CAPÍTULO 7

Kerrick dio vueltas y vueltas al cuenco en sus manos, luego tocó la representación del mastodonte. El otro sonrió y asintió, repitiendo «waliskis» una y otra vez. Pero ¿qué significaba? ¿Tenían también mastodontes aquellos tanu? No había forma alguna de decirlo, no si no podían hablarse el uno al otro. El otro tiró entonces suavemente del cuenco hasta que Kerrick lo soltó, luego se volvió y regresó a los árboles con él.

Cuando regresó el cuenco estaba lleno de vegetales cocidos de algún tipo, apelmazados y blancos. El cazador tomó un poco de comida con los dedos y la comió, luego depositó el cuenco en el suelo. Kerrick hizo lo mismo; su sabor era bueno. Tan pronto como hubo hecho aquello el desconocido se volvió y se apresuró a regresar otra vez entre los árboles. Kerrick aguardó, pero no apareció de nuevo.

Parecía que su encuentro había terminado. Nadie apareció cuando Kerrick llamó en voz alta, y cuando avanzó lentamente para mirar entre los árboles encontró el lugar vacío. El encuentro era desconcertante…, pero alentador. El cazador de piel oscura no había exhibido armas, sino que había traído agua y comida. Kerrick recogió el cuenco, recuperó su lanza y regresó a las tiendas. Los cazadores de guardia avisaron cuando le vieron aparecer, y Herilak corrió colina arriba para acudir a su encuentro. Probó la comida, la aprobó…, pero tenía tan poca idea de su significado como Kerrick.

Los sammads se reunieron para escuchar su relato, Y tuvo que contar su historia una y otra vez. Todos deseaban probar la nueva comida, y el cuenco se vació rápidamente. El propio cuenco era un objeto de gran interés. Herilak le dio vueltas y más vueltas y lo golpeó con los nudillos.

—Es tan duro como la piedra…, pero demasiado ligero para ser piedra. Y este mastodonte es igual de duro. No comprendo nada.

Ni siquiera Fraken se atrevía a aventurar una opinión —aquello era algo completamente nuevo para él también—. Al final Kerrick tuvo que decidir por sí mismo.

—Voy a regresar mañana por la mañana, igual que he hecho hoy. Les llevaré un poco de carne en el cuenco. Quizá su intención sea compartir comida con nosotros.

—Quizá deseen que alimentes a los mastodontes con ella —dijo Sorli.

—No tenemos forma de saber nada —dijo Kerrick. Les traeré algo de nuestra carne. Pero no en su cuenco. Les llevaré uno de los cestos trenzados con los dibujos.

Antes de que se hiciera oscuro, Armun tomó la mejor de sus bandejas, una que había tejido ella misma, y la limpió escrupulosamente en el río.

—Es peligroso volver —dijo—. Puede ir algún otro.

—No, esos cazadores me conocen ahora. Y creo que el peligro ha pasado, lo peor fue cuando fui la primera vez. Esos nuevos tanu cazan en esta región, y debemos estar en paz con ellos si queremos quedarnos. Y no tenemos ningún otro lugar donde ir. Ahora comeremos, pero guardaremos los mejores trozos de carne para ponerlos en la bandeja, y mañana se los llevaré.

No había nadie en el prado debajo del bosquecillo cuando Kerrick llegó allí al día siguiente. Pero cuando dejó la lanza a un lado y avanzó por la hierba con la bandeja, una figura familiar apareció entre los árboles. Kerrick se sentó y depositó la bandeja delante de él. Esta vez el otro avanzó sin temor y se sentó también en la hierba Kerrick comió un trozo de carne, luego empujó la bandeja y observó mientras el cazador tomaba otro trozo y lo comía con evidentes muestras de placer. Luego se volvió y dijo algo en voz alta. Otros cinco cazadores, todos de pelo negro y sin barba, vestidos del mismo modo, surgieron del bosque y caminaron hacía ellos.

Ahora fue el turno de Kerrick de mostrarse temeroso. Saltó en pie y retrocedió. Dos de los recién llegados llevaban lanzas. Se detuvieron cuando se movió, y le miraron con abierta curiosidad. Kerrick les señaló e indicó que arrojaran sus lanzas. El primer cazador captó el significado y pronunció lo que debía ser una orden, porque colocaron las lanzas sobre la hierba antes de seguir avanzando.

Kerrick aguardó, con los brazos cruzados e intentando no mostrar preocupación. Todos parecían bastante pacíficos… pero podían ocultar hojas bajo sus pieles blancas. Aunque no las necesitaban, porque entre los seis podían dominarle y matarle con mucha facilidad si deseaban hacerlo. Pero tenía que correr el riesgo. O eso, o darse la vuelta y echar a correr.

Cuando estuvieron más cerca Kerrick vio que dos de ellos llevaban cortos palos como garrotes. Los señaló e hizo gestos de golpear. Se detuvieron y hablaron entre sí, y les tomó un cierto tiempo comprender su significado. Al parecer los palos no eran en absoluto garrotes. Uno de ellos regresó junto a las lanzas y Kerrick se preparó de nuevo para echar a correr. Pero era sólo para demostrarle el uso de los instrumentos de madera. Sujetó uno con una mano y encajó la parte inferior de su lanza en una hendidura en el otro extremo. Luego, con la lanza apoyada en su brazo y sujeta por sus dedos, la tensó hacia atrás y la soltó, y la lanza salió volando muy alto en el aire. Cuando cayó al suelo, se clavó profundamente en la tierra. Kerrick no pudo decir cómo funcionaba el instrumento, pero evidentemente hacía que la lanza alcanzara hasta mucho más lejos. Kerrick no se movió de nuevo cuando el cazador dejó caer el palo de madera junto a la lanza y regresó para unirse a los demás.

Se agruparon en torno a él, hablando excitadamente con agudas voces, tan interesados en Kerrick como este lo estaba en ellos. Avanzaron unos dedos tentativos para tocar los dos cuchillos de metal celeste que colgaban del anillo en torno a su cuello, tocaron el propio anillo con maravillados murmullos. Kerrick observó de cerca sus prendas de piel…, y se dio cuenta de que no eran de piel.

Cuando paso sus dedos sobre la tira que uno de ellos llevaba atada en torno a su cabeza, el cazador se la sacó y se la tendió a Kerrick. Era tan suave como la piel, y cuando la miró de cerca vio que estaba tejida como un cesto, aunque la sustancia de la que estaba hecha era tan fina como el pelo. Fue a devolverla, pero el cazador la rechazó y señaló la cabeza de Kerrick. Cuando se la puso sobre el pelo, todos sonrieron y emitieron sonidos apreciativos.

Todos parecían satisfechos por aquel primer contacto y hablaron entre ellos en bajos murmullos, llegando a alguna decisión. Los recién llegados se volvieron y regresaron al bosque. El primer cazador tiró del brazo de Kerrick y señaló hacía los otros. Su significado era obvio; querían que les acompañara. ¿Debía ir? Quizá todo aquello no hubiera sido más que una treta para capturarle o matarle. Pero parecían tan naturales en sus acciones, con los dos cazadores recogiendo sus lanzas en su camino de vuelta y siguiendo sin siquiera mirar hacía atrás.

Aquello decidió a Kerrick. Si fuera una trampa de alguna clase no hubieran recogido sus lanzas; otros cazadores armados podían muy bien estar esperando entre los árboles. Tenía que actuar como si creyera en su inocencia. No debía mostrarles sus temores. Pero no iba a dejar su propia lanza detrás. La señaló y echó a andar hacía allí. El primer cazador se le adelantó y tomó la lanza. Kerrick sintió un repentino espasmo de temor mientras trotaba de regreso hacía él, sujetando la lanza como si fuera a emplearla. Pero lo único que hizo fue tendérsela a Kerrick, luego le volvió la espalda para seguir a los demás. La tensión cedió un poco; quizá realmente fueran tan pacíficos como actuaban. Inspiró profundamente; sólo había una forma de descubrirlo. Se detuvieron en el límite del bosquecillo y se volvieron para mirarle.

Kerrick dejó escapar lentamente el aliento, luego les siguió.

El sendero les condujo por encima de la colina y descendiendo por el otro lado. Allí había una garganta, y Kerrick se dio cuenta que había sido formada por el río que habían estado siguiendo, que serpenteaba por entre las colinas y luego volvía por donde había venido. Ahora avanzaban un camino claramente marcado que descendía hacía el río, hasta que se hallaron caminando junto a su orilla.

Con cada giro las paredes de roca se hacían más altas, y el río a su lado corría más aprisa. Recorrieron una angosta extensión de arena y rocas que seguramente debía verse cubierta por las aguas en primavera. Partes de la pared rocosa se habían desmoronado, y el agua chapoteaba y espumeaba sobre grandes peñascos en medio de la corriente. Tuvieron que trepar por una pendiente aún más ancha de piedras desmoronadas que debían haber llenado la profunda garganta porque el río rugía ahora por encima y entre las rocas, lanzando espuma contra la pared vertical de roca al otro lado. La ascensión se hacía cada vez más difícil. Kerrick alzó la vista…, y se detuvo de pronto.

Una serie de cazadores de pelo oscuro, armados con lanzas, le contemplaban desde arriba. Llamó a las cazadores que ascendían delante de él y señaló. Alzaron la vista y comprendieron, y gritaron órdenes que enviaron a los otros fuera de su vista. Kerrick siguió entonces hasta la cima y se detuvo, jadeando, y miró hacía atrás, al camino por donde habían venido.

Las amontonadas rocas descendían desde allí hasta las oscuras aguas del río, muy abajo. Altos riscos se alzaban del río a ambos lados. Aquella barrera natural podía ser fácilmente defendida por los cazadores armados que se habían apartado para dejarle paso. Era una perfecta posición defensiva…, ¿pero qué era lo que protegía? La curiosidad reemplazó ahora al miedo mientras descendía hacía la cara inferior de la barrera y se apresuraba tras los otros.

Mientras caminaban, el paisaje cambió. Las paredes rocosas retrocedieron y empezaron a aparecer montículos arenosos al lado del río, salpicados aquí y allá con vegetación y retorcidos árboles. Al cabo de un corto trecho el paisaje se hizo más llano y verde, con arbustos bajos formando hileras regulares. Kerrick se interrogó acerca de aquella regularidad hasta que pasaron junto a un grupo de hombres que cavaba en una de las hileras.

Se maravilló entonces de dos cosas: las hileras habían sido plantadas de aquel modo a propósito. Y había cazadores trabajando entre las plantas, haciendo labores de mujer. Era de lo más sorprendente. Pero si los yilanè habían plantado campos alrededor de su ciudad, no había ninguna razón por la que los tanu no pudieran hacer lo mismo, y que los hombres pudieran trabajar en ellos del mismo modo que las mujeres. Sus ojos siguieron las verdes hileras hasta la rocosa pared del valle más allá ascendiendo hasta las oscuras aberturas en la piedra.

Pasaron junto a un grupo de mujeres, todas ellas envueltas en la suave sustancia blanca, que le señalaron y hablaron excitadamente entre sí con agudas voces. Kerrick tenía la sensación de que debería sentir miedo allí en aquel valle, entre aquellos oscuros desconocidos, pero no lo sentía. Si hubieran deseado matarle ya lo hubieran hecho mucho antes. Era posible que aún corriera peligro, pero su curiosidad superaba todo posible temor. Delante de él se alzaba el humo de algunos fuegos, había niños corriendo, los riscos estaban más cerca…, y de pronto se detuvo comprendiendo repentinamente.

—¡Una ciudad! —exclamó en voz alta—. Una ciudad tanu, no una ciudad yilanè.

Los cazadores que había estado siguiendo se detuvieron y aguardaron mientras él miraba a su alrededor. Palos de madera llenos de muescas, parecían troncos enteros, se alzaban por los riscos hasta las aberturas de arriba. Podía treparse por aquellos troncos, porque vio rostros mirándole desde arriba. Había movimiento y agitación allí, exactamente igual que en una ciudad yilanè, con muchas actividades que no podía comprender. Entonces se dio cuenta de que el primer cazador al que hacía conocido le estaba haciendo señas de que siguiera adelante, hacía una larga y oscura abertura en la base del risco. Kerrick le siguió dentro y alzó la vista hacía la rocosa pared que se inclinaba sobre su cabeza. Parpadeó en la casi oscuridad, apenas capaz de distinguir los detalles tras abandonar la brillante luz del sol de fuera. El cazador estaba señalando a la roca de encima.

—Waliskis —dijo, la misma palabra que había utilizado cuando señaló al cuenco de agua.

Kerrick observó las huellas en la roca y empezó a comprender algo de lo que el cazador estaba intentando decirle.

Había animales allí, resaltados en color sobre la roca, muchos de ellos como el ciervo que tan bien conocía. En un lugar de honor encima de todos ellos, casi de tamaño natural, había un mastodonte.

—Waliskis —dijo de nuevo el cazador, e inclinó la cabeza hacía la representación del gran animal—. Waliskis.

Kerrick asintió, sin comprender en absoluto el significado de la pintura. El parecido era espléndido, como lo había sido el mastodonte negro en el cuenco. Todas las pinturas eran tremendamente realistas. Alzó una mano y tocó el ciervo, diciendo en voz alta ciervo al mismo tiempo. El cazador de pelo oscuro no pareció interesado. En vez de ello retrocedió a la luz del sol e hizo señas a Kerrick de que le siguiera.

Kerrick deseaba detenerse y contemplar toda la fascinante actividad que se producía a su alrededor, pero el otro le apresuró hacía uno de los troncos con muescas que ascendía por la cara del risco. Trepó hasta la cornisa de arriba, luego aguardó a Kerrick. La subida era sencilla. Había una oscura abertura al fondo de la cornisa, con una cámara de algún tipo más allá. Tuvieron que agacharse para entrar. Había vasijas y otros artículos en el suelo de piedra, un montón de pieles al fondo. El cazador vestido de blanco dijo algo, y una voz aguda respondió de entre las pieles.

Cuando Kerrick miró más atentamente vio que había alguien allí, una figura delgada tendida bajo las pieles y de la que sólo asomaba la cabeza. Un rostro arrugado y lleno de cicatrices. Los labios se agitaron en la desdentada boca, y la voz susurrante habló de nuevo.

—¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu nombre?