El bebé, colgado de la espalda de Armun, estaba despierto y lloraba desconsoladamente, empapado y helado por la lluvia que caía. Arrodillada en el suelo, ella también estaba empapada, helada, con negro lodo en sus brazos y piernas allá donde había estado cavando con su afilado palo en busca de bulbos. Los relámpagos llamearon brevemente en el cielo, y el crujir del trueno que llegó inmediatamente después hirió sus oídos. Ermanpadar estaba disgustado por algo. Ya era hora de regresar a las tiendas. El bebé gimió aún más fuerte cuando tomó el cesto de bulbos y se puso en pie.
Algo se movió por entre la lluvia encima de ella, y alzó la vista para ver el ave planear silenciosamente sobre las grandes alas abiertas. Tendió las patas y se posó pesadamente en la alta rama, luego se sentó mirándola con sus fríos ojos situados encima de su cruel pico curvado. Armun pudo ver la negra protuberancia en su pata y se volvió y corrió aterrada por entre los árboles. Truenos, relámpagos y el ave que les decía a los murgu dónde estaban ellos. El miedo la ahogó mientras huía a la seguridad de las tiendas.
Vaintè contemplaba el modelo de Alpèasak cuando la fargi le trajo el aviso de que un uruketo llegaba al puerto. Despidió a la mensajera con un seco movimiento de sus brazos, pero la concentración se había roto. Contemplar el modelo de la ciudad no ayudaba. Las defensas eran fuertes y Stallan las estaba reforzando aún más. No podía ver ningún punto débil, ningún lugar donde los ustuzou pudieran causar algún daño aparte de matar a algunos animales de carne. Lo único que conseguía de pie allí era irritarse consigo misma.
Iría a recibir el uruketo y ver qué carga llevaba. Había más fargi de camino de Entoban‹ así como hesotsan de incrementada potencia. Muchas de las ciudades del gran continente estaban respondiendo con ayuda. Su ejército sería fuerte, los ustuzou morirían.
Cuando alcanzó el sendero al aire libre se dio cuenta por primera vez del encapotado cielo y del distante retumbar de los truenos. Hubo un repentino repiqueteo de largas gotas de lluvia a su alrededor. Parecía como si hubiera una tormenta en camino.
No era asunto suyo; tenía asuntos mucho más importantes en los que pensar.
Krunat siguió al grupo de fargi polvoriento sendero abajo, con su asistenta apresurándose tras ella con un puñado de estacas de madera. Cada una de las fargi llevaba un joven frutal del semillero, con las raíces envueltas y listo para plantar. Aquella vez Krunat acompañaba al grupo de trabajo para asegurarse absolutamente de que los árboles eran plantados allá donde correspondía. Algunas de las yilanè en aquella ciudad eran tan estúpidas como las fargi, olvidando instrucciones y estropeando los trabajos más simples. Había hallado un cierto número de campos y plantaciones que no encajaban en absoluto con el modelo y había tenido que hacer correcciones. No esta vez. Pondría ella misma las marcas y se aseguraría de que los árboles eran plantados allá donde correspondía. Hizo girar un ojo hacía el cielo cada vez más oscuro. Parecía como si fuera a llover. Bien, estupendo para los árboles.
Un giro en el sendero las llevó al extremo de un verde campo. Una hilera de fargi avanzaba hacía ellas cruzando la hierba. Ese fue el primer pensamiento de Kurnat… pero había algo raro en ellas. Eran demasiado altas, demasiado delgadas. Había pelo en ellas.
Se detuvo, helada por la impresión. ¿Ustuzou allí, en la ciudad? No era posible. Su ayudanta paso junto a ella justo en el momento en que el seco chasquear de los hesotsan cruzó el campo.
Las fargi se doblaron sobre sí mismas y se derrumbaron, su ayudanta dejó caer las estacas con un ruido de entrechocar de maderas cuando un dardo la alcanzó en el costado. Krunat se dio la vuelta presa del pánico y echó a correr hacía la seguridad de los árboles. Conocía muy bien la ciudad, había guardianas allí cerca, tenían que ser advertidas.
—¡Una de ellas escapa, por allí! —exclamó Herilak, echando a correr.
—¡No hay tiempo! —llamó Kerrick—. Ya no nos queda mucho camino por recorrer…, y debemos prender el fuego antes de que llegue la lluvia.
Corrió ahora, jadeando en busca de aliento, con los cansados cazadores corriendo tras él. Aquella hilera de árboles allí delante, aquel tenía que ser el lugar. Oyó que eran disparados hesotsan a sus espaldas, pero no se atrevió a mirar, siguió corriendo.
Tropezó y cayó debajo de un alto roble. Soltó sus armas y extrajo la tallada caja de la bolsa en su cintura. Hubo más disparos y fuertes gritos mientras Herilak corría a su lado.
—Saben que estamos aquí. Han matado a algunos. Ahora están entre los árboles y los estamos conteniendo.
—Dame las ramas —dijo Kerrick, obligándose a sí mismo a moverse lentamente mientras se arrodillaba y sacaba las piedras de fuego de la caja. Cuando tomó un puñado de madera seca junto con una repentina ráfaga de viento que barrió su mano, unas gotas de lluvia repiquetearon en las hojas de arriba. Una rama se agitó a su lado, luego otra.
¡Lentamente, ve lentamente! Tenía que hacerse bien la primera vez, porque no habría segunda oportunidad. Colocó con temblorosas manos la caja de madera en el suelo colocó toda la madera seca dentro de ella. Ahora piedra contra piedra, golpearlas fuertemente una contra otra, exactamente como lo había visto hacer incontables veces antes. Las largas chispas brotaron, una y otra vez.
Una tenue nubecilla de humo azul brotó de la caja.
Se inclinó sobre ella, sopló suavemente, añadió puñados de hojas secas al pequeño resplandor, sopló de nuevo. Una pequeña llama roja ardió brillante. Poco a poco fue añadiéndole más hojas, luego dejó caer los trozos de corteza y ramitas de su bolsa. Sólo cuando todo aquello estuvo ardiendo brillantemente se arriesgó a levantar la vista.
Había cuerpos tras él en el campo. Tanu y yilanè. No tantos como había temido. Herilak había rechazado a las atacantes y había situado cazadores como guardias. Estaban acuclillados detrás de los árboles con las armas preparadas, impidiendo que regresaran los murgu. Herilak se apresuró entonces hacía Kerrick, el rostro chorreante de sudor, sonriendo ampliamente a la vista de las llamas.
La propia caja de madera estaba ardiendo cuando Kerrick la empujó hacía la madera amontonada, luego apiló ramas más gruesas encima. El calor llameó, y algunas gotas de lluvia sisearon al caer sobre el fuego. No se atrevió a alzar la vista hacía la tormenta que se aproximaba mientras el fuego se hacía más y más alto. Sólo cuando los troncos de madera estuvieron ardiendo brillantes, forzándoles a protegerse el rostro con su brazo ante el intenso calor, lanzó el grito, tan fuerte como pudo.
—¡Ahora! ¡Todo el mundo…, al fuego! ¡La ciudad arde!
Su grito despertó excitados vítores, carreras. Fueron extraídas ramas, llevadas a los lados, dejando tras ellas estelas de chispas. Kerrick agarró él también una rama y corrió hacía la espesura, metiéndola ante él por entre las secas ramas. Se arrugaron y humearon…, luego estallaron en una brillante llama. Siguió avanzando, prendiendo otros arbustos, hasta que el calor le hizo retroceder y la humeante rama quemó su mano. La arrojó por entre las llamas a los árboles de más allá.
A todo lo largo del bosquecillo, los aullantes cazadores estaban prendiendo más y más árboles. Las llamas empezaban a asomarse ya por entre las ramas del roble que tenía delante, saltando al siguiente árbol. Sólo una rama quedaba en el fuego que había prendido originalmente, y Kerrick la agarró y corrió con ella, más allá de los demás. Más allá de Sanone en el extremo más alejado, que se había metido entre los árboles, prendiéndolos. Kerrick recorrió una buena distancia antes de clavar la antorcha entre la maleza. El viento azotó las chispas y en un instante la maleza estaba en llamas.
Llamas y humo se alzaban ahora altos en el aire, rodando oscuros contra el ya oscuro cielo. Los árboles crujían y llameaban, los truenos retumbaban. La tormenta aún no se había desencadenado.
Las fargi estaban teniendo dificultades en atrapar los animales para el matadero. Algo los estaba inquietando, no dejaban de correr de un lado del corral al otro, llegando incluso a derribar a una de las fargi, cuyos ojos rodaron hasta quedar completamente blancos. La yilanè a cargo estaba gritando fuertes órdenes, sin conseguir nada. De pronto se dio cuenta de un crujiente ruido y de un extraño y acre olor. Se volvió para ver las capas de luz solar trepar hacía el cielo, con oscuras nubes de tormenta detrás, El olor llegó de nuevo, junto con una oleada de cálido y delicioso aire. ¿Qué ocurría, qué significaba aquello? Sólo pudo permanecer en pie y contemplar cómo se acercaban las llamas, lamiendo los cercanos árboles. Maravillosamente cálidas. Los animales chillaban tras ella mientras avanzaba y tendía su mano hacía la luz y el calor. Luego ella también chilló.
Ikemend abrió la puerta del hanale una rendija y miró fuera. Akotolp hizo un perentorio gesto de mando, ordenándola que la abriera de par en par.
—Primero me mandas llamar…, luego bloqueas mi camino —dijo la gorda científica, sus rollos de grasa oscilando ante la afrenta—. Déjame pasar de inmediato.
—Me humillo —dijo Ikemend, permitiendo la entrada a Akotolp, luego asegurando la puerta a sus espaldas—. Los machos han estado peleándose de nuevo, quizá sea el tiempo. Ha habido un herido…
—Tráelo aquí inmediatamente.
La firmeza de su voz y los bruscos movimientos de su cuerpo enviaron a Ikemend a cumplir inmediatamente lo ordenado. Regresó casi al momento tirando de un truculento Esetta‹ tras ella. —Es este —dijo, empujando al macho hacía delante—. Empieza las peleas, causa problemas, ha recibido lo que se merecía —Akotolp ignoró aquello mientras sujetaba el brazo de Esetta‹ y le daba la vuelta para examinarlo. Sus pulgares dieron un apretón extra cuando hizo aquello y Esetta‹, de espaldas a la guardiana, medio cerró un ojo en un gesto sensual. Akotolp siempre disfrutaba con aquellas visitas al hanale.
—Simples arañazos, nada más; un poco de antiséptico lo curará todo. Los machos siempre serán machos… —se interrumpió bruscamente y alzó la cabeza, abriendo de par en par sus aletas respiratorias mientras olía el aire—. Este olor…, conozco este olor —dijo, con agitación e inquietud en los movimientos de sus miembros. Se apresuró hacía la puerta exterior y la abrió pese a las protestas de Ikemend. El olor era más fuerte ahora, el aire estaba lleno con él.
—Humo —exclamó Akotolp en voz alta, ahora con intensa preocupación—. El humo sólo procede de una reacción química…, el fuego.
Esetta‹ retrocedió temblando ante la fuerza de las emociones de Akotolp, mientras Ikemend sólo podía señalar estupidez y falta de comprensión. El humo se espesó de pronto, y pudo oírse un distante crujir. Entonces hubo urgencia y la necesidad de rapidez en la orden de Akotolp.
—Se ha producido una reacción llamada fuego y podemos estar en peligro. Reúne inmediatamente a los machos, rápido, deben ser sacados de aquí.
—¡No tengo órdenes! —gimió Ikemend.
—Yo lo estoy ordenando. Se trata de un asunto de urgente necesidad para la salud y el bienestar, una amenaza de muerte. Tráelos a todos, sígueme, a la orilla, al océano.
Ikemend no dudó, sino que se alejó inmediatamente. Akotolp paseó arriba y abajo, inquieta y agitada, sin darse cuenta de que seguía sujetando el tembloroso brazo de Esetta‹ y arrastraba al aterrado macho tras ella. Una ráfaga de viento envió rodando humo a través de la puerta abierta, y ambos empezaron a toser.
—No podemos aguardar —dijo Akatolp—. ¡Sígueme! —gritó en voz alta, esperando que el sonido fuera comprendido, luego arrastró al gimoteante Esetta‹ tras ella. Cuando Ikement regresó al corredor, arrastrando tras ella a los reluctantes machos, experimentó una gran satisfacción cuando vio que estaba vacío. Se apresuró a cerrar y sellar la puerta exterior, ordenando a los machos que volvieran a sus aposentos, aliviada de que ya no hubiera un conflicto de órdenes. ¿Qué lugar podía ser más seguro que el hanale? Un relajante y satisfactorio calor empezó a penetrar por las paredes. Sólo sintió una punzada de temor cuando las primeras llamas empezaron a arder a través de la entrada.
Pero entonces ya era demasiado tarde para hacer algo para salvar a sus protegidos. Murió con sus aterrados gritos en sus oídos.
Alpèasak ardía. El fuego azotado por el viento saltó de árbol en árbol, las hojas de uno prendiendo las hojas del otro. Los matorrales junto al suelo ardían con altas llamas, las paredes y los techos se derrumbaban, todo prendía, todo se incendiaba.
Para las yilanè aquel era un desastre inconcebible, un hecho físico que no podían comprender. No hay fuego natural en un bosque tropical donde llueve a menudo, de modo que desconocían completamente qué era el fuego. Algunas de sus científicas sí lo sabían, pero sólo como un interesante fenómeno de laboratorio. Pero no así, nunca así. Porque había humo y llamas, ardiendo por todos lados. Atractivo al principio, una agradable fuente de calor, luego un dolor ineludible. Así que morían. Quemadas, consumidas, ennegrecidas. El fuego seguía extendiéndose.
Confusas, temerosas, las yilanè y las fargi convergieron en el ambesed, en busca de guía. Lo llenaron a rebosar y aún seguían llegando más, empujándose hacía delante hasta que el gran espacio abierto estuvo atestado por una masa sólida. Buscaban consejo de Malsas‹, se apretaban cerca de ella, eran empujadas contra ella hasta que les ordenó que retrocedieran. Aquellas que estaban más cerca intentaron obedecer, sin conseguirlo ante la presión de las que había detrás, presas del pánico.
Hubo un pánico aún mayor cuando las llamas alcanzaron el ambesed. Las apiñadas yilanè no podían escapar; se aplastaron hacía atrás en su terror. Malsas‹, como muchas otras, fue pisoteada, y estaba muerta mucho antes de que las llamas barrieran encima de ella.
En el cielo sobre la ciudad, la tormenta seguía retumbando con sus distantes truenos, las nubes se acumulaban en las oscuras montañas. Había salvación allí, aunque las yilanè no eran conscientes de ella. No habiendo visto nunca el fuego, no tenían ningún conocimiento de que el agua podía detenerlo.
Alpèasak murió, las yilanè murieron. Las llamas devastaron desde los campos hasta el océano, quemándolo todo ante ellas. Las nubes de humo se alzaron hacía las negras nubes en el cielo, y el rugir y el crujir de las llamas ahogó los gritos de las agonizantes.
Los cazadores estaban tendidos en los campos, ennegrecidos por el fuego, exhaustos. Las yilanè armadas contra las que habían estado combatiendo o bien estaban muertas o habían sido rechazadas a las llamas. La lucha había terminado…, la guerra había terminado, pero estaban demasiado cansados para comprenderlo todavía. Sólo Kerrick y Herilak estaban de pie, tambaleándose de cansancio pero aún de pie.
—¿Habrá supervivientes? —preguntó Herilak, reclinándose pesadamente en su lanza.
—No lo sé. Posiblemente.
—Deben ser muertos también.
—Sí, supongo que sí.
Kerrick se sintió repentinamente enfermo por la destrucción de Alpèasak. En su necesidad de venganza no sólo había matado a los yilanè…, sino también a su maravillosa ciudad. Recordó el placer que había sentido explorándola, descubriendo sus secretos. Hablando con los machos en el hanale, observando la miríada de animales que llenaba sus pastos. Ya no existía nada de aquello, todo había desaparecido. Si hubiera habido alguna forma de matar a los yilanè y salvar la ciudad la hubiera adoptado. Pero esa forma no existía. Los yilanè estaban muertos, y también Alpèasak.
—¿Adónde irán? —preguntó Herilak, y Kerrick sólo pudo mirarle con la boca abierta, demasiado cansado para comprender lo que quería decir el cazador—. Los supervivientes. Dijiste que habría algunos.
—Sí. Pero no en la ciudad…, esta ha desaparecido. Algunos en los campos, con los animales quizá. En la orilla, en las playas, puede que hayan sobrevivido allí. Cuando se extingan las llamas podemos ir a ver.
—Eso tomará demasiado tiempo. He visto bosques incendiados antes. Los grandes árboles arden y humean durante días. ¿Podemos alcanzar las playas siguiendo a lo largo de la orilla?
—Sí la mayor parte del camino son bancos de arena, todos ellos al descubierto en la marea baja.
Herilak miró a los derrengados cazadores, luego gruñó y se sentó él también.
—Primero un corto descanso, luego iremos —sobre su cabeza llameó el rayo, y poco después retumbó el trueno, distante—. A Ermanpadar le gustan los murgu tanto como a nosotros. Está reteniendo la lluvia.
Cuando finalmente emprendieron el camino rodearon los ennegrecidos y humeantes árboles y se abrieron camino más allá de ellos a través de los no incendiados campos y pastos. Aunque el humo los había alarmado al principio, los animales de los campos estaban ahora paciendo tranquilamente. Los ciervos se alejaron rápidos al verles acercarse, y gigantescas, cornudas y acorazadas bestias les observaron pasar sin apenas curiosidad. Cuando llegaron a una corriente de agua dulce la hallaron cubierta de flotantes cenizas, los cazadores tuvieron que apartarlas a un lado para beber. El arroyo conducía hasta el mar.
La marea había bajado y pudieron caminar por tierra firme, fría arena, el océano a un lado, las ennegrecidas y humeantes ruinas de Alpèasak al otro. Avanzaron con las armas preparadas, pero no había nadie para oponérseles. Cuando rodearon un promontorio se detuvieron. Delante había un río, y algo grande y negro apenas visible a través del torbellineante humo, avanzando desde mar abierto.
—¡Un uruketo! —exclamó Kerrick—. Va hacía el muelle. Tiene que haber algunas vivas allí, cerca del río. —Echó a correr, y los otros se apresuraron tras él.
Stallan contempló los cuerpos de las yilanè, tendidos en la orilla del río o flotando en el agua. Empujó con el pie uno que yacía cerca de ella; la fargi rodó sobre si misma, los ojos cerrados y la boca abierta, apenas respirando.
—Míralas —dijo Stallan, con disgusto y repugnancia en cada movimiento—. Las traje hasta aquí, las obligué a meterse en la seguridad del agua…, y siguen muriendo. Cierran sus estúpidos ojos, echan hacía atrás su cabeza y mueren.
—Su ciudad está muerta —dijo Vaintè cansadamente—. De modo que ellas también están muertas. Han sido desterradas. Aquí están tus inmortales, si quieres saber quién vive.-Sus movimientos eran intensos en disgusto cuando señaló al grupo de yilanè de pie, metidas hasta las rodillas en el agua.
—Las Hijas de la Muerte —dijo Stallan, reflejando igual de claramente su disgusto. ¿Eso es todo lo que queda de Alpèasak? ¿Sólo eso?
—Nos olvidas a nosotras, Stallan.
—Recuerdo que tú y yo estamos aquí…, pero no comprendo por qué no estamos muertas con el resto.
—Vivimos porque odiamos demasiado. Odiamos a los ustuzou que han hecho esto. Ahora sabemos por qué vinieron hasta aquí. Trajeron su fuego con ellos y han incendiado nuestra ciudad…
—¡Mira, allí, un uruketo! Viene hacía la playa.
Vaintè observó la oscura forma que se deslizaba entre las olas.
—Les ordené que se alejaran cuando el fuego se acercó, les dije que volvieran cuando hubiera desaparecido.
Enge vio también el uruketo y se apartó de las demás supervivientes y se dirigió a la orilla. Vaintè la vio acercarse y decidió ignorar su actitud interrogativa. Cuando Enge vio aquello se detuvo delante de Vaintè y dijo:
—¿Qué hay de nosotras, Vaintè? El uruketo se acerca, y sin embargo tú decides no hablarnos.
—Esta es mi elección. Alpèasak está muerta, y os quiero a todas vosotras muertas también. Permaneceréis aquí.
—Un duro juicio, Vaintè, para aquellas que nunca te han hecho ningún daño. Unas duras palabras para una efensele.
—Te repudio, no quiero formar parte de ti. Fuisteis vosotras quienes sembrasteis la debilidad entre las yilanè cuando necesitábamos de todas nuestras fuerzas. Ahora muere aquí.
Enge miró a su efensele, a Vaintè que había sido la más fuerte y la mejor, y el rechazo y el desprecio estaban en cada línea de su cuerpo.
—¿Tú, cuyo odio ha destruido Alpèasak, tú me repudias? Acepto eso, y digo que todo lo que ha habido entre nosotras no volverá a haberlo. Ahora, así es como yo te repudio a ti, y no te obedeceré ya más.
Se volvió de espaldas a Vaintè y vio al uruketo acercarse a la orilla, llamó a las Hijas.
—Nos marchamos de aquí. Nadad hasta el uruketo.
—¡Mátalas, Stallan! —chirrió Vaintè—. Dispara contra ellas.
Stallan se volvió y alzó su hesotsan, ignorando los gritos de dolor de Enge, apuntó y disparó dardo tras dardo a las yilanè que nadaban. Su puntería era buena y una tras otra fueron alcanzadas y se hundieron en el agua. Luego el hesotsan estuvo vacío, y Stallan lo bajó y buscó más dardos.
Las supervivientes habían alcanzado el uruketo, la científica, Akotolp, y un macho entre ellas, cuando Enge se dio la vuelta.
—Sólo traes la muerte, Vaintè —dijo. Te has convertido en una criatura de muerte. Si fuera posible abandonaría todas mis creencias sólo para terminar con tu vida.
—Hazlo entonces —dijo burlonamente Vaintè, volviéndose y alzando la cabeza hasta que la piel se tensó en su cuello. Muerde. Tienes dientes. Hazlo.
Enge osciló hacía delante, luego hacía atrás, porque no podía matar, ni siquiera a alguien que merecía tanto la muerte como Vaintè.
Vaintè bajó la cabeza, empezó a hablar…, pero fue interrumpida por el ronco grito de Stallan.
—¡Ustuzou!
Vaintè giró en redondo, los vio correr hacía ella, agitando hesotsan y puntiagudos palos. Con una instantánea decisión, cerró sus pulgares y golpeó a Enge, derribándola al suelo con el puño.
—Stallan —llamó mientras vadeaba hacía el agua—, al uruketo.
Aquello fue lo que vio Kerrick mientras corría por la orilla del río. Yilanè muertas por todos lados, las vivas en el agua. Y una de ellas de pie, mirando hacía él, una yilanè que jamás podría olvidar. —¡No disparéis! —gritó en voz muy alta, luego de nuevo en sasku—. Esa marag es mía —entonces habló en yilanè mientras avanzaba, su significado enturbiado por su carrera pero claro pese a todo.
—Soy yo, Stallan, el ustuzou que te odia y desea matarte. ¿Huyes, gran cobarde, o me esperas?
Stallan no necesitaba ser aguijoneada de aquel modo apenas oyó las palabras. Para ella la visión de la figura de Kerrick corriendo era suficiente. Aquella era la criatura a la que más odiaba del mundo, el ustuzou que había destruido Alpèasak. Dejó caer el vacío hesotsan y, rugiendo con rabia, cargó contra él.
Kerrick alzó su lanza, olvidado su propio hesotsan, y la empujó bruscamente contra el cuerpo de Stallan. Pero Stallan conocía bien a los animales salvajes y se echó a un lado, eludiéndola fácilmente, luego cayó sobre Kerrick y lo arrojó al suelo. Sus pulgares se aferraron en su pelo y tiró de su cabeza hacía atrás. Sus sólidos músculos eran duros como la roca, él se debatió pero no pudo moverse. Se inclinó ansiosamente hacía su cuello, las mandíbulas abiertas de par en par, hileras de puntiagudos dientes cerrándose para desgarrar su vida a dentelladas. La lanza de Herilak zumbó junto a ellos, golpeó a Stallan en plena boca, penetrando entre sus mandíbulas hasta su cerebro. Estaba muerta antes incluso de derrumbarse al suelo. Kerrick apartó su pesado cuerpo de él y se puso tambaleante en pie.
—Buen tiro, Herilak —dijo—. ¡Al suelo, hacía un lado! —respondió Herilak con un grito, arrancándose el arco de su hombro. Kerrick se volvió y vio a Enge poniéndose en pie.
—Deja tu arco —ordenó Kerrick—. Todos vosotros, bajad vuestras armas. Esta no va a hacerme ningún daño.
Hubo un pesado repiquetear de gotas de lluvia, luego más y más, luego un auténtico chaparrón. La amenazadora tormenta se había desatado al fin. Demasiado tarde para salvar la ciudad de Alpèasak. Ahora arreció, una fuerte lluvia tropical, siseando entre nubes de vapor cuando golpeó los rescoldos de las ruinas.
—Nos has traído la muerte, Kerrick —dijo Enge, con voz suficientemente fuerte para ser oída por encima del martilleo de la lluvia, con pesar en cada uno de sus movimientos.
—No, Enge, estás equivocada sobre esto. He traído la vida a mis ustuzou, porque sin mí, criaturas como esta carne muerta que tengo delante nos hubieran matado a todos. Ahora ella está muerta y Alpèasak está muerta. Ese uruketo partirá, y las últimas de vosotras partiréis con él. Yo traeré a mis ustuzou aquí y esta será nuestra ciudad. Vosotras volveréis a Entoban‹ y os quedaréis allí. Y allí se recordará con miedo lo que ocurrió aquí y nadie volverá nunca. Recuérdales las muertes que se han producido aquí. Haz que nunca lo olviden. Cuéntales como todas ellas ardieron y murieron. La eistaa, sus consejeras, Vaintè…
—Vaintè está ahí —dijo Enge, señalando la nave.
Kerrick miró pero no pudo distinguirla de las otras que estaban subiendo al amplio y mojado lomo del animal. No había muerto después de todo. Aquella a la que más había odiado, todavía viva. Sí, la odiaba… Entonces, ¿por qué esa repentina sensación de placer ante la idea de que no había muerto?
—Ve a ella —gritó, ahogando sus entremezcladas sensaciones con sus palabras—. Repítele lo que yo te he dicho. Cualquier yilanè que vuelva aquí morirá aquí. Dile eso.
—¿No puedo decirle que las muertes han terminado? ¿Que ahora lo que hay aquí es vida, no muerte? Eso sería mucho mejor.
Señaló una simple negativa.
—Había olvidado que tú eras una Hija de la Vida. Ve a decírselo, diles a todas ellas que si te hubieran escuchado a ti todas las muertas de Alpèasak estarían ahora con vida. Pero ahora ya es demasiado tarde para la paz, Enge, incluso tú tienes que darte cuenta de ello. Hay odio y muerte entre nosotros, nada más.
—Entre ustuzou y yilanè sí, pero no entre nosotros, Kerrick.
Él empezó a protestar. Sólo podía haber odio. Aquella fría criatura no podía significar nada para él. Debía alzar su lanza y matarla allí mismo, en aquel mismo momento. Pero no podía hacerlo. Sonrió torcidamente.
—Eso es cierto, maestra. Recordaré que al menos hay una marag a la que no siento deseos de matar. Ahora ve a ese uruketo, y no vuelvas. Te recordaré a ti cuando haya olvidado a todas las demás. Ve en paz. —Paz para ti también, Kerrick. E igualmente paz entre ustuzou y yilanè.
—No. Simple odio y un amplio océano. Mientras vosotras os mantengáis en vuestro lado seguiréis teniendo paz. Vete.
Enge se deslizó al agua y él se reclinó sobre su lanza, vacío de toda emoción, y la contempló mientras ella nadaba hasta el uruketo y subía a bordo. Luego, mientras el uruketo se dirigía hacía el mar, sintió que le inundaba una gran debilidad.
Todo había terminado. Alpèasak había desaparecido, y con ella todo.
Sus pensamientos volaron hacía las montañas del norte, hacía el círculo de tiendas de piel en una curva del río. Armun estaba allí, aguardándole. Herilak avanzó lentamente hasta su lado, y se volvió hacía el fornido cazador y sujetó sus brazos.
—Lo hemos conseguido, Herilak. Tú has tenido tu venganza, todos nosotros hemos tenido la nuestra. Tomemos nuestras lanzas y vayamos al norte antes de que empiece el invierno.
—Sí, volvamos a casa.