Fue Enge, como siempre, la que se esforzó en llevar la paz a las facciones en guerra.
—Ugunenapsa nos enseña que todas moramos en la ciudad de la vida. Ambalasi es igual a ti en esta ciudad, Far‹. Y ella es superior a ti en todos los demás aspectos, en sus conocimientos y habilidades, y particularmente en sus trabajos en bien de las Hijas de la Vida. En esto está muy por delante de mí y sólo es segunda con respecto a Ugunenapsa, que reveló las verdades. Estamos aquí, nuestra ciudad está aquí, y tú estás aquí, Far‹, porque ella nos trajo y te trajo aquí. Cualquier labor futura que puedas realizar la harás porque ella te liberó. No pido gratitud, pero sí reconocimiento de este hecho por tu parte.
Far‹ todavía estaba furiosa.
—¿Tengo que recibir órdenes de ti también, Enge? ¿Eres mi eistaa ahora?
Enge permaneció tranquila frente a la ira de la otra.
—Te ordeno tan sólo que aceptes un hecho. ¿Es Ambalasi responsable de tu libertad?
Tras un reluctante silencio, Far‹ hizo signo afirmativo, rígido y seco. Enge lo aceptó.
—Eso está bien. Nunca lo olvides. Del mismo modo que Ambalasi nos ha ayudado en el pasado, también lo hará en el futuro. En consecuencia, cuando desee hablar contigo sobre las condiciones de uso del uruketo, le debes la cortesía de al menos escuchar. Puedes rechazar las condiciones, pero debes escuchar. ¿Estás de acuerdo?
Far‹ bajó los ojos en pensamiento profundo y, cuando los alzó de nuevo, su ira había desaparecido e hizo signo de súplica.
—En mi celo por difundir las enseñanzas de Ugunenapsa y asegurar la continuidad de esas enseñanzas, me he permitido a mí misma sumirme en la ira. Por ello me disculpo ante ti y las demás Hijas de la Vida. Pero —hizo un gesto seco en dirección a Ambalasi— no lo hago ni lo haré ante esa no creyente.
—Ni yo lo deseo, detestable criatura. He oído que la estatura de una yilanè se mide por sus enemigas. Espero poder contarte entre ellas, porque estoy perdida si debo llamarte amiga. Ahora…, ¿seguirás mis instrucciones?
—Las escucharé —siseó como respuesta.
—Para ti, esto es una afirmación razonable. —Con signos de carencia de importancia, se volvió y se dirigió a las demás—. Ahora hablaremos de hechos históricos y de su importancia en los acontecimientos futuros. Todas vosotras aquí fuisteis en un tiempo no creyentes. Luego, alguien como Enge os habló, visteis la luz, por así decir, y os convertisteis en creyentes. ¿No es así como ocurrió? —Asintió ante los movimientos de conformidad—. Así que esta es la forma en que son reclutadas las Hijas. ¿Dónde tuvo lugar esto? Te pregunto a ti, Enge.
—Para mí fue en la ciudad de Inegban*, donde hablé con una yilanè de gran iluminación llamada Essokel.
—¿En la ciudad?
—Sí, por supuesto.
—Y vosotras —dijo Ambalasi con un gesto que abarcó su totalidad—. ¿Todas aprendisteis la inspiradora filosofía de Ugunenapsa en una ciudad?
Todas hicieron signo de asentimiento, incluso Far‹, esta con gran reluctancia.
—Por supuesto, tenía que haber sido de esta forma. Todas erais yilanè, o no hubierais sido capaces de comprender los argumentos. Pero esas conversiones, ¿se conforman realmente a las exhortaciones de Ugunenapsa en su octavo principio? ¿No capto una fuerte discriminación aquí?
Hubo movimientos y signos de desconcierto en todos lados…, y un destellar de coloreado rechazo por parte de Far‹, que ni siquiera estaba dispuesta a considerar los principios de Ugunenapsa cuando eran expresados por una no creyente. Sólo Enge permaneció silenciosa y pensativa, con sus miembros y cola agitándose ligeramente en un eco de cogitación. Entonces Ambalasi fijó su atención sólo en ella, mientras sus movimientos se aceleraban y fijaban y de repente alzaba los brazos en un repentino signo de alegría de descubrimiento.
—Como siempre, la gran Ambalasi nos ilumina con la claridad de su pensamiento y debemos ofrecerle nuestras alabanzas, nuestras máximas alabanzas.
Far‹ hizo signo de rechazo, las otras de interrogación, Ambalasi un complacido reconocimiento de crédito allá donde correspondía el crédito. El cuerpo de Enge se movió incontrolablemente con la intensidad de sus emociones.
—Ambalasi posee el aliento de la inteligencia y la comprensión para mostrarnos dónde debemos mirar en las enseñanzas de Ugunenapsa. La respuesta estuvo siempre ahí, era sólo nuestra ineptitud la que nos impedía verla. ¿Acaso el octavo principio no afirma que tenemos la responsabilidad de ayudar a todas las demás a conocer el espíritu de la vida y el camino de la vida? Entonces, ¿por qué nos limitamos de este modo?
Terminó con una pregunta y un deseo de respuesta. Todavía había desconcierto y desdén por parte de Far‹.
—¿Quieres que expliquemos los principios de Ugunenapsa a los peces del mar?
—Silencio, Far‹ —dijo Satsat, con la irritación agudizando sus movimientos—. Nos deshonras a nosotras, además de a ti misma, con la tenebrosidad de tus pensamientos. Ambalasi nos ha conducido realmente a la verdad…, y en eso es más leal a las enseñanzas de Ugunenapsa que tú con tus rechazos. Todas éramos yilanè cuando supimos de Ugunenapsa. Debido a ello, sólo pensamos en yilanè. Pero olvidamos las fargi. Todas ellas sólo desean aprender de nosotras, sus mentes son recipientes vacíos preparados para ser llenados con la verdad de Ugunenapsa.
—Se necesita una gran inteligencia para ver las cosas ocultas de aquellas de menor habilidad —dijo Ambalasi con su modestia habitual—. Esto es lo que tenéis que hacer. Id a las fargi y enseñadlas. En su urgencia por comunicarse, creerán cualquier cosa. Id a ellas cuando abandonen las playas y antes de que entren en la ciudad. Proporcionadles comida, eso seguramente atraerá su atención, luego habladles de Ugunenapsa y contadles cómo vivirán eternamente. Haced eso y obtendréis todas las reclutas que necesitéis. Y, permaneciendo apartadas de las ciudades, no seréis detenidas ni encerradas como lo habéis sido en el pasado. Las fargi son innumerables; nunca os faltarán conversas. Aceptad hacer esto, y el uruketo os llevará a una ciudad, a las playas más allá de la ciudad.
Ambalasi aceptó su gratitud como correspondía, escuchó la animada discusión. Pero mantuvo un ojo fijo siempre en Far‹, y Enge no tardó en darse cuenta de ello. Hizo signo de atención, luego se volvió hacia Far‹.
—¿Y qué tienes que decir tú a esto? ¿Llevarás la verdad de Ugunenapsa a las fargi?
Todas guardaron silencio ahora, interesadas en lo que iba a responder su discutidora hermana. La vieron alzar la cabeza, hacer signo de firmeza de resolución, luego hablar.
—No he estado equivocada…, pero quizás he demostrado demasiado celo. Ambalasi nos ha conducido a la verdad, y por eso me siento agradecida hacia ella. Iré a las fargi y les hablaré a fin de que esta ciudad pueda vivir. Le doy de nuevo las gracias por habernos ayudado.
Había armónicos de desagrado tras lo que decía, pero hablaba con sinceridad. Enge, henchida con la alegría de la revelación, viendo ante ella la respuesta a sus problemas, ignoró esos pequeños signos. La paz había sido restablecida. La gran obra de Ugunenapsa podía continuar.
—¿Cuáles son tus órdenes, gran Ambalasi? —pregunto Enge, hablando como una suplicante y no como una igual— Ambalasi reconoció aquello con fácil aceptación.
—Desarrollaré contenedores para carne en conserva. Cuando estén preparados y llenos, partiremos. Sugiero que se permita predicar a un número limitado, a fin de que haya sitio en el uruketo, cuando regrese, para aquellas a las que hayáis convertido. Cuando la carne se agote llenen el uruketo, volveremos aquí. Esta ciudad crecerá, particularmente con jóvenes y fuertes fargi para hacer los trabajos.
—Cuando hablas de partir dices nosotras —observó Enge—. ¿Tienes intención de ir también en el uruketo?
—Naturalmente. ¿Quién más es capaz de organizar esto mejor que yo? Y anhelo oír las discusiones en las que un cierto nombre nunca sea pronunciado. Ahora, decidid entre vosotras quiénes irán. Sugiero que cinco es un número máximo.
—¿Sugieres? —dijo Far‹, con un asomo de aprensión y desagrado tras la pregunta.
—Ordeno, si así lo prefieres. Pero soy magnánima y no guardo rencores. Tú y otras cuatro, si eso es lo que quieres. ¿Tú vendrás, Enge?
—Mi lugar debe estar aquí en la ciudad ahora, preparándola para las recién llegadas, aunque mi principal deseo sería unirme a ti. Satsat, la más cercana a mí, ¿irás tú en mi lugar?
—¡Encantada!
—Tres más entonces —dijo Ambalasi, y estiró sus rígidos músculos y se alejó—. Os informaré de cuando sea el momento de partir —dijo por encima del hombro, luego abandonó el ambesed. Cruzó a paso mesurado la ciudad que había hecho crecer y que había recibido su nombre en su honor. Pero sabía que la lentitud de su paso era ahora algo más que cansancio. Era vieja y a menudo, en momentos de tranquilo pensamiento, se daba cuenta de que estaba alcanzando los límites de sus poderes físicos. El fin no tardaría en llegar, no mañana, pero quizá pasado mañana estuviera aguardándole con su profundo vacío. Había cosas que debían ser hechas antes de que llegara ese inevitable momento. Setessei estaba montando especímenes cuando entró, pero instantáneamente cesó su trabajo e hizo signo de preparada para recibir instrucciones.
—Hay que desarrollar contenedores —dijo Ambalasi mientras rebuscaba por entre el almacenamiento de huevos y vainas secos. Halló lo que deseaba y se lo tendió a su ayudante—. Fluido nutriente para su desarrollo, luego carne en conserva para ser sellada dentro. Pero primero tráeme el ugunkshaa y una criatura de memoria.
—¿Qué memoria deseas?
—Una que no tenga auténtica importancia, porque necesito hacer una grabación.
—Hay recordatorios antiguos de corrientes oceánicas y vientos del sur, ahora suplantadas por observaciones de descubrimiento.
—Perfectamente correcto. No mantengo registros parciales de vaguedades…, sólo sucesos históricos importantes.
El ugunkshaa, una criatura fuertemente mutada sin inteligencia, se aposentó delante de Ambalasi, con su gran lente molécula orgánica mirándola fijamente sin ver. Setessei situó a la criatura de memoria a su lado e insertó delicadamente uno de sus zarcillos sobre sus fruncidos ojos a un pliegue de carne del dispositivo de memoria. Mientras realizaba sutiles ajustes, una imagen en blanco y negro parpadeó en la lente, y luego sonaron los ahogados sonidos de una voz. Ambos se detuvieron cuando el otro ojo, más pequeño, se abrió lentamente y miró a Ambalasi.
—Todo lo que digas a partir de ahora lo escuchará y recordará —dijo Setessei, dando un paso atrás.
Ambalasi la despidió con un gesto, centró sus pensamientos, luego empezó a hablar. Cada movimiento, cada sonido que hacía, era registrado indeleblemente en el cerebro de la criatura de memoria.
—Os hablaré primero de los ríos en el mar que me condujeron hasta esta nueva tierra…
—Setessei, que merece toda mi confianza, se quedará aquí con vosotras mientras yo estoy lejos —dijo Ambalasi—. Aunque por supuesto no es mi igual, es hábil en los asuntos de la ciudad, puesto que ha ayudado a hacerla crecer, y es hábil también en el tratamiento de las heridas que vuestras torpes hermanas parecen hacerse con tanta facilidad.
—Gratitud-aumentada-muchasveces —hizo signo Enge—. ¿Todo está preparado para la partida?
—Casi todo. La última carne en conserva debe estar lista hoy. Tan pronto como haya sido embarcada partiremos. La mañana es el mejor momento, puesto que deseo hacer observaciones de las corrientes oceánicas a medida que fluyen hacia el norte y disminuyen. Hay que hacer conexiones entre mis nuevos mapas y los antiguos. Después de eso, quiero ver esta ciudad de la que me hablaste, Alpèasak.
—¡Muerte y destrucción por el fuego! Todas las yilanè muertas, y ustuzou con dientes de piedra asesinos en las calles y huertos.
—Sin embargo, tú sobreviviste, Enge, y otras también.
—Las pocas Hijas de la Vida supervivientes huyeron en el uruketo y ahora están aquí conmigo. También estaba la comandanta y tripulantas del uruketo. Y una cuyo nombre no pronunciaré. También había un macho, de nombre desconocido, y la científica Akotolp.
—¡Akotolp! ¿La que es tan gorda y redonda como una anguila de río?
—La misma.
—¿Dónde está ahora?
—Lo desconozco. Nosotras abandonamos el uruketo, como ya te dije, para escapar a la persecución de los pulgares de la innombrable.
—Debo ver esta ciudad. Quizá los ustuzou se hayan ido. En cualquier caso, la corriente fluye en esa dirección y más allá hasta las orillas de Entoban‹. Hay que hacer observaciones, racionalizar mapas.
Partieron inmediatamente después de amanecer, se deslizaron por el río y salieron a mar abierto. Ambalasi había alistado la ayuda de dos tripulantas para arrastrar los neskhak en el mar a medida que avanzaban. Los neskhak nadaban vigorosamente, buscando la seguridad, pero eran izados de nuevo a bordo por sus largas colas. Puesto que el color de su piel variaba con la temperatura del agua, Ambalasi tomaba notas en sus mapas y hacía que fueran arrojados de nuevo por la borda. Liberadas de todo trabajo, las Hijas misioneras pasaban por supuesto las horas discutiendo sobre los Ocho Principios…, en las profundidades del uruketo, donde Ambalasi no pudiera oírlas.
Fue un viaje cálido y agradable, enormemente disfrutado. Pronto pasaron la isla de Maninle, luego las islas como joyas de Alakas-Aksehent. Por aquel entonces Ambalasi estaba cansada de sus trabajos y dormía abajo. Los mapas, nuevos y viejos, estaban juntos y completos. El mundo conocido era mucho más grande gracias a su genio. Tras haber conseguido esto durmió muy bien, y no despertó hasta que alguien tocó su brazo. Era Elem, la comandanta, con signo de atención y obediencia a las órdenes.
—Me ordenaste que te despertara cuando estuviera a la vista la tierra firme de Gendasi.
—¿Ya lo está?
—Oscurecida por nubes de lluvia en estos momentos, pero ahí está, sí.
—Ahora subo. Ayuda necesaria para levantarme. Músculos rígidos por la humedad y el sueño.
Los fuertes brazos de Elem la ayudaron a ponerse en pie, y Ambalasi se dirigió lentamente hacia la aleta y trepó trabajosamente, sin dejar de quejarse. Las dos tripulantes que había allí bajaron a toda prisa perseguidas por su furia, luego hizo signo a Elem de que se reuniera con ella.
—¿Has estado ahí antes? —preguntó Ambalasi.
—No, pero los mapas están claramente marcados. Sólo hemos tenido que seguir la cadena de doradas islas hasta esta pantanosa línea costera. Alpèasak se halla al norte.
La lluvia había sido empujada hacia el mar, y la baja línea costera era claramente visible ahora. Una arenosa orilla con bosques detrás. Elem alzó la vista hacia el sol.
—Deberíamos llegar allí antes de oscurecer.
—Si hay alguna duda, permanece en el mar. Recuerda los ustuzou de los que nos habló Enge.
—Horribles, más allá de toda comprensión, mortíferos.
—Pero sin embargo están allí. Muchas precauciones.
—Quizá no sean necesarias —dijo Elem, escudando sus ojos contra el sol—. Movimiento cerca de la línea costera, uruketo, botes.
Ambalasi murmuró algo y parpadeó, pero al principio no pudo ver nada claramente. Sólo cuando estuvieron más cerca fue capaz de distinguir los detalles.
—Observaciones de gran interés. La ciudad es evidentemente yilanè de nuevo. Hay muelles, otros uruketo. Pero no te acerques todavía. Arrímate a la orilla, aquí, junto a esas playas. Y haz que las misioneras suban aquí. Trae también los contenedores de la carne.
Cuando las cinco Hijas se hubieron reunido con ella, Ambalasi indicó la orilla y la masa de enormes árboles más allá.
—Observad este lugar y observad también el número diez. La cuenta de dos manos. El uruketo regresará a este lugar después de este número de días. Para recogeros y también a aquellas a las que hayáis conseguido mostrar el camino. Las olas son suaves, podréis nadar fácilmente hasta la playa.
—¿Y la carne? —preguntó Far‹,
—Será arrojada al mar, las olas la llevarán a la orilla, allí la recogeréis. Volved a este mismo lugar dentro de diez días.
—¿Y si no hemos terminado nuestro trabajo? —preguntó Far‹, siempre con alguna objeción.
—Entonces tomaremos las conclusiones que sean necesarias. Os llamo misioneras porque vais con la misión de hablar a las fargi de esas verdades que parecen ser lo único que os importa. Haced que crean y regresad con ellas. Pero, por favor, ved de regresar con las más inteligentes y fuertes. Lo que se necesita hacer en Ambalasokei es trabajo.
—¿Tú no te unes a nosotras? —preguntó Far‹ suspicazmente.
—No. Tengo trabajos mucho más importantes que hacer. Diez días. —Aguardó hasta que la última de ellas se hubo deslizado al océano y estaba nadando hacia la orilla antes de hablar de nuevo—. Llévame al puerto. Tan pronto como haya desembarcado, márchate. No hables con nadie de aquí. Regresa a buscarme a primera hora de la mañana del décimo día. ¿Comprendido?
—Comprendido, gran Ambalasi. Diez días.