Los dos muchachos, chorreando sudor por proximidad a las llamas, iban añadiendo trozos de madera seca al fuego cada vez que menguaba. Ardían brillantes, bañando el interior de la caverna con una oscilante luz dorada, de modo que los animales pintados allí parecían moverse al compás de las llamas. Sanone todavía no había llegado, pero los otros manduktos permanecían sentados junto a la imagen del mastodonte como era su derecho. Kerrick, Herilak y los sammadars estaban aposentados también en el mismo lado del fuego.
Más allá de las llamas estaban los cazadores, con otros de los sammads detrás de ellos. Sanone había aceptado aquello con gran reluctancia, puesto que era costumbre de los sasku que los manduktos tomaran todas las decisiones, y encontraba difícil comprender que los sammadars no mandaban con la misma autoridad. Finalmente se había llegado a aquel compromiso, con los líderes a un lado y los sammads al otro. Los sasku no estaban seguros de qué hacer con aquella poco usual disposición, y sólo unos cuantos se habían acercado y escuchaban desde la oscuridad, mirando expectantes por encima de los hombros de aquellos sentados delante de ellos. Se agitaron con entremezcladas emociones, placer y miedo, cuando un mastodonte trompeteó en la oscuridad. Hubo un resonar de pesados pies, antorchas acercándose, oscuras formas moviéndose.
Los mastodontes entraron en el círculo de luz, la gran hembra Dooha conducida por Sanone, con uno de los muchachos tanu sentado a horcajadas sobre su cuello, guiándola. Pero los sasku no la miraban a ella, sino al pequeño mastodonte recién nacido que iba a su lado. Sanone tendió una mano y acarició la trompa del pequeño animal, y un murmullo de felicidad creció en la oscuridad. Sólo entonces se unió a los demás junto al fuego.
Armun se sentó justo detrás de los cazadores con su hijo a su espalda balbuceando suavemente en su sueño cómodo en el saquito hecho ex profeso para él. Entonces Kerrick se levantó, para hablar, y las conversaciones murieron rápidamente. Armun se cubrió el rostro con las manos para que los demás no pudieran ver su sonrisa de orgullo. Parecía tan erguido y fuerte de pie allí a la luz del fuego, con su largo pelo sujeto por una banda de tela de charadis, su barba ya completamente crecida. Cuando se hizo el silencio se volvió de modo que todos pudieran oírle mientras hablaba.
—Ayer matamos a los murgu. Hoy los enterramos, de modo que todos los reunidos aquí ahora saben cuántos de ellos murieron durante el ataque. Los matamos en gran número, y los pocos que sobrevivieron han huido. No van a volver, no ahora.
Hubo gritos de aprobación de los cazadores ante aquellas palabras, y de la oscuridad el sonido de un rápido tamborileo y el chasquear de las matracas de calabaza sasku cuando sus palabras fueron traducidas para ellos. Kerrick aguardó hasta que hubo silencio de nuevo antes de continuar.
—No volverán ahora…, pero volverán. Volverán más fuertes, con mejores armas para matar. Siempre vuelven. Volverán una y otra vez, y no se detendrán hasta que todos estemos muertos. Esa es la verdad, y tiene que ser recordada siempre. Recordad también a aquellos de nosotros que han muerto.
El silencio ahora fue melancólico, y la voz de Herilak era igual de melancólica cuando dijo:
—Esta es realmente la verdad —con amargura en su voz—. Kerrick lo sabe porque su sammad fue el primero que los murgu destruyeron. Sólo él sobrevivió, solo él fue tomado por los murgu y fue mantenido cautivo por ellos, y le enseñaron a hablar su lenguaje. El conoce su forma de actuar, de modo que debéis escucharle cuando habla de los murgu, debéis escuchar también cuando yo hablo de muerte porque estoy aquí y Ortnar se sienta ahí…, y todos los demás de nuestro sammad están muertos. Todos los cazadores, todas las mujeres y niños, todos los mastodontes asesinados por los murgu.
Los oyentes se emocionaron con el dolor de sus palabras y Sanone alzó la vista hacía el mastodonte encima de él y susurró silenciosas plegarias a la memoria de aquellas grandes bestias mientras escuchaba la rápida traducción de Kerrick.
—No hay ningún lugar donde huir, ningún lugar donde escondernos y donde no seamos hallados —les dijo Kerrick—. Los sammads que se sientan aquí lucharon con ellos en la playa del gran océano, en las llanuras de los picopatos, y de nuevo en este valle tras cruzar las altas montañas para escapar de esos murgu. Ahora ha llegado para nosotros el momento de dejar de escapar. Sabemos ahora que siempre nos encontrarán. Así que ahora os diré lo que debemos hacer.
Kerrick hizo una pausa para recuperar el aliento, contemplando sus rostros expectantes, luego continuó:
—Debemos llevar la lucha hasta ellos, ir a su ciudad… y destruirla.
Hubo exclamaciones de incredulidad ante aquello, mezclados con gritos de aprobación. Los sasku reaccionaron interrogativamente, y Kerrick tradujo lo que había dicho en marbak. Luego la voz de Har-Havola se alzó por encima de las demás, y todos guardaron silencio de nuevo y escucharon.
—¿Cómo podemos hacer esto? ¿Cómo podemos luchar contra esos ejércitos de murgu? ¿Cómo podemos destruir toda una ciudad? Esas son cosas que no entiendo.
—Entonces escucha —dijo Kerrick—. Así es como puede hacerse. Herilak conoce todos los senderos que van a la ciudad de Alpèasak porque ha conducido a sus cazadores hasta allí y ha matado murgu allí…, y ha regresado con vida. Volverá a hacerlo. Sólo que esta vez no serán un puñado de cazadores los que conduciremos hasta allá, sino muchos cazadores. Los conducirá furtivamente a través de las junglas de modo que los ejércitos murgu no los encuentren, no importa lo que los busquen. Conducirá a los cazadores hasta Alpèasak y entonces yo les mostraré la forma de destruir esa ciudad y a todos los murgu de su interior. Os diré ahora cómo puede hacerse, os mostraré ahora cómo se hará.-Se volvió hacía los manduktos y repitió lo que había dicho de modo que ellos comprendieran también.
El silencio era absoluto. Nadie se movía. Todos los ojos estaban clavados en él cuando avanzó unos pasos. Un niño pequeño lloró débilmente en la distancia y fue acallado de inmediato. Un paso, luego otro, condujo a Kerrick hasta el fuego. Recogió una rama seca y la introdujo en las llamas, la metió entre las resplandecientes brasas hasta que se alzó una nube de chispas. Luego la extrajo, ardiendo y chisporroteando, y la alzó por encima de su cabeza.
—Esto es lo que haremos…, prenderemos fuego a su ciudad de árboles, donde jamás hasta ahora se ha conocido el fuego. Los murgu no utilizan el fuego, no conocen la destrucción que puede causar. Nosotros se lo mostraremos. ¡Incendiaremos Alpèasak, la arrasaremos, quemaremos todos los murgu que haya en ella y no dejaremos detrás más que cenizas!
Sus palabras se perdieron en los alocados aullidos de asentimiento.
Herilak avanzó también unos pasos para situarse a su lado, sujetando también una rama encendida, gritando su lealtad, su voz cubierta por el tumulto. Los otros sammadars hicieron lo mismo mientras Kerrick traducía para los manduktos. Cuando comprendió, Sanone se echó hacia atrás, aguardando hasta que murió el ruido antes de avanzar hacía el fuego. Tomó un palo de madera con el extremo encendido y lo alzó en alto.
—Es Kadair quien hizo este valle para nosotros y nos guio hasta aquí cuando sólo había oscuridad. Luego hizo las estrellas para nosotros de modo que el cielo no estuviera vacío, luego puso ahí la luna para iluminar nuestro camino. Pero seguía siendo todo demasiado oscuro para que crecieran las plantas, de modo que puso también el sol en el cielo, y así es como ha sido el mundo desde entonces. Vivimos en este valle porque somos los hijos de Kadair —Miró lentamente a su alrededor, a la silenciosa audiencia, llenó sus pulmones… luego gritó una sola palabra:
—¡Karognis!
Las mujeres sasku cubrieron sus rostros y los hombres gimieron como presas del dolor; los tanu contemplaron aquello con gran interés, aunque no comprendían nada. Luego, cuando Sanone siguió hablando, no dejó de pasear de un lado a otro del fuego, y su voz era seca y autoritaria.
—Los karognis han venido disfrazados como esas criaturas llamadas murgu, y han sido derrotados. Los que no han muerto han huido. Pero esto no es suficiente. Mientras vivan, los karognis viven, y mientras viva la amenaza de su existencia nosotros no estaremos seguros. En consecuencia Kadair ha venido hasta nosotros en la forma de este mastodonte recién nacido para mostrarnos la forma de derrotar a los karognis. El pueblo del mastodonte atacará y matará a los murgu. —Se inclinó bruscamente y tomó otra ardiente rama y la hizo girar por encima de su cabeza—. Iremos con vosotros. ¡Los karognis tienen, que ser destruidos! Lucharemos a vuestro lado. Los asesinos de los animales sagrados serán consumidos por las llamas.
Su gesto fue lo bastante elocuente, sus oyentes no necesitaron comprender sus palabras para rugir su aprobación. El futuro había sido decidido. Todo el mundo deseó entonces hablar, y hubo muchos gritos y confusión que se apaciguaron solamente cuando Herilak les gritó que guardaran silencio.
—¡Ya basta! Sabemos lo que deseamos hacer, pero quiero oír de Kerrick cómo lo haremos. Sé que ha pensado largamente en este asunto. Dejemos que hable.
—Os diré cómo se hará —dijo Kerrick—. Tan pronto como la nieve se funda en los pasos de la montaña cruzaremos de nuevo las montañas con todos los sammads. Puede que seamos vistos entonces por los murgu, seguro que seremos vistos cuando lleguemos al otro lado. En consecuencia tienen que ver sammads en movimiento, mujeres y niños, no un ejército tanu en marcha. Deben ser engañados. Nos encontraremos con otros sammads a medida que avancemos hacía el oeste, entonces nos separaremos y volveremos a unirnos, confundiremos nuestro rastro. Todos parecemos iguales para los murgu, de modo que seguramente perderán nuestro rastro. Sólo después que hayamos conseguido esto nos dirigiremos a la orilla del océano.
Cazaremos y pescaremos…, igual que lo hacíamos antes cuando matamos a los murgu que acudieron a matarnos. Ellos verán esto y pensarán en esto…, y creerán que se trata de otra trampa.
Kerrick había dedicado a aquello muchos pensamientos, intentando situarse en la mente yilanè, intentando pensar como pensarían ellas. Como pensaría Vaintè, porque sabía que ella estaba aún allí, implacable, que seguiría comandando a las fargi contra ellos mientras siguiera con vida. Sospecharía por supuesto una trampa, haría todo lo posible por hacer girar la trampa en su propio beneficio. Había muchas formas en que podía hacerlo… pero a él no le importaba cómo lo hiciera. Los sammads no estarían allí cuando ella golpeara.
—No importa lo que los murgu crean —dijo—. Porque los sammads abandonarán la orilla antes de que las atacantes puedan alcanzarnos. Estarán ahí sólo lo suficiente para acumular comida para el invierno. Esto será fácil de hacer puesto que habrá muchos cazadores…, y pocos para consumir la comida. Porque cuando demos la vuelta y crucemos las colinas nos dividiremos. Los sammads irán a las montañas, a la nieve, en busca de seguridad.
»Pero los que deben acabar con los murgu irán al sur. Rápido. Llevaremos con nosotros algo de comida…, pero cazaremos el resto a medida que avancemos. Herilak conoce los senderos que atraviesan las colinas, porque ha pasado por ellos dos veces ya. Avanzaremos como sólo pueden hacerlo los cazadores a través del bosque, y quizá no seamos vistos. Pero los murgu tienen muchos ojos y no podemos esperar escapar de todos. No importa. No serán capaces de detenernos. Sólo tienen unas pocas cazadoras hábiles a través del bosque…, y nosotros somos muchos. Si nos rastrean morirán. Si envían un ejército de fargi morirá todo el ejército. Nos desvaneceremos en los bosques y aguardaremos hasta que llegue el momento. Cuando sople el viento seco, antes de las lluvias de invierno golpearemos. Incendiaremos y destruiremos. Eso es lo que haremos.
Quedó decidido en aquel mismo momento. Si alguien no estaba de acuerdo permaneció quieto y no dijo nada, porque todos los que hablaron manifestaron que deseaban hacerlo de aquel modo. Deseaban devolver el golpe. Cuando el fuego se apagó y todo lo que se tenía que hablar estuvo hablado, abandonaron la reunión y fueron a sus tiendas y a sus estancias de paredes de piedra. Armun caminó al lado de Kerrick.
—¿Tienes que hacerlo? —preguntó, y en su voz había la convicción de que lo haría, sobre todo cuando él no respondió—. No seas demasiado valiente, Kerrick. No quiero vivir en un mundo sin ti.
—Ni yo sin ti. Pero esto es algo que debe hacerse. Esa criatura Vaintè irá tras de mí hasta que uno de los dos muera. Llevo la guerra a Alpèasak para estar seguro de que sea ella quien caiga. Con ella muerta y la ciudad quemada, los yilanè destruidos, entonces podremos vivir en paz. Pero no hasta entonces. Tienes que comprenderlo. No hay ninguna otra cosa que pueda hacer.