Naudinza istak ar owot at kwalaro, at etcharro-ach i marinanni terpar.
El sendero del cazador es siempre el más duro y largo. Pero termina en las estrellas.
El relámpago parpadeó muy bajo en el horizonte, iluminando brevemente los bordes de oscuras nubes. Transcurrió un largo momento antes de ser seguido por el distante y profundo retumbar del trueno. La tormenta se estaba retirando, alejándose hacía el mar, llevándose consigo la lluvia torrencial y el intenso viento. Pero el encrespado mar rompía furiosamente contra la playa, ascendiendo hasta mucho más arriba de la arena y penetrando en la salada hierba de más allá, hasta casi el varado bote. Al otro lado del bote había un pequeño soto donde había construido un refugio temporal de pieles atadas a los remos entre los árboles. El humo ascendía en volutas de debajo de ellas y se arrastraba por debajo de las ramas. El viejo Ogatyr se asomó del refugio y parpadeó a los primeros rayos de la luz del atardecer que atravesaron las nubes que se alejaban. Luego olisqueó el aire.
—La tormenta ha pasado —anuncio. Podemos seguir.
—No con ese mar —dijo Amahast, removiendo el fuego hasta que las llamas volvieron a alzarse. Los trozos de venado humearon al calor y soltaron sus jugos, que sisearon en las llamas—. El bote no tardaría en llenarse de agua, y tú lo sabes. Quizá por la mañana.
—Estamos retrasados, muy retrasados…
—No hay nada que podamos hacer al respecto, viejo. Ermanpadar envía sus tormentas sin preocuparse demasiado de si nos convienen o no.
Se apartó del fuego hacía la carne de ciervo que quedaba. La caza había sido buena, con hordas de ciervos rumiando en los herbosos prados junto a la costa. Cuando terminaran de despiezar y ahumar el último de los animales, el bote estaría lleno. Abrió las patas delanteras del ciervo y cortó la piel con el filo de la lasca de piedra… pero ya no estaba afilada. Amahast la echó a un lado y llamó a Ogatyr.
—¿Sabes lo que puedes hacer, viejo? Puedes prepararme una nueva hoja.
Gruñendo con el esfuerzo Ogatyr se puso en pie. La constante humedad hacía que le dolieran los huesos. Caminó rígidamente hasta el bote y rebuscó en su interior, luego regresó con una piedra en cada mano.
—Muchacho, vas a aprender algo —dijo, agachándose lentamente sobre sus talones. Tendió las piedras a Kerrick—. Mira. ¿Qué es lo que ves?
—Dos piedras.
—Por supuesto. ¿Pero qué significan estas dos piedras? ¿Qué puedes decirme acerca de ellas?
Las volvió de un lado y de otro entre sus manos, para que el muchacho pudiera examinarlas de cerca. Kerrick las tocó y se encogió de hombros.
—Sólo veo piedras.
—Esto es porque eres joven y nunca te han enseñado. Nunca aprenderás esto de las mujeres, porque es una habilidad que pertenece sólo a los hombres. Para ser un cazador necesitas una lanza. Una lanza debe tener una punta. En consecuencia tienes que aprender a distinguir una piedra de otra, ver la punta de lanza o la hoja allá donde se oculta dentro de la piedra, aprender a abrir la piedra y encontrar lo que se oculta dentro. Aquí empieza tu lección. —Tendió los guijarros redondeados por el agua a Kerrick—. Esta es la piedra martillo. ¿Ves lo lisa que es? Sopésala. Es una piedra que romperá otras piedras. Abrirá esta otra, que recibe el nombre de piedra hoja.
Kerrick dio vueltas y más vueltas al guijarro entre sus manos, contemplándolo con aguda concentración observando su áspera superficie y resplandecientes ángulos. Ogatyr permaneció pacientemente sentado hasta que terminó su inspección, luego volvió a cogerla.
—No hay ninguna punta de lanza atrapada ahí dentro —dijo—. Ni su forma ni su tamaño son los adecuados. Pero hay hojas en ella, y una está ahí, ¿la ves? ¿La sientes? Ahora la liberaré.
Ogatyr colocó cuidadosamente la piedra hoja en el suelo y la golpeó con la piedra martillo. Una afilada esquirla saltó de uno de sus lados.
—Ahí está la hoja —dijo—. Afilada, pero no lo bastante afilada. Ahora observa atentamente y mira lo que hago.
Tomó un trozo de cuerno de ciervo de su bolsa, luego colocó el fragmento de piedra sobre su muslo y presionó cuidadosamente el borde con la punta del cuerno. Cada vez que hizo esta operación, un pequeño fragmento de piedra, como una escama, saltó. Cuando hubo trabajado la piedra en toda su longitud, la hoja era afilada y con la forma precisa. Se la tendió a Amahast, que había aguardado pacientemente durante toda la operación. Amahast la hizo saltar un par de veces sobre su palma y asintió su aprobación. Con una veterana habilidad practicó una abertura en la piel del ciervo desde el cuello hasta las ingles.
—Nadie en nuestro sammad puede hacer que la piedra entregue sus hojas como él —dijo Amahast—. Deja que él te enseñe, hijo, porque un cazador sin una hoja no es un cazador.
Kerrick sujetó ansioso las piedras y las golpeó una contra otra. No ocurrió nada. Lo intentó de nuevo, con el mismo poco éxito. Sólo cuando Ogatyr sujetó sus manos y las colocó en la posición correcta consiguió arrancar un dentado fragmento. Pero se sintió completamente orgulloso de aquel primer esfuerzo, y trabajó para modelarlo con el trozo de cuerno hasta que le dolieron los dedos.
El corpulento Hastila había estado contemplando lúgubremente sus esfuerzos. Se arrastró fuera del refugio, bostezando y desperezándose, olisqueó el aire del mismo modo que lo había hecho Ogatyr, luego subió pesadamente por el terraplén que tenían a sus espaldas. La tormenta se había ido, el viento soplaba tempestuoso en sus últimos embates, Y el sol apenas empezaba a asomarse por entre las nubes. Sólo las olas coronadas de blanco que se extendían hasta el horizonte seguían exhibiendo la nívea furia de los pasados días. En el lado de tierra el terraplén se hundía hacía una herbosa marisma. Vio sombras oscuras abriéndose camino a través de ella; se agazapó lentamente y regresó al refugio.
—Hay más ciervos ahí fuera. La caza es buena en este lugar.
—El bote está lleno —dijo Amahast cortando con la piedra un trozo de la carne que se estaba ahumando—. Si lo cargamos más, se hundirá.
—Me duelen los huesos de permanecer tendido aquí todo el día —gruñó Hastila, tomando su lanza—. Otra cosa que tiene que aprender el muchacho es cómo alcanzar la caza para poder matarla con una punta nueva y afilada. Ven, Kerrick, toma tu lanza y sígueme. Si no podemos matar al ciervo, al menos lo acecharemos. Te enseñaré cómo moverse contra el viento y arrastrarse hasta muy cerca de la pieza incluso más cautelosa.
Kerrick tomó la lanza, pero miró a su padre antes de seguir al gran cazador. Amahast asintió mientras masticaba la correosa carne.
—Hastila puede enseñarte mucho. Ve con él y aprende.
Kerrick rio alegremente y corrió detrás de Hastila luego frenó su marcha para caminar a su lado.
—Haces demasiado ruido —dijo Hastila—. Todos los animales del bosque tienen buen oído y pueden captar tu aproximación mucho antes de verte…
Hastila se detuvo y alzó la mano en un gesto de silencio. Luego llevó la mano formando pantalla a su oído y señaló hacía un hueco entre las dunas, allá delante. Kerrick escuchó atentamente pero sólo pudo oír el distante rumor de las olas. Por un momento el rumor disminuyó de intensidad, y entonces el otro sonido se hizo claro: un débil crujir desde el otro lado de la duna. Hastila alzó su lanza y avanzó silenciosamente. Kerrick podía oír los fuertes latidos de su corazón mientras seguía al gran cazador, avanzando tan silencioso como le era posible; el crujir era más intenso ahora.
Cuando llegaron a la base de la duna captaron el olor dulzón y nauseabundo de la carne en descomposición. Los restos de los ciervos cazados habían sido arrojados allí, lejos del campamento. El sonido crujiente era mucho más fuerte ahora, casi tanto como el zumbar de innumerables moscas Hastila hizo un gesto a Kerrick para que aguardara, mientras él ascendía la ladera de la luna y atisbaba cautelosamente por su parte superior. Se echó hacía atrás Y se volvió hacía Kerrick, con el rostro contraído por el disgusto, e hizo una seña al muchacho para que se reuniera con él. Cuando ambos estuvieron debajo de la cresta de la duna, alzó su lanza en posición arrojarla y Kerrick hizo lo mismo. ¿Qué era lo que había allí? ¿A qué animal estaban acechando? Con una mezcla de miedo y curiosidad, Kerrick se agazapó, luego saltó hacía delante justo detrás del cazador.
Hastila lanzó un estridente grito, y tres criaturas alzaron la vista de su macabra ocupación, y durante un instante permanecieron inmóviles ante su repentina aparición. El brazo del cazador restalló hacía delante, su lanza voló en línea recta y ensartó a la más cercana entre las dos patas delanteras. Cayó agitándose espasmódicamente y chillando con voz intensa. Las otras dos huyeron, siseando su terror, pataleando con sus largas piernas contra el suelo, cuellos y colas estirados.
Kerrick no se había movido, seguía con la lanza sujeta en alto, rígido por el miedo. Murgu. El que estaba agonizando, aferrando desesperadamente la lanza con dedos de afiladas uñas, se parecía mucho al marag que había alanceado en el mar. Boca abierta. Afilados dientes. Algo surgido de una pesadilla.
Hastila no había mirado al muchacho, no se había dado cuenta de su evidente miedo. Estaba demasiado obsesionado con su propio odio. Murgu. Cómo los odiaba. Aquel carroñero, con sangre y piltrafas de carne semipodrida aún sobre su cabeza y cuello, intentó un débil e inútil ataque cuando se le acercó. Lo pateó hacía un lado, apoyó un pie contra su cuello mientras liberaba su lanza con un fuerte tirón. Era escamoso y con manchas verdes, de un gris pálido como un cadáver, tan largo como un hombre pese a que la cabeza no era mayor que su mano. Hundió de nuevo la lanza, y la criatura se estremeció y murió. Agitó las manos delante de su rostro para apartar las moscas mientras trepaba de vuelta del fondo del pozo. Kerrick había bajado su lanza y luchaba por controlar su temblor. Hastila vio aquello y apoyó su mano en el hombro del muchacho.
—No les temas. Pese a su tamaño son cobardes carroñeros la hez. Odialos… pero no les temas. Recuerda siempre lo que son. Cuando Ermanpadar hizo a los tanu del lodo del rio, hizo también a los ciervos y a los demás animales para que los tanu los cazaran. Los depositó sobre la hierba junto a las montañas donde hay limpia nieve y agua clara. Pero entonces miró y vio todo el vacío del sur. Pero por aquel entonces estaba cansado y a mucha distancia del río, de modo que no regresó a él sino que en vez de ello cayó profundamente en el lodo verde de los pantanos. Con él hizo a los murgu, y por eso son verdes, y sólo sirven para ser muertos a fin de que sus cuerpos puedan descomponerse y volver a los pantanos de los que nacieron.
Mientras hablaba, Hastila hundió su lanza en la arena y la retorció para limpiarla de todas las manchas de la sangre del marag. Cuando terminó Kerrick ya se había recuperado: todos sus temores había desaparecido. El marag estaba muerto, los otros había huido. Pronto abandonarían aquella orilla y regresarían al sammad.
—Ahora te mostraré cómo acechar tu presa —dijo Hastila—. Esos murgu estaban comiendo o de otro modo te hubieran oído…, sonabas como un mastodonte subiendo una ladera.
—¡No hice ruido! —dijo defensivamente Kerrick—. Sé cómo caminar. Una vez aceché a una ardilla, me acerqué tanto a ella que apenas estaba a una lanza de distancia…
—La ardilla es el más estúpido de los animales, el dienteslargos el más listo. El ciervo no es listo, pero puede oír mejor que todos ellos. Ahora yo me quedaré aquí en la arena y tú subirás el terraplén y te meterás en la alta hierba. Luego acéchame. En silencio…, porque tengo el oído de un ciervo.
Kerrick corrió alegremente cuesta arriba y se metió en la húmeda hierba…, luego se dejó caer y se arrastró alejándose del campamento. Siguió su camino tan silenciosamente como pudo, luego se volvió de nuevo hacía el océano para abrirse camino por detrás del cazador. Era un trabajo húmedo y caluroso…, y de escaso éxito, porque cuando alcanzó finalmente la parte superior del terraplén Hastila ya estaba allí aguardándole.
—Primero tienes que mirar cautelosamente antes de bajar la pierna —dijo el cazador—. Permanece inclinado hacía delante y no golpees el pie contra el suelo. Aparta la hierba y no te abras camino a través de ella. Ahora intentémoslo de nuevo.
Había una pequeña playa allí, y Hastila bajó hasta el borde del agua y agitó su lanza en el mar para acabar de lavar cualquier resto que hubiera quedado de la sangre del marag. Kerrick subió una vez más la cuesta, deteniéndose para recuperar el aliento en la cima.
—Esta vez no me oirás —dijo, agitando desafiante su lanza hacía el corpulento hombre.
Hastila le devolvió el saludo y se reclinó apoyado en su lanza.
Algo oscuro brotó de entre las olas a sus espaldas. Kerrick gritó una horrorizada advertencia, y Hastila giró en redondo, la lanza preparada. Hubo un sonido restallante, como al quebrarse una gruesa rama. El cazador dejó caer su lanza y se aferró el diafragma y cayó de cara al agua. Unos chorreantes brazos tiraron de él hacía abajo, y desapareció entre las olas orladas de espuma.
Kerrick no dejó de gritar mientras corría de vuelta al campamento, al encuentro de los otros que corrían ya hacía él. Explicó con voz entrecortada lo que había visto mientras les conducía de vuelta a lo largo de la playa hasta el lugar donde se había producido el terrible acontecimiento.
La arena estaba vacía, el océano también. Amahast se inclinó y recogió la larga lanza del cazador de entre las olas, luego miró de nuevo al mar abierto.
—¿No pudiste ver qué aspecto tenía?
—Sólo las piernas de la cosa, los brazos —dijo entre castañeteantes dientes—. Brotaron del mar.
—¿Su color?
—No pude verlo. Reluciente, quizá verde. ¿Pueden ser verdes, padre?
—Pueden ser cualquier cosa —dijo Amahast lúgubremente—. Aquí hay murgu de todas clases. A partir de ahora no nos separaremos ni un momento, y uno permanecerá siempre despierto mientras los demás duermen. Tan pronto como podamos regresaremos al sammad. Sólo hay muerte en estas aguas del sur.