CAPÍTULO 17

Era la última hora de la tarde antes de que la rapaz volara hacía el sur. La gran ave había matado un conejo antes, luego había volado hasta la copa de un alto árbol muerto con su presa aún agitándose entre sus garras. Perchada allí, había despedazado al animal y lo había devorado. Una vez hecho esto permaneció allí, saciada. La oscura protuberancia en su pata era evidente para cualquiera que la hubiera visto desde el conjunto de tiendas allá abajo. La rapaz se limpió el curvado pico en la corteza, atusó sus plumas…, y finalmente alzó el vuelo. Trazando círculos cada vez más altos, enfiló hacía el sur y partió en aquella dirección.

Uno de los muchachos que habían recibido la orden de vigilar el ave corrió inmediatamente a decírselo a Kerrick, que se protegió los ojos con una mano y miró al cielo, vio el punto blanco desaparecer en la distancia.

—Herilak, se ha ido, exclamó. El fornido cazador se volvió del ciervo que estaba descuartizando, con las manos rojas hasta los codos.

—Puede que haya otras.

—Puede, nunca podemos estar seguros. Pero esa bandada de aves marinas se ha ido, y los muchachos dicen que no hay otras aves grandes a la vista.

—¿Qué crees entonces que debemos hacer, margalus?

—Marcharnos ahora y no aguardar a la oscuridad. Tenemos toda la comida que necesitamos, no ganaremos nada quedándonos más tiempo aquí.

—De acuerdo. Vámonos.

Dentro de las tiendas, todas sus pertenencias estaban ya empaquetadas y atadas, listas para la partida. Mientras eran desmontadas las tiendas, las rastras fueron fijadas a los mastodontes y cargadas con rapidez. Todos estaban ansiosos por abandonar la amenaza de la costa por la seguridad de las montañas. Cuando aún las últimas cargas estaban siendo atadas en su lugar el primer mastodonte echaba a andar ya entre protestas. Los cazadores miraron por encima del hombro mientras se alejaban, pero la playa estaba vacía, lo mismo que el cielo. Los fuegos aún humeaban en la orilla, la carcasa del ciervo seguía colgada del armazón. Los sammads desaparecieron.

Avanzaron hasta que se hizo oscuro, se detuvieron y comieron carne fría, no encendieron fuegos, luego prosiguieron su camino. La marcha prosiguió durante toda la noche, con sólo breves paradas para dejar descansar a los animales. Al amanecer estaban en las boscosas colinas lejos de la ruta que habían seguido en su viaje desde el oeste hasta las playas. Los mastodontes fueron liberados de las rastras para que pudieran pastar mientras los cansados sammads dormían bajo los árboles.

Cuando Armun abrió los ojos, los inclinados rayos de sol entre las ramas mostraban que era ya entrada la tarde. El llanto de hambre del bebé la había despertado. Se sentó con la espalda apoyada contra el tronco del árbol y lo puso en su pecho. Kerrick ya no estaba durmiendo a su lado; lo vio en el claro, hablando con los sammadars. Su rostro estaba tenso y serio cuando echó a andar de vuelta colina arriba, pero se iluminó con una sonrisa cuando la vio allí. La sonrisa de ella fue un reflejo de la de él, y sujetó su mano cuando Kerrick se sentó a su lado.

—Pronto nos iremos —dijo él, apartando los ojos cuando vio que la sonrisa desaparecía de los labios de ella; la mano de Armun se cerró fuertemente sobre la suya.

—¿Tienes que hacerlo? —preguntó ella, a medio camino entre la pregunta y la afirmación.

—Sabes que sí. Fue mi plan…, no puedo permitir que los demás efectúen el ataque sin mí.

—Me abandonas… —Su voz era ronca, con todo el dolor de su vida solitaria detrás de sus palabras—. Eres todo lo que tengo.

—Eso no es cierto. Ahora tienes a Arnhweet, y lo mantendrás a salvo hasta que yo regrese. Estoy haciendo esto, todos nosotros estamos haciendo esto por la misma razón, para que los sammads estén a salvo. No hay seguridad en tanto que los murgu puedan cazarnos y matarnos. Cuando estén muertos…, sólo entonces podremos vivir en paz como hacíamos antes. Ve con los sammads a la pradera en la curva del río. Nos reuniremos con vosotros allí antes de que haya terminado el invierno. Permaneced a salvo hasta que yo regrese.

—Regresarás a mí, prométemelo.

Tenía la cabeza inclinada, y su abundante pelo caía sobre su rostro como lo hacía cuando la había conocido por primera vez. El bebé chupaba ruidosa y ávidamente, con los redondos ojos azules alzados hacía él. Kerrick adelantó una mano y sujetó ligeramente a Armun por la barbilla, alzó su rostro hacía el suyo. Apartó el pelo a un lado y acarició su mejilla con la yema de los dedos, luego los paso suavemente por sus partidos labios.

—Como tú, yo viví una vida solitaria —dijo en voz muy baja, para que sólo ella pudiera oír—. Como tú, yo era distinto de todos aquellos que me rodeaban, los odiaba a todos. Pero esto ya ha pasado. Estamos juntos…, y nunca volveremos a separarnos una vez haya regresado. Te lo prometo.

La amorosa caricia sobre sus labios la desarmó, porque sabía que sus palabras eran sinceras, que podía contemplar su rostro sin echarse a reír. Las lágrimas asomaron a su rostro y sólo pudo asentir con la cabeza mientras él se levantaba y se iba. Miró al bebé, lo sujetó fuertemente y lo acunó para que se durmiera, sin alzar de nuevo los ojos hasta que supo que los cazadores ya se habían marchado.

Herilak les guio por las colinas, manteniéndose a la sombra de los árboles durante todo el tiempo. Caminaba a un paso rápido y firme, y los demás le seguían. Todos eran fuertes y estaban preparados, habían comido bien antes de iniciar la marcha. Ahora se inclinaban bajo el peso de los fardos que llevaban a la espalda pero la mayor parte de ellos eran comida, de modo qué se irían aligerando a medida que avanzaran. Era importante no perder el tiempo cazando, sino poner toda la distancia posible entre ellos y los sammads. Cuando las aves volaran, como seguramente harían, su partida no tenía que ser observada. Debían desaparecer sin dejar huella.

Siguieron sin detenerse hasta que fue demasiado oscuro para ver el camino, hasta que se tambalearon de cansancio. Sólo entonces señaló Herilak un alto. Dejó caer su fardo al suelo y los demás hicieron lo mismo, gruñendo agradecidos. Kerrick fue a sentarse junto a él y compartió su comida. Comieron en silencio mientras la oscuridad se espesaba a su alrededor y aparecían las estrellas. Sobre ellos entre los árboles, ululó un búho.

—¿Ya nos están observando? ¿Les dirá este búho a las otras aves que estamos aquí? —preguntó Harilak, preocupado.

—No. Sólo es un búho. Las aves que nos espían solo hablan a los murgu, no unas a otras. La rapaz que nos vio ayer aún no habrá regresado a Alpèasak, de modo que aún creen que estamos acampados en la orilla. Cuando descubran que nos hemos ido y envíen otras a localizarnos, ya estaremos muy lejos. Descubrirán los sammads y seguirán su rastro. No pensarán en buscarnos aquí. El peligro de que seamos vistos aparecerá de nuevo solamente cuando estemos cerca de su ciudad.

—Entonces será demasiado tarde.

—Sí, entonces será demasiado tarde para ellos.

Unas valientes palabras, pensó Kerrick para sí mismo, y sonrió irónicamente en la oscuridad. ¿Podía realmente esa pequeña banda de cazadores destruir aquella poderosa ciudad con todos sus numerosos habitantes? No parecía posible. ¿Cuántos estaban allí? Menos que la cuenta de tres hault, la cuenta de tres hombres. Armados con hesotsan…, pero también lo estaban los yilanè. Hesotsan y flechas y lanzas para luchar contra una poderosa raza que llenaba el mundo desde el huevo del tiempo. La imposibilidad de todo aquello trajo a sus pensamiento una oscuridad más tenebrosa aún que la noche que les rodeaba. ¿Cómo podrían conseguirlo?

Sin embargo, mientras sentía aquellos pensamiento de duda, sus dedos encontraron el cofrecito de madera que se había traído consigo del valle. Dentro del cofrecito estaba la piedra con el fuego atrapado dentro. Con el fuego podrían conseguirlo, podrían conseguirlo…, podrían conseguirlo. Con aquella firme resolución, apretando el cofrecito fuertemente contra su cuerpo, se tendió de costado y se durmió.

—Las primeras aves que enviamos han regresado —dijo Vaintè—. Las imágenes han sido examinadas, y creemos que el grupo de ustuzou de la orilla está ahora muy cerca de esas montañas, encaminándose al norte.

—¿Estás segura? —preguntó Malsas‹.

—Nunca hay seguridad con los ustuzou, puesto que una de sus criaturas es muy parecida a cualquier otra. Pero sabemos que ya no están en la playa, ni hay ya grupos de ellos tan al sur.

Stallan estaba de pie detrás de ella, en silencio, escuchando. No habían sido hallados más grupos, estaba de acuerdo con aquello. Pero nada aún significaba nada. Había algo equivocado en todo aquello. Tenía aquella extraña sensación, una sensación de cazadora, pero no sabía qué era lo que la causaba. Malsas‹, aunque no era una cazadora, compartía sin saberlo su sensación de intranquilidad.

—No lo comprendo. ¿Por qué las bestias han hecho un viaje tan largo hasta la orilla…, para abandonarla casi inmediatamente?

Vaintè se agitó con inseguridad.

—Cazan en busca de la comida que necesitan acumular para el invierno. Pescan en el mar.

—Han tenido poco tiempo para cazar —dijo Stallan.

—Exacto —corroboró Malsas‹—. Entonces, ¿qué motivos podían tener para hacer esto? ¿Tienen motivos…, o simplemente van de aquí para allá como animales? Tú mantuviste uno durante largo tiempo, Vaintè, tienes que saberlo.

—Piensan. Razonan. Tienen una astucia animal que puede ser muy peligrosa. Nunca debemos olvidar la forma en que mataron a las fargi en las playas.

—Tu ustuzou escapó, ¿no? —preguntó Malsas‹—. ¿Estaba en ese grupo en la playa?

Vaintè habló tan calmadamente como le fue posible.

—Creo que sí. Ese es peligroso porque no sólo posee la astucia animal de un ustuzou sino también algo del entrenamiento yilanè. —Así que Malsas‹ la había estado espiando, sabía su interés por las imágenes ampliadas. Aquello era de esperar: ella hubiera hecho lo mismo.

—La criatura debe ser destruida y su piel colgada de los espinos.

—Ese es también mi deseo, eistaa.

—Entonces, ¿qué planeas hacer?

—Por mucho que desee ver a ese ustuzou destruido, creo que es de mayor importancia matar a todos los ustuzou. Al final se conseguirá lo mismo. Con todos muertos, él estará muerto.

—Admito que es un plan juicioso. ¿Cómo lo harás para conseguirlo?

—Con el permiso de la eistaa, deseo iniciar un trumal que termine completamente con esta amenaza.

Malsas‹ registró apreciación y duda por partes iguales. Ella había tomado parte, como todas las demás, en un trumal en el océano en su juventud. Cuando diferentes efenburu se reunían, trabajaban juntos en armonía contra un único objetivo. Muchas veces un banco de calamares demasiado grande para que un solo efenburu pudiera hacerse cargo de él. Cuando atacaban de este modo, el trumal siempre terminaba en una completa destrucción. No había supervivientes.

—Comprendo tus dudas, eistaa, pero debe hacerse. Hay que conseguir más fargi de las ciudades de Entoban‹. Más uruketo, más armas. Luego iremos al norte cuando termine la primavera, desembarcaremos, avanzaremos hacía el oeste. Matándolos a todos. Al final del verano habremos alcanzado las montañas, y entonces giraremos al sur, hacía el más cálido mar del sur. Nos serán enviadas provisiones durante el invierno. Cuando llegue la próxima primavera golpearemos al oeste de las montañas. Al siguiente invierno esta especie de ustuzou estará extinta. No quedará ni una sola pareja para procrear en algún rincón oscuro y apestoso. Eso es lo que creo que debe hacerse.

Malsas‹ oyó aquello, lo aceptó. Pero aún estaba preocupada por las posibilidades de un plan tan ambicioso. ¿Podía llevarse a la práctica? Contempló el modelo, pensó en las enormes distancias, en los ustuzou hormigueando en ellas. ¿Podían llegar a ser realmente exterminados todos?

—Todos deben ser muertos —dijo, respondiendo en voz alta a su propia pregunta—. Así es como debe hacerse, este hecho no puede eludirse. ¿Pero puede hacerse este próximo verano? ¿No sería mejor enviar grupos más pequeños, buscar y destruir esos grupos que hemos encontrado?

—Se ocultarán, irán al norte a las tierras heladas donde no podemos seguirles. Me gustaría que se pudiera hacer de este modo. Pero me temo que no es posible. Un ejército de fargi, barrerá todo el terreno. Y terminará con esta amenaza.

—¿Qué dices tú, Stallan? —preguntó Malsas‹, volviéndose a la impasible y silenciosa cazadora—. Tú eres nuestra exterminadora de ustuzou. ¿Conseguirá este plan lo que Vaintè dice que puede conseguir? ¿Debemos intentarlo?

Stallan miró al inmenso modelo, ordenando sus pensamientos a fin de poder expresarlos claramente.

—Si hay un trumal, los ustuzou morirán. No sé si pueden reunirse las fuerzas suficientes para ponerlo en marcha. No gobierno, de modo que no puedo decirlo. Todo lo que puedo decir es que si las fuerzas son lo suficientemente numerosas, entonces el trumal tendrá éxito.

Hubo un silencio mientras Malsas‹ sopesaba todo lo que se había dicho y las otras dos aguardaban. Cuando finalmente habló, lo que dijo fue una orden.

—Trumal, sarn'enoto. Destruye a los ustuzou.