CAPÍTULO 8

Enge se acercó a la pared y se reclinó en ella para poder sentir el calor del calentador. Aunque el sol ya había salido, la ciudad aún conservaba parte del frío de la noche. A su alrededor los variados animales y plantas de Alpèasak se agitaban a la vida, pero aquello era tan normal que no le prestó atención. Debajo de sus pies estaba el entramado del suelo que descansaba sobre las gruesas capas de hojas secas de abajo. Entre las hojas se escuchaba el rumor de los grandes escarabajos y los demás insectos que limpiaban los desechos incluso los movimientos, pudo escuchar, de un escurridizo ratón. Había agitación a todo a su alrededor a medida que el flujo de la vida se aceleraba con la llegada del día. Muy arriba, el sol brillaba ya sobre las hojas del gran árbol, así como sobre las muchas otras plantas que formaban aquella ciudad viviente. El vapor de agua estaba siendo extraído ahora de los estomas de aquellas hojas, para ser reemplazado por agua que avanzaba lentamente hacia arriba a través del conducto de los árboles, enredaderas, trepadoras, agua aportada al sistema vivo por los millones de pelos radicales de debajo del suelo. Al lado de Enge discretamente, el zarcillo de su desechada capa se retorció mientras chupaba la savia. Para Enge todo aquello era tan natural como el aire que respiraba, la intensidad de las entrelazadas e interdependientes formas de vida que existían a todo su alrededor. Ocasionalmente pensó en ello y en todas sus implicaciones morales. Pero no hoy, no después de lo que había oído. ¡Alardear de haber asesinado a otra especie! Cómo ansiaba poder hablar con aquellas inocentes fanfarronas, explicarles el significado de la vida, forzarlas a comprender el terrible crimen que habían cometido. La vida era el equilibrio de la muerte, del mismo modo que el mar era el equilibrio del cielo. Si una mataba la vida… se estaba matando a si misma.

Su atención fue apartada de sus pensamientos cuando una de las fargi tiró de sus encadenadas manos, confusa acerca de su estatus e insegura de cómo debía dirigirse a ella. La joven fargi sabía que Enge era una de las muy altas…, pero sus muñecas estaban atadas como una de las más bajas. Falta de palabras, sólo podía tocar a Enge para atraer su atención.

—La eistaa desea que vayas ahora —dijo la fargi.

Cuando entró Enge, Vaintè estaba sentada en su lugar de poder, en un asiento formado por la corteza viva del árbol ciudad. Había criaturas de memoria en la mesa a su lado, y una de ellas tenía el zarcillo de encima de sus arrugados ojos apretado contra un repliegue del ugunkshaa, el recitador de memoria. El ugunkshaa hablaba suavemente mientras, al mismo tiempo, la molécula orgánica de su lente parpadeaba con movimiento, una imagen en blanco y negro de la yilanè que había hablado originalmente a la criatura de memoria. Vaintè silenció al ugunkshaa cuando entró Enge y tomó la punta de lanza de piedra que tenía a su lado.

—Acércate —ordenó, y Enge obedeció. Vaintè apretó la hoja de piedra en su mano, la alzó; Enge no se estremeció ni retrocedió. Vaintè la sujetó por el brazo.

—No tengas miedo —dijo Vaintè—. Aunque puedes ver lo afilado que es este trozo de piedra, tan bueno como cualquiera de nuestras cuerdas cuchillo.

Metió la piedra entre las ligaduras, y las manos de Enge quedaron libres. Enge se frotó suavemente la piel allá donde se veía irritada por las ataduras.

—¿Vas a liberarnos a todas? —preguntó.

—No seas tan ambiciosa. Sólo a ti…, porque necesito de tus conocimientos.

—No te ayudaré en ningún asesinato.

—No es necesario que lo hagas. Los asesinatos ya han terminado —por el momento, pensó para sí misma, tomando buen cuidado de no expresarlo en voz alta. Si seguía hablando revelaría por completo sus pensamientos. No sólo era incapaz de decir una mentira, sino que el concepto mismo de mentira era algo completamente extraño a ella. Resultaba imposible decir una mentira cuando cada movimiento del cuerpo de una revelaba un significado. La única forma que tenía una yilanè de mantener secretos sus pensamientos era no hablar de ellos. Vaintè era muy adepta a esta forma de ocultación. La practicó ahora puesto que necesitaba la ayuda de Enge—. Hemos llegado al momento de aprender. ¿No estudiaste tú en una ocasión el uso del lenguaje?

—Sabes que lo hice, con Yilespei. Fui su primera estudianta.

—Lo fuiste. La primera y la mejor. Antes que la corrupción devorara tu cerebro. Recuerdo que hiciste todo tipo de cosas estúpidas, observando cómo se comunican los niños entre sí, a veces incluso participando tú misma para llamar su atención. Tengo entendido que incluso escuchaste subrepticiamente a los machos. Eso me desconcierta. ¿Por qué esas estúpidas criaturas precisamente? ¿Qué puede alguien aprender de ellas?

—Tienen una forma de hablar entre ellos cuando nosotras no estamos a su alrededor, una forma de decir las cosas de un modo distinto…

—No me refiero a eso. Quiero decir: ¿por qué estudiar esas cosas? ¿Qué importancia puede tener la forma como hablan los demás?

—Una gran importancia. Nosotras somos el lenguaje, el lenguaje es nosotras. Cuando carecemos de él estamos mudas y no somos mejores que los animales. Fueron los pensamientos y los estudios como estos los que me condujeron al gran Ugunenapsa y sus enseñanzas.

—Hubieras podido llegar muy lejos si hubieras proseguido con tus estudios sobre el lenguaje y te hubieras mantenido fuera de problemas. Aquellas de nosotras que se convertirán en yilanè deben aprender a hablar mientras crecen…, eso es un hecho, o tú y yo no estaríamos ahora aquí. ¿Pero puede enseñársele a un joven a hablar? Parece una idea más bien estúpida y repelente. ¿Puede hacerse?

—Puede hacerse —dijo Enge—. Yo misma lo he hecho. No es fácil, la mayor parte de los jóvenes no quieren escuchar, pero puede hacerse. Utilicé las técnicas de entrenamiento que utilizan los boteros.

—Pero los botes son casi tan estúpidos como las capas. Todo lo que consiguen comprender son apenas unas pocas órdenes.

—La técnica es la misma.

—Bien —Vaintè miró astutamente por el rabillo del ojo y eligió cuidadosamente sus palabras—. Entonces, ¿puedes enseñar a un animal a comprender y a hablar?

—No, no a hablar. A comprender sí, unas cuantas órdenes sencillas, si el cerebro es lo bastante grande. Pero el habla requiere un aparato vocal y zonas en el cerebro que los animales no poseen.

—Pero yo he oído hablar a algunos animales.

—No hablar, sino repetir sonidos y esquemas que han aprendido. Los pájaros pueden hacer eso.

—No, quiero decir hablar. Comunicarse entre ellos.

—Imposible.

—Estoy hablando de los animales de pelo. De los asquerosos ustuzou —Enge empezó a comprender lo que Vaintè estaba intentando decir, e hizo signo de comprensión.

—Por supuesto. Si esas criaturas poseen algún grado de inteligencia, y el hecho de que utilicen burdos artefactos lo sugiere, entonces es muy probable que puedan hablar entre sí. Qué pensamiento más extraordinario. ¿Les has oído hablar?

—Les he oído. Y tú también puedes, si quieres. Tenemos a dos de ellos aquí —hizo una seña a una fargi que pasaba—. Busca a la cazadora Stallan. Tráemela inmediatamente —cuando apareció Stallan, preguntó: —¿Cómo están los animales?

—Los he hecho lavar, luego he examinado sus heridas. Moraduras y arañazos, nada más. También he hecho que les fuera retirado el sucio pelo de sus cabezas. La mayor es una hembra, el más pequeño un macho. Beben agua, pero hasta ahora no han querido comer nada de lo que les he proporcionado. Pero hay que ir con cuidado al acercarse a ellos.

—No tengo intención de hacerlo —dijo Vaintè, con un estremecimiento de desagrado—. Será Enge quien se acercará a ellos.

Stallan se volvió hacía ella.

—Tienes que darles constantemente la cara. Nunca te vuelvas de espaldas a un animal salvaje. El pequeño muerde y tienen garras, aunque sean rudimentarias, así que he atado sus manos para mayor seguridad.

—Haré como dices.

—Otra cosa —dijo Stallan, tomando un saquito pequeño de su arnés y abriéndolo—. Cuando lavé las bestias, encontré esto colgando en torno al cuello del macho. —Colocó un pequeño objeto sobre la mesa, al lado de Vaintè.

Era una hoja de algún tipo, hecha de metal. Había una abertura practicada en un extremo, mientras que a lo largo de toda ella había sido grabados unos simples dibujos. Vaintè la tocó con un tentativo pulgar.

—Ha sido cuidadosamente limpiada —dijo Stallan. Vaintè la alzó y la examinó de cerca.

—Los dibujos no me son familiares, lo mismo que el metal —dijo, no le gustaba lo que veía—. ¿Dónde encontraron esto los animales? ¿Quién hizo el dibujo? Y el metal, ¿de dónde lo sacaron? No intentes decirme que poseen la ciencia de hacer crecer el metal. —Probó el filo contra su piel—. No es cortante. ¿Qué puede significar?

No había respuestas a aquellas inquietantes preguntas…, aunque tampoco había esperado ninguna. Tendió el trozo de metal a Enge.

—Otro misterio para que lo resuelvas cuando aprendas a hablar con las criaturas. —Enge lo examinó y se lo devolvió.

—¿Cuándo puedo verlas? —preguntó.

—Ahora —dijo Vaintè. Hizo una seña a Stallan— Llévanos a ellas.

Stallan abrió camino a través de los corredores de la ciudad hasta un alto y oscuro pasadizo. Hizo una señal de mantener el silencio y abrió una trampilla encajada en la pared. Vaintè y Enge miraron la estancia al otro lado. Pudieron ver que estaba sellada por una sola y recia puerta. No había otras aberturas, y la única iluminación era la débil luz que se filtraba a través de una gruesa plancha transparente muy arriba.

Había dos pequeñas y repelentes criaturas tendidas en el suelo. Pequeñas versiones del cuerpo mutilado que Enge se había visto obligada a contemplar en el ambesed. Sus cráneos estaban desnudos y llenos de cicatrices allá donde había sido extirpado el pelo. Sin el pelo, y desprovistos de los hediondos trozos de piel que llevaban sujetos a su alrededor, podía verse que estaban completamente cubiertos por una piel cerúlea, repulsiva y de un único color. La mayor, la hembra, estaba tendida en el suelo y no dejaba de emitir un repetitivo sonido parecido a un lamento. El macho permanecía acuclillado junto a la hembra y emitía variados sonidos gruñentes. Aquello se prolongó durante largo rato, hasta que los lamentos se detuvieron. Entonces la hembra empezó a emitir otros sonidos. Vaintè señaló a Stallan que cerrara la trampilla y se fuera.

—Puede tratarse de algún tipo de habla —dijo Enge, excitada muy a su pesar— Pero se mueven muy poco cuando emiten los sonidos, y eso es desconcertante. Requerirá mucho estudio. El concepto en sí es completamente nuevo, un lenguaje distinto, el lenguaje de los ustuzou un tipo de criatura diferente de cualquier otro que hayamos estudiado nunca. Es una idea tremenda y excitante.

—Por supuesto. Tan excitante que te ordeno que aprendas su forma de hablar a fin de que puedas conversar con ellos.

Enge hizo signo de sumisión.

—No puedes ordenarme que piense, eistaa. Ni siquiera tu superior poder se extiende al cráneo de otra. Estudiaré el habla de los animales porque deseo hacerlo.

—No me importan tus razones…, en tanto que obedezcas mis órdenes.

—¿Por qué deseas comprenderlos? —preguntó Enge.

Vaintè eligió cuidadosamente sus expresiones para no revelar ninguno de sus motivos.

—Como tú, capto el desafío de la existencia de un animal capaz de hablar. ¿Acaso no crees que soy capaz de perseguir metas intelectuales?

—Disculpa el pensamiento negativo, Vaintè. Siempre fuiste la primera de nuestro efenburu. Entonces estabas a la cabeza porque comprendías cuando nosotras no comprendíamos. ¿Cuándo debo empezar?

—Ahora. En este mismo instante. ¿Cómo lo harás?

—No tengo ni idea, porque es algo que nunca se había hecho antes. Déjame regresar a la trampilla y escuchar los sonidos. Mientras lo hago, trazaré un plan.

Vaintè se fue en silencio, inmensamente complacida con lo que había conseguido. Resultaba imperativo obtener la cooperación de Enge, porque si ella se hubiera negado aquello hubiera significado enviar mensajes a Inegban‹, luego soportar la larga espera mientras era localizada y enviada alguien que pudiera investigar a las bestias parlantes. Si es que realmente hablaban y no se limitaban a emitir simples ruidos. Vaintè necesitaba inmediatamente aquella información, puesto que podían existir más de aquellas criaturas, y todo aquello convertirse en una amenaza. Necesitaba información para la seguridad de la ciudad.

Primero tenía que averiguar todo lo que pudiera acerca de aquellos peludos animales, descubrir dónde vivían y cómo vivían. Cómo procreaban. Ese tenía que ser su primer paso.

El segundo seria eliminarlos. A todos. Exterminarlos por completo de la faz de la Tierra. Porque, pese a sus burdos pero ingeniosos artefactos de piedra, no dejaban de seguir siendo miserables animales. Animales mortíferos que habían masacrado a sus machos y a sus crías sin piedad. Eso podía ser su ruina.

Enge observó desde la oscuridad, estudiando a las criaturas, profundamente sumida en sus pensamientos. Si hubiera tenido el menor indicio de los auténticos motivos de Vaintè, se hubiera negado por supuesto a cooperar. Con sólo detenerse a pensar por un momento hubiera podido darse cuenta de las intenciones ocultas de Vaintè. No lo había hecho porque sus pensamientos estaban centrados enteramente en aquel fascinante problema lingüístico.

Observó en silencio durante casi medio día, escuchando y espiando e intentando comprender. Al final no comprendió nada de lo que había oído, pero consiguió elaborar los rudimentos de un plan desde donde empezar. Cerró silenciosamente la trampilla y fue en busca de Stallan.

—Permaneceré contigo —dijo la cazadora mientras quitaba las barras de seguridad de la puerta—. Pueden ser peligrosos.

—Sólo por poco tiempo. Tan pronto como se tranquilicen necesitaré estar a solas con ellos. Pero puedes quedarte fuera. Si hay alguna necesidad, te llamaré.

Un incontrolable estremecimiento hizo ondular la cresta de Enge cuando Stallan abrió la puerta y la cruzaron. El áspero olor de las bestias fue como un golpe contra su rostro. Era algo demasiado parecido a entrar en la madriguera de un animal. Pero la inteligencia paso por encima de la revulsión física, y se mantuvo firme en su lugar mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.