Kerrick se sintió sorprendido por la desaparición de los sammads, incluso un poco alarmado, pero el efecto en los dos manduktos fue asombroso. Se dejaron caer de rodillas y gimieron lastimosamente. Su desdicha era tan grande que no prestaron atención a Kerrick cuando habló, y tuvo que sacudirlos para llamar su atención.
—Les seguiremos, les encontraremos. No pueden haber ido muy lejos.
—Pero han desaparecido, quizá hayan sido destruidos, eliminados de esta tierra, los mastodontes muertos —gimió el más joven de los dos.
—No es nada de eso. Los tanu de los sammads no se hallan ligados a un lugar como los sasku. No tienen campos ni moradas de roca donde vivir. Tienen que moverse constantemente para hallar comida, para buscar mejor caza. Han permanecido en su campamento durante todo el invierno. No pueden haber ido lejos, o me hubieran buscado y me lo hubieran dicho. Venid, les seguiremos y les encontraremos.
Como siempre, las huellas de un sammad en movimiento eran fáciles de seguir. Los profundos surcos señalaban primero hacía el norte, luego giraban al oeste hacia las bajas colinas. Llevaban caminando poco tiempo cuando Kerrick vio las pequeñas nubes de polvo que se alzaban allá delante y las señaló a los aliviados manduktos. Las huellas conducían de vuelta al río, a un lugar donde la alta orilla había sido rota y pisoteada, dejando un rastro que descendía hasta el agua. Los manduktos, con sus anteriores miedos sustituidos ahora por la excitación a la vista de los mastodontes, se apresuraron hacia delante. Algunos niños vieron su aproximación y corrieron gritando con la noticia. Herilak se adelantó para recibirle, sonriendo ante el atuendo blanco de Kerrick.
—Mejor que las pieles en el verano…, pero te helarás en un auténtico invierno. Ven, siéntate con nosotros y fumemos una pipa, y cuéntame de la felicidad en el valle.
—Eso haré. Pero primero tienes que enviar a buscar a Sorli. Esos sasku traen regalos para él…, y una petición. Fue llamado Sorli, y sonrió complacido ante los pasteles de carne picada horneados, las dulces y frescas raíces, incluso un poco de la rara y altamente preciada miel. Los manduktos le miraron ansiosamente mientras examinaba el contenido de los cestos, se sintieron aliviados ante su sonrisa.
—Esto será buena comida cuando llegue el invierno. ¿Pero por qué habéis traído estos regalos para mi sammad?
—Te lo explicaré —dijo Kerrick con voz seria, señalando a los regalos y los manduktos mientras hablaba—. Pero no tienes que sonreír ni reír ante lo que te diga, porque este es un asunto serio para esa gente. Piensa en toda la comida que nos han dado, en toda la que pueden darnos. Ya sabes la gran reverencia que sienten hacía los mastodontes.
—Lo sé. No lo comprendo, pero tiene que ser algo de mucha importancia, o no actuarían como lo hacen.
—De la mayor importancia. De no ser por los mastodontes, no creo que hubieran movido un dedo por nosotros. Ahora tienen una petición. Solicitan nuestro permiso para llevar a la hembra Dooha al valle a fin de que su cría nazca allí. Prometen alimentarla y atenderla durante el parto. ¿Estás de acuerdo con eso?
—¿Quieren quedársela? No puedo permitírselo.
—No se la quedarán. Solamente estará allí hasta que de a luz su cría.
—En ese caso puede ir. Donde nazca el pequeño no tiene ninguna importancia. —Tienes que hacer que suene importante, por la forma en que lo digas. Están escuchando atentamente.
Sorli se volvió lentamente para mirar de frente a los dos manduktos, y alzó las manos, las palmas hacía fuera.
—Que sea como pedís. Yo mismo llevaré a Dooha allí, hoy.
Kerrick repitió sus palabras en el lenguaje de los sasku, y los manduktos se inclinaron profundamente en agradecida aceptación.
—Dale las gracias a este sammadar —dijo el mandukto de más edad—. Dile que nuestra gratitud jamás cesará. Ahora tenemos que regresar con la noticia.
Sorli contempló sus espaldas mientras se alejaban y agitó la cabeza.
—No lo comprendo…, y no voy a intentar hacerlo. Pero comeremos su comida y no haremos más preguntas. Se celebró entonces una fiesta, y todos los sammads compartieron la comida fresca. Kerrick, que había comido así durante todo el invierno, no tocó la comida sasku, prefiriendo masticar con gran deleite un trozo de correosa carne ahumada. Cuando terminaron, se encendió la pipa y fue pasada en círculo, y Kerrick dio unas agradecidas chupadas.
—¿Es mejor este lugar que el antiguo? —preguntó.
—Por el momento —dijo Herilak—. El pasto es mejor para los animales, pero la caza es igual de mala. Hemos tenido que ir hasta las montañas para encontrar caza, y eso es peligroso, porque los oscuros también cazan allí.
—¿Qué haremos entonces? Puede que la caza sea mala…, pero tenemos toda la comida que necesitamos de los sasku.
—Eso está bien para un invierno…, pero no para toda una vida. Los tanu viven de la caza, no de la mendicidad. Puede que haya caza al sur, pero en el camino hemos encontrado colinas yermas y sin agua difíciles de cruzar. Quizá debamos intentarlo.
—He hablado con los sasku acerca de esas colinas. Hay algunos valles allí donde la caza es buena. Pero los kargu, que es como ellos llaman a los oscuros, ya las han ocupado. Ese camino está cerrado. ¿Habéis mirado hacia el oeste?
—En una ocasión caminamos cinco días por la arena, luego tuvimos que regresar. Seguía siendo todo desierto, sin que creciera nada excepto esas plantas llenas de espinos.
—También he hablado con los sasku sobre eso. Dicen que hay bosques al otro lado, si consigues alcanzarlos. Y lo más importante, creo que es posible que conozcan el camino para cruzar el desierto.
—Entonces tienes que preguntárselo. Si podemos cruzarlo y encontrar un lugar que tenga buena caza, sin murgu, entonces el mundo será tal como acostumbraba a ser antes del frío, antes de que llegaran los murgu. —El rostro de Herilak se endureció mientras hablaba, y miró sin verlos los rescoldos del fuego.
—No pienses en ellos —dijo Kerrick—. No nos encontrarán aquí.
—Nunca abandonarán mis pensamientos. En mis sueños, avanzo con mi sammad. Los veo, los oigo: los cazadores, las mujeres y niños, los grandes mastodontes tirando de las rastras. Reímos y comemos carne fresca. Luego despierto y están todos muertos, bajo el polvo que sopla sobre aquella distante orilla, huesos blanqueados en la arena. Cuando tengo esos sueños, entonces todos estos sammads me parecen desconocidos, y deseo abandonarlos e irme muy lejos. Deseo ir de vuelta al este, cruzando las montañas, para encontrar a los murgu y matar tantos como me sea posible antes de morir yo también. Entonces, quizá, pueda hallar la paz entre las estrellas. Mi tharm no soñará. El dolor de los recuerdos terminará.
El gran cazador tenía los puños fuertemente apretados, pero sus dedos sólo se cerraban sobre el vacío aire porque los enemigos contra los que luchaba eran tan invisibles como sus pensamientos. Kerrick comprendía porque su odio hacía los yilanè había sido igual de intenso. Pero ahora, con Armun y su hijo de camino, la vida entre los sasku era tan completa como siempre había deseado. No podía olvidar a los yilanè pero pertenecían al pasado, y ahora sólo deseaba vivir el presente.
—Ven al lugar de los sasku —dijo—. Hablaremos con los manduktos. Saben muchas cosas, y si hay un camino a través del desierto lo conocerán. Si los sammads van hasta allí, entonces tendréis la doble barrera del desierto y las montañas detrás de vosotros. Los murgu jamás cruzarán ambas. Entonces podrás olvidarlos.
—Me gustaría hacerlo. Más que cualquier otra cosa, me gustaría apartarlos de mi mente durante el día, de mis sueños durante la noche. Sí, vayamos y hablemos con los de pelo oscuro.
Herilak no era como los otros cazadores, que se reían de los sasku que trabajaban en los campos, hombres fuertes que cavaban la tierra como las mujeres en vez de perseguir la caza como debe hacer un auténtico cazador, Había comido los alimentos cultivados allí, todos habían sobrevivido al invierno gracias a ellos. Cuando Kerrick le mostró cómo eran cultivadas y almacenadas las plantas, escuchó con mucha atención.
Vio como era secado el tagaso, con las espigadas y amarillas mazorcas aún en los tallos, luego colgado de soportes de madera. Había ratas allí, y también ratones, que hubieran engordado con las abundantes reservas de alimentos de no ser por las bansemnilla, que mantenían su número bajo. Esos animales ágiles y de largo hocico, muchos de ellos con sus crías colgando del lomo de sus madres, con sus pequeñas colas enrolladas en la más larga de ella, acechaban la plaga en la oscuridad, para matarla y devorarla.
Se detuvieron para observar a las mujeres que rascaban los granos secos de las mazorcas, luego los molían entre dos piedras. Esta harina era mezclada con agua y calentada delante del fuego. Herilak comió algunas de las tortas resultantes, lo bastante calientes aún para quemarle los dedos, untándolas en miel y mordiendo los calientes pimientos picantes que traían agradables lágrimas a sus ojos.
—Es buena comida —dijo.
—Y siempre abundante. La plantan, la recolectan y la almacenan, como has podido ver.
—Sí, lo he visto. También he visto que dependen de los campos, puesto que los campos dependen de ellos. De modo que tienen que permanecer siempre en este lugar. Esto no es para todo el mundo. Si no puedo enrollar mi tienda y echar a andar no creo que considere que mi vida vale la pena de ser vivida.
—Tal vez ellos sientan lo mismo respecto a ti. Puede que echen en falta el volver al mismo fuego por la noche, no ver el mismo campo por la mañana.
Herilak pensó en aquello y asintió.
—Sí, es posible. Tú eres quien ve las cosas de distinto modo, Kerrick, quizá a causa de todos esos años que has vivido con los murgu.
Se interrumpió cuando oyó a alguien llamar el nombre de Kerrick. Una de las mujeres sasku corría apresuradamente hacía ellos, gritando con voz aguda. Kerrick pareció preocupado.
—El niño ha nacido —dijo.
Echó a correr, y Herilak le siguió a un paso algo más pausado. Kerrick estaba preocupado porque últimamente Armun había vuelto a mostrarse preocupada. Lloraba cada día, y todos sus primeros temores habían vuelto. El bebé sería una niña y se parecería a ella, despertaría las risas de todos y no recibiría más que burlas, como las había recibido ella. Kerrick no podía hacer nada para hacerla cambiar de opinión; sólo el nacimiento eliminaría sus lúgubres dudas. Las mujeres sasku eran hábiles en aquellas cosas, le habían dicho. Esperaba sinceramente que lo fueran mientras trepaba por las muescas del tronco hasta sus aposentos.
Una mirada al rostro de ella le dijo todo lo que necesitaba saber. Las cosas estaban bien de nuevo.
—Mira —dijo ella, abriendo la blanca tela que envolvía al niño—. Mira. Un niño para hacer que su padre se sienta orgulloso de él. Tan hermoso como fuerte.
Kerrick, que no tenía ninguna experiencia en niños, pensó que aquella cosita arrugada, calva y enrojecida no se parecía en nada a él, pero tuvo la inteligencia de guardarse para sí mismo sus opiniones.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó Armun.
—El que tú quieras. Recibirá un nombre de cazador cuando haya crecido.
—Entonces le llamaremos Arnhweet, porque quiero que sea tan fuerte como esa ave, tan hermoso y tan libre.
—Un buen nombre —admitió Kerrick—. Porque el arnhweet es también un buen cazador, y su vista es de las mejores. Sólo un arnhweet puede colgarse del viento cuando se deja caer para atrapar su presa. Arnhweet se convertirá en un gran cazador cuando empieza la vida con un nombre así.
Cuando Kerrick lo llamó, Herilak trepó fácilmente por las muescas del tronco hasta la vivienda de arriba. Entró y vio que Armun estaba alimentando al bebé, rodeada por un círculo de admiradas mujeres. Kerrick estaba de pie, orgulloso, a un lado. Las mujeres trajeron a Arnum comida, cuencos de agua, todo lo que necesitaba. Herilak asintió aprobadoramente.
—Mira la fuerza en esas manos —dijo—. Cómo agarran, los músculos que trabajan en esos poderosos bracitos. Hay un gran cazador ahí.
Herilak admiró también el lujo de la estancia. Las vasijas de arcilla que contenían agua y comida, la esterilla tejida y las suaves telas. Kerrick tomó una caja de madera finamente tallada de un saliente y se la tendió.
—Este es otro secreto que poseen los sasku. Déjame mostrártelo. Con esto ya no necesitaréis taladrar madera ni llevar el fuego con vosotros.
Herilak miró maravillado mientras Kerrick extraía un trozo de piedra oscura de la caja, luego otra piedra pulida con toda su superficie llena de entalladuras. A continuación tomó una pulgarada de aserrín de madera. Con un rápido movimiento golpeó una piedra contra la otra… y una chispa saltó hacía la madera. Luego sólo tuvo que soplar, y al poco tiempo se alzaban las llamas. Herilak tomó los dos trozos de roca en sus manos y los sopesó.
—Hay fuego capturado en esta roca —dijo, y la otra roca lo libera. Realmente, los sasku poseen extraños y poderosos secretos.
Kerrick volvió a guardar cuidadosamente la caja. Herilak se asomó a la plataforma exterior y se maravilló ante toda la actividad allá abajo, y cuando Kerrick se reunió con él la señaló y le pidió a Kerrick que le hablara de ella. Herilak escuchó atentamente mientras el otro le explicaba el arte de tejer, luego le mostraba dónde se hallaba el humeante horno, el horno donde eran cocidos los objetos de arcilla.
—Y aquí, en esos estantes, esas cosas rojas son los pimientos picantes que hacen asomar lágrimas a tus ojos. Son secados y luego molidos. Dentro de esos recipientes hay raíces dulces, y también distintos tipos de calabazas. Son muy buenas horneadas, e incluso las semillas son molidas para hacer harina. Siempre hay comida aquí, nadie pasa nunca hambre.
Herilak vio su entusiasmo y felicidad.
—¿Piensas quedarte aquí? —preguntó.
Kerrick se encogió de hombros.
—Todavía no se lo que voy a hacer. Vivir en un lugar así me resulta familiar, porque durante muchos años he vivido en la ciudad de los yilanè. No hay hambre aquí, y los inviernos son cálidos.
—Tu hijo cavará el suelo como una mujer en vez de perseguir al ciervo.
—No tiene por qué hacerlo. Los sasku cazan el ciervo con sus lanzadores para sus lanzas lo hacen muy bien.
Herilak no dijo nada más acerca de aquello pero lo que sentía quedó muy claro por la forma en que irguió su cabeza cuando miró a su alrededor. Todo aquello era muy interesante, bueno para quienes habían nacido allí, pero en ninguna forma comparable a la vida de un cazador. Kerrick no deseaba discutir con él. Su mirada fue de Herilak a los sasku que cavaban en los campos y pudo comprenderlos a ambos…, del mismo modo que había comprendido a los yilanè. No era la primera vez que se sentía en suspenso en la vida, ni cazador ni campesino, tanu o marag. Volvieron dentro, y sus ojos se cruzaron con los de Armun sosteniendo a su hijo, y supo que ahora tenía una base, un sammad propio, no importaba lo pequeño que fuera. Armun vio la expresión de su rostro y le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. Una de las mujeres apareció en la boca de la cueva y le susurró algo.
—Hay aquí un mandukto y quiere hablar contigo.
El mandukto estaba de pie en la plataforma, con los ojos muy abiertos y temblando.
—Ha sido como dijo Sanone. El mastodonte ha nacido…, como tu hijo. Sanone pide hablar contigo.
—Ve y dile que iré con Herilak —se volvió hacía el fornido cazador—. Veremos lo que Sanone desea. Luego hablaremos con los manduktos, averiguaremos si hay realmente un camino hacía el oeste a través del desierto.
Kerrick sabía dónde encontrar a Sanone a aquella hora del día, porque el sol de la tarde estaba descendiendo al otro lado del valle, brillando en la caverna en la base del risco para iluminar las pinturas de su pared de roca. Como Fraken, Sanone conocía muchas cosas y podía recitarlas desde la salida del sol por la mañana hasta la oscuridad de la noche. Pero Sanone compartía sus conocimientos con los demás manduktos, en particular con los jóvenes. Él cantaba y ellos repetían lo que decía y aprendían sus palabras. A Kerrick se le permitía escuchar, y reconocía el honor que ello suponía, porque sólo a los demás manduktos se les permitía normalmente oír lo que él decía.
Cuando se acercaron Kerrick vio que Sanone estaba sentado con las piernas cruzadas delante de la gran pintura del mastodonte, la vista alzada hacía ella, mientras tres de los manduktos más jóvenes se sentaban delante de él, escuchando intensamente.
—Esperaremos aquí hasta que haya terminado —dijo Kerrick—. Les está hablando a los otros de Kadair.
—¿Qué es eso?
—No qué, quién. Aquí no hablan de Ermanpadar, no conocen cómo modelo a los tanu del lodo del río. En vez de ello hablan de Kadair, que con la apariencia de un mastodonte recorrió a solas la Tierra. Estaba tan solitario que dio una patada tan fuerte contra la negra roca que la partió y de ella brotó el primel sasku.
—¿Eso es lo que creen?
—Sí, y muy intensamente. Para ellos resulta muy significativo. Saben de muchas otras cosas, espíritus en las rocas y en el agua, pero todos ellos fueron hechos para Kadair. Todo fue hecho por Kadair.
—Ahora comprendo por qué nos recibieron también, por qué nos dieron comida. Les trajimos los mastodontes. —¿Acaso ellos no tienen ninguno?
—No. Sólo los conocen por las pinturas. Creen que nosotros les trajimos los mastodontes por una razón importante. Ahora que ha nacido la cría, puede que sepan la razón. No lo comprendo todo al respecto, pero es de gran importancia. Los jóvenes ya se marchan, ahora podemos hablar con Sanone.
Sanone se adelantó para recibirles, sonriendo placenteramente.
—El pequeño mastodonte ha nacido, ¿lo sabíais? Y acabo de ser informado de que tu hijo ha nacido al mismo tiempo. Esto es un asunto de gran importancia. —Dudó—. ¿Ha recibido ya algún nombre tu hijo?
—Sí. Ha sido llamado Arnhweet, que significa halcón en nuestro lenguaje.
Sanone dudó de nuevo, luego bajó la cabeza mientras hablaba.
—Hay una razón para estos dos nacimientos el mismo día, del mismo modo que hay una razón para todas las cosas que ocurren en este mundo. Tú trajiste el mastodonte aquí, y eso fue por una razón. Tu hijo ha nacido el mismo día que el pequeño mastodonte, y eso ha sido por una razón. Tú le has llamado Arnhweet, y conoces muy bien la razón de ello. Esta es nuestra petición. Deseamos que el nombre de tu hijo sea aplicado también al pequeño mastodonte. Esto es de gran importancia para nosotros. ¿Crees que el sammadar permitirá que se haga esto?
Kerrick no sonrió ante aquella extraña petición, porque sabía lo seriamente que Sanone y los demás se tomaban sus creencias.
—Podrá arreglarse. Estoy seguro que el sammadar estará de acuerdo.
—Enviaremos más regalos para complacer al sammadar y para convencerle de que acepte nuestra petición.
—La aceptará. Ahora yo tengo una petición a cambio. Este es Herilak, que es el jefe en la batalla del pueblo de los waliskis.
—Dile que le damos la bienvenida a este lugar, porque sus victorias en la batalla trajeron a los waliskis hasta nosotros. Su llegada nos ha sido comunicada. Reuniremos a los manduktos y beberemos el porro que ha sido preparado para esta ocasión.
Herilak se mostró desconcertado cuando Kerrick le dijo lo que estaba ocurriendo.
—¿Sabían que yo llegaba? ¿Cómo es eso posible?
—No se cómo lo hacen pero se que pueden ver el futuro mucho mejor de lo que puede verlo el viejo Fraken con las regurgitaciones de los búhos. Hay muchas cosas que aún no comprendo de ellos.
Los manduktos se reunieron en silencio, trayendo con ellos los grandes potes tapados. Estaban finamente hechos, y cada uno tenía un mastodonte negro grabado al fuego en su superficie. Las tazas para beber también estaban decoradas del mismo modo. Sanone en persona llenó cada taza sumergiéndola en el espumoso líquido amarronado, tendiendo la primera que llenó a Herilak. Kerrick dio un sorbo de la suya y descubrió que el porro era una bebida amarga pero extrañamente satisfactoria. Engulló todo el contenido, como hicieron todos los demás, y la taza volvió a ser llenada.
Muy rápidamente un extraño mareo se apoderó de su cabeza, que empezó a notar muy ligera. Podía decir, por la expresión de Herilak, que el cazador se sentía del mismo modo. —Esta es el agua de Kadair-entonó alguien—. Kadair viene a nosotros a través de ella y nos indica que está observando y escuchando.
Kerrick empezaba a darse cuenta de que Kadair era mucho más poderoso de lo que había sospechado.
—Kadair guio al pueblo de los waliskis hasta aquí, eso es sabido. Cuando el bebé mastodonte nació, el hijo de Kerrick también nació, a fin de que Kerrick pudiera darle el nombre. Ahora el jefe del pueblo de los waliskis acude a nosotros en busca de guía, porque busca un camino hacía el oeste a través del desierto.
Cuando Kerrick tradujo aquello, los ojos de Herilak se abrieron desmesuradamente. Aquella gente podía leer el futuro. Escuchó con gran intensidad mientras Sanone seguía hablando, esperando que Kerrick le tradujera el significado de lo que se estaba diciendo.
—El pueblo de los waliskis nos abandonará porque ya ha cumplido con su labor. La manifestación de Kadair en la tierra está aquí. El pequeño Arnhweet está aquí y se quedará con nosotros. Así es como tiene que ser.
Herilak aceptó aquello sin discutir. Ahora creía que Sanone podía ver el futuro, y lo que dijera tenía que ser aceptado. Algo del mareo estaba desapareciendo de la cabeza de Kerrick, y esperó que Sorli aceptara con la misma ecuanimidad la pérdida del pequeño mastodonte. Sin embargo era un buen trato, porque habían sido alimentados por los sasku durante todo el invierno.
Sanone señaló a un joven mandukto y pidió que se acercara.
—Este es Meskawino, que es fuerte y os mostrará el camino a través del desierto. Yo le comunicaré el secreto de los pozos de agua en la vacía aridez, y él lo recordará. Le explicaré los signos que debe buscar, y él los recordará. Nadie vivo ha cruzado el desierto, pero el camino es recordado.
Kerrick supo que los sammads iban a marcharse. Pero él, ¿iba a ir con ellos? Su decisión era fácil…, no iba a hacerlo. ¿Cuál iba a ser su futuro? Pensó en preguntárselo a Sanone, pero casi tuvo miedo de oír la respuesta. Su taza había sido vuelta a llenar de porro, y la alzó y bebió silenciosmente.