CAPÍTULO 19

Nunca supieron lo que causaba los problemas; tampoco tenían la menor idea de cómo detenerlos.

Al principio los temores de Kerrick demostraron ser infundados. Todos los hesotsan que examinó tenían un aspecto normal, sin ningún rastro de la piel gris que había aparecido en el arma de Nadaske. Debía de haber sido un accidente, probablemente la criatura había resultado herida. Lo apartó de su mente porque, como los demás cazadores, se estaba preparando para la primera caza de pájaros. Ahora llovía más, y algunas mañanas había niebla. El viejo Fraken aún tenía la bastante cabeza como para observar que los días se hacían realmente más cortos; el invierno había regresado de nuevo al norte. Podían ver esto sin necesidad de que Fraken lo dijera, porque grandes bandadas de pájaros se posaban ahora en los canales y pantanos. Trazaban círculos, haciendo gran ruido, luego se posaban en el agua oleada tras oleada. Nunca permanecían más de uno o dos días, sólo el tiempo suficiente para descansar y alimentarse antes de iniciar de nuevo su camino al sur. El tronco había sido ya ahuecado y dado forma, el bote estaba terminado, y ya era tiempo de empezar a comer algunos de aquellos incontables pájaros.

Muchos cazadores habían trabajado alimentando los fuegos que habían modelado el bote, y cada uno de ellos deseaba ser el primero en usarlo. Antes de que estallaran las peleas, Kerrick decidió que los cuatro que fueran en el primer viaje serían elegidos al azar, utilizando un juego al que jugaban a menudo los niños. Fueron cortadas pajas, todas de la misma longitud, una para cada cazador, y se colocaron en uno de los potes recién cocidos. Cuatro de ellas tenían la parte inferior mojada en la bolsa de tinta de un hardalt y por lo tanto estaban teñidas de púrpura. Por turno, cada cazador extrajo una de las pajas. Hubo muchos gritos y quejas por parte de los perdedores e insultos por parte de los ganadores. Finalmente todos fueron al bote, para cargar las redes y extender cañas sobre los cuatro cazadores a fin de no ser vistos. Partieron remando a media tarde, ahuyentando a las bandadas que ya estaban allí. Los cazadores no hicieron el menor intento de atrapar ninguna con las redes mientras alzaban el vuelo, sino que hicieron avanzar el bote hasta el amparo de las cañas. Estarían preparados para cuando las nuevas bandadas llegaran al anochecer.

Herilak llevó a Kerrick a un lado y le dijo en voz baja:

—Ven conmigo y mira algo. —Abrió camino hacia su tienda y extrajo su hesotsan—. Preguntaste acerca de los palos de muerte. ¿Es eso lo que querías decir?

Kerrick hizo girar el arma viviente en sus manos, sintió la puñalada de la preocupación cuando vio la pata de la criatura. Era gris y colgaba fláccida.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Algunos días, no sé. ¿Qué significa?

—Quizá nada. Esas criaturas se hacen viejas, algún día tienen que morir. Tal vez sea eso.

No lo era. El color gris en el arma de Herilak se extendió, lentamente al principio, pero no se detuvo. Un día la criatura no disparó los dardos y empezó a oler mal. La enterraron en el bosque, lejos de las tiendas.

—Sé de dos más así —dijo Herilak.

—Una enfermedad de algún tipo —murmuró Kerrick—. Quizá se extienda de uno a otro. Debemos mantenerlos apartados.

—¿Y qué ocurrirá si más de ellos mueren?

—Entonces morirán. No los necesitamos para cazar.

—No, pero los necesitamos para matar murgu —Herilak miró hoscamente a través del agua hacia la tierra firme más allá—. Otro de los murgu grandes cruzó la otra noche. Los mastodontes lo oyeron o lo olieron. Hanath escuchó su ruido y lo mató antes de que llegara entre ellos. Es dos veces más grande que un mastodonte…, con dientes tan largos como tu brazo. No puedes matar un marag así con una flecha o una lanza.

—Un palo de muerte ha muerto. Tenemos otros.

—Y otros tienen ya ese color gris. Si todos mueren… Kerrick no podía pensar en ninguna palabra fácil que decir, estaba tan preocupado como Herilak ante esta posibilidad.

—Podemos viajar al norte en primavera, ir hasta donde los murgu no puedan llegar, a la nieve y las montañas.

—Podemos hacer eso, pero…, ¿para cuánto tiempo? El invierno que nunca termina aún aprisiona los valles. Los tanu que aún cazan allí no nos darán la bienvenida. Los tanu han matado a los tanu antes…, y volverá a ocurrir si vamos al norte. Podemos vivir bien aquí, la caza es buena. Pero sólo si tenemos palos de muerte.

El hecho era tan obvio que no deseaban hablar de él. Sólo cuando, otros dos palos de muerte enfermaron hizo llamar Herilak a los sammadars. Se reunieron en torno al fuego, hablando en voz baja. Había algunas pocas sonrisas, ninguna risa. Guardaron silencio cuando Herilak se puso en pie y se enfrentó a ellos.

—Todos vosotros conocéis el problema con los palos de muerte. Uno ha muerto, otros dos tienen ese color gris en ellos.

—Tres —rectificó Har-Havola—. Hoy está en el mío también. Si todos se ponen enfermos y mueren…, ¿qué entonces?

—No todos ellos están enfermos todavía —dijo Kerrick—. No los matéis tan pronto.

—Pero puede ocurrir y, ¿qué haremos entonces? ¿Cómo mataremos a los murgu?

Hubo mucha discusión, sin que se dijera nada de importancia. Fue Merrith, de pie con los demás más allá del círculo de sammadars, quien se puso impaciente y exclamó:

—Cacareáis como pájaros en un nido…, y ni siquiera ponéis huevos. ¿De dónde vienen los palos de muerte? De los murgu, sabemos eso. ¿Podemos conseguir más si los nuestros mueren?

Todos miraron a Kerrick en busca de una respuesta a eso.

—No es fácil. Si alguna vez sospechan que necesitamos más palos de muerte, se sentirán muy complacidos. No nos darán ninguno, de eso podemos estar seguros.

—Capturémoslos entonces —exclamó un cazador.

—Eso podría significar de nuevo la guerra, porque habría un marag muerto por cada uno que tomáramos. Todos vosotros sabéis que detuve su ataque en el valle con una amenaza. No creo que pueda hacerlo una segunda vez. Hagamos lo que hagamos, no debemos matar ningún murgu…, ni dejarles saber que necesitamos más palos de muerte.

Hubo más preguntas. Todos sentían curiosidad respecto a cómo se hacían los palos de muerte.

—No se hacen, nacen y crecen. Cuando son jóvenes tienen el aspecto de lagartos normales, aunque tienen cuerpos más largos que la mayoría de los lagartos, y quizás un poco como serpientes. Son criados en un lugar con un estanque pantanoso, rodeado de paredes para que no puedan escapar. A medida que crecen se mueven cada vez menos y menos, hasta que un día son como los vemos ahora.

—¿No podemos criarlos nosotros? —preguntó Merrith.

—No lo creo. Cuando estuvimos en la ciudad los observé a menudo, intenté comprenderlos, pero todavía siguen siendo un secreto para mí. Ni siquiera sé si salen de huevos o no. Cuando son pequeños se mueven mucho. Luego se vuelven cada vez más rígidos y se convierten en lo que conocemos cuando maduran. Posiblemente entonces no puedan reproducirse. Puede que pasen por un tercer estado que nunca hayamos visto, pese a que los observé muy atentamente. Es un secreto murgu.

—Ese lugar en la ciudad donde son mantenidos los palos de muerte —dijo Herilak—. ¿Sabes dónde está?

—Sé dónde estaba. No tengo forma de decir si todavía sigue estando allí. Cuando estuvimos en la ciudad, mucha parte de ella resultó quemada, otras partes murieron. Ahora que los murgu han regresado, habrá vuelto a crecer, habrá cambiado.

—De todos modos, si pudiéramos hallar los palos de muerte jóvenes, traerlos hasta aquí, eso sería lo que necesitamos. Podemos hacer eso.

—No es fácil…

Pero las protestas de Kerrick se perdieron en el tumulto de otras voces. Un grupo de caza podía hacerlo, encontrar el lugar. Obtener más palos de muerte, conseguir los suficientes para que les duraran largo tiempo. Kerrick gritó hasta que fue oído.

—Puede que este sea un buen plan, de acuerdo. Pero ¿y si se hallan protegidos? ¿Qué ocurrirá si hay murgu allí? ¿Qué haremos entonces?

—¡Los mataremos! —exclamó un cazador, y hubo gritos de conformidad.

—¡Cazadores de gran estupidez! —rugió Herilak—. Haced eso, y la guerra empezará de nuevo. Ya habéis oído a Kerrick. Hacedlo, y la próxima vez será nuestro fin. Tiene que haber alguna otra forma.

Kerrick apartó la vista de ellos y miró al fuego, pero sabía por el silencio que todos le estaban mirando a él, aguardando a que hallara una respuesta. Él era quien lo sabía todo acerca de los murgu, él encontraría un camino. Suspiró, se puso en pie y se volvió para enfrentarse a ellos.

—Si ocurre lo peor, si todos nuestros palos de muerte mueren, necesitaremos otros nuevos. En el valle de los sasku tienen palos de muerte.

—Es una larga distancia que recorrer —dijo Herilak—. Y no creo que ellos estén dispuestos a entregarnos tanto. Temen el regreso de los murgu. Los nuestros mueren ahora, quizá los suyos ya estén muertos. La ciudad está más cerca.

—Está más cerca…, y es más mortífera. Será muy difícil que un grupo de cazadores llegue hasta allí. Eso ni siquiera deberíamos pensarlo por el momento. No hasta que estemos seguros de dónde están los palos de muerte. Primero deben ser localizados.

—Tú y yo —dijo Herilak con decisión—. Tú porque conoces la forma de actuar de los murgu. Yo porque conozco el bosque. Iremos los dos.

Kerrick alzó la vista y se dio cuenta de que sus ojos se fijaban en el horrorizado rostro de Armun. Ella sabía los riesgos, todos los sabían. Hubo murmullos de asentimiento, y se volvieron a Kerrick para una respuesta. Este no miró a Armun cuando asintió.

—Iremos Herilak y yo. Tomaremos sólo un palo de muerte. Herilak lo llevará. Si esto es una enfermedad, y eso me lo dijo alguien que conocía de enfermedades, se propaga de un animal a otro. Por eso debemos mantener al resto de ellos aparte, tenerlos calientes y alimentarlos bien. Si encontramos algunos en la ciudad los traeremos, los mantendremos lejos del que llevará Herilak. No podemos correr el riesgo de que los nuevos se contagien con la vieja enfermedad.

Fue aceptado que los hesotsan restantes serían guardados y vigilados, y utilizados sólo para matar a cualquier gran merodeador que llegara a la isla. Hasta entonces los cazadores habían dado las armas como algo por sentado en sus vidas; ahora se daban cuenta de lo vitales que eran para la existencia de los sammads.

La visita a la ciudad debía hacerse rápidamente. Llevarían sólo sus armas y carne ahumada. Kerrick empaquetó algo de ella en una mochila para la mañana: Armun no apartó sus ojos de él.

—Iré contigo —dijo de pronto.

—Esto será un viaje rápido de exploración, nada más. Debes quedarte y cuidar de la niña.

—Dije en una ocasión que nunca permitiría que nos separáramos de nuevo.

—No será así. He ido de caza con los paramutanos. Esto es lo mismo. Nos moveremos rápido, encontraremos el lugar que estamos buscando, volveremos de inmediato. Herilak conoce los bosques, no seremos vistos. Y yo conozco a los murgu. No debes temer nada.

Pero ella estaba preocupada. Ambos lo estaban. Kerrick no lo dijo en voz alta, pero ambos compartían el conocimiento de que la paz en la isla se había visto rota. El futuro era una vez más incierto y poco claro.

Empezó a llover durante la noche, y el agua tamborileaba fuertemente contra la tienda y se deslizaba bajo ella. Al amanecer, gris y húmedo, los dos cazadores abandonaron la isla y emprendieron el camino hacia el sur, hacia la ciudad. Conocían bien el camino y avanzaron rápido. Al tercer día se apartaron del amplio sendero que habían usado los sammads y avanzaron por entre los árboles siguiendo uno de los caminos abiertos por los animales. Habían cazado allí muchas veces antes, y Herilak parecía conocer cada parte del bosque y cada recoveco de las corrientes de agua. Cuando alcanzaron un oscuro e inmóvil estanque, se detuvo al abrigo de los árboles.

—Ya estamos muy cerca. Más allá del agua estaba el pantano de los grandes murgu con tres cuernos.

—Los nenitesk. ¿Estás seguro? No recuerdo haber entrado nunca en la ciudad desde esta dirección.

—Estoy seguro.

—Siempre estaban en los campos más distantes, los más alejados del centro de la ciudad. Si podemos localizarlos, creo que podemos encontrar el lugar con los palos de muerte desde allí.

Hubo un fuerte estrépito en el bosque delante de ellos, seguido por un ronco bramar. Con las armas dispuestas, se acercaron a la barrera más exterior de la ciudad. Los árboles allí eran gruesos, muy juntos, y estaban entrelazados por lianas y plantas trepadoras, algunas de las cuales exhibían espinas venenosas. La barrera detenía o hacía dar la vuelta a la mayor parte de los animales…, pero no al que acababa de pasar. Las ramas estaban rotas y la maleza aplastada; profundas huellas de pisadas en el cenagoso suelo todavía se estaban llenando de agua. Estampadas allí por unos enormes pies armados con afiladas garras.

Herilak gruñó al reconocerlo.

—El gran marag asesino.

—El epetruk. Debe de haber olido al nenitesk. Debemos seguirlo…, este es el mejor camino para entrar en la ciudad.

Un gran rugir y chillar delante de ellos señaló el encuentro del epetruk con su presa. Pero era un combate bastante igualado. Mientras el epetruk trazaba círculos en torno a su contendiente, el nenitesk giraba para mantener siempre el amplio escudo óseo que protegía su cabeza frente a su enemigo. El epetruk era cauteloso ante los tres largos cuernos; manchas de sangre en uno de ellos indicaban por qué. Hubo otro bramar procedente del pantano cuando un segundo nenitesk entró en liza. El epetruk, pese a su furia, tenía la suficiente inteligencia como para ver el peligro. Volvió la cabeza a uno y otro lado y rugió. Se retorció, haciendo chasquear su cola como un látigo mientras retrocedía. Los cazadores, sintiéndose muy pequeños y expuestos, corrieron hacia la protección de los grandes árboles más allá. Tras ellos, los sonidos murieron mientras el epetruk se retiraba. Kerrick buscó alguna forma de salir del campo, alguna señal familiar.

—Por aquí —dijo—. Tendremos que dar un rodeo, puesto que debemos permanecer alejados tanto como nos sea posible de los campos interiores.

Una vez reconoció donde estaban, se dio cuenta de que poco o nada había cambiado en los años desde que había crecido la ciudad. Los árboles eran más grandes y la maleza era diferente, pero todo era básicamente lo mismo. Sus brazos y piernas se movieron mientras pensaba en la familiar expresión yilanè…, el mañana de mañana será como el ayer de ayer. Hecha crecer según un plan y un modelo, la ciudad permanecería de esta forma durante tanto tiempo como existiera. Hubiera debido recordar esto. Las zonas que habían muerto, y habían sido destruidas por el fuego, habían vuelto a crecer exactamente igual que el original. Había recorrido aquel mismo camino cuando era un muchacho. Dio una palmada en el hombro de Herilak y señaló, habló en un susurro.

—Hay huertos justo al frente. Los murgu los mantienen para recoger frutos para sus ciervos y otros animales. Murgu desarmados hacen el trabajo, pero habrá guardias con palos de muerte tan lejos del centro de la ciudad.

El campo estaba todavía allí, con frutos podridos sembrando el suelo, pero vacío de yilanè en aquellos momentos. Kerrick abrió camino a través de los dispersos árboles hasta el otro lado.

—Ya no está muy lejos de aquí. Mira, ¿ves ese terraplén de ahí? Está justo al otro lado.

Herilak se inclinó para examinar el suelo.

—Huellas, muy recientes.

—¿Qué tipo de animal?

—Los murgu que viven en la ciudad ahora. Muy recientes, puesto que llovió esta noche.

Abrió camino, silencioso como una sombra a través de los árboles, con Kerrick siguiéndole con sigilo, mirando al suelo, intentando andar tan silenciosamente como él. Llegaron a la esquina del terraplén justo en el momento en que las otras aparecieron por el otro lado en dirección a ellos. No había forma de retroceder.

Dos fargi cargadas, los ojos desmesuradamente abiertos por la sorpresa.

La yilanè que iba con ellas alzó su hesotsan. Herilak fue más rápido, disparó primero. La yilanè se dobló sobre sí misma y cayó.

Kerrick gritó, pero ya era demasiado tarde. El arma de Herilak chasqueó de nuevo secamente, dos veces, y las fargi murieron también.

—No debiste matarlas. Son inofensivas. —¿Pueden hablar, esas dos?

—Supongo que sí pueden. Tienes razón. Nos vieron. Son trabajadoras, así que pueden comprender y hablar lo suficiente como para recibir instrucciones. Hubieran dicho lo que habían visto.

—Quédate aquí…, puede que haya más. Herilak se deslizó bajo los árboles, corrió silenciosamente más allá de los cuerpos. Kerrick los contempló: ojos muy abiertos por la muerte, bocas colgantes. Vio que cada una de las fargi había llevado hesotsan inmaduros, y que estos se habían desparramado por el suelo. Sus patas se retorcían débilmente y se arrastraban con lentitud por la hierba. Kerrick recordó que acostumbraba a cogerlos en este estadio, cuando no podían escapar fácilmente. Se inclinó y los recogió, seis de ellos: sus diminutas patas arañaron sus brazos, pero no podían escapar.

—Sólo estaban estos tres murgu —dijo Herilak; entonces vio lo que Kerrick llevaba—. ¡Los tienes! Los palos de muerte que necesitamos. Debemos irnos antes de que lleguen más murgu.

—No hasta que hayamos hecho algo con estos cuerpos. Los murgu no usan los palos de muerte entre ellos. Si esos tres son hallados, sabrán que alguien de fuera de la ciudad los mató.

—Arrastrémoslos al pantano. Enterrémoslos.

—Pueden ser hallados —Kerrick alzó la vista hacia el terraplén a su lado—. Los palos de muerte. Los jóvenes están ahí dentro, muchos de ellos. Recuerdo que acostumbrábamos a echarles carne para alimentarlos desde esta pared.

—Esto es carne —dijo Herilak crudamente, empujando a la yilanè muerta con su pie—. Si esas bestias comen rápido, los murgu que puedan venir en su busca no hallarán nada.

—Asegúrate de dejar caer los cuerpos en el agua en la parte más profunda, para que sus huesos no puedan verse. Eso es todo lo que podemos hacer. —Se inclinó para recoger el hesotsan de la guardia, tuvo que arrancarlo de los engarfiados dedos de la yilanè. Herilak se alejó arrastrando el primer cuerpo.

Antes de marcharse, Herilak escrutó el suelo en busca de huellas de lo que había ocurrido, borró algunos rastros que habían dejado. Moviéndose rápidamente, abandonaron la ciudad tal como habían entrado en ella, más allá de los nenitesk que ahora pastaban pacíficamente, a la seguridad del bosque más allá.