Mientras recorría el soleado sendero entre los altos árboles, Enge se sintió muy en paz con su entorno. Las pruebas de su vida formaban parte del pasado, remotos recuerdos de crueldad y muerte. El presente era cálido y brillante, el futuro esperanzador. Cuando entró en el ambesed, esas emociones estaban en su andar y en los movimientos de su cuerpo. Las otras que ya estaban allí lo vieron y se sintieron complacidas.
—Comparte tus pensamientos, Enge —dijo Satsat—, porque podemos ver que son espléndidos.
—No espléndidos…, sólo simples. Mientras el sol me calentaba mis recuerdos os calentaban a vosotras. Mientras contemplaba nuestra ciudad me di cuenta de lo lejos que hemos llegado. Pensad en ello y uníos a mi placer. Primero fue Ugunenapsa, y estaba sola. Ella fue la creadora, y sus Ocho Principios cambiaron el mundo. Luego llegó el tiempo en que unas cuantas de nosotras creímos en lo que ella enseñaba, y por nuestras creencias fuimos condenadas. Muchas de nuestras hermanas murieron, y hubo días en los que la muerte pareció que era el destino que nos aguardaba a todas. Pero mantuvimos nuestra creencia en Ugunenapsa constantemente ante nosotras, y así fue como ocurrió que ahora vivimos en el mundo creado según nuestras creencias. Esta ciudad de belleza nos rodea, trabajamos en armonía, aquellas que nos querían destruidas se hallan distantes y desconocen nuestra existencia. Mientras nos reunimos aquí esta mañana en afirmación de nuestras creencias, podemos ver a nuestro alrededor la prueba de que nuestra fe no estuvo mal situada. Nos hallamos entre los pulgares de Ugunenapsa y en ellos hallamos la paz.
Miró en dirección al lugar de la eistaa, como hicieron todas las demás, y alzó sus pulgares unidos.
—Nos hallamos entre sus pulgares —dijo, y todas las demás presentes repitieron el gesto.
Esta ceremonia había surgido de la forma más natural, y complació grandemente a todas ellas. Aquellas que habían sido elegidas para conducir los trabajos de la ciudad se reunían cada mañana allí en el ambesed para discutir las labores del día, lo cual era la cosa más natural de hacer, puesto que este era el eterno ritual de todas las ciudades yilanè. Aunque el lugar de la eistaa permaneciera vacío, seguían reuniéndose ante él. Alguien había observado el hecho de la vacía madera calentada por el sol y, con una repentina inspiración, Enge había observado que no estaba vacío, porque aquel era el lugar de Ugunenapsa. Efeneleiaa, el espíritu de la vida, era la eistaa de esta nueva ciudad, y gobernaba de forma invisible desde el interior de su ambesed. Ahora, cuando se reunían, tomaban fuerzas de la vacía madera, sabiendo que no estaba en absoluto vacía.
La tranquilidad de aquella satisfactoria pero simple ceremonia se vio interrumpida por el sonido de atención al habla de Far‹. Antes de que pudiera decir algo más, Elem interrumpió:
—Asunto de urgencia, necesidad de hablar primero. El uruketo tiene hambre. Debo llevarlo algunos días al océano para que pueda ser alimentado.
—Hazlo hoy, cuando salgas de aquí —dijo Enge.
—Asuntos de igual urgencia —dijo Far‹— para ser discutidos antes de la partida del uruketo.
—No —dijo Elem con gran firmeza—. La seguridad y salud del uruketo vienen primero, prioridad por encima de cualquier discusión.
—Perfectamente expresado, contenta de sabiduría —dijo Ambalasi, al tiempo que penetraba lentamente en el ambesed en dirección a ellas—. He observado a menudo antes que la predilección por hablar tenía muchas veces aquí infinitamente más peso que las realidades físicas de la vida.
Pasó junto a ellas y se aposentó confortablemente en el lugar de la eistaa, contra la cálida madera. Si fue consciente del murmullo de consternación que recorrió a las Hijas, lo ignoró. Conocía la actual superstición, y por ello precisamente disfrutaba ocupando metafóricamente aquel lugar en el regazo de la invisible Ugunenapsa.
—Era de esta no creyente de quien deseaba hablar —dijo Far‹, con modificadores de desagrado.
Un impresionado silencio siguió a aquellas atrevidas palabras, y la cresta de Ambalasi se agitó y llameó color. Pero, antes de que pudiera replicar, Enge interrumpió rápidamente, con la esperanza de evitar otra batalla de voluntades.
—Ambalasi hizo crecer esta ciudad, y le pusimos el nombre que lleva en su honor. No tienes causa para hablar de ella de esta insultante manera.
—Tengo causa suficiente —dijo Far‹, hablando todavía de la manera más ruda posible—. He dedicado mucho pensamiento a esto, de modo que todas debéis comprender que no hablo impetuosamente. Del mismo modo que no disfrutamos del sol de ayer durante la lluvia de hoy, tampoco alabamos las victorias de ayer frente a los fracasos de mañana.
—Si hay algún punto de una cierta inteligencia tras esas ambigüedades…, exponlo —dijo Ambalasi, con modificadores de mayor insulto aún—. Aunque lo dudo enormemente.
—Dices verdad cuando hablas de tus dudas —respondió Far‹, con sus grandes ojos brillantes con la intensidad de sus sentimientos—. Porque tú eres la gran incrédula. Te sientas ahora en el lugar de Ugunenapsa y quieres hacernos pensar que eres superior a ella. No lo eres. Tú bloqueas su voluntad. Tú has alejado a los sorogetso de su lugar, y ellos eran nuestro futuro, que es también el futuro de ella.
—Los sorogetso, Hija de la Disensión, no forman parte de tu hermandad ni nunca lo harán.
—No ahora…, pero ellos eran nuestra esperanza. De sus futuros efenburu de elininyil hubieran surgido las hijas de nuestro futuro. Tú has interferido…
—¡La primera afirmación auténtica que has hecho hasta ahora!
—Esto no debe ser así. Tienen que regresar. He hablado con las tripulantas del uruketo y ninguna conoce el lugar donde fueron abandonados los sorogetso. Tienes que decírnoslo.
—¡Nunca!
—Entonces nos condenas a la muerte.
Un impresionado silencio siguió a ese grito de dolor, y sólo Ambalasi no se mostró emocionada por la fuerza de los sentimientos y reflejó tan sólo desagrado, modelando su cuerpo de tal modo que quedara bien claro para todas ellas.
—Creo que ya hemos tenido suficiente de tu insolencia e insultos, Ninperedapsa. Abandona este lugar.
—No, porque tú no puedes darme órdenes. No eludirás tan fácilmente los resultados de tu malvada acción. He dicho muerte, y lo he dicho a conciencia. Todas aquí moriremos un día, como deben morir todas las criaturas. Pero, cuando la última de nosotras muera, esta ciudad morirá también…, y con ella las palabras de Ugunenapsa y su recuerdo. Tú nos destruirás a todas. Tú nos robas nuestro futuro.
—Palabras fuertes para alguien tan frágil. —La furia de Ambalasi se había desvanecido. Estaba empezando a gozar de esta confrontación de voluntades; la vida había sido demasiado pacífica últimamente—. Fue Ugunenapsa quien aseguró el fin de las Hijas de la Vida no proporcionándoles también Hermanos de la Vida. No se me puede culpar a mí de las fragilidades de vuestra filosofía. Mostradme cuál de los Ocho Principios describe el criar sorogetso para vuestros propósitos, y me sentiré enormemente complacida de reconocer que estoy equivocada.
Cuando Far‹ iba ya a responder, Enge avanzó unos pasos y se situó entre ellas.
—Yo hablaré. Aunque siento un gran dolor ante la forma de dirigirse a ti por parte de Far‹, debo agradecerle el que nos recuerde este gran problema. También le doy las gracias a la gran Ambalasi por recordarnos que la solución tiene que residir en las palabras de Ugunenapsa…, porque así es como debe ser. Si la respuesta no se halla allí, entonces el problema es de hecho insoluble. No creo que pueda ser así. La sabiduría y la intuición que modelaron los Ocho Principios tienen que haber tomado también en consideración el futuro de esos principios. Si buscamos, hallaremos la respuesta.
—Yo he buscado y he hallado —dijo Far‹—. Le pedí ayuda a Ambalasi solamente para salvar vidas. Pero Ambalasi es el heraldo de la muerte y no nos ayuda. En consecuencia, apartamos nuestros ojos de ella y los dirigimos a Ugunenapsa como es de derecho. Volvamos nuestros pensamientos al octavo principio. Hijas de la Vida, sobre nosotras reside la responsabilidad de ayudar a todas las demás a conocer el Espíritu de la Vida y la verdad del camino de la vida. Debemos hacer como hemos hecho en el pasado, ir a las ciudades de las yilanè y propagar las verdades que conocemos…
—Y sufrir la muerte que tanto merecéis —interrumpió Ambalasi, con movimientos tan fríos como sus palabras—. Me llamasteis la salvadora porque yo os liberé de la esclavitud y os di una ciudad donde poder vivir sin ser muertas por vuestras creencias. Si deseáis rechazar esto, entonces es vuestra elección. Lo único que pido es que Ninperedapsa, la que desorganiza, anteriormente llamada Far‹, sea la primera en irse.
Far‹ se puso en pie, delgada y erguida, e hizo signo de aceptación de todas las adversidades.
—Haré eso. —Se volvió a Elem con un movimiento de interrogación—. ¿Me llevarás hasta la orilla de una ciudad yilanè a fin de que pueda hablar en ella de las verdades de Ugunenapsa? ¿Nos llevarás a mí y a todas las que creen como yo?
Elem dudó, confusa e incierta, luego se volvió a Enge e hizo signo solicitando guía. Enge aceptó la carga de responsabilidad, como siempre hacía.
—Esta petición no puede ser ignorada…, ni puede ser respondida en un instante. Se requieren pensamiento y consideración y consulta…
—¿Por qué? —interrumpió rudamente Far‹—. Todas somos libres, todas iguales. Si me impides hacer lo que debe hacerse, estás restableciendo el gobierno de la eistaa que ordena todas las cosas. Esto es inaceptable…
—¡No! —dijo con voz fuerte Enge, con signo de obediencia y atención—. Lo que es inaceptable es tu tosquedad de modales y tu grado de insulto hacia quien ha hecho posible todo lo que poseemos ahora. Tomaremos en consideración lo que has dicho porque es de la más grave importancia. Pero te ordeno silencio ahora por la Forma de su presentación.
—No seré silenciada. No seré ordenada. Has dicho que considerarás esto…, entonces hazlo. Me retiro de tu presencia porque ese es mi deseo. Pero regresaré a este lugar mañana a esta hora para oír tus conclusiones.
Tras decir esto, Far‹ se dio la vuelta y se marchó, seguida por sus acolitas. El silencio que siguió se llenó de desagrado y desesperación. Ambalasi habló en voz baja pero con gran intensidad.
—De haber estado allí, hubiera pisado a esa cuando aún estaba en el huevo.
Enge hizo signo de cansada infelicidad.
—Ambalasi, no hables así, porque agitas dentro de mí una respuesta que me avergüenza enormemente.
—Deseas librarte de ella tanto como yo. Natural.
—Ella no dice más que la verdad.
—Y trae la noche sobre nosotras a la luz del sol del día —dijo Satsat. Hubo movimientos de asentimiento—. Si ella desea irse, quizás a su muerte, ¿hay alguna razón para detenerla? —Los signos de asentimiento fueron más fuertes, quizás incluso vehementes.
—Eso no debería hacerse —dijo Ambalasi, ante el asombro de todas—. Me sentiría complacida más allá de todo lo creíble si viera la cresta de esa desvanecerse en la distancia…, pero eso podría ser un mortal error. Pensadlo dos veces antes de informar al mundo de las yilanè de la existencia de esta ciudad. Lo que nosotras hemos hecho crecer, ellas pueden tomarlo.
—Comprendo tu preocupación por nuestra seguridad —dijo Enge—, y te doy las gracias por ello. Pero nunca fue nuestro pensamiento ocultarnos de las demás. Estamos aquí y aquí debemos permanecer. No tenemos nada que temer. Este no es el camino de las yilanè, incluso el pensamiento en sí de ir a otra ciudad excepto en paz es inaceptable.
—Bajo lo que podrían denominarse circunstancias normales, estoy de acuerdo. Pero las Hijas de la Vida son una amenaza al gobierno de cualquier eistaa. ¿Acaso vuestra presencia o vuestras enseñanzas han sido toleradas en alguna parte por alguna eistaa? Veo la respuesta en vuestros miembros. Nunca. Hay ciudades en el norte que se hallan ahora amenazadas por el creciente frío del invierno. Si una de esas ciudades supiera de vuestra presencia aquí…, ¿no desearían apoderarse de esta ciudad vacía para ella?
—Pero esta ciudad no está vacía.
—Para una eistaa está vacía, puesto que ninguna eistaa gobierna aquí. Si yo fuera una eistaa que descubriera este lugar, no consideraría una posibilidad sino una necesidad traer la ley a este caos desorganizado. —Ambalasi alzó la voz para que fuera oída por encima de los fuertes gritos de desaprobación—. Digo esto desde el punto de vista de una eistaa, y es la verdad tal como ella la vería. Así que cuidaos de esta expedición de dudoso valor. En vez de traer conversas, puede traer la extinción. Habéis sido advertidas.
—Y tú tienes nuestra gratitud, Ambalasi —dijo Enge—› Pero, si Far‹ y sus seguidoras desean marcharse, debe permitírseles hacerlo. No podemos detenerlas ni imponerles órdenes. Debemos considerar sus sugerencias como iguales a cualquier otra sugerencia. ¿Cómo lo haremos para asegurar que las palabras de Ugunenapsa no mueran con nosotras? Examinad los Ocho Principios, os suplico, del mismo modo que lo hago yo. Tiene que ser hallada la solución.
—Y hallada antes de que regrese el uruketo —dijo Ambalasi. Miró a Elem—. Te sugiero intensamente que partas de inmediato y no regreses hasta que la criatura se haya alimentado concienzudamente.
Elem hizo signo de completa aceptación y se dio la vuelta para marcharse. Ambalasi se marchó con ella y no habló hasta que estuvieron bien lejos del ambesed.
—¿Cuántos días tomará esto?
—Tres, posiblemente cuatro, depende de la pesca.
—Que sean siete. Si no han llegado a una solución a su problema en seis días, nunca lo harán. Far‹ no va a hacernos el favor de echarse al suelo y dejarse morir.
No lo hizo. Cada mañana, ella y sus seguidoras aparecieron en el ambesed. Siempre formularon las mismas dos preguntas. ¿Han revelado la respuesta los Ocho Principios? Durante cinco días recibieron sólo el silencio por respuesta, tras lo cual formulaban la segunda pregunta. ¿Ha regresado el uruketo? Luego se marchaban. Ambalasi no asistió a esas deprimentes sesiones: si había soluciones de algún tipo, no tardaría en oírlas. Pasó unos pacíficos días examinando y catalogando los especímenes que había traído consigo. Sólo el sexto día fue al ambesed apenas se alzó el sol, ocupando con cierta satisfacción el lugar de la eistaa. Fue la primera en llegar, y aceptó los saludos de las demás a medida que iban entrando, y aguardó a hablar hasta que estuvieron todas allí.
—¿Habéis hallado la solución? —preguntó. Hubo gesto de gran infelicidad tras la respuesta negativa de Enge.
—Nos elude.
—Indudablemente porque no existe. Entonces, ¿permitiréis a Far‹ que se marche?
—No podemos detenerla.
—Eso falta por ver.
Hubo movimientos en el ambesed cuando Far‹ entró junto con sus leales seguidoras. Eran más ahora, puesto que su intento-de-finalidad había inspirado a muchas. Ambalasi se agitó en evidente desagrado cuando Far‹ se acercó, se detuvo ante ella y habló.
—¿Ha sido hallada la respuesta entre los Ocho Principios? —Había superioridad en su actitud cuando miró por turno a cada una de las silenciosas yilanè. Cuando iba a empezar a hablar de nuevo, Ambalasi interrumpió:
—La respuesta es sí y no.
—No te hablo a ti ni te escucho porque tú no eres creyente.
—El hecho de que no hablaras es algo demasiado maravilloso como para considerarlo siquiera. Pero escucharás, porque lo que hagas depende de mi permiso.
Far‹ le volvió la espalda con movimientos de ignorancia de presencia, no quería escuchar más. Fue Enge quien habló.
—Pesar y disculpas por falta de gracia/comportamiento rudo de un compañera ¿A qué permiso te refieres?
—El uruketo regresa mañana.
—Partiremos entonces —dijo Far‹ firmemente; había estado escuchando con un ojo.
¡No lo harás! —Ambalasi pronunció la orden fuerte y secamente—. Te recordaré que el uruketo es mío, fue tomado por mí y está controlado por mí. ¿Tienes alguna duda al respecto?
Como siempre, todas las reunidas se volvieron hacia Enge en busca de guía. Ella permaneció de pie en silencio, pensando inmóvil, luego hizo gesto de admisión.
—En este asunto debemos hacer como dice Ambalasi. Ella se dejó encerrar libremente con nosotras, escapó con nosotras…, y por supuesto preparó las cosas de modo que abandonáramos aquella ciudad de infelicidad en su uruketo. Nos guio hasta aquí e hizo crecer nuestra ciudad de la vida. Hemos usado el uruketo, pero podemos usarlo solamente si ella lo quiere…
—¡Erróneo! —dijo con voz fuerte Far‹—. Si hace esto, entonces es nuestra eistaa, y nosotras no tenemos eistaa.
—Como tampoco tenéis un uruketo —dijo Ambalasi con placentera malicia—. Haréis lo que yo digo u os quedaréis en la ciudad. Eres muy joven, acalorada, vana y estúpida, Far‹, aunque puede que otras no estén de acuerdo con esto. Pero harás lo que yo digo, aceptarás mis instrucciones, o tendrás que intentar regresar a Gendasi a nado. Y es un camino muy largo, incluso para una con tu gran fuerza de voluntad.
Ambalasi se reclinó hacia atrás contra la cálida madera y se recreó en la intensidad del odio de Far‹.