicio. Son criaturas simples, pero complejas en muchos aspectos. Necesitarán más estudio.

Echó a andar por el tronco flotante hasta la otra orilla, luego señaló la corriente de agua que acababan de cruzar.

—Anguila —ordenó, y tendió la mano—. ¿Te has preguntado, Setessei, por qué cruzamos sobre este tronco hasta su isla en vez de caminar por esas someras aguas?

—No siento curiosidad hacia estos asuntos.

—Yo siento curiosidad hacia todos los asuntos, en consecuencia pienso en todo. He aplicado mi gran inteligencia y he resuelto este misterio menor.

Dejó caer el trozo de carne en la corriente, y el agua empezó a hervir y agitarse con un feroz movimiento.

—Pequeños peces carnívoros en gran número. Una barrera viva. Este nuevo continente abunda en maravillas. Voy al ambesed a aprovechar el calor de la tarde. Envíame a Enge allí.

Setessei echó a andar por delante de ella, llevando el contenedor y haciendo oscilar la cabeza mientras andaba. Ambalasi vio que su cresta era gris y de borde irregular. ¿Tan pronto? Recordaba muy claramente a la joven fargi luchando por ser yilanè, escuchando y recordando y convirtiéndose finalmente en una valiosa ayudante. Todos aquellos años de paciente trabajo mientras Ambalasi sondeaba los secretos del mundo. Para terminar aquí en esta recién desarrollada ciudad con sus díscolas habitantes. Quizá fuera tiempo de abandonar; ciertamente, era tiempo de efectuar cuidadosos registros de todo lo que había sido descubierto. Otras yilanè de ciencia, aún por nacer, jadearían maravilladas ante la amplitud del conocimiento revelado. Científicas vivas en este día verían sus rostros volverse negros y morirían de envidia. Un pensamiento agradable.

La raíz del árbol calentado por el sol sentó bien a la espalda de Ambalasi, con el sol más cálido aún contra su caja torácica. Tenía los ojos cerrados, la mandíbula abierta al calor que empapaba sus doloridos músculos. La búsqueda del conocimiento era interminable y placentera, pero muy agotadora. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por los sonidos de atención a la presencia. Abrió un ojo, volvió a entrecerrarlo contra la luz.

—Eres tú, Enge.

—Se me ha dicho que deseabas mi presencia.

—Estoy disgustada. Es preciso hacer algo. Tus Hijas del Trabajo trabajan menos cada día. ¿Sabes esto?

—Lo sé. Es culpa mía. Causada por mi incapacidad de hallar la solución correcta a nuestro problema. Me esfuerzo, pero desespero de alcanzar la comprensión del conocimiento de los principios de Ugunenapsa. Sé que la respuesta a nuestras dificultades está ahí, delante de mis ojos…, pero no tengo la visión necesaria para apreciarla.

—Confundes teoría con realidad. Una de ellas existe, la otra quizá.

—No para nosotras, gran Ambalasi; tú, de entre todas, sabes eso. —Los ojos de Enge brillaron con fervor proselitista mientras se aposentaba confortablemente sobre su cola; Ambalasi suspiró—. La verdad de las palabras de Ugunenapsa ha quedado demostrada. Cuando una eistaa ordena a una de sus yilanè que muera…, ella muere. Nosotras no.

—Muy fácil de explicar. Mis investigaciones sobre el tema han sido completadas. Vivís simplemente porque vuestro hipotálamo no es activado.

—Ausencia de conocimiento, deseo de instrucción.

—Desearía que el resto de tus Hijas de la Disipación fueran tan deseosas de instrucción como tú. Escucha, pues, y recuerda. Del mismo modo que progresamos del huevo al océano, de fargi a yilanè, así ha progresado nuestra especie de la antigua a la moderna forma. Sabemos por nuestros dientes que hubo un tiempo en que éramos devoradoras de mariscos, porque esa es la función para la que han sido modelados. Antes de que tuviéramos ciudades, antes de que nuestras provisiones de comida estuvieran aseguradas y nuestras defensas contra las inclemencias de la existencia erigidas, la hibernación desempeñaba una parte importante en nuestra supervivencia.

—Humildad y aún mayor ignorancia. Esta hibernación, ¿era comestible?

Ambalasi hizo chasquear furiosa sus mandíbulas.

—Presta atención al habla. La hibernación es un estado de torpor del cuerpo, entre el sueño y la muerte, en el que todas las funciones vitales se reducen enormemente. Es una reacción hormonal causada por la prolactina.

Esta, normalmente, regula nuestro metabolismo y comportamiento sexual. Pero demasiada prolactina sobrecarga el hipotálamo y ocasiona un estado psicológico desequilibrado que termina con la muerte. Se trata de un factor de supervivencia.

—¿Supervivencia… que termina con la muerte?

—Sí. La muerte de un individuo que ayuda a la supervivencia del grupo. Otra forma del gene altruista que parece tan contraproductivo para el individuo, pero muy positivo para la especie. En las reglas de la eistaa, el orden social sobrevive. Las individualidades errantes mueren cuando les es ordenado. Esencialmente se matan a sí mismas. Creen que morirán…, de modo que mueren. La aterrada reacción a la inminencia de la muerte libera la prolactina. La individualidad muere. Una predicción autorrealizadora.

Enge se mostró horrorizada.

—Sabia Ambalasi…, ¿estás diciendo que la gran obra de Ugunenapsa no es más que la habilidad de controlar una reacción fisiológica?

—Tú lo has dicho…, no yo —respondió Ambalasi con gran satisfacción. Enge guardó silencio largo rato, rígida en sus profundos pensamientos. Luego se agitó e hizo gesto de aprobación-apreciación.

—Tu sabiduría es infinita, Ambalasi. Afirmas una verdad física que me hace dudar, me obliga a reconsiderar las verdades que conozco, hallar la respuesta que refuerce esas verdades. La respuesta está aquí, claramente enunciada y aguardando sólo su interpretación. Toda la sabiduría de Ugunenapsa se halla afirmada en sus Ocho Principios.

—¡Ahórramelos! ¿Debo verme amenazada con todos ellos?

—No es ninguna amenaza, sólo revelación. Uno solo de ellos encarna a todos los demás. El primero y más importante. Fue el mayor descubrimiento de Ugunenapsa, y de él se derivan todos los demás. Ella dijo que había sido su intuición más significativa. Le llegó como una revelación, algo oculto desde hacía mucho tiempo y revelado bruscamente, una verdad que, una vez vista, jamás podía ser olvidada. Es esta: Vivimos entre los pulgares de Efeneleiaa, el Espíritu de la Vida.

—¡Mi mente se vuelve torpe! ¿De qué estupideces me estás hablando?

—De la verdad. Cuando reconocemos la existencia de Efeneleiaa, aceptamos la vida y rechazamos la muerte. La eistaa no nos controla, puesto que somos parte de Efeneleiaa, del mismo modo que Efeneleiaa es parte de nosotras.

—¡Ya basta! —rugió Ambalasi—. Abandona estas elucubraciones teóricas y dedícate a actividades más mundanas. Cada día tus Hijas trabajan menos y menos, y la ciudad sufre a causa de ello. ¿Qué piensas hacer al respecto?

—Pienso explorar en profundidad los Ocho Principios de Ugunenapsa, porque tú, gran Ambalasi, me has mostrado que las respuestas a nuestros problemas residen ahí.

—¿De veras? Espero que así sea. Pero será mejor que los explores rápidamente además de profundamente, porque incluso mi bien conocida paciencia tiene sus limitaciones. Sin mí, esta ciudad morirá. Y- empiezo a cansarme de nuestras interminables diferencias. Resolvedlas.

—Lo haremos. Danos solamente un poco más de esa paciencia por la cual eres tan conocida.

Ambalasi cerró los ojos cuando Enge terminó de hablar, no vio los movimientos de los modificadores que indicaban que era bien conocida por su paciencia. Enge se retiró lentamente, buscando la soledad que necesitaba para explorar la intuición que le había sido revelada. Sin embargo, cuando alcanzó el camino en sombras bajo los árboles, se vio enfrentada a quien menos deseaba ver en aquel momento. Pero aquel era un pensamiento poco amistoso y egoísta. Si aquella hija era origen de controversias era tan sólo porque ella también iba tras la verdad.

—Te saludo, Far‹, y te pregunto por qué expresas deseo de hablar en mi presencia.

Far‹ estaba más delgada que nunca: sus costillas se proyectaban formando aros en su torso. Comía poco, pensaba mucho. Ahora unió los dedos en un nudo de reprimida emoción. Tenía dificultad en expresarse, y sus grandes ojos se hicieron aún más grandes con el esfuerzo.

—Lucho…, con tus palabras, y mis pensamientos, y las enseñanzas de Ugunenapsa. Y las hallo en conflicto. Busco guía, instrucción.

—Y tienes derecho a encontrarla. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Son tus órdenes de que obedezcamos a Ambalasi como si ella fuera nuestra eistaa. Eso es lo que hacemos ahora, aunque rechazamos el poder de la eistaa sobre nosotras cuando aceptamos los principios de Ugunenapsa.

—Olvidas que aceptamos hacer esto únicamente hasta que la ciudad hubiera crecido y estuviera completa. Porque, sin una ciudad, no podemos existir, y cualquier otra acción sería contra la vida.

—Sí…, pero mira, la ciudad ya está desarrollada. Parece completa y, si eso es así, entonces el tiempo de la servidumbre ha terminado. Como muchas otras con las que he hablado, tengo la sensación de que no podemos seguir de esta manera.

Las palmas alzadas de Enge la detuvieron; una orden que exigía obediencia instantánea.

—No hables de esto ahora. Pronto, muy muy pronto, te revelaré todo lo que me ha sido revelado hoy. El secreto de la continuación de nuestra existencia está aquí, en los Ocho Principios de Ugunenapsa. Si miramos atentamente, lo hallaremos.

—Ya he mirado, Enge, y no lo he encontrado.

¿Había un ligero modificador de rechazo, incluso de desdén, en su habla? Enge decidió ignorarlo. Aquel no era momento para una confrontación.

—Trabajarás para la ciudad, bajo las instrucciones de Ambalasi, como lo haré yo y cada una de nuestras hermanas. Nuestros problemas serán resueltos, muy muy pronto. Puedes irte.

Enge contempló la delgada espalda que se alejaba, y no por primera vez sintió el peso de sus creencias y se dio cuenta de las libertades de una eistaa. Que podría haber solucionado su problema simplemente ordenando la muerte de aquella.

Muy viva todavía, Far‹ se alejó bajo los árboles.

También bajo los árboles, en las distantes orillas de Entoban‹, al otro lado del mar, Vaintè caminaba a paso vivo. Deteniéndose a menudo, con sus huellas en el barro marcando un sendero tan al azar como sus propios pensamientos.

A veces, recién acabada de despertar, veía claramente lo que le estaba ocurriendo. Abandonada, rechazada, perdida allí en aquella inhóspita orilla. En un primer momento su furia la había sustentado, y había aullado amenazas contra la que la había traicionado, Lanèfenuu, segura a bordo del uruketo que desaparecía en el mar. Lanèfenuu le había hecho esto a ella, y el odio de una eistaa la poseía. Había gritado su furia hasta que le dolió la garganta y sus miembros se volvieron fláccidos y la espuma orilló sus mandíbulas.

Pero con aquello no había conseguido nada. Si hubiera habido animales peligrosos allí, hubiera podido resultar muerta y devorada durante aquel lapso de locura. Pero no había ninguno. Más allá de la franja de lodosa playa había someros pantanos medio en putrefacción, arenas movedizas y descomposición. Los pájaros volaban por entre los árboles, unas cuantas criaturas se arrastraban por el lodo, nada tenía ningún valor. Aquel primer día de violencia la había dejado sedienta, y bebió de las espumantes aguas de un pantano. Algo en el agua la puso enferma, y durante un tiempo no dejó de vomitar débilmente. Más tarde descubrió el lugar donde un manantial de agua dulce burbujeaba entre los árboles creando un pequeño estanque y un arroyo que se alejaba por entre los pantanos hasta el mar; desde entonces sólo bebió allí.

Tampoco comió al principio. Tendida inmóvil al sol, no tuvo necesidad de comer, no por muchos días. Sólo cuando se cayó la primera vez por pura debilidad se dio cuenta de la estupidez de aquello. Podía morir…, pero no tenía intención de morir de aquella forma. Alguna chispa de la furia que la había poseído ante la deserción y la traición la empujaron hacia el mar. Había peces allí, no fáciles de atrapar, puesto que las habilidades que le habían permitido hacerlo en otro tiempo hacía mucho que estaban olvidadas. Pero consiguió capturar los suficientes para mantenerse con vida. Los mariscos de las lodosas islillas interiores eran más fáciles de atrapar, y pronto se convirtieron en la parte principal de su dieta.

Muchos, muchos días pasaron de aquella manera, y Vaintè no sentía la necesidad de ningún cambio. Muy raramente ahora, cuando despertaba al amanecer, contemplaba desconcertada sus embarradas piernas, su manchada piel desnuda de toda decoración, luego los vacíos cielo y mar. Y se preguntaba brevemente acerca de su circunstancia. ¿Era esto la totalidad de la existencia? ¿Qué le estaba ocurriendo? Aquellos aleteantes momentos de preocupación nunca duraban mucho tiempo. El sol brillaba cálido, y el torpor dentro de su cráneo era mucho mejor que las aullantes agonías que había sentido cuando llegó allí.

Tenía agua para beber, siempre algo que comer cuando sentía hambre, nada que la molestara. Como tampoco quedaba ninguno de aquellos oscuros pensamientos que tanto la habían obsesionado cuando fue abandonada en aquella inhóspita orilla.

Ningún pensamiento en absoluto. Arrastraba lentamente un pie detrás de otro a lo largo de la orilla, y su sendero en el lodo era incierto y retorcido. Las huellas de sus pasos quedaban pronto llenas por el agua estancada.

Bruka assi stakkiz tina faraldaden ey gestarmal faralda marklz.

Proverbio tanu

Disfruta este verano de tu vida porque el invierno de la vida le sigue siempre.