CAPÍTULO 16

—Carencia de comprensión —hizo signo Akotolp—. Confusión ante significado de su presencia.

—Habla, esekasak —ordenó la eistaa—• Cuenta a todas las reunidas lo que has descubierto.

La alta yilanè que era la esekasak, la guardiana de la playa del nacimiento, sacudió el delgado cuerpo de Far‹, luego la empujó hacia delante para que todas pudieran verla.

—Es mi deber guardar las playas, guardar los machos que se hallan en ellas. Vigilo y garantizo la seguridad de las playas cuando los machos se hallan en el hanale. Garantizo la seguridad de los elinyil cuando emergen del mar. Son débiles y necesitan protección. También es mi deber vigilar cada elinyil que emerge del mar porque en el efenburu en el mar no es como en la ciudad… —Su habla se interrumpió y se volvió hacia la eistaa en busca de ayuda.

—Debo hablar yo de este asunto —dijo Lanèfenuu—, porque a la esekasak no le está permitido hacerlo. Su deber, además de proteger todo lo que ha dicho, es separar los machos de las hembras cuando abandonan el océano y llevarlos de inmediato al hanale. Fue mientras realizaba su deber que descubrió a esta a la que sujeta abandonando la playa.

Lanèfenuu hizo una pausa porque su furia era tan grande que su cuerpo se agitaba y no podía hablar con claridad. Luchó para controlarse y alzó sus pulgares y señaló a Far‹, y luego siguió, con gran dificultad:

—Halló a esta… abandonando la playa… con un elinyil. ¡Un MACHO!

Era un crimen como jamás se había oído, un crimen inconcebible. El orden y la organización de la ciudad no permitían, no podían permitir, que ocurriera esto. Los machos eran confinados en el hanale y raras veces eran vistos, y nunca sin protección. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué podía haber ocurrido? La mayoría de las espectadoras estaban tan rígidas por la impresión que el abrumado silencio de Ambalasi no llamó la atención de nadie. Fue Akotolp, siempre una científica, quien avanzó unos pasos e hizo signos interrogativos.

—¿Dónde está el macho?

—Ahora, en el hanale.

—¿Dijo algo?

—Es yileibe.

—¿Ha hablado esta?

—No.

Akotolp acercó su rostro al de Far‹, gritó su orden.

—No te conozco…, ¡di tu nombre!

Far‹ hizo signo de negación, luego jadeó de dolor cuando la gran guardiana clavó sus duros pulgares en sus delgados brazos. Akotolp miró al círculo de yilanè.

—¿Alguien la reconoce? ¿Quién sabe su nombre?

Sólo hubo silencio, y fue Lanèfenuu quien habló a continuación.

—Su nombre…, desconocido. Entonces no es de esta ciudad y es una extranjera. ¿De dónde eres, extranjera? Alguien tiene que conocerte si viniste con nosotras de Ikhalmenets.

Los miembros de Far‹ se movieron como si escuchara y, sin intención de hablar, hizo signo de no Ikhalmenets. No tenía forma de eludir la verdad porque, como toda yilanè, carecía de la habilidad de mentir. Decía lo que pensaba, y a todas les resultó fácil comprender. Lanèfenuu se mostró inflexible.

—Intentas ocultar quién eres y de dónde procedes. Pero no puedes. No puedes esconderte de mí. Nombraré una ciudad, y tú responderás. Te preguntaré hasta que me lo digas. Lo descubriré.

Far‹ miró a su alrededor, agitada ahora por el pánico, sin desear hablar pero sabiendo que se vería obligada a hacerlo. Su mirada se posó por un momento en el rígido cuerpo de Ambalasi, dudó, siguió adelante. Comprendió.

Por un instante, sin que ninguna de las demás, que tenían ojos solamente para la interrogadora Lanèfenuu y la prisionera, se diera cuenta, Ambalasi había hablado. Una sola y simple expresión no verbal. Far‹ comprendió. Se agitó indicando comprensión y odio, tan fuertes que la eistaa retrocedió.

Muerte, había dicho Ambalasi. Muerte.

Far‹ sabía que finalmente iba a tener que ceder su información. Y, haciéndolo, revelaría la existencia de la ciudad y de las Hijas de la Vida. Serían halladas, capturadas, muertas, su recién obtenida libertad condenada. Hablaría, y todo aquello por lo que había vivido moriría. El odio era hacia Ambalasi, que seguiría viviendo. Para ella sólo había una salida.

La muerte.

La suya…, o la de todas las demás. Ante el pensamiento de todas las muertes que podía causar, Far‹ se agitó en agonía. Sus ojos se cerraron y su cuerpo se relajó. Ambalasi observó, inmóvil e inexpresiva.

—Muerta —dijo Lanèfenuu con disgusto, mientras la esekasak abría sus pulgares y Far‹ caía al suelo—. Ahora nunca lo sabremos.

Akotolp avanzó anadeando y agitó el fláccido cuerpo con su pie, señaló a la fargi más próxima.

—Practicaremos una disección, eistaa. Quizás haya alguna enfermedad, una infección del cerebro, que pueda explicar este suceso tan inusual.

Lanèfenuu hizo signo de terminación de presencia, y el cuerpo fue retirado apresuradamente de su vista. La mayoría de las espectadoras se marcharon también, puesto que la eistaa, que se agitaba aún con furia y afrenta, no estaba evidentemente de humor para conversación. Olvidada por el momento, Ambalasi se marchó con las demás, decidida a no ser observada de nuevo. Las fargi se dispersaron en el crepúsculo, buscando lugares abrigados, y permaneció cerca de ellas. Cuando finalmente se hizo la oscuridad no captaron su presencia. Durmió entre ellas, lo mejor que pudo en el duro suelo, y estaba despierta y camino de los muelles con la primera luz. Pasó junto a los uruketo amarrados hacia el espacio despejado al final del muelle y aguardó allí, forzándose a un estólido silencio. Muy pronto apareció un uruketo de la bruma del mar, y vio, con gran alivio, que Elem estaba en la aleta. Su presencia no fue observada entre los demás uruketo: una tripulanta la ayudó a subir a bordo, y Ambalasi ordenó partida inmediata.

—Haces signo de gran preocupación, gran infelicidad —dijo Elem cuando subió a reunirse con ella.

—Tengo buenas razones para ello. Te lo contaré más tarde. Porque en estos momentos tú y tu tripulación no tenéis tiempo para escuchar, puesto que tenéis que trabajar tan duro como podáis para llevar esta criatura a la playa lo más rápido posible.

Estaban aguardando en la arena, las cuatro Hijas de la Vida y un apiñado grupo de asustadas fargi. Hubo un gran desbarajuste antes de que pudiera convencerse a las fargi de meterse entre las olas y nadar hasta el uruketo. Pero, una vez empezaron, llegaron sin problemas, buenas nadadoras ya que habían emergido recientemente del mar. Se apiñaron estúpidamente a bordo antes de que llegaran las Hijas. Satsat fue la primera en izarse del agua para enfrentarse a una furiosa Ambalasi.

—¿Qué ocurrió ahí fuera? ¿Qué poseyó a esa idiota de Far‹? ¿Sabéis lo que ha hecho?

—Lo sabemos. No pudo ser disuadida. Nuestro trabajo aquí había terminado, dijo, porque habíamos hablado con las fargi y les habíamos dado comida. Aquellas que nos comprendieron se quedaron con nosotras y escucharon, pero aquellas que aún eran yileibe se alejaron. Aquellas que aprendieron las palabras de Ugunenapsa están ahora con nosotras. Nuestra ciudad crecerá y prosperará…

—¡Deja de divagar! Habla de Far‹.

Satsat miró con gran infelicidad a las fargi y a sus compañeras que trepaban ahora al uruketo, luchó por ordenar sus pensamientos.

—Dijo que ahora teníamos nuevas Hijas de la Vida…, pero sólo hijas. Para que nuestra ciudad crezca y prospere de la forma natural se necesitan también machos, como siempre ha dicho ella. La instamos a que no fuera, le hablamos del peligro, pero no nos escuchó…

—Puedo creerlo fácilmente.

—Aunque ponía en peligro su vida, decidió correr alegremente el riesgo. Tenía la sensación de que, si podía traer aunque sólo fuera un solo macho a la sabiduría de Ugunenapsa, ningún sacrificio sería demasiado grande. Nos dejó, no regresó. Ni la noche pasada ni esta mañana.

—Consiguió lo que deseaba —dijo roncamente Ambalasi—, su mayor anhelo le ha sido concedido. Está muerta. Murió para no tener que hablar. Probablemente sea la única cosa inteligente que haya hecho nunca en toda su vida.

Ambalasi se dio la vuelta de la horrorizada Satsat, se abrió camino al interior del uruketo y buscó un lugar oscuro y tranquilo para descansar. Permaneció allí durante la mayor parte del viaje de regreso, comiendo poco pero durmiendo mucho, ignorando a las demás. Aunque habló con algunas de las fargi, lenta y suavemente, sin nada de su habitual brusquedad. Durmió durante la mayor parte del tiempo. Era un mediodía cálido y húmedo cuando llegaron. Fue la primera en desembarcar, y dejó a las demás el trabajo de la descarga. Habían sido vistas río arriba, y parecía que toda la ciudad estaba allí.

—Mirando en vez de trabajar. Típico de las Hijas de la Disipación —ignoró el respetuoso signo de bienvenida de Enge y en vez de ello se volvió a su ayudante, Setessei—. Estoy segura de que se han producido muchas tragedias durante mi ausencia.

—Unos cuantos accidentes…

—¿Alguno fatal?

—Ninguno.

—Lástima. Aparte esto, ¿la ciudad sigue creciendo bien?

—Lo hace.

—Eso al menos es apreciado. —Se volvió hacia Enge e hizo signo de atención y obediencia—. Camina conmigo por la orilla, donde podamos eludir la vista de las Hijas y todo pensamiento de Ugunenapsa.

—Con placer. Veo fargi a bordo, así que todo fue un éxito.

—No me atrevería a decirlo así. Una se ha quedado ahí atrás, en Alpèasak. Far‹.

—No comprendo. ¿Por qué lo hizo?

—No tuvo otra elección. Estaba muerta.

Ambalasi se lo explicó todo con regocijada malicia, luego caminó en silencio hasta que Enge hubo recuperado algo de su compostura. Cuando habló de nuevo, su explicación de los acontecimientos fue breve y poco halagadora.

—Murió a causa de su obcecada estupidez, eso es lo que creo.

—Eres demasiado severa con las muertas, Ambalasi. Nunca volverá a causarte problemas. Murió con la esperanza de ver vivir esta ciudad. Recordaremos largo tiempo su muerte con dolor.

—Yo sugeriría que la recordarais con alegría…, porque, si no hubiera muerto, todo hubiera terminado para vosotras. Y no esperéis mucho de vuestras nuevas conversas. He hablado con ellas, y las he hallado apenas yilanè e increíblemente estúpidas. Son como animales adiestrados. No saben nada de Ugunenapsa, y no les importa en absoluto. Aprendieron a repetir algunas frases que les fueron enseñadas. Y lo hicieron simplemente para recibir algo de comida a cambio.

—Madurarán en su comprensión.

—De todos modos, aunque no lo hagan, serán buenas trabajadoras. Pero este será el último intento misionero. Es demasiado peligroso acercarse a otras ciudades. Tenéis que hallar alguna forma de asegurar vuestra supervivencia. Prueba de nuevo los Ocho Principios.

—Lo haré, aunque no en estos momentos. Me abruma demasiado la desesperación por nuestra perdida hermana. Lo sé, Ambalasi, no tienes que decírmelo, era estúpida y obcecada. Pero lo que hizo lo hizo por nosotras, y debemos llorar su memoria.

—Eso es elección vuestra. La mía es proseguir mis estudios de este nuevo continente. Iré de nuevo río arriba tan pronto como haya efectuado mis preparativos.

Enge hizo signo de respetuoso adiós cuando Ambalasi se alejó. Era difícil pensar en que ya no volvería a ver a Far‹ nunca más. Lamentaba ahora la dureza con la que había tratado a su hermana. Quedaba un vacío que resultaría difícil de llenar. Pero no debía obcecarse en ello. Allí había una de las recién llegadas, contemplando con maravilla la nueva ciudad. Enge se le acercó e hizo signo de bienvenida. La fargi retrocedió, asustada.

—No temas. Todas aquí somos Hijas de la Vida, y jamás sufrirás ningún daño. ¿Tienes nombre?

La fargi simplemente se la quedó mirando, aunque sus mandíbulas se agitaron inquietas.

—¿Comprendes lo que te digo? —No hubo reacción—. Bueno, aprenderás a hablar. Entonces podrás aprender también las verdades tal como fueron enseñadas por Ugunenapsa…

—Primer principio —dijo la fargi, lenta y toscamente—. Sostendremos entre pulgares espíritu de la vida llamado Efeneleiaa.

—Entonces no eres yileibe, y puedo ver que posees sabiduría aprendida…

—Segundo principio. Todas moraremos en ciudad de la vida. Tercer principio. El espíritu de la vida Efeneleiaa eistaa suprema de la ciudad…

Se detuvo lentamente, agitando sus mandíbulas mientras luchaba por recordar lo que venía a continuación. No lo consiguió, así que empezó de nuevo:

—Primer principio…

—Ya es suficiente, puedes pararte.

—Comida… comida… ¡comida! —dijo la fargi, y abrió sus mandíbulas como una cría de pájaro en su nido.

Enge la tomó del brazo y la llevó a las cubas de comida. Se sintió terriblemente deprimida. Ambalasi había tenido razón. Estas fargi habían aprendido a recitar sonidos y movimientos que evidentemente no podían comprender, para ser recompensadas con comida por sus esfuerzos. Entrenadas como animales, en absoluto yilanè. Y Far‹ estaba muerta.

Enge luchó contra su desesperación. Había mucho que hacer aún, quizá demasiado

Es mo tarril drepastar, er em so man drija.

Dicho tanu

Si mi hermano es herido, soy yo el que sangrará.