CAPÍTULO 7

Alitha thurlastar, hannas audim senstar, sammad deinarmal na mer ensi edo.

El ciervo es muerto, un hombre puede morir, una mujer envejece…, sólo el sammad perdura.

—Kerrick se hallaba en su posición habitual en la proa del bote, cuidando el fuego. Pero este era un trabajo de muchacho, y él deseaba alinearse con los demás. Amahast le había permitido intentarlo pero era demasiado pequeño y el gran remo demasiado grande para manejarlo. Se inclinó hacía delante, frunciendo los ojos para ver a través de la niebla, pero nada era visible. En algún lugar fuera del alcance de sus ojos, las aves marinas chillaban con las voces de gimoteantes niños en medio de la bruma. Sólo el sonido de las rompientes a su izquierda les proporcionaba alguna guía. Normalmente hubieran aguardado hasta que se alzara la niebla, pero no hoy. El recuerdo de Hastila arrastrado para siempre a las profundidades del mar estaba con todos ellos. Se movían tan rápido como les era posible: deseaban terminar con aquel viaje. Kerrick olió el aire, alzó la cabeza y olió de nuevo.

—Padre —llamó—. Humo…, ¡puedo oler humo!

—Hay humo en nosotros y en la carne —dijo Amahast, pero remó un poco más aprisa ante el pensamiento. ¿Podía hallarse tan cerca el sammad?

—No, no es humo viejo. Es fresco…, en el viento, ahí delante. Y escucha las olas. ¿No son diferentes?

Ciertamente lo eran. Con el olor de las pieles y de la carne podía haber alguna duda respecto al humo. Pero no respecto a las olas. Su sonido se hacía más débil y caía tras ellos. Muchas de las tiendas del sammad habían sido alzadas en las orillas de un gran río, allá donde desembocaba en el mar. Las olas podían estar subiendo ahora por su estuario, para ir a morir contra la corriente de agua dulce que descendía por él.

—¡Remad hacía la orilla! —ordenó Amahast, accionando con fuerza su propio remo.

El cielo se estaba aclarando: la niebla se alzaba. Sobre los gritos de las gaviotas oyeron la llamada de una mujer, y gritaron en respuesta.

Cuando el sol empezó a arder entre la niebla, esta se alzó más y más aprisa. Persistía aún cerca de la superficie del agua, pero más allá estaba la orilla y las tiendas que aguardaban, los humeantes fuegos, los montones de desechos…, todo el familiar conjunto de su campamento. El bote había sido visto, y se alzó un gran grito, y la gente salió corriendo de las tiendas para dirigirse al borde del agua. Todo el mundo gritaba feliz, y sonó el eco de un trompeteo desde el prado donde pastaban los mastodontes. Estaban en casa.

Hombres y mujeres chapoteaban en el agua, llamándoles…, pero sus gritos de bienvenida murieron cuando contaron los ocupantes del bote. Habían partido cinco a la expedición de caza. Sólo regresaban tres. Cuando el bote rascó contra el arenoso fondo, fue sujetado, y muchas manos tiraron de él playa adentro. Nadie dijo nada, pero Aleth, la mujer de Hastila, lanzó un repentino grito de horror cuando se dio cuenta de que él no estaba, y lo mismo hicieron la mujer de Diken y sus hijos.

—Ambos muertos —fueron las primeras palabras de Amahast, para no dar falsas esperanzas de que los otros tal vez volvieran más tarde—. Diken y Hastila. Están entre las estrellas. ¿Hay muchos fuera del campamento?

—Alkos y Kassis han ido río arriba, a buscar peces —dijo Aleth—. Son los únicos que no están aquí.

—Id a buscarles —ordenó Amahast—. Traedlos inmediatamente de vuelta. Desmontad las tiendas, cargad los animales. Partimos hoy hacía las montañas.

Hubo exclamaciones y gritos de protesta ante aquello, porque no estaban preparados para aquella repentina partida. Cuando estaban en pleno viaje, podían desmontar el campamento cada mañana: lo hacían muy fácilmente porque sólo era desempaquetado lo más esencial. Esto no era así ahora. El campamento de verano se extendía a lo largo de las dos orillas del pequeño río, y en las tiendas todos sus bultos, pieles, todo, estaba esparcido en confusión.

Ogatyr, con su voz elevándose por encima de los gemidos de protesta de las mujeres, les gritó:

—Haced lo que dice Amahast o moriréis en la nieve. La estación está avanzada, el camino es largo.

Amahast no dijo nada más. Aquella razón era tan buena como cualquier otra. Quizás incluso mejor que la auténtica razón, para la que no podía proporcionar ninguna prueba. Pese a esta carencia, estaba seguro de estar siendo observado. Él, como cazador, conocía cuando estaba siendo cazado. Porque durante todo aquel día, y el día anterior, había sentido unos ojos posados en él. No había visto nada, el mar había estado siempre vacío cuando había mirado. Y sin embargo había algo ahí fuera, lo sabía. No podía olvidar que Hastila había sido arrastrado bajo el océano y no había regresado. Ahora Amahast quería marcharse aquel mismo día, empaquetar las cosas y atarlas detrás de los mastodontes y volver los rostros de espaldas al mar y lo que había debajo de él. Hasta que no estuvieran de vuelta entre las familiares montañas no se sentiría seguro.

Aunque les hizo trabajar hasta que todos estuvieron empapados de sudor, necesitaron todo el día para recoger el campamento. Les gritó a las mujeres y golpeó a los jóvenes cuando vio que iban demasiado lentos. No era fácil levantar un campamento de verano. Las cosas esparcidas tenían que ser reunidas y empaquetadas, los tentáculos de hardalt de los secaderos metidos en cestos. No había bastantes cestos para todo el hardalt, y hubo gemidos y quejas cuando ordenó que parte de las capturas fueran dejadas atrás. Ni siquiera hubo tiempo de llorar a los muertos; aquello vendría más tarde. Ahora tenían que irse.

El sol se ponía detrás de las colinas antes de que estuvieran preparados. Tendrían que viajar de noche, pero ya lo habían hecho antes. El cielo estaba claro, la luna nueva era apenas un creciente de luz, los tharm de los guerreros brillaban allá arriba y les guiarían en su camino. Hubo mucho trompeteo y agitar de troncos cuando los mastodontes, sin arneses durante mucho tiempo, berrearon su protesta. Pero permitieron que los muchachos treparan a sus lomos, y observaron con girantes ojos mientras los grandes palos eran atados a sus lugares correspondientes. Dos para cada animal, arrastrándose hacía atrás a ambos lados, formando un marco al que eran luego atadas las piezas transversales, sobre las que se colocaban las tiendas y todos los demás bultos.

Kerrick se sentó a lomos del gran animal, Karu, cansado como todos los demás, pero complacido pese a todo de que el sammad abandonara aquel lugar. Deseaba alejarse del océano tan pronto como fuera posible. Temía el mar y las criaturas que lo poblaban. De todo el sammad él era el único que había visto los brazos alzarse del mar para arrastrar a Hastila hacía sus profundidades. Brazos oscuros en el océano, formas oscuras en el mar.

Miró hacía el mar, y sus chillidos, repetidos una y otra vez, cortaron todas las voces, silenciándolas, atrayendo todas las miradas hacía el océano, al lugar donde él señalaba mientras gritaba y volvía a señalar.

De la oscuridad del anochecer estaban emergiendo formas aún más oscuras. Botes negros y bajos que no tenían remos y sin embargo se movían más rápidamente que cualquier bote tanu. Avanzaban a toda velocidad, en una línea tan recta como el avance de una ola. No se detuvieron hasta que se hallaron en la línea de resaca y sus fondos rasparon sobre la orilla. De ellos brotaron los murgu, claramente visibles pese a la desvaneciente luz.

Ogatyr estaba cerca del agua cuando desembarcaron pudo verles claramente. Sabía quienes eran.

—Los mismos que los que matamos, en la playa…

El marag más cercano alzó una especie de palo y lo apretó con ambas manos. Emitió un fuerte crac, y el dolor golpeó fuertemente el pecho de Ogatyr, y cayó.

Otros palos estaban crujiendo a su alrededor, y por encima de su sonido se alzaron los gritos de dolor y terror de los humanos.

—¡Escapan! —gritó Vaintè, haciendo un gesto a las atacantes para que avanzaran—. Tras ellos. No debe escapar ninguno.

Había sido la primera en desembarcar, había disparado el primer hesotsan, había matado al primer ustuzou. Ahora deseaba matar más.

No fue una batalla, sino una masacre. Las yilanè atacaban indiscriminadamente a todas las criaturas vivientes: hombres, mujeres, niños, animales. Sus bajas fueron pocas. Los cazadores no tuvieron tiempo de coger sus arcos. Tenían sus lanzas, pero aunque una lanza arrojada podía herir o matar, la mayor parte de los cazadores las sujetaron entre sus manos mientras se lanzaban hacía delante y fueron derribados por los disparos antes de poder usarlas.

Todo lo que podían hacer los tanu era huir…, seguidos por los asesinos procedentes del mar. Aterrorizados mujeres y niños corrieron por delante de Karu, y el mastodonte alzó mucho la cabeza, trompeteando también su terror. Kerrick se aferró a puñados del denso pelo del animal para evitar ser derribado, luego descendió por el palo de madera hasta el suelo y echó a correr en busca de su lanza. Una fuerte mano aferró su hombro y le hizo dar la vuelta.

—¡Corre! —ordenó su padre—. ¡Escapa a las colinas!

Amahast se volvió de nuevo con rapidez en el momento en que el primero de los murgu aparecía rodeando la enorme masa del mastodonte, saltando por encima del palo de madera. Antes de que pudiera apuntar su arma, Amahast lo atravesó con su lanza, tiró hacía atrás para soltarla.

Vaintè vio caer a la fargi asesinada y se estremeció con la necesidad de venganza. La punta goteando sangre giraba hacía ella…, pero no retrocedió. Mantuvo su lugar, alzó el hesotsan, lo apretó varias veces en rápidas explosiones, derribando al ustuzou antes de que pudiera alcanzarla.

No se dio cuenta de la presencia del más pequeño, no supo que estaba allí hasta que el dolor atravesó su pierna. Rugiendo agónicamente, derribó a la criatura de un golpe con el extremo romo del hesotsan.

La herida sangraba y era dolorosa…, pero no seria, pudo ver entonces. Su ira murió mientras la examinaba, luego volvió su atención a la batalla que se desarrollaba a su alrededor.

Casi había terminado. Pocos de los ustuzou, si quedaba alguno, permanecían con vida. Yacían en confusos montones entre los bultos, fláccidos cadáveres entre las pieles y los palos. Las atacantes del mar estaban reuniéndose ahora con las que habían avanzado río arriba para atacar por detrás, un movimiento envolvente que había usado en su juventud para atrapar a sus presas en el mar. También había funcionado en tierra.

—Parad de matar ahora mismo —ordenó Vaintè, llamando a la que estaba más cerca de ella—. Díselo a las otras. Parad. Quiero algunos supervivientes. Quiero saber más sobre estas bestias peludas.

Eran sólo animales que utilizaban afiladas puntas de piedras, ahora podía verlo claramente. Poseían una burda organización social, bastos artefactos de piedra, e incluso utilizaban animales más grandes que ahora estaban siendo muertos mientras huían presas del pánico. Todo aquello indicaba que si había un grupo de aquella cuantía…, tenían que existir también otros. Si era así, necesitaba descubrir todo lo que pudiera acerca de aquellas criaturas.

A sus pies, la criatura más pequeña a la que había derribado de un golpe se agitó e intentó ponerse en pie. Llamó a Stallan, que estaba cerca de ella.

—Cazadora…, ata a esta para que no pueda escapar. Arrójala a un bote.

Había más dardos en el contenedor suspendido del arnés que llevaba. Había que reemplazar los que había gastado en la batalla. El hesotsan había sido bien alimentado y podría disparar durante algún tiempo todavía. Sondeó con su dedo hasta que el orificio de carga se dilató, luego metió los dardos en su posición correcta en el interior.

Estaban apareciendo las primeras estrellas, mientras los últimos rojos del cielo se desvanecían detrás de las colinas. Necesitaba una capa del bote. Hizo una seña a una fargi para que le trajera una, y se estaba envolviendo en su cálido abrazo cuando los supervivientes fueron traídos a su presencia.

—¿Esto es todo? —preguntó.

—Nuestras guerreras fueron difíciles de controlar —dijo Stallan—. Una vez empiezas a matar a estas criaturas, resulta difícil detenerse.

—Sí, yo misma lo se muy bien. Los adultos…, ¿todos muertos?

—Todos muertos. ¡A este pequeño lo encontré escondido!, lo saqué fuera —lo sujetaba por su largo pelo, agitándolo hacía delante y hacía atrás, de modo que gimió de dolor—. Este otro muy joven lo encontré dentro de otro escondite —tendió el bebé, de unos pocos meses, que había sacado de entre las mantas de piel fuertemente apretadas entre los brazos de su madre muerta.

Vaintè contempló con disgusto la pequeña cosita sin pelo cuando Stallan se la tendió. La cazadora estaba acostumbrada a tocar y manejar todo tipo de repulsivas criaturas; el pensamiento de hacerlo ella la enfermó. Sin embargo, era Vaintè, la eistaa, y podía hacer cualquier cosa que otra ciudadana fuera capaz de hacer. Tendió lentamente los brazos y tomó la agitante cosita con ambas manos. Era cálida, más cálida que una capa, casi caliente. Su desagrado disminuyó por un momento cuando sintió el placentero calor. Cuando la hizo girar una y otra vez, abrió una rojiza boca sin dientes y gimió. Un chorro de cálidos excrementos brotó de ella y descendió por el brazo de Vaintè. Al instante el placer del calor se vio reemplazado por una oleada de disgusto.

Era demasiado, demasiado revulsivo. Lanzó a la criatura, tan fuerte como pudo, contra una piedra cercana. Calló al instante, mientras ella se dirigía rápidamente al agua para limpiarse con fuertes restregones, diciendo a Stallan por encima del hombro:

—Ya es suficiente. Dile a las demás que regresen a los botes tras asegurarse de que no queda ninguna criatura con vida.

—Así se hará, Altísima. Todos muertos. El fin de todos ellos.

¿Realmente?, pensó Vaintè mientras hundía sus brazos en el agua. ¿Es el final? En vez de la excitación de la victoria, se sintió invadida por una oscura depresión.

¿El final…, o solamente el principio?