Llovía. Una densa lluvia tropical que caía incesantemente en cascada del plomizo cielo. Tamborileaba tan fuertemente sobre las tensas pieles que tenían que alzar sus voces para hacerse oír.
—¿No va a terminar nunca? —preguntó Armun. La niña lloriqueaba mientras el cielo se hendía con los rayos; los truenos retumbaban por entre los árboles. Armun abrió sus ropas e hizo callar a la niña dándole de mamar.
—Ya es el tercer día —murmuró Kerrick—. No creo que nunca haya llovido más de tres días seguidos. Debería parar hoy, quizás esta noche. Las nubes parecen menos densas.
Miró a Harl, que estaba secando una fina loncha de carne de ciervo sobre el fuego. El humo se extendía a lo largo del suelo: una ráfaga de viento lo empujó y lo hizo girar a su alrededor, y Harl tosió y se frotó los ojos con el antebrazo. Arnhweet, de cuclillas al otro lado del fuego, frente a él, se echó a reír…, hasta que él respiró también algo de humo. Ortnar permanecía sentado donde siempre, con su hinchada e inútil pierna tendida ante sí, mirando sin ver la lluvia. Cada vez se volvía más silencioso, y permanecía sentado así la mayor parte del tiempo desde que habían llegado a la isla. Aquello preocupaba a Kerrick. Era su única preocupación ahora, ya que la isla era muy superior a su campamento en el Lago Redondo. Había patos entre las cañas que podían ser atrapados con red, caza abundante, ciervos y pequeños murgu de carne dulce y sabrosa. Habían matado a los grandes murgu carnívoros allá donde los encontraron. Algunos más habían cruzado los bajíos del río desde entonces, procedentes de tierra firme, pero no muchos. Era un buen lugar donde establecerse. Armun, como decía a menudo cuando estaban juntos, parecía compartir sus pensamientos.
—Es un buen campamento. No creo que sienta nunca deseos de abandonarlo.
—Ni yo. Aunque a veces pienso en los sammads. Me pregunto si aún seguirán con los sasku en el valle.
—Me preocupa que estén todos muertos, asesinados y devorados por los murgu con sus palos de muerte.
—Te lo he dicho muchas veces…, están sanos y salvos —adelantó una mano y apartó un mechón de su pelo que había caído sobre su rostro cuando lo bajó para mirar a la niña. Lo echó a un lado, luego pasó sus dedos sobre la dulce hendidura de su labio hasta que ella sonrió. Aquello no era una cosa que se supusiera que debía hacer un cazador, no con otros mirando, y por esta razón ella lo apreció más.
—No puedes estar seguro —dijo, aún preocupada.
—Estoy seguro. Ya te lo he explicado, esos murgu no pueden mentir. Lo que dicen es lo que piensan realmente. Es como si tú dijeras en voz alta todas las cosas que pasaran por tu cabeza.
—Yo nunca haría eso. Algunas personas podrían sentirse ofendidas —se echó a reír—. Y algunas se alegrarían también.
—Entonces lo comprendes. Los murgu tienen que decir lo que piensan cuando hablan. Aquella con la que hablé, la sammadar de su ciudad, a la que le di el cuchillo de metal celeste, dijo que detendría la lucha y regresaría a la ciudad y permanecería allí. Eso fue lo que dijo…, así que eso es lo que ha sucedido.
La lluvia iba cesando poco a poco, aunque el agua seguía goteando de los empapados árboles. Antes del anochecer el cielo se aclaró un poco, y el sol de última hora de la tarde se filtró sesgado por entre las ramas. Kerrick se levantó y estiró los miembros y olisqueó el aire.
—Mañana será un día bueno y claro.
Feliz de hallarse finalmente fuera de la confinante tienda, tomó su lanza y su hesotsan y echó a andar colina arriba detrás del campamento. Arnhweet le llamó a sus espaldas, e hizo signo al muchacho de que fuera con él. Era bueno poder caminar de nuevo. Arnhweet trotó a su lado, con su pequeña lanza preparada. Estaba aprendiendo de Harl y Ortnar a moverse por los bosques, de tal modo que, a la edad de siete años, se movía mucho más silenciosamente que su padre. Hubo un rumor entre la maleza, y ambos se detuvieron. Algo pequeño se escabulló, y Arnhweet lanzó su lanza tras ello.
—Un elinou —dijo—. Vi los colores de su lomo. ¡Casi le di!
Corrió para recuperar su lanza. El elinou, un pequeño y ágil dinosaurio, era de carne muy sabrosa. Arnhweet había aprendido su nombre correcto de uno de los machos junto al lago, así que hablaba en yilanè cuando se refería a él. Pero ahora usaba el lenguaje cada vez menos y menos, tenía pocas oportunidades de hacerlo.
Alcanzaron la loma y miraron a través de la laguna a las pequeñas islas de la costa. La blanca espuma rompía en sus lados más alejados, un mar picado por la tormenta. El océano estaba vacío…, como siempre lo estaba. Las yilanè de la ciudad nunca parecían aventurarse hacia el norte a lo largo de aquella costa. Se preguntó si sus cazadoras habrían ido al Lago Redondo de nuevo. Y, si así era…, ¿qué les habría ocurrido a los machos?
—¿Podemos ir a nadar un poco? —preguntó Arnhweet. En marbak, el yilanè olvidado ya por completo.
—Es demasiado tarde, pronto se hará oscuro. Podemos ir por la mañana…, y ver si atrapamos algún pez.
—No quiero comer pescado.
—Lo harás…, si eso es lo que conseguimos.
No habían comido pescado muy a menudo desde que abandonaron el lago. Quizá se trataba de que ya estaban hartos de comerlo. El lago no se apartaba de su mente y sabía por qué. ¿Qué había ocurrido desde que se habían marchado? ¿Habían eclosionado, o lo que fuera que hacían, los huevos? Y, si eso había ocurrido, ¿seguía aún con vida Imehei? Esos pensamientos ocupaban cada más su mente en estos días. Si Imehei estaba muerto entonces Nadaske se hallaría solo, sin nadie con quien hablar. A ambos les gustaba hablar todo el tiempo…, aunque no hubiera nadie escuchando. Pero era mejor con una audiencia. ¿Qué les habría ocurrido?
Regresaron al campamento antes de anochecer, cenaron y hablaron acerca de lo que harían al día siguiente. Harl admitió que pescar y nadar sería una buena idea. Darras, que raras veces hablaba, pidió ir con ellos.
—Llévala —indicó Ortnar—. Armun sabe cómo usar el palo de muerte, mi brazo que maneja la lanza es aún fuerte. No hay nada que temer en este lugar ahora.
Las palabras de Ortnar decidieron a Kerrick. Ahora sabía lo que debía hacer. Cuando él y Armun estuvieron a solas, preparados para dormir, le expresó sus pensamientos en la oscuridad.
—¿Sabes cómo marcan los sasku el paso del tiempo? No cuentan en absoluto los días.
Ella emitió un ruido de interés, al borde del sueño.
—Sanone acostumbraba a hacerlo para mí cuando yo se lo pedía. Era un conocimiento secreto de los manduktos, decía, pero bastante fácil de comprender. No puedo hacer los dibujos en el suelo como él los hacía. Pero puedo contar por las lunas. Lo que cuentas es el tiempo desde una luna llena a la siguiente luna llena. Esto significa muchos días. La luna ha estado llena tres veces desde que abandonamos el lago.
No fueron sus palabras sino algo en su voz, el significado tras sus palabras, lo que llamó la atención de ella. Notó que su cuerpo se envaraba a su lado.
—Nos marchamos de allí —dijo Armun—. Así que no hay necesidad de hablar de ello. Es hora de dormir.
—Desde que nos fuimos…, me pregunto qué puede haber ocurrido en el lago.
Ella estaba completamente despierta ahora, mirando en la oscuridad, sus pensamientos por delante de los de él.
—El lago no tiene importancia, puede que haya murgu allí. Debes olvidar a esos dos. No los verás de nuevo.
—Estoy preocupado por ellos…, ¿no puedes comprenderlo? Para ti, lo sé, no son más que otros dos murgu, mejor muertos.
—Lo siento si alguna vez dije eso. Estoy intentando comprender lo que sientes hacia ellos. Intento pensar en ti viviendo entre los murgu. No sé cuáles son mis sentimientos, pero creo que puedo comprender que te gusten esos dos.
Kerrick la atrajo hacia sí. Ella nunca había hablado así antes.
—Si lo comprendes…, entonces sabes que tengo que descubrir lo que ha ocurrido —la notó agitarse entre sus brazos, luego empujar, apartándose de él.
—No vuelvas allá. No lo hagas. Sé lo que sientes al respecto, pero yo no siento nada por ellos. Quédate aquí.
—Hablaremos en otra ocasión.
—Hablaremos ahora. ¿Piensas volver a ellos?
—Sólo para ver lo que ha ocurrido. Tendré cuidado, sólo serán unos pocos días. Estaréis seguros aquí.
Armun se volvió de espaldas y se apartó de él, dejó de escuchar. Pasó mucho rato antes de que ninguno de los dos se durmiera.
Ella había tenido razón; él había tomado ya su decisión. Hubo un prolongado silencio a la mañana siguiente mientras él preparaba unas ligeras provisiones de carne ahumada, añadía algunas de las raíces que habían sido secadas en las brasas. Ortnar pensaba que todo aquello era un gran error.
—El lago no es nada. Nos fuimos de allí, no hay ninguna razón para volver. Puede que haya más murgu allí ahora. Es una trampa.
—Ya conoces mis razones, Ortnar. Voy a ir. Sólo estaré unos pocos días. Protege el sammad mientras yo estoy fuera.
—Yo sólo soy medio cazador…
—Tu brazo de la lanza es tan bueno como siempre, la punta de tu lanza igual de afilada. Harl es más cazador que yo. Armun usa el palo de muerte tan bien como yo. Sobreviviréis muy bien en mi ausencia. ¿Harás esto por mí?
Kerrick aceptó el gruñido de respuesta como un sí, y ató las recias pieles en torno a sus pies para el camino que le aguardaba. Armun le habló sólo cuando él le formuló una pregunta directa, por lo demás se mantuvo callada. Había estado así desde que él había decidido regresar al lago. Kerrick no deseaba marcharse con ella furiosa contra él…, pero no tenía otro remedio. De nuevo Armun le sorprendió al llamarle cuando ya se marchaba.
—Ve con cuidado, regresa sano y salvo.
—¿Sabes por qué debo hacer esto?
—No. Sólo sé que debes hacerlo. Iría contigo, pero no puedo llevarme ni dejar a la niña. Ve rápido.
—Lo haré. No debes preocuparte.
Harl cruzó el río con él sobre la balsa que habían construido, recios troncos atados juntos con lianas. Regresaría con ella y la ocultaría entre los árboles. Harl no tenía nada que decir, se limitó a alzar la mano en un gesto de despedida. Kerrick echó a andar entre los árboles, con el hesotsan preparado.
Cuando llegó al sendero más ancho, aún profundamente marcado por el paso de los sammads, se volvió hacia el sur, luego se detuvo y miró a su alrededor. Su habilidad para ir por el bosque no podía igualarse a la de ningún tanu que hubiera crecido entre los árboles. Ni siquiera fue capaz de ver la rama rota con la que Ortnar había señalado el camino. Dejó el hesotsan a un lado y tomó su cuchillo de pedernal. Con él peló un trozo de corteza del árbol más cercano. Después de eso, miró cuidadosamente el bosque a su alrededor e intentó recordar exactamente el aspecto de aquel lugar a fin de poder hallar el sendero a su regreso. Recogió de nuevo el hesotsan y echó a andar.
Cuando el sammad había ido al norte desde el lago habían empleado varios días, puesto que no habían podido ir más rápido de lo que Ortnar podía cojear. Ahora que iba solo, hizo mucho mejor tiempo. Al tercer día abandonó el sendero marcado por las huellas de las rastras por el otro sendero más familiar que conducía al Lago Redondo. Había cazado a menudo por aquellos bosques, los conocía bien. Trazó un círculo cuando llegó cerca del campamento, se aproximó al lago por el lugar donde habían plantado sus tiendas. Cada vez más lentamente, de bruces en el suelo, arrastrándose el último trecho bajo la protección de los arbustos. Su campamento estaba vacío y ya cubierto de hierbas, y las negras huellas del fuego donde cocinaban eran la única indicación de que alguien había estado alguna vez allí. Cuando se detuvo detrás de un amplio árbol, pudo ver a través del agua el otro campamento.
Algo se movió cerca de la orilla, y alzó su hesotsan. Había un yilanè allí, vuelto de espaldas. Aguardó hasta que la figura se enderezó y se volvió hacia él.
Era Nadaske, sin la menor duda. Empezó a llamarle, luego se lo pensó de nuevo. ¿Estaba allí solo? ¿O había otros ocultos? Parecía estar bastante seguro. Vio a Nadaske ir a la orilla e inclinarse sobre una figura oscura en el agua. Sólo podía ser Imehei…, ¡aún con vida! Sintió un enorme y repentino placer, avanzó, y llamó atención a la comunicación.
Nadaske giró en redondo, corrió hasta el refugio, salió un momento más tarde con su hesotsan alzado y preparado para disparar. Kerrick salió al descubierto para que el otro pudiera verle.
—Saludos gran cazador, matador de todo lo que se atreve a moverse en el bosque.
Nadaske permaneció inmóvil como tallado en piedra, con el hesotsan aún preparado, y no se movió hasta que Kerrick se hubo acercado. Sólo entonces bajó el arma y habló.
—Placer multiplicado. Presencia inesperada/no creída. Falta de habla me ha convertido en yileibe. Has vuelto.
—Por supuesto —Kerrick señaló con un interrogativo pulgar a Imehei.
—Ahí está como estaba. Los huevos han eclosionado.
—No comprendo. ¿Los huevos ya no están?
—En mi ignorancia olvidé que vosotros los ustuzou no comprendéis estos asuntos. Después de que los huevos son depositados en la bolsa pasa algún tiempo. Luego los huevos eclosionan, y el elininyil emerge y crece dentro de la misma bolsa, tomando su alimento de ciertas glándulas. Cuando son lo bastante grandes salen de la bolsa y nadan al lago, y entonces sabremos respecto a Imehei.
—Dudo de completa comprensión.
Nadaske se volvió para contemplar el agua y a su silencioso e inmóvil amigo. Hizo el signo de la vida y de la muerte, iguales y opuestas.
—Permanecerá como tú le ves hasta que emerjan los jóvenes. Entonces vivirá… o morirá. Sólo podemos esperar. Tendría que ser ya pronto ahora. Se mueven mucho, mira, puedes verlo.
Kerrick contempló la agitación debajo de la piel, luego apartó los ojos de la inconsciente figura en el lago.
—¿Cuánto tiempo antes de que ocurra?
—No lo sé. Hoy, mañana, más días. Cuando me ocurrió a mí no tuve recuerdo de ello —vio los movimientos de interrogación de Kerrick—. Sí, yo he estado en las playas Una vez. Dicen en el hanale que una vez puedes vivir dos veces puedes morir, tres veces estás muerto. Esta es la primera de Imehei. Tenemos buenas razones para esperar.
No había ninguna razón para encender un fuego aquella tarde, excepto para mantener alejados los insectos mordedores. El aire era cálido como siempre…, y Kerrick había comido pescado crudo antes. Y Nadaske detestaba el olor del humo, olió y se retiró ante sus huellas en las ropas de Kerrick. Cenaron y hablaron hasta que fue demasiado oscuro incluso para una charla de anochecer. Luego durmieron el uno cerca del otro bajo el refugio que los dos machos habían hecho crecer y modelado en el lugar. Era más parecido a un dormitorio yilanè que a una tienda tanu y, por alguna inexplicable razón, Kerrick durmió muy, muy profundamente.
El pescado crudo no pareció tan apetitoso por la mañana. Kerrick tomó su hesotsan y recorrió la orilla del lago hasta un grupo de frutales, y comió en vez de pescado algo de fruta. Cuando regresó, Nadaske estaba dando de comer a Imehei; luego, cuando este se agitó incómodo, lo removió en el agua hasta hacerle adoptar una posición más cómoda.
—¿Ocurrirá hoy? —preguntó Kerrick.
—Hoy, algún día. Pero ocurrirá.
Aquella fue la única respuesta que pudo obtener a su pregunta, y era altamente insatisfactoria. Si se quedaba aquí…, ¿cuánto tiempo sería? Había prometido regresar rápidamente, pero ¿cuán rápidamente? Tenía aún la sensación de que Nadaske e Imehei formaban parte de su sammad, tanto como los tanu, y que les debía idéntica lealtad. Los demás estarían seguros en la isla. Si tenía una responsabilidad ahora, era aquí, junto al lago.
Esto era bastante fácil decirlo. Pero un día se convirtió en dos, luego en tres. Al cuarto día sin ningún cambio, Kerrick supo que había llegado el momento de regresar a la isla. Le había dicho a Armun que sólo serian unos pocos días: el plazo se había cumplido con creces. Un día más, luego partiría, quizá volviera más tarde. Pero eso significaría otro largo viaje, significaría estar apartado de la isla durante más tiempo aún.
—No hay ningún cambio —dijo Nadaske a la mañana siguiente, en respuesta a su no formulada pregunta.
—Creo que nos iría bien un poco de carne fresca. Estoy seguro de que tú, como yo, ya estás harto de pescado —Nadaske hizo signo de modificadores de aumento de afirmación, varias veces—. Eso creí. Vi unos ciervos no muy lejos del lago. Traeré uno.
No era sólo carne fresca lo que deseaba. Necesitaba una oportunidad de estar lejos de la playa por un tiempo. La visión de Imehei, ni vivo ni muerto, era algo muy difícil de soportar. Este tenía que ser el último día. Si no ocurría nada, se marcharía al día siguiente por la mañana.
Después de esta decisión se dedicó a la caza. No había traído su arco, nunca había alcanzado la habilidad necesaria con él como para cazar con éxito, pero utilizó el hesotsan. Aunque esto requería más habilidad en el acecho, pues no era tan preciso como el arco, también aseguraba que ninguna criatura herida por una flecha no demasiado certera escaparía de él. Trazando círculos bajo la protección del bosque, se situó a favor del viento con relación a la pequeña manada. Su primera presa se le escapó cuando fue visto y el ciervo saltó apresuradamente fuera de su vista. Tuvo mejor suerte con la siguiente, y consiguió abatir un pequeño gamo.
Nadaske no podía soportar el fuego, odiaba el olor del humo. Si cocía parte de la carne para él, tendría que hacerlo lejos de la orilla. Sería mejor hacer un fuego aquí mismo y comer algo de la carne, luego llevar el resto a los machos.
Reunir troncos secos y conseguir luego que el pedernal diera la chispa necesaria tomó algún tiempo, y asar un cuarto trasero sobre el fuego tomó más. La carne era algo dura pero sabrosa, y la consumió hasta el hueso. Atardecía ya cuando echó tierra con el pie sobre los restos del fuego, arrojó los huesos por encima del hombro y echó a andar de vuelta al lago.
Mientras avanzaba por la orilla lanzó sonidos de atención al habla. Lo hizo de nuevo cuando Nadaske no respondió. Aquello no era propio de él. ¿Ocurría algo? Dejo que el ciervo se deslizara al suelo por entre los arbusto • Cautelosa y silenciosamente, con el hesotsan apuntad ante él, avanzó por entre los árboles para acercarse desde la zona protegida. Si algunas cazadoras yilanè habían descubierto el campamento, deseaba poder disparar primero. Había una gran conifera que dominaba la orilla y se deslizó a su lado, cuidadosamente escondido.
Algo terrible había ocurrido. Nadaske estaba sentado en la arena, echado hacia delante, los brazos fláccidos. Había arrastrado a Imehei orilla arriba, donde yacía ahora de espaldas, con la boca abierta, inmóvil. Muerto. Había mucha sangre y cuerpecillos menudos diseminados por la arena a su alrededor.
Cuando Kerrick avanzó torpemente hacia delante, haciendo sonidos de interrogación, Nadaske volvió hacia él unos ojos vacíos. Necesitó un gran esfuerzo, pero finalmente habló.
—Emergieron. Él murió. Todo ha terminado. Mi amigo está muerto. Muerto.
Cuando Kerrick se acercó, vio que los cuerpos eran de diminutos yilanè. Nadaske vio lo que estaba mirando y saltó en pie. Su mandíbula se cerró de golpe con un chasquido, duramente, una y otra vez, hasta que la saliva resbaló por su cuello. Había dolor en cada uno de sus movimientos, en cada expresión.
—Ellas vivieron, Imehei murió. Ellas lo mataron. Las vi nacer en el agua incluso cuando él estaba muerto. Las hembras. Ahora están todas en la orilla, hasta la última. Todas muertas. Yo las maté. Porque ellas, las hembras, lo mataron a él. Ahora ellas están muertas aquí —hizo un gesto hacia los lagos y restalló fuertemente los pulgares—. Pero no los machos. Los machos están ahí fuera. Si viven, vivirán libres de esas otras. Esa es la posibilidad que tendrán…, la que Imehei nunca tuvo.
No había nada que Kerrick pudiera decir que disminuyera el dolor de Nadaske, que cambiara los terribles acontecimientos de aquel día. Regresó sobre sus pasos y halló el ciervo allá donde lo había dejado, lo trajo de vuelta.
En la ciudad, el cuerpo de Imehei hubiera sido depositado en uno de los pozos sepulcrales, donde las raíces de plantas especializadas lo hubieran disuelto, carne y huesos también, devolviendo los nutrientes a la ciudad que lo había nutrido. Aquí todo lo que podían hacer era cavar una tumba en la suave arena debajo de la conifera que se alzaba detrás del campamento, depositar su cuerpo en ella. Kerrick arrastró piedras para cubrir la suelta tierra, a fin de impedir que los animales lo desenterraran.
Ya no quedaba nada aquí para Nadaske. Cuando Kerrick enrolló sus pieles de dormir por la mañana, Nadaske fue a él y le tendió un pequeño paquete envuelto en hojas.
—¿Querrás llevar esto por mí? Ejercicio de cuidado en transporte/prevención de daño.
Kerrick abrió el envoltorio para dejar al descubierto la escultura de alambre de un cornudo nenitesk. Kerrick hizo signo de aceptación/gratitud por la confianza, la envolvió de nuevo y la guardó cuidadosamente entre sus pieles.
—La cuidaré en el transporte, te la devolveré cuando lleguemos a nuestro destino.
—Entonces vámonos.
El sol estaba justo encima de los árboles cuando echaron a andar sendero abajo. Ninguno de ellos miró hacia atrás a la vacía playa.