Aquel era el valle de los sasku. Una amplio y rico valle que se extendía entre las protectoras paredes rocosas, altas e infranqueables. Al principio allí sólo había habido sólida roca, pero había sido cortada por Kadair el primer día después del nacimiento del mundo. O así se creía. Nenne creía esto porque la prueba estaba allí, delante de sus ojos. ¿Quién excepto Kadair podía tener el poder de hendir la sólida roca como si fuera blando lodo? Kadair que había apartado la tierra y las rocas, luego había rascado el lecho del río en el valle de abajo, y finalmente lo había llenado con agua fresca. Todo aquello era obvio. Nenne permanecía sentado a la sombra del saliente y pensaba en esas cosas, porque siempre había escuchado atentamente y recordaba cuando Sanone hablaba de esas cosas. Todos estos pensamientos llenaban su mente mientras vigilaba y guardaba su valle.
Sólo Kadar podía hendir la roca en un instante, pero era cierto que incluso la roca más fuerte se desmoronaba al cabo del tiempo. Las paredes del valle habían cedido en aquel punto, dejando una ladera de rocas y guijarros por la que se podía trepar. Los sasku utilizaban aquel camino cuando abandonaban el valle para cazar. Era por eso por lo que Nenne permanecía sentado allí y vigilaba ahora la ladera, porque del mismo modo que ellos podían salir otros podían entrar. Los kargu cazaban en las colinas de más allá.
Nenne captó un rápido movimiento allá arriba entre las rocas, pero desapareció en un instante. Un animal quizás, o un pájaro. Quizá no. Los sasku no se preocupaban por los kargu en tanto mantuvieran sus distancias. Incluso se les permitía que acudieran en paz para intercambiar su carne por telas o recipientes de arcilla. Pero había que vigilarlos. Siempre que podían, preferían robar. Y hedían. Vivían al aire libre como animales, y seguramente estaban más cerca de los animales que de los sasku, pese a que podían hablar. Pero no hablaban bien y sus pieles olían mal, ellos olían mal. El atisbo de movimiento llegó de nuevo, y Nenne saltó en pie, la lanza en su mano.
Había algo allí arriba, algo grande, moviéndose entre los grandes peñascos. Nenne ajustó su lanza en el lanzador, la tensó a lo largo de su brazo.
El kargu apareció arrastrándose ante su vista. Debía estar agotado, porque se detenía a menudo para descansar. Nenne observó, sin moverse, hasta que estuvo seguro de que estaba solo. El lugar desde donde montaba guardia había sido elegido porque dominaba el sendero que circulaba por debajo. Cualquiera que entrase en el valle tenía que pasar junto a él. Tan pronto como estuvo seguro de que nadie seguía al kargu, Nenne se dejó caer en silencio del saliente.
Hubo el sonido de rocas deslizándose, luego el lento resonar de pies corriendo. El cazador paso entre los altos pilares de piedra que se erguían como centinelas en la parte superior de la cortada. Tan pronto como lo hubo rebasado, Nenne saltó fuera y golpeó con el mango de su lanza la espalda del otro. El kargu chilló roncamente y cayó. Nenne saltó sobre su muñeca y pateó la lanza del otro, apartándola de su mano, luego apoyó la punta de su propia lanza en las sucias pieles que cubrían el estómago del kargu.
—No les está permitido a los tuyos entrar en el valle.
Un giro de la punta de la lanza dejó claro su mensaje. El kargu le miró intensamente, sus oscuros ojos enmarcados por una barba y un pelo de idéntico color.
—Lo atravesaba… hacía las colinas del otro lado —dijo tensamente.
—Vuelve por donde has venido. O quédate aquí para siempre.
—Es mejor cruzar. A los otros sammads.
—Viniste aquí para robar, para nada más. Los tuyos no cruzan nuestro valle, tú tienes que saberlo. ¿Por qué intentas hacerlo?
Reluctante y torpemente, el kargu le dijo por qué.
El porro se había terminado, y Kerrick se alegró de ello. Había hecho cosas extrañas en su cabeza. No estaba seguro de si eran buenas o malas. Se puso en pie y se estiró, luego salió de la caverna llena de pinturas, donde se le unió Herilak. Observaron mientras Sanone conducía a los manduktos en solemne procesión hacía el mastodonte recién nacido, allá donde reposaba en un lecho de paja. Cantaban al unísono, y Sanone untó con pigmento rojo la pequeña trompa del animal. Su madre no pareció preocupada por la atención; mordisqueaba tranquilamente una rama verde. Kerrick iba a hablar cuando unas figuras que se movían junto a la orilla del río atrajeron su atención. Una de ellas, de pelo negro y vestida de pieles, tenía que ser un kargu, y se interrogó acerca de su presencia allí. Sabía que los cazadores acudían a veces a comerciar, pero este llevaba las manos vacías; el sasku que caminaba detrás suyo llevaba dos lanzas. Empujaba al kargu con una, y señaló a Sanone, ordenando al kargu que avanzara en aquella dirección.
—¿Qué es esto? —preguntó Herilak—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé. Déjame escuchar.
—Este ha entrado en el valle —dijo Nenne—. Te lo he traído, Sanone, para que escuches lo que tiene que decir. —Empujó de nuevo con la lanza—. Habla. Cuenta lo que me dijiste.
El kargu miró a su alrededor, con el ceño fruncido, secándose el sudor del rostro con una sucia mano, extendiendo aún más la suciedad.
—Estaba en las colinas, cazando a solas —dijo reluctante. Toda la noche junto a una charca. Los ciervos no llegaron. Esta mañana regresé a las tiendas. Todos muertos.
Una helada premonición se apoderó de Kerrick cuando Sanone dijo:
—¿Muertos? ¿Tu sammad? ¿Qué les ocurrió?
—Muertos. Arderidh, el sammadar, no tenía cabeza. —Hizo un gesto con el dedo, cruzando su garganta—. No lanza, no flecha. Todos muertos. Así.
Rebuscó entre sus pieles y extrajo un trozo de piel doblada, lo abrió lentamente. Kerrick supo antes de que terminara de abrirlo, supo lo que iba a ver.
Pequeños, puntiagudos, emplumados.
Dardos de un hesotsan.
—¡Nos han seguido! ¡Están aquí!
Herilak aulló las palabras en voz alta, un rugido de intenso dolor. Su puño se lanzó hacía delante y sujetó con tal fuerza el brazo del kargu que el cazador chilló de dolor. Los dardos cayeron al suelo, y Herilak los pisoteó.
El sasku le miró desconcertado, incapaz de comprender, y Sanone volvió su vista hacía Kerrick, buscando una explicación. Pero Kerrick sentía la misma mezcla de negra furia y temor que Herilak. Inspiró temblorosamente y obligó a las palabras a salir de su boca.
—Son ellos. Del sur. Los murgu. Los murgu que caminan como tanu. Vienen de nuevo.
—¿Son esos los murgu de los que me hablaste? ¿De los que huíais vosotros?
—Los mismos. Murgu de un tipo que nunca habéis visto ni creeríais que pudieran existir. Caminan y hablan y construyen ciudades y matan tanu. Mataron mi sammad, mataron el sammad de Herilak. Todos los cazadores, todas las mujeres, todos los niños. Todos los mastodontes. Muertos.
Sanone asintió con solemne comprensión a aquellas últimas palabras. Había pensado mucho en aquel asunto desde que Kerrick le había hablado por vez primera de los murgu. No había hablado de ello hasta entonces; no había estado seguro. Pero la seguridad llegó ahora porque había sido enseñado, y conocía las enseñanzas, y sabía que sólo había una criatura que se atreviera a matar un mastodonte.
—Karognis… —dijo, con una voz tan llena de odio que aquellos que estaban más cerca de él se estremecieron y retrocedieron un paso. Los karognis han sido liberado sobre la tierra, y ahora se acercan a nosotros.
Kerrick escuchaba sólo a medias, porque no estaba interesado en lo que Sanone estaba diciendo.
—¿Qué debemos hacer, Herilak? ¿Huir de nuevo?
—Si huimos de nuevo ellos se limitarán a seguirnos. Ahora sé el significado de mis sueños. Este es el día que vi llegar. Me enfrentaré a ellos y lucharé. Luego moriré. Pero será la muerte de un guerrero, porque muchos murgu morirán conmigo.
—No —dijo Kerrick, y su palabra fue tan dura como una bofetada—. Eso estaría bien si sólo fueses un hombre y quisieras morir. Pero eres el sacripex. ¿Deseas que los cazadores y los sammads mueran contigo? ¿Has olvidado que los murgu son tan innumerables como las arenas junto a la orilla? En una batalla abierta sólo podemos perder. Así que ahora tienes que decirme: ¿Eres el sacripex que nos conducirá a la batalla… o eres el cazador Herilak que desea ir solo contra los murgu y morir?
El gran cazador era una cabeza más alto que Kerrick, y bajó la vista hacía él, sus manos abriéndose y cerrándose, manos que podían tenderse hacía delante y matar. Sin embargo Kerrick estaba tan furioso como él, y le devolvió la mirada en un frío silencio, aguardando su respuesta.
—Esas son unas duras palabras, Kerrick. Nadie le habla a Herilak de este modo.
—Hablo como margalus al sacripex. Al cazador Herilak le hablaría de otro modo, porque su dolor es el mío. —Su voz se ablandó un poco. Es tu elección, gran Herilak, y nadie puede decidir por ti.
Herilak miró en silencio, sus puños apretados ahora tan fuerte que sus nudillos estaban blancos. Luego asintió lentamente, y cuando habló hubo comprensión y respeto en sus palabras.
—Y así el hijo debe enseñarle al padre. Me has hecho recordar que en una ocasión te obligué a elegir, y tú me escuchaste y abandonaste a los murgu y te convertiste de nuevo en un cazador tanu. Si tú pudiste hacer aquello, entonces yo debo cumplir con mi deber como sacripex y olvidar lo que vi en mis sueños. Pero tú eres el margalus. Tú tienes que decirnos lo que están haciendo los murgu.
El incidente había terminado, había sido olvidado. Ahora era el momento de tomar decisiones. Kerrick miró al cazador kargu, con ojos desenfocados, mirando más allá de él, profundamente sumido en sus pensamientos viendo en su lugar a las yilanè y las fargi que habían llegado hasta allí. Intentando ver qué estaban haciendo y cómo lo estaban haciendo. El kargu se agitó inquieto bajo aquella ciega mirada cuando transcurrió un largo rato antes de que Kerrick le hablara.
—Tú eres un cazador. Hallaste tu sammad muerto. ¿Qué huellas descubriste, qué señales?
—Muchas huellas, de animales que nunca antes había visto. Venían del sur, volvían al sur.
Kerrick sintió una repentina oleada de esperanza. Se volvió hacía Herilak, tradujo las palabras del kargu. Intentó adivinar el significado de los movimientos yilanè.
—Si regresaron entonces deben formar parte de un cuerpo más grande. Un pequeño grupo de fargi no llegaría hasta tan lejos, sería imposible. Sus aves espía saben dónde estamos antes de que ataquen. Sabían que los kargu estaban acampados en aquel lugar, así que efectuaron un ataque relámpago y los mataron. Eso significa que saben dónde están los sammads. Y saben de los sasku y de su valle.
Las palabras de Sanone interrumpieron sus pensamientos, devolviendo su atención al presente.
—¿Qué es lo que ocurre? No comprendo nada de esto.
—Estoy hablando de los murgu que caminan como hombres —explicó Kerrick—. Vienen ahora del sur, en gran número, creo. Sólo quieren matarnos. Tienen formas de saber dónde estamos mucho antes de atacar. —
—¿También nos atacarán a nosotros? ¿Qué es lo que harán? —Las palabras de Sanone fueron un eco de la misma pregunta de Herilak.
—Saben de este valle. Matarán a todos porque vosotros sois tanu.
¿Lo harían?, pensó Kerrick. Sí, por supuesto. Sin duda atacarían primero los sammads en el campamento, luego vendrían aquí. ¿Pero cuándo? Tendrían que dar un amplio rodeo al valle, quizá lo estuvieran haciendo ya. ¿Pero atacarían ahora, aquella misma tarde? Era un terrible pensamiento el que en aquel mismo momento los sammads estuvieran siendo sometidos al ataque, destruidos. No, los yilanè no pensaban de este modo. Localizar la presa, esperar la noche, atacar al amanecer. Lo habían hecho en el pasado, siempre les había dado resultado en el pasado, no iban a cambiarlo ahora. Se volvió rápidamente a Herilak.
—Los murgu atacarán los sammads en su campamento por la mañana, estoy seguro de ello. Mañana por la mañana, o pasado mañana como máximo.
—Iré ahora mismo a advertirles. Los sammads deben marcharse inmediatamente
Se volvió y echó a correr, y Kerrick le llamó:
—¿Dónde irás? ¿Adónde puedes huir que no puedan seguirte?
Herilak giró en redondo, se enfrentó a Kerrick y a aquel horrible hecho.
—¿Dónde? Al norte, eso será lo mejor; a las nieves. No podrán seguirnos allí.
—Están demasiado cerca. Os atraparán en las colinas.
—¿Dónde, entonces?
¿Dónde? Mientras Herilak gritaba aquella palabra en voz alta, Kerrick pudo oír claramente la respuesta. Señaló el suelo a sus pies.
—Aquí. Detrás de la barrera de rocas, en este valle sin salida. Dejemos que los murgu vengan tras nosotros. Dejemos que se enfrenten a los palos de muerte y a las flechas y a las lanzas. Dejemos que sus dardos golpeen la dura roca en vez de a nosotros. Esperemos y aguardémosles. No pasarán. Pensarán que nos han atrapado aquí… pero seremos nosotros quienes los habremos atrapado a ellos. Aquí tenemos agua y comida, y fuertes lanzas para ayudarnos. Dejemos que nos ataquen y mueran. Creo que ya ha llegado el momento de dejar de correr. —Se volvió para enfrentarse a Sanone, porque su supervivencia dependía ahora de él—. La decisión es tuya Sanone. Los sammads pueden ir al norte…, o podemos venir al valle y aguardar el ataque murgu. Si nos dejas entrar arriesgas las vidas de toda tu gente. Puede que no ataquen…
—Lo harán —dijo Sanone con tranquila seguridad—. Porque ahora el futuro es tan claro como el pasado. Hemos vivido en este valle acumulando nuestras fuerzas aguardando el regreso de los mastodontes. Tú has conseguido esto, los has traído hasta nosotros para que podamos defenderlos. En el mastodonte está el poder de Kadair. Fuera están los karognis intentando destruir ese poder. Tú no sabes nada de los karognis, pero nosotros sí. Del mismo modo que Kadair es la luz y el sol, los karognis son la noche y la oscuridad. Del mismo modo que Kadair nos puso sobre la Tierra, los karognis intentan destruirnos. Sabemos de la existencia de los karognis sabíamos que llegarían algún día, y ahora conocemos su apariencia, sabemos que ha llegado el momento. Esos murgu son más de lo que tú crees que son…, y son menos. Son fuertes…, pero son los karognis sobre la Tierra, y luchan contra Kadair y los suyos. Por eso viniste a nosotros, por eso nació el pequeño mastodonte Arnhweet. Haz que vengan, todos ellos, rápido. La batalla está a punto de empezar.