CAPÍTULO 18

Armun oyó los mastodontes mucho antes de verlos, y aferró a la niña contra su pecho, presa de excitación. Allí estaban, arrancando las hojas mientras avanzaban, con los cazadores guiándolos entre los árboles. No sólo cazadores, porque el primero era una mujer…, y alguien familiar.

—¡Merrith! —exclamó, una y otra vez, hasta que esta la oyó, se volvió y la vio, agitó la mano y se apresuró.

—¡Armun! Estás aquí, estás sana y salva. Tienes una familia. Sólo eras una niña, ahora eres una madre…, y con un bebé tan hermoso. Déjame cogerlo.

—Es una niña, se llama Ysel —dijo Armun, sonriendo de felicidad mientras se la pasaba—. Y su hermano ya es un chico crecido, tienes que haberlo visto, acudió a vuestro encuentro.

—Mira sus ojos, son idénticos a los tuyos. —Merrith alzó la vista cuando la puerta de la tienda se echó a un lado y Darras atisbó tímidamente por ella—. ¡Y otra hija también!

—Es como una hija para nosotros, pero no es nuestra hija. —Darras se aferró a la pierna de Armun tras avanzar reluctante para conocer a aquella nueva mujer a la que nunca antes había visto—. Esta es Merrith, a la que conozco desde que yo era una niña como tú, desde que era incluso más pequeña, Darías.

Merrith sonrió y acarició el pelo de la niña, notó el temblor bajo sus dedos. Luego la niña se escabulló y se alejó corriendo para contemplar el mastodonte que pastaba tranquilamente un gran puñado de hojas.

—Estaba sola cuando la encontramos —dijo Armun—. Sólo ella y un mastodonte. El resto de su sammad había sido muerto por los murgu. Ha permanecido con nosotros desde entonces. Tiene pesadillas que la despiertan por la noche.

—Pobre chiquilla —dijo Merrith, luego devolvió a Ysel a su madre—. ¿Sabes de qué sammad era?

—Sorli, del sammad de Sorli. Merrith jadeó y se aferró los pechos con las manos.

—¡Entonces está muerta, mi hija está muerta! Ella y su cazador se fueron con el sammad de Sorli. Melde. Muerta ahora, como su hermana.

Cuando oyó esto Armun se puso rígida y apretó tan fuertemente a la niña que esta empezó a lloriquear. Se controló, acarició a la niña hasta que se tranquilizó de nuevo, hasta que pudo hablar otra vez. Pero su voz aún temblaba cuando lo hizo.

—Al principio Darras no podía hablar cuando la encontramos, sólo podía llorar. Había visto cómo todos eran muertos. Más tarde pude hablar con ella y me lo contó todo, cómo se había quedado sola en el bosque. Me dijo su nombre, Darras. También me dijo el nombre de su madre. —Armun vaciló, luego se obligó a hablar—. Me dijo el nombre de su madre. Era Melde.

Las dos mujeres se miraron en impresionado silencio, y fue Merrith quien consiguió hablar primero.

—Entonces, esta niña…, ¿es mi nieta?

—Tiene que serlo. Debo hablar con ella. Nunca me lo dijo, pero ha de saber también el nombre de su padre.

Al principio Darras no supo lo que estaba ocurriendo, no podía comprenderlo. Sólo cuando la relación hubo sido meticulosamente explicada una y otra vez, las veces suficientes para que quedara clara, sólo entonces las largo tiempo retenidas lágrimas fluyeron mientras se abrazaba a su abuela y lloraba.

—Vivirás conmigo —dijo Merrith—, si eso es lo que quieres. Si Armun dice que está de acuerdo.

—Es la hija de tu hija. Es tuya ahora. Pero siempre puedes poner tu tienda cerca de la nuestra para que así podamos estar todas juntas.

Sus lágrimas cambiaron a risas, y Armun se unió a ellas y, al cabo de un tiempo, incluso Darras consiguió sonreír por entre sus lágrimas.

Los días que siguieron a la llegada de los sammads fueron los más felices que Armun hubiera experimentado en toda su vida. Los murgu que habían luchado contra ellos ya no luchaban, no tenían que ser tomados en consideración ni temidos. La llegada de los sammads había cambiado completamente la vida en la isla. Las tiendas se extendían bajo los árboles, y el humo brotaba de muchos fuegos que cocinaban innumerables cosas. Los niños corrían y chillaban por entre ellos, y los gritos resonaban con el trompetear de los mastodontes desde el campo. La caza era abundante, sus estómagos estaban llenos…, mientras la carne seca colgaba pesada en las chozas del ahumado. Un gran árbol de madera dura había sido cortado, despojado de sus ramas y hecho flotar hasta la orilla junto a las tiendas. Allí, bajo la dirección de Herilak, estaba siendo ahuecado mediante el fuego. Cuando estuviera terminado dispondrían de un bote para ir a los pantanos o para atrapar a los pájaros que ahora se habían vuelto muy desconfiados de los cazadores. Arnhweet y los otros muchachos de los sammads habían estado observando el trabajo, y ahora se afanaban en construir una versión más pequeña para ellos. Hubo algunos dedos quemados y algunas lágrimas, pero el trabajo progresó.

En la nuevamente hallada felicidad, Armun se daba cuenta de lo mucho mejor que estaban tras haberse unido los sammads. Herilak había venido y hablado con Ortnar, y aunque nadie había oído lo que se dijeron, resultaba claro que el abismo abierto entre ellos había quedado cerrado y los vínculos restablecidos. La tienda de Ortnar estaba ahora al lado de la del sammadar, y se sentaba a su lado en el fuego por las noches con los demás cazadores, incluso conseguía reír con ellos. Ya no hablaba de irse solo al bosque.

Ahora, cuando no estaba trabajando en el bosque, que era algo esporádico de todos modos, Arnhweet jugaba con los otros chicos de su edad: Harl iba con los cazadores. La vida era tal como tenía que ser, y por lo tanto era muy feliz. Armun se sentaba al sol ante su tienda, con su niña pateando y charloteando sobre una piel suave tendida en la hierba ante ella. Malagen se arrodillaba y la observaba con los ojos muy abiertos de placer.

—¿Puedo cogerla? —preguntaba, hablando en sesek. Armun todavía podía recordar el lenguaje; era un gran placer para Malagen oírlo y hablarlo de nuevo. Acunaba a Ysel entre sus brazos, y el pelo claro de la niña era un contraste contra su oscura piel. Nunca dejaba de asombrarse por ello—. ¡Y sus ojos, mira, son tan azules como el cielo!

Un día dijo:

—Mira, he hecho algo para ella, está aquí. —Rebuscó entre sus ropas y extrajo una tira de cinta negra, que pasó a Armun—. Cuando su pelo sea más largo, puedes usarla para atárselo en torno a la cabeza, a la manera sasku.

Armun pasó los dedos a lo largo de la tira con admiración.

—Es tan suave, pero no es la tela que tejéis vosotros… ¿Qué es?

—Es algo muy importante, y te hablaré de ello. Cuando abandonamos el valle me traje conmigo mi telar, ya lo has visto, y he tejido las fibras de charadis en una tela. Pero ya no me queda nada de charadis, lo he usado todo. Entonces miré vuestros waliskis y, cuando me lo permitieron, los toqué. Fue maravilloso.

Armun asintió. Sabía que los waliskis, la palabra sesek para los mastodontes, eran algo muy importante en las creencias de los sasku. Malagen podía pasarse todo el día sentada admirándolos.

—Los toqué, y me dejaron cepillarlos, y a ellos les encantó. Entonces descubrí que, cuando los cepillaba, algunos pelos se les caían, y los guardé porque son muy preciosos. Luego, un día, los retorcí como hacemos con las fibras de charadis, y descubrí que era posible tejerlos para formar una tela. ¡Y lo hice! Y esto es. —Se echó a reír y se acercó más a ella para susurrar—: Hice la banda para la cabeza para llevársela algún día a los manduktos. Pero puedo hacer otra. Y esta es tan pequeña. Creo que le irá mejor a Ysel.

Los sasku podían hacer tantas cosas que Armun se sentía muy contenta de que Malagen estuviera allí. Malagen había explorado la isla, luego había hecho que Newasfar fuera con ella a tierra firme antes de hallar el tipo correcto de arcilla que necesitaba. Los cazadores no ayudaban a las mujeres en sus trabajos, pero al menos montaron guardia contra los animales salvajes mientras ellas cavaban la arcilla. Las mujeres cargaron el mastodonte de Merrith y regresaron con cestos llenos de ella. Luego se construyó un horno adecuado, y pronto dispusieron de jarras tan duras como la piedra para usar, exactamente igual que los sasku.

Estaban ocurriendo tantas cosas que a Armun ya no le importaba que Kerrick fuera a ver su marag. Observó que la mayoría de las veces iba solo, que Arnhweet estaba atareado con los otros chicos, y eso la complacía mucho, aunque no lo decía en voz alta. Kerrick era su cazador, y podía hacer cosas que ningún otro cazador —o sammadar— podía hacer. Una cosa que podía hacer era hablar con los murgu. Si él no hubiera hablado con aquel en la isla cuando mataron las grandes bestias del mar, nada de esto ocurriría ahora. Todos los sammads estarían muertos. Todo el mundo sabía ahora lo que había hecho, y cómo lo había hecho, y nunca se cansaban de oírla contarlo. Y acerca de los paramutanos, y de cruzar todo el océano, y de todas las otras cosas que les habían ocurrido. Escuchaban en respetuoso silencio cuando ella hablaba, y no sólo porque Kerrick fuera su cazador, sino porque ella había hecho esas cosas también. Ya no ocultaba de la vista su labio hendido…, ni siquiera pensaba en él. La vida era satisfactoria, el sol cálido, el interminable verano era mucho mejor de lo que había sido el interminable invierno. Algunas de las mujeres hablaban de la nieve, y de las bayas que sólo podías encontrar en el norte, y de otras cosas. Ella escuchaba pero no hablaba, porque no sentía deseos de ver de nuevo ninguna de aquellas cosas.

Kerrick vio este cambio en Armun, no lo cuestionó pero lo aceptó con gratitud. No había sido un sammad muy feliz antes de que los otros llegaran. Un cazador impedido, una niña triste y dos muchachos demasiado diferentes en edad como para disfrutar realmente de su mutua compañía. Todo esto había cambiado ahora. Darras estaba con su abuela, sonriendo y hablando por primera vez; parecía haber olvidado finalmente la muerte de su propio sammad. Kerrick simplemente deseaba que Arnhweet no estuviera tan ocupado con sus nuevos amigos, que pudiera hallar el tiempo necesario para hablar con Nadaske. No era que esto se produjera tampoco demasiado a menudo. Habían pasado ya varios días desde su última visita, tantos que casi había olvidado su número. Esa no era forma de tratar a un amigo. Cortó una pata de un ciervo recién muerto que colgaba del árbol detrás de las tiendas, tomó su hesotsan, y recorrió el bien hollado sendero hacia el océano. No vio a nadie cuando cruzó el canal y se dirigió hacia la isla más pequeña. En la cresta miró al mar, vacío como siempre. Las yilanè se mantenían en su ciudad, tal como Lanèfenuu había prometido. Si hubiera llevado a su sammad aquí antes, si hubiera abandonado antes el Lago redondo, nunca se hubieran tropezado con las cazadoras yilanè. Imehei tal vez siguiera con vida. Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos. No servía de nada pensar en ello: el pasado no podía cambiarse. Mientras cruzaba los arbustos llamó atención al habla.

El refugio estaba allí, pero vacío. El hesotsan no estaba tampoco, de modo que quizá Nadaske había ido a cazar. Kerrick halló algunas hojas recién cortadas dentro y depositó la carne sobre ellas. Cuando salió, halló a Nadaske aguardándole allí. Kerrick curvó su mano en apreciación.

—Nadaske es la criatura del bosque que se mueve tan silenciosa como el viento. ¿Estabas cazando?

—No. Oí sonidos de pasos y vine al lugar de esconderse. —Depositó su hesotsan dentro y vio la carne—. Carne dulce de animal muerto es muchas veces mejor que el pescado. Gratitud a efensele.

—Te traeré más muy pronto…, pero han ocurrido muchas cosas, he estado muy atareado. Pero ¿por qué estabas escondido? ¿Jugando a un juego del hanale?

La boca de Nadaske estaba demasiado llena de carne como para responder de inmediato; masticó entusiásticamente, y al fin pudo tragar.

—Diez veces diez veces más agradable que el pescado. Un juego del hanale, sí, solíamos jugar a ellos. Aburridos/estúpidos. Resulta difícil pensar en esa vida ahora…, y cómo extraíamos de ella algún placer. No, no era un juego. Pero pequeños ustuzou han estado por aquí, amenazando muerte-con-dientes-de-piedra. Así que me oculto y vigilo.

—¿Quiénes eran? ¿Cazadores como yo?

—No, no ustuzou grandes, sino pequeños como pequeños/blandos, o quizás un poco más grandes.

—Algunos de los chicos, eso tiene que haber sido. ¿Te atacaron con sus lanzas, las arrojaron?

—Gritaron y agitaron armas, luego corrieron hacia árboles.

—Me ocuparé de eso —dijo Kerrick hoscamente—. Saben que tienen prohibido venir aquí. Creen que son muy valientes…, pero les demostraré que no. No volverá a ocurrir.

Nadaske royó el hueso con los dientes, arrancando hasta el último fragmento de carne. Tragó, sonrió e hizo signo de dulzura de carne, dulzura de vida. Kerrick estaba pensando en los muchachos, en cómo asegurarse de que el incidente no se repitiera, y le tomó unos instantes comprender lo que Nadaske estaba diciendo. Con tanu a todo su alrededor, el mundo de los yilanè se estaba haciendo cada vez más extraño y distante. La gran mandíbula y la brillante piel de Nadaske eran tan distintas de las tanu. Y la forma en que sujetaba el hueso entre sus pulgares oponibles. Un movimiento captó la atención de Kerrick, y vio un lagarto cruzar el claro a toda velocidad. Nadaske dejó caer el hueso, y el lagarto se detuvo cuando vio el movimiento. Como una estatua también, inmóvil…, exactamente igual que Nadaske. Eran tan diferentes, tan extraños, el uno con el otro.

—Ocurrió algo más —dijo Nadaske, y el momento extraño pasó. Aquel era Nadaske, su amigo.

—¿De qué se trata?

—Hubo un uruketo.

Fue como si un viento helado hubiera soplado sobre él.

—¡No! ¿Aquí? ¿Se acercó a la costa?

—Negativo-negativo. Estaba fuera en el océano, no cerca de la costa. Iba hacia el norte, luego al día siguiente volvió a pasar en la otra dirección.

—¿El mismo?

—Suposición positiva, evidencia negativa.

El repentino temor fue retrocediendo. Las yilanè no se habían dirigido a la orilla, no tenía nada que ver con los sammads. Por supuesto, había uruketo en el océano. Pero, mientras los sammads se mantuvieran lejos de la orilla, no había nada que temer. Sin embargo, era como un presagio, lo mismo que ver dos pájaros negros al mismo tiempo, lo cual significaba que aquel día habría mala suerte, o al menos eso era lo que Armun decía. Eso y nunca sujetar un cuchillo con la punta hacia ti, también traía mala suerte. Aunque él no creía en presagios.

—¿Habías visto uruketo antes?

—Una vez, muy lejos en el mar.

—No creo que haya razón alguna para alarmarse. Alpèasak está al sur de nosotros, siguiendo la línea de la costa. Uruketo, botes de pesca, todos utilizan el puerto. Mientras no se acerquen a la orilla…

—No lo harán. —Nadaske agitó un pulgar en dirección a sus dientes, con la expresión que significaba que, una vez mordido, evitabas a la criatura que te había mordido—. La eistaa que se preocupa por los uruketo recordará los dos muertos allá en la orilla. Se quedarán en la ciudad, nosotros nos quedaremos aquí, con comida abundante para todos.

—Sí, tienes razón. Pero resulta difícil pensar que la paz llegue a ser posible entre yilanè y ustuzou.

—Hay paz entre nosotros. Probablemente porque somos machos; las hembras son las causantes de todos los males del mundo. Ve con cuidado con tus hembras.

Kerrick hizo signo de aceptación y advertencia. Había renunciado a intentar explicar la relación tanu entre los sexos. Nadaske nunca podría creer que él no estaba siguiendo las instrucciones de Armun.

—Es hora de volver —dijo, poniéndose en pie.

—Pregunta de interés, deseo que Kerrick vea hesotsan.

Nadaske trajo su arma y señaló una de las retorcidas e inútiles patas de la criatura.

—Pequeño cambio, ¿puede ser importante?

Kerrick tomó el hesotsan, el arma viviente que era esencial para su existencia. Cualquier cambio en la criatura era motivo de preocupación. Esta tenía el mismo aspecto que todas las demás, con sus fruncidos ojos cerrados, sus atrofiados miembros pegados a los lados. Una vez la criatura había pasado por su fase joven y activa, se producía aquel cambio permanente. Observó la pata, la pequeña zona como cubierta de polvo en la oscura piel, la rozó con la yema de su dedo.

—La piel es gris aquí, puedo verlo. No creo haberlo visto nunca en ninguno de ellos. Quizá se esté haciendo viejo. ¿Sabes cuánto tiempo viven?

—Carencia de conocimiento. Aparte esta marca, funciona como siempre.

Kerrick tomó uno de sus propios dardos y lo insertó bajo el pliegue en la piel, apuntó el hesotsan hacia el océano y apretó. Hubo el familiar crac, y el dardo partió en un amplio arco. Cuando frotó los labios de hesotsan, la boca se abrió lentamente. Comió sin problemas el trocito de carne que le dio.

—Parece completamente normal. No hay necesidad de preocuparse.

—Siempre hay necesidad de preocuparse. —Nadaske tomó de nuevo el arma y la examinó de cerca—. No hesotsan, no vida. Muerte devorado por los predadores.

—Todavía no es momento de preocuparse. Temores sin base, futuro lleno de sol y carne.

Kerrick regresó al campamento. Cuando estuvo fuera de la vista de la orilla, se detuvo y examinó cuidadosamente su propio hesotsan. Era normal.

Pero la semilla de la preocupación había sido plantada. Cruzó la isla, deseoso de regresar.

Tenía intención de examinar detenidamente todos los demás hesotsan que utilizaban los cazadores.