Mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra de la cámara, Kerrick vio que la piel del viejo, aunque oscurecida por la edad, era tan clara como la suya, y sus ojos azules. El pelo, que en su tiempo pudo haber sido claro, era ahora gris y escaso. Cuando la fina voz habló de nuevo, escuchó y pudo entender la mayor parte de las palabras. No era el marbak tal como él lo conocía, pero era más parecido que el que hablaba el sammad de Har-Havola de más allá de las montañas.
—Tu nombre, tu nombre —llegó de nuevo la orden.
—Soy Kerrick. Vengo de más allá de las montañas.
—Lo sabía, sí, tu pelo es tan claro. Acércate para que Haunita pueda verte. Sí, eres tanu. Mira Sanone, ¿no te decía yo que todavía podía hablar como ellos? La cascada voz resonó con una seca risa.
Entonces Kerrick y Haunita hablaron, Sanone, ese era el nombre del cazador de piel oscura escuchó y asintió su aprobación, aunque no podía entender ni una palabra. Kerrick no se sorprendió de descubrir que Haunita era una mujer, capturada por los cazadores cuando era joven. No todo lo que decía era claro y tendía a divagar. Muchas veces se quedó dormida mientras hablaba. En una ocasión, cuando despertó, le habló ensesek, el lenguaje de los sasku, como se llamaba a sí misma aquella gente de pelo oscuro, y se irritó cuando él no le respondió. Luego pidió comida, y Kerrick comió también. Era ya bien avanzada la tarde cuando Kerrick interrumpió la charla.
—Dile a Sanone que tengo que regresar a mi sammad. Pero volveré aquí mañana por la mañana. Dile eso.
Entonces Haunita se quedó dormida, roncando y murmurando, y no pudo ser despertada. Pero Sanone parecía haber comprendido lo que Kerrick iba a hacer, porque caminó con él de regreso hasta la barrera rocosa, luego dio órdenes a los dos lanceros que montaban guardia allí.
Una vez cruzada la barrera, Kerrick corrió la mayor parte del camino de vuelta al campamento junto al río intentando llegar a las tiendas antes de anochecer. Herilak debía estar preocupado por su ausencia de todo el día, porque había cazadores en las colinas aguardándole, y le hicieron ansiosas preguntas. Aguardó hasta estar de vuelta entre las tiendas y beber abundante agua fresca antes de hablar. Herilak, Fraken y los sammadars se sentaron cerca de él; el resto de los sammads formaron un círculo a su alrededor.
—Primero tenéis que saber esto —dijo Kerrick—. Esos tanu oscuros se llaman a sí mismos sasku. No tienen intención de luchar con nosotros ni de echarnos. Quieren ayudarnos, incluso proporcionarnos comida, y creo que es debido a los mastodontes. Hubo un murmullo de sorpresa ante aquello, y aguardó hasta que renació la calma antes de proseguir. —Me siento tan desconcertado como vosotros ante esto, porque no puedo entenderles completamente. Hay allí una mujer vieja que habla de una forma que puedo entender, pero lo que dice no siempre es claro. Los sasku no tienen mastodontes. Pero los conocen, habéis podido ver el mastodonte en el cuenco, y tienen una gran pintura de un mastodonte y otros animales en una cueva. De nuevo el significado no resulta claro, pero algo acerca de los mastodontes es muy importante para ellos, aunque no tengan ninguno. Han visto los nuestros, han visto que los mastodontes nos obedecen, de modo que nos ayudarán si pueden. No desean hacernos ningún daño. Y tienen muchas cosas importantes como reservas de comida almacenadas para el invierno, cuencos como este, demasiado para recordarlo todo. Por la mañana regresaré junto a ellos con Herilak. Hablaremos con ellos, con sus sammadars. No se exactamente lo que ocurrirá, pero una cosa sí es segura. Hemos encontrado un lugar seguro para el invierno.
Era más que sólo un refugio para el invierno; prometía ser un refugio seguro de las tormentas del mundo que los habían abrumado. Los yilanè nunca habían estado allí…, los sasku no habían oído hablar nunca de ellos, y pudieron comprender poco de lo que les había ocurrido a los cazadores, puesto que la vieja dormitaba a menudo y olvidaba traducir unos pensamientos tan complejos. Lo más importante era que deseaban que los recién llegados se quedaran cerca. Aquello tenía algo que ver con los harwan, los cazadores oscuros del norte, que habían sido siempre una constante preocupación con sus incursiones. La barrera en el río había empezado como un desprendimiento natural, pero los sasku habían estado alzándolo con rocas y peñascos durante años para construir la enorme barrera que ahora cortaba el acceso al valle desde el norte. El valle más allá del desprendimiento se ensanchaba entre sus altas paredes y contenía colinas boscosas y también pastos llanos. Más al sur las altas paredes de roca se cerraban de nuevo constriñendo de tal modo la corriente de agua que el rio se volvía estrecho y torrentoso, lleno de rápidos, de modo que ningún bote podía pasar aquel trecho. Pese a esas barreras, los harwan seguían causando problemas, accediendo al valle por lugares donde el borde era lo suficientemente bajo, de modo que los sasku tenían que estar constantemente de guardia. Nada de esto ocurriría si los sammads se quedaran cerca; entonces los harwan mantendrían su distancia. Los sasku se sentirían felices proporcionándoles comida. Era un acuerdo que convenía a todos.
Los sammads se quedaron en sus tiendas junto al río, porque los pastos eran buenos allí y en las boscosas tierras altas de más arriba. La caza no era buena, y hubiera sido un invierno de hambre de no ser por los sasku. Eran liberales con su comida porque parecían poseerla en abundancia toda ella crecida en sus campos al lado del río. No pidieron nada a cambio, aunque agradecían la carne fresca después de una caza exitosa. Si alguna vez pedían algo, era sólo el privilegio de ver a los mastodontes, de acercarse a ellos, porque el favor definitivo era que se les permitiera tocar su arrugada y peluda piel.
El placer de Kerrick era aún mayor que el de ellos, puesto que hallaba todos los aspectos de la vida sasku extremadamente fascinantes. Los demás cazadores no sentían el menor interés en los sasku, incluso se reían de los hombres que escarbaban el polvo como las mujeres. Kerrick los comprendía mucho mejor, veía la relación entre su trabajo en los campos y la cría de animales de los yilanè, comprendiendo la seguridad que quedaba garantizada por una provisión de comida que no se trasladaba con las estaciones. Puesto que había más cazadores que caza, los cazadores de los sammads se alegraban de verle pasar tanto tiempo con los sasku. Se quedó muchas noches en las estancias excavadas en la roca, y al final trajo a Armun y todas sus pieles y pertenencias a las cavidades rocosas en los riscos. Fueron bienvenidos, y las mujeres y los niños se apiñaron a su alrededor admirando su tez clara y tocando vacilantes su pelo que le llegaba hasta los hombros.
Armun demostró ser muy rápida en aprender el lenguaje hablado por los sasku. Kerrick acudía a menudo a la vieja, Haunita, y de ella aprendió algunas palabras sasku y su forma de hablar. Armun se sentía ansiosa de aprenderlas también, y practicaba con las otras mujeres cuando él estaba fuera. Se reían y se tapaban la boca cuando ella hablaba, y ella sonreía también porque sabía que no había malicia en sus risas. Cuando finalmente comprendían lo que ella intentaba decir le señalaban cómo pronunciar correctamente las palabras, repitiéndoselas una y otra vez, como si fuese una niña, y ella las repetía tras ellas. Al cabo de poco era ella quien enseñaba a Kerrick, y este ya no tuvo que confiar más en la vieja y sus seniles divagaciones.
Con Armun trabajando intensamente para aprender el nuevo lenguaje, Kerrick pudo dedicar todo su tiempo a investigar las fascinantes actividades y habilidades de los sasku. Descubrió que los duros cuencos estaban hechos en realidad de blanda arcilla hallada en una fina capa en la ladera de una colina en particular. La arcilla era moldeada y se le daba forma cuando estaba aún húmeda, luego puesta en un horno inmensamente caliente para que se secara, un horno modelado a base de piedras y la misma arcilla. La madera quemaba día y noche debajo de él, y el calor producía un cambio que convertía la arcilla en piedra. De mayor interés aún eran las fibras que utilizaban para formar hilos y cuerdas, y que tejían en telas de las que hacían sus ropas. Esas procedían de una pequeña planta llamada charadis. Las semillas no sólo eran buenas para comer, sino que cuando eran machacadas y prensadas producían un aceite de muchos usos. Sin embargo, eran los tallos de la planta los que tenían mayor valor.
Los tallos del charadis eran colocados en charcas poco profundas, con piedras encima para mantenerlos debajo del agua. Al cabo de un cierto tiempo los empapados tallos eran sacados y secados al sol, luego golpeados sobre losas de piedra. Unos instrumentos especiales de madera con garfios eran empleados para rasgar y separar las fibras, que luego las mujeres retorcían y trenzaban en largas tiras. Muchas de esas tiras podían ser trenzadas juntas para formar hilos y cuerdas, que luego eran anudadas entre sí formando redes para pescar y atrapar animales. Y lo mejor de todo era que las delgadas tiras eran tensadas en marcos de madera muchas de ellas, muy juntas. Luego las mujeres tejían otros hilos hacía delante y hacía atrás por entre ellos para crear la tela blanca que Armun tanto admiraba. Pronto desechó sus pieles y se vistió como las demás mujeres con la suave tela de charadis.
Armun se sentía feliz entre los sasku, más feliz de lo que nunca se había sentido antes en su vida. Su hijo nacería pronto, y se sentía agradecida del calor y la comodidad que había allí y de no tener que pasar el invierno en una fría tienda. No sentía deseos, a aquellas alturas, de cruzar la barrera de piedra para volver a los sammads junto al río para el nacimiento. Pero aquella no era la razón más importante. Su sammad estaba allí Kerrick era su sammadar. Había fechado el inicio de su auténtica vida desde el momento en que él la había mirado al rostro y no se había reído. Los sasku no se habían reído de ella tampoco, como si no se dieran cuenta en absoluto de su labio hendido, perdidos como estaban en admiración por su piel clara y su pelo tan pálido como el charadis. Así era como lo llamaban, porque era casi tan blanco como la propia tela. Se sentía como en casa entre ellos, hablando ahora con facilidad su lenguaje, aprendiendo a recoger y cocinar las plantas que cultivaban. El niño nacería allí.
Kerrick no cuestionó la decisión, más bien se sintió complacido. La limpieza de las cuevas de piedra, el suave lujo de las prendas tejidas, todo ello era muy superior a las tiendas azotadas por el viento y a las pieles siempre llenas de parásitos. La vida con los sasku era, en muchos aspectos, como el ajetreo de la vida en una ciudad yilanè, aunque no hacía a menudo conscientemente aquella observación. No le gustaba pensar en absoluto en los yilanè, y dejaba que sus pensamientos se apartaran de ellos tan pronto como alguna semejanza casual los traía a su mente. Las montañas y el desierto eran una barrera: los yilanè no podrían encontrarles allí. Así era como debía ser. Ahora tenía responsabilidades y pasaban por delante de todo lo demás. El nacimiento era lo más importante. Aunque sólo para él y Armun. Otro nacimiento era de mayor importancia para los sasku, y ahora sólo hablaban de ello.
La mastodonte hembra, Dooha, también estaba a punto de parir. Aquella iba a ser su cuarta cría, de modo que ella y los sammads lo aceptaban como algo natural.
No así los sasku. Kerrick estaba empezando a comprender algo de la reverencia que sentían hacía los mastodontes. Sabían muchas cosas acerca del mundo que los tanu no sabían, en particular sabían acerca de los espíritus de los animales y las rocas, acerca de lo que había más allá del cielo, de donde había venido el mundo y cómo sería el futuro. Poseían personas especiales llamadas manduktos que no hacían nada excepto prestar atención a tales materias. Sanone era el primero entre ellos y el que los dirigía, del mismo modo que los manduktos dirigían al resto de los sasku. Sus poderes eran muy parecidos a los de la eistaa yilanè. En consecuencia cuando mandó llamarle Kerrick acudió inmediatamente a su cueva. Sanone estaba sentado delante de la imagen del mastodonte, e hizo señas a Kerrick de que se sentara a su lado.
—Habéis viajado una gran distancia para alcanzar este valle —dijo Sanone. Como los tanu, los sasku avanzaban lentamente hacía el tema que querían tratar—. Y luchasteis con los murgu que caminan como hombres. Nunca hemos visto murgu así, de modo que tienes que hablarme de ellos. Kerrick le había hablado a menudo de los yilanè, pero lo hizo una vez más, sabiendo que aquello era otro paso en el camino a la razón que había motivado la llamada de Sanone.
—¡Tantas muertes, tales criaturas! —tembló Sanone.
—He pensando en todo el mal que habían hecho los yilanè. ¿Y mataron no sólo a los tanu, sino también a los mastodontes? —había un abierto horror en su voz cuando pronunció aquellas palabras.
—Lo hicieron.
—Ya conoces un poco nuestra reverencia por los mastodontes. Has visto la pintura que hay encima mío. Ahora te contaré por qué esos grandes animales son objeto de tal estima. Para saber esto necesitas comprender cómo llegó a nacer el mundo. Fue el creador, Kadair, quien hizo el mundo tal como lo ves ahora. Hizo que el agua corriera, que la lluvia cayera, que las cosechas crecieran. Lo hizo todo. Cuando hizo el mundo, era pura roca y estaba yermo. Entonces tomó la forma de un mastodonte. Cuando el mastodonte-que-era-Kadair golpeó fuertemente con su pata, la roca se abrió y se formó el valle. La trompa del mastodonte roció agua, y el río corrió. De los excrementos del mastodonte creció la hierba y el mundo se hizo fértil. Así es como nació el mundo. Cuándo Kadair se fue, el mastodonte quedó atrás para recordarnos siempre lo que había hecho. Por eso adoramos al mastodonte. Ahora comprendes.
—Comprendo, y me siento honrado de poder oír tales cosas.
—El honor es nuestro por tenerte aquí. Porque tú conduces a la gente que cuida del mastodonte, y la has conducido hasta aquí. Por ello nos sentimos agradecidos. Los manduktos se reunieron la última noche y hablaron de esto, y luego observamos las estrellas durante todo el resto de la noche. Hubo portentos allí, ardientes fuegos en el cielo, rastros de fuego que apuntaban todos en esta dirección.
»Hay un significado en estas cosas. Sabemos que significan que Kadair ha guiado a los sammads hasta aquí por alguna oculta razón. La otra noche esa razón quedó clara. Fuisteis guiados hasta aquí para que nosotros pudiéramos ser testigos del nacimiento del pequeño mastodonte.
Ahora Sanone se inclinó hacía delante, y hubo una gran preocupación en su voz cuando dijo:
—¿Puede ser traída la hembra hasta aquí? Es importante que el pequeño nazca aquí, asistido por los manduktos. No puedo decirte por qué es importante, porque se trata de un misterio del que no debemos hablar. Pero puedo asegurarte que habrá grandes regalos si lo permites. ¿Lo harás?
Kerrick respetaba sus creencias, aunque no las comprendía, así que dijo con cautela:
—Diría sí de inmediato, pero no soy yo quien debe decidir. El sammadar al que pertenece la hembra llamada Dooha es quien decidirá. Hablaré con él y le explicaré la importancia de todo esto.
—Es de una importancia que vosotros no podéis comprender. Ve a este sammadar. Enviaré manduktos contigo, llevando regalos, para que nuestra sinceridad quede muy clara.
Armun estaba durmiendo cuando regresó. Kerrick se movió en silencio para no despertarla. Se ató las polainas de gruesa suela y partió. Sanone le aguardaba en el suelo, abajo. Dos de los manduktos más jóvenes estaban con él, encorvados bajo el peso de los cestos de paja entretejida a sus espaldas.
—Ellos te acompañarán —dijo Sanone—. Cuando hayas hablado con el sammadar les dirás si nuestra petición ha sido aceptada. Ellos correrán de vuelta aquí con la noticia.
Kerrick se alegró de poder estirar las piernas; había pasado mucho tiempo desde que había estado por última vez en el campamento. En la barrera rocosa vio que el río estaba alto; la nieve se estaba derritiendo en los distantes valles. Una vez cruzada la barrera emprendió un paso firme y rápido, luego tuvo que detenerse y aguardar a que los pesadamente cargados manduktos llegaran a su altura. El sol era cálido y las lluvias primaverales habían teñido la hierba de un verde intenso. Estaban empezando a brotar flores azules en la ladera. Arrancó un largo tallo de dulce hierba y lo mordisqueó mientras aguardaba a los manduktos.
Siguieron adelante, cruzando el pequeño bosquecillo y saliendo al prado donde había tropezado por primera vez con Sanone. Desde allí podía ver el río, y el campamento a su lado.
Estaba vacío, desierto.
Los sammads se habían ido.