CAPÍTULO 15

Desde su regreso mismo a Alpèasak Vaintè tuvo muy claro que había perdido el favor de Malsas‹. La razón no era difícil de comprender. Vaintè era la primera sarn'enoto que la ciudad había conocido nunca, y su poder, a veces, había excedido incluso al de la propia eistaa. Malsas‹ había aceptado aquello, había aceptado todos los preparativos que Vaintè había hecho. Vaintè había perdido su favor sólo después de su regreso del oeste.

Hasta que esto ocurriera los recursos de la ciudad habían estado en sus manos, incluso los recursos del gran continente al otro lado del mar. La flota de uruketo que había traído a las ciudadanas de Inegban‹ a Alpèasak había hecho muchas veces el viaje a las ciudades de Entoban‹ llevando mensajes de bienvenida. Diciéndoles que había todo un nuevo mundo al otro lado del mar occidental, que la ciudad de Alpèasak estaba ahora establecida allí. Alpèasak, que crecía y se expandía en aquella tierra desconocida, podía ser de ayuda a las ciudades de Entoban‹, podía aliviarlas de los excesos de fargi que atestaban los caminos de sus ciudades, consumían los alimentos de sus ciudades. Las eistaa de esas ciudades se sintieron encantadas de librarse del peso de las indeseadas fargi, felices también de conceder pequeños favores en forma de animales y plantas que Alpèasak podía utilizar. Mientras esto ocurría, un modelo de Gendasi estaba creciendo al lado del de Alpèasak. Al principio sólo la costa norte de Alpèasak era bien conocida y completa en todos sus detalles, mientras que tierra adentro habían pocas o ninguna señal. Esto fue cambiando gradualmente a medida que las rapaces y las nuevas aves producían más y más imágenes del continente. Hábiles yilanè traducían sus imágenes planas a montañas y ríos, valles y bosques, hasta que el modelo creció en gran detalle. Al oeste de Alpèasak había un cálido mar con una verdeante costa. Anchos ríos desembocaban en él procedentes de una tierra ubérrima, dispuestos para ser tomados. Excepto por los ustuzou, por supuesto.

Su presencia en aquel paisaje por otro lado perfecto era un gran engorro. Estaban allí, casi todos en el norte, y las posiciones de sus grupos eran cuidadosamente anotadas en el modelo. Los grupos estaban diseminados en una delgada y rota línea desde el océano hasta las altas montañas, inmediatamente al sur del hielo y de la nieve. A su debido tiempo serían perseguidos y exterminados. Cuando alguno de ellos se había dirigido hacía el sur Vaintè había montado a sus fargi en los nuevos uruktop y tarakast y los había perseguido, los había matado y los había hecho retroceder de nuevo a la tierra de los hielos. Con cada victoria como esta la estima de Vaintè había crecido. Se necesitaba un gran fracaso para hacerla caer en desgracia.

Cuando fueron descubiertos más ustuzou al oeste merodeando tranquilamente lejos del nevado norte, Vaintè supo al instante que tenían que ser destruidos. La distancia era grande, pero su anhelo de venganza era más grande aún. Se necesitaron muchos uruketo para transportar la gran masa de fargi y monturas hasta el lugar de desembarco en la costa. A finales del invierno Vaintè había levantado un ejército como jamás había visto el mundo. Avanzaron tierra adentro, bien aprovisionadas y equipadas con fuertes defensas. La localización de cada ustuzou era conocida y, uno a uno, cada grupo debía ser abrumado y destruido. Aquel tenía que ser el principio del fin para los ustuzou.

Luego, el ejército había regresado derrotado.

La noticia de lo ocurrido llegó a la ciudad mucho antes de que desembarcara la primera fargi. Cuando Vaintè rindió su informe al consejo, Malsas‹ no había estado presente. La ausencia de la eistaa fue un mensaje suficientemente claro. El consejo escuchó fríamente sus explicaciones, evaluó sus pérdidas, luego la despidió. Enviada fuera como una fargi común.

Tras su caída del poder Vaintè no se había acercado al ambesed donde se reunían las yilanè cada día, donde se sentaba la eistaa, el núcleo de la ciudad. Permaneció apartada de él, sola y aparentemente olvidada, aguardando un mensaje que nunca llegó. Había caído en desgracia, y nadie se le acercaba a menos que compartiera su posición de paria.

Después de transcurridos muchos días tuvo una visitante, una visitante que hubiera preferido no ver. Pero un encuentro con una efensele no podía ser evitado.

—Tenías que ser tú —dijo Vaintè hoscamente—. La única que se arriesga a ser vista conmigo, una Hija de la Muerte.

—Quiero hablarte, efensele —dijo Enge—. He oído decir muchas cosas acerca de esta última aventura, y todas ellas me han entristecido.

—Tampoco yo me siento complacida, efensele. Cuando partí de aquí era la sarn'enoto. Ahora me siento a solas y aguardo una llamada que nunca llega…, y ni siquiera sé si soy la sarn'enoto que manda o alguien más bajo que una fargi.

—No estoy aquí para añadir más a tu desgracia. Aunque aquellas que nadan en la cresta de la ola más alta…

—Sólo pueden hundirse más que las otras. Ahórrate tus toscas filosofías para tus camaradas. Conozco todas las estupideces que vuestra fundadora Farneksei ha dicho y las rechazo en su totalidad.

—Haré breve mi permanencia. Sólo te pido que me digas la verdad que hay detrás de las historias que se susurran…

Vaintè la interrumpió con un brusco gesto silenciador de sus pulgares.

—No me importa nada de lo que las estúpidas fargi se digan unas a otras, ni discutiré sus cretinos chismorreos.

—Entonces hablaremos sólo de hechos. —Los movimientos de Enge eran lúgubres, implacables e ineludibles—. Hay un hecho conocido por nosotras dos. Peleine dividió los rangos de las Hijas con sus dudas y sus argumentos. Convenció a muchas de ellas de que tu causa era justa, y esas, mal guiadas, aumentaron las filas de tu ejército. Partieron contigo en tu campaña asesina. No regresaron.

—Naturalmente. —Vaintè sólo hizo los más ligeros movimientos en su respuesta, transmitiendo el mínimo absoluto de información, pasando a una absoluta inmovilidad cuando hubo terminado. Están muertas.

—Tú las mataste.

—Los ustuzou las mataron.

—Las enviaste contra los ustuzou sin armas, sólo podían morir.

—Las envié contra los ustuzou, como hice con todas las demás. Ellas eligieron no llevar armas.

—¿Por qué lo hicieron? Tienes que decírmelo. —Enge se inclinó hacía adelante con anticipación y temor. Vaintè se apartó instintivamente de ella.

—Decido no decírtelo —dijo, de nuevo con el mínimo absoluto de comunicación—. Déjame.

—No hasta que hayas respondido a mi pregunta. He pensado mucho en ello, y he llegado a la ineludible conclusión de que la razón de tus acciones es vital para nuestra misma existencia. Peleine y yo diferíamos en nuestras interpretaciones de las enseñanzas de Ugunenapsa. Peleine y sus seguidoras decidieron que tu causa era justa, de modo que fueron contigo. Ahora están muertas. ¿Por qué?

—No recibirás ninguna respuesta de mí, ninguna palabra que apoye o ayude tu destructiva filosofía. Vete.

No hubo ninguna grieta en el muro de hosca inmovilidad de Vaintè…, pero Enge se sentía tan firme y determinada como ella en su asalto.

—Llevaban armas cuando se marcharon de aquí. Tenían las manos vacías cuando murieron. Me has dicho que esa fue su elección. Tu elección fue simplemente la de una asesina, un matarife en el matadero, enviándolas a su muerte.

Vaintè no era inmune a aquellos calculados insultos; un estremecimiento hizo temblar sus miembros, pero siguió sin hablar. Implacable, Enge prosiguió:

—Ahora te pregunto…, ¿por qué decidieron hacer eso? ¿Qué ocurrió que les hizo cambiar de pensamiento acerca de llevar armas? Algo tuvo que ocurrir. Tú sabes qué fue. Me lo dirás.

—¡Nunca!

—¡Lo harás!

Enge se inclinó hacía delante y sujetó firmemente los brazos de Vaintè entre sus poderosos pulgares, la boca muy abierta en su irritación. Entonces Enge vio los ligeros movimientos de alegría y se apresuró a soltar a Vaintè, empujándola hacía atrás y retrocediendo ella a su vez.

—Te gustaría que yo usara la violencia, ¿verdad? —dijo, jadeando con el esfuerzo por controlar sus violentas emociones—. Te gustaría verme olvidar la verdad de mis creencias y hundirme hasta tu nivel de desesperada violencia. Pero no me rebajaré hasta este punto, por mucho que me provoques. No me uniré a ti en tu despreciable corrupción animal.

La rabia barrió toda reserva en Vaintè, liberó toda la furia que había estado reprimiendo desde su regreso y su caída en desgracia.

—No te unirás a mí…, ¡ya te has unido a mí! Esas marcas en mi carne fueron tus dedos profundamente clavados, donde tus uñas arrancaron sangre. Tu atesorada superioridad es tan vacía y hueca como tú misma. Te pones tan furiosa como yo…, y matarás como yo lo hago.

—No —dijo Enge, de nuevo calmada—. Nunca haré eso, jamás descenderé tan bajo.

—¡Nunca! Lo harás, todas vosotras lo haréis. Aquellas que siguieron a Peleine lo hicieron. Apuntaron alegremente sus hesotsan y mataron ustuzou. Por un instante fueron auténticas yilanè y no gimoteantes y despreciables parias.

—Mataron…, y murieron —dijo Enge, hablando con voz muy baja.

—Sí, murieron. Como tú, no pudieron enfrentarse al hecho de que no son diferentes, no son mejores que el resto de nosotras…

Entonces Vaintè se interrumpió, dándose cuenta de que en su furia había respondido a las preguntas de Enge, satisfecho sus imbéciles creencias.

Con la realización de la verdad, toda la furia de Enge desapareció.

—Gracias, efensele, gracias. Hoy nos has hecho, a mí y a las Hijas de la Vida, un inmenso servicio. Nos has mostrado que nuestros pies hollan el camino y que debemos seguir por él sin desviarnos. Sólo de esta forma podremos alcanzar la verdad de la que habló Ugunenapsa. Aquellas que mataron murieron a causa de esas muertes. Las otras vieron eso y eligieron no morir de la misma manera. Eso es lo que ocurrió, ¿verdad?

Vaintè habló ahora con una fría rabia.

—Eso es lo que ocurrió…, pero no por las razones que tú das. Murieron no porque fuesen mejores, porque fueran de algún modo superiores al resto de las yilanè… murieron porque eran exactamente idénticas. Creyeron que podían escapar a la muerte siendo arrojadas fuera de la ciudad, despojadas de su nombre. Estaban equivocadas. Murieron de la misma manera. No sois mejores que el resto de nosotras…, si acaso, sois un poco peores.

En silencio, envuelta en sus pensamientos, Enge se dio la vuelta y se fue. En la puerta se detuvo y se volvió de nuevo.

—Gracias efensele —dijo. Gracias por revelarme esta inmensa verdad. Lamento que tantas tuvieran que morir para revelarla, pero quizá esa fuera la única forma de que nosotras llegáramos a saberlo. Quizá incluso tú, en tu búsqueda de la muerte, ayudes a traernos la vida. Gracias.

Vaintè siseó furiosa, y hubiera desgarrado a dentelladas la garganta de Enge si esta no se hubiera ido en aquel momento. Aquello, añadido a su indeterminado estatus, estaba empezando a ser demasiado para que lo pudiera soportar. Había que hacer algo. ¿Debía acudir al ambesed, presentarse ante la eistaa y hablar con ella? No no serviría de nada exponerse a una humillación pública de la que jamás podría recuperarse. ¿Entonces qué? ¿No había nadie a la que pudiera apelar? Sí, una. Una que como ella creía que no había nada más importante que exterminar a los ustuzou. Salió e hizo seña a una fargi que pasaba para darle sus instrucciones.

Transcurrió la mayor parte del día sin que acudiera nadie, hasta que Vaintè paso gradualmente del furioso recorrer la estancia de un lado a otro a una inmóvil vacuidad sumiéndose en un ausente y absorto silencio. Tan lúgubre era su sombrío humor que tuvo dificultades en salirse de él y agitarse cuando finalmente se dio cuenta de que había alguien junto a ella.

—Eres tú, Stallan.

—Me mandaste llamar.

—Sí. No viniste a verme por tu propia voluntad.

—No. Hubiera sido visto, y Malsas‹ lo hubiera sabido. No necesito este tipo de atención de la eistaa.

—Creía que me servías a mí. ¿Ahora valoras más tu propia piel escamosa?

Stallan se mantuvo firme, las piernas algo abiertas, y no cedió terreno.

—No, Vaintè, valoro más mi servicio. Mi trabajo es matar ustuzou. Cuando tú mandes, yo te seguiré. En el norte pululan como sabandijas. Necesitan que alguien los aplaste con el pie. Mientras tú no mandes, yo aguardo.

El mal humor de Vaintè mejoró ligeramente.

—¿Detecto un asomo de amonestación aquí, valiente Stallan? ¿La más ligera sugerencia de que mis energías hubieran sido mejor empleadas si simplemente hubiera actuado como matarife y hubiera masacrado a los ustuzou que tuviera más a mano? ¿Que no hubiera debido montar mi gran campaña para rastrear y matar a un solo miserable ustuzou?

—Tú lo dices, Vaintè. No yo. Pero creía que estaba bien claro que yo también comparto tu deseo de abrirle la garganta a ese ustuzou en particular.

—¿Pero no lo suficiente como para perseguirlo allá donde merodee y se oculte? —Vaintè volvió a recorrer su estancia de lado a lado, retorciéndose furiosa, las garras de sus pies rasgando la estera del suelo—. Te diré esto, a ti y sólo a ti, Stallan. Quizá este último ataque fuera un error. Pero ninguna de nosotras sabía el resultado cuando lo iniciamos, todas fuimos impulsadas por la ambición de acometerlo. Incluso ella, que ahora no quiere hablarme. —Se giró en redondo y clavó su pulgar en Stallan—. Así que dime, leal Stallan. ¿Cómo es que has evitado mi presencia todo este tiempo…, y sin embargo ahora estás aquí?

—Las pérdidas han sido olvidadas. Después de todo, la mayor parte de las bajas fueron simples fargi. Ahora sólo se habla de esas yilanè que fueron asesinadas en el bosque por los ustuzou, los machos muertos en las playas. He hecho que muchas de las imágenes que trajeron de vuelta las aves sean difundidas, imágenes de los ustuzou para que todas las yilanè puedan verlas. Las yilanè las miran y su furia crece. Ya se están preguntando por qué se han interrumpido las matanzas.

Vaintè croó alegremente.

—Leal Stallan, me equivoqué contigo. Mientras yo me ocultaba aquí rumiando mi sorda rabia tú estabas haciendo lo que pondrá fin a mi exilio. Recordándoles la existencia de los ustuzou. Mostrándoles lo que los ustuzou hicieron y volverán a hacer. Hay ustuzou ahí fuera que están pidiendo a gritos ser muertos. Pronto acudirán de nuevo a mí, Stallan, porque recordarán que matar ustuzou es algo en lo que soy muy buena. Hemos cometido nuestros errores…, y hemos aprendido de ellos. A partir de ahora sólo serán tranquilas y eficientes matanzas. Del mismo modo que arrancamos las frutas de un árbol para alimentar a los animales, igual arrancaremos a esos ustuzou. Hasta que el árbol quede desnudo y hayan desaparecido todos y Gendasi sea yilanè en toda su enorme extensión.

—Me uniré a ti en eso, Vaintè. Ese es nuestro destino y eso es lo que hay que hacer. Llegará un día en que el cráneo del último ustuzou cuelgue de los espinos del Muro de la Memoria. —Stallan hablaba suavemente y con gran sinceridad—. Y serán tus manos las que lo colgarán allí, Vaintè. Sólo las tuyas.