CAPÍTULO 6

Era el primer arco de Harl, y se sentía inmensamente orgulloso de él. Había ido con su tío, Nadris, al bosque, en busca del tipo preciso de árbol que necesitaban, aquel de estrecha corteza con una madera dura y elástica. Nadris había seleccionado el delgado ejemplar joven, pero había sido Harl quien lo había cortado, aserrando el resistente y verde tronco hasta seccionarlo por completo. Luego siguiendo las cuidadosas instrucciones y la dirección de Nadir, había raspado toda la corteza hasta dejar al descubierto el blanco corazón de la madera. Pero luego había tenido que esperar, y la espera había sido la peor parte. Nadris había colgado el trozo de madera muy arriba dentro de su tienda para que se secara, y lo dejó allí, día tras día, hasta que estuvo en su punto. Entonces empezó el modelado y Harl se sentó y observó a Nadris mientras este lo tallaba metódicamente con una hoja de piedra. Los extremos del arco fueron cuidadosamente ahusados, luego se practicó la muesca que sujetaría la cuerda trenzada a partir de los largos y fuertes pelos de la cola del mastodonte. Cuando la cuerda estuvo colocada Nadris no se sintió satisfecho; probó la tensión, luego quitó la cuerda y talló de nuevo la madera. Pero al final estuvo listo. Aquel iba a ser el arco de Harl, así que él tenía el derecho de disparar la primera flecha. Así lo hizo, tensando el arco tanto como pudo, luego soltando la cuerda. La flecha voló recta y certera, y se hundió en el tronco del árbol con un satisfactorio thud.

Aquel fue el día más largo y más feliz en la vida de Harl. Ahora tenía un arco, podía aprender a disparar bien, pronto se le permitiría cazar. Este era el primero y más importante paso que le pondría en el camino de salida de la infancia, el sendero que un día le conduciría al mundo de los cazadores.

Aunque le dolía el brazo y tenía ampollas en las puntas de los dedos, no pensaba detenerse. Era su arco, su día. Deseaba estar a solas con él, y se alejó de los demás muchachos y fue al pequeño bosquecillo cerca del campamento. Reptó todo el día por entre los árboles, persiguiendo matorrales, hundiendo sus flechas en inocentes montecillos de hierba…, que en realidad eran ciervos que solo él podía ver.

Cuando empezó a hacerse oscuro se echó reluctante el arco al hombro y emprendió el camino de vuelta hacia las tiendas. Tenía hambre, y pensó en la carne que le debía estar esperando. Un día cazaría y mataría su propia carne. Colocar la flecha, tensar, zumm, acertar, muerto. Un día.

Hubo un rumor en el árbol encima de su cabeza y se detuvo, inmóvil y silencioso. Había algo allí, una forma oscura silueteada contra el gris del cielo. Se movió, y sus garras sonaron de nuevo. Un pájaro grande.

Era un blanco demasiado tentador para resistirse. Podía perder la flecha en la oscuridad, pero la había hecho él mismo, y podía hacer más. Pero si le acertaba al pájaro sería su primera presa. El primer día del arco, la primera muerte el mismo día. Los otros muchachos le mirarían de una forma muy distinta cuando caminara entre las tiendas con su trofeo.

Lenta y silenciosamente, puso una flecha en la cuerda, tensó el arco, apuntó a la oscura forma de arriba. Luego soltó.

Hubo un chillido de dolor…, luego el pájaro cayó ramas abajo. Aterrizó en la rama encima de la cabeza de Harl, y colgó allí, inmóvil, atrapado por las delgadas ramas laterales. Se puso de puntillas y apenas pudo alcanzarlo con la punta de su arco, empujando y agitando hasta que cayó al suelo a sus pies. Su flecha asomaba del cuerpo del pájaro, y los redondos ojos sin vida del animal parecieron mirarle. Harl retrocedió un paso, jadeando asustado.

Un búho. Había matado un búho.

¿Por qué no se había parado a pensar? Gimió en voz alta ante el terror que germinaba dentro de él. Hubiera debido saberlo, ningún otro pájaro estaría merodeando en la oscuridad. Un pájaro prohibido, y él lo había matado. La misma noche anterior, el viejo Fraken había abierto la bola de pelo regurgitada por un búho, había agitado sus dedos sobre los diminutos huesecillos en su interior, y había visto el futuro y el éxito de la caza a partir del modo en que estaban cruzados los huesos. Y mientras Fraken hacía esto había hablado de los búhos, los únicos pájaros que volaban de noche, los pájaros que aguardaban para guiar los tharms de los cazadores muertos a través de la oscuridad hasta el cielo.

Jamás había que matar un búho.

Y Harl había matado uno.

Quizá, si lo enterraba, nadie llegara a saberlo. Empezó a cavar alocadamente con las manos, luego se detuvo. Aquello no estaba bien. El búho lo sabía, y todos los demás búhos lo sabrían también. Recordarían. Y un día su propio tharm no tendría ningún búho que lo guiara porque los animales nunca olvidan. Nunca. Había lágrimas en sus ojos cuando se inclinó sobre el muerto animal, liberó su flecha. Se inclinó y lo contempló más de cerca en la creciente oscuridad.

Armun estaba sentada junto al fuego cuando el muchacho llegó corriendo. Se detuvo aguardando a que ella lo mirara, pero ella parecía no tener ninguna prisa en hacerlo, pues se puso a avivar el fuego primero. Ahora era la mujer de Kerrick, y sentía la cálida satisfacción difundirse de nuevo por todo su cuerpo. La mujer de Kerrick. Los muchachos ya no se atrevían a reírse de ella o a señalarla, y no tenía que taparse la cara.

—¿Qué ocurre? —preguntó, intentando mostrarse severa pero sonriendo pese a sí misma, demasiado llena de felicidad para fingir otra cosa.

—Esta es la tienda del margalus —dijo Harl, y su voz tembló al hablar—. ¿Querrá hablar conmigo?

Kerrick había oído sus voces. Se puso lentamente en pie, pues aunque su pierna rota había encajado bien todavía le dolía cuando apoyaba su peso en ella, y salió de la tienda. Harl se volvió hacía él. El rostro del muchacho estaba tenso y pálido, y había manchas en sus mejillas que señalaban que por allí habían rodado lágrimas.

—Tú eres el margalus y lo sabes todo de los murgu, eso es lo que he oído. —¿Qué es lo que quieres?

Ven conmigo, por favor, es importante. Hay algo que tengo que mostrarte.

Kerrick sabía que había todo tipo de extraños animales allí. El muchacho debía haber encontrado algo que no podía reconocer. Estuvo a punto de no hacerle caso, luego cambió de opinión. Podía ser algo peligroso; sería mejor echarle una mirada. Kerrick asintió y siguió al muchacho, alejándose del fuego. Tan pronto como estuvieron lo bastante lejos como para que Armun no pudiera oírles el muchacho se detuvo.

—He matado un búho —dijo, con voz temblorosa. Kerrick pensó en aquello, luego recordó las historias que contaba Fraken acerca de los búhos y supo por qué el muchacho estaba tan asustado. Tenía que hallar alguna forma de tranquilizarle sin violar las enseñanzas y las creencias de Fraken.

—No es bueno matar un búho —dijo—. Pero no tienes que dejar que eso te preocupe demasiado…

—No es eso. Hay algo más.

Harl se agachó y extrajo el búho de debajo de un arbusto por el extremo de una larga ala, luego lo alzó para que la luz de los cercanos fuegos cayera sobre él.

—Es por eso por lo que te lo traje —dijo Harl, señalando el oscuro bulto en la pata del búho

Kerrick se acercó para mirar. La luz del fuego reflejó un rápido destello cuando el ojo de la criatura se abrió y volvió a cerrarse.

Kerrick se alzó lentamente, luego tendió el brazo y tomó el ave de manos del muchacho.

—Hiciste lo correcto —dijo. Es malo matar búhos, pero este no es ningún búho que conozcamos. Este es un búho marag. Hiciste bien matándolo, hiciste bien viniendo a mí. Ahora corre rápido, encuentra al cazador Herilak, dile que acuda inmediatamente a mi tienda. Dile lo que hemos visto en la pata del búho.

Har-Havola acudió también cuando oyó lo que había encontrado el muchacho, y Sorli, que era ahora sammadar en el lugar de Ulfadan. Contemplaron la muerta ave y el vivo marag con sus negras garras clavadas en torno a la pata del búho. Sorli se estremeció cuando el gran ojo se abrió y le miró, luego volvió a cerrarse lentamente.

—¿Cuál es el significado de esto? —preguntó Herilak.

—Significa que los murgu saben que estamos aquí —dijo Kerrick—. Ya no envían a las rapaces para espiarnos, porque demasiadas de ellas no regresan. Los búhos pueden volar de noche, pueden ver en la oscuridad —clavó el dedo en la negra criatura, y su fría piel se estremeció, luego volvió a inmovilizarse—. Este marag puede ver también en la oscuridad. Nos ha visto y se lo ha contado a los murgu. Puede que nos haya visto muchas veces.

—Lo cual significa que los murgu pueden estar de camino para atacarnos —dijo Herilak, con una voz tan fría como la muerte.

Kerrick agitó la cabeza, el gesto hosco.

—No pueden…, deben. Hace el bastante calor para ellos incluso en esta época del año, aquí tan al sur. Nos han estado buscando, y esta criatura les ha dicho dónde acampamos. Buscarán venganza, no hay duda de ello.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Har-Havola, alzando la vista hacía el cielo constelado de estrellas—. ¿Podemos ir al norte? Todavía no es primavera.

—Puede que tengamos que ir, sea o no primavera —dijo Kerrick—. Tenemos que decidirlo. Mientras tanto, tenemos que saber si vamos a ser atacados. Enviaremos cazadores al sur a lo largo de la orilla del río, cazadores que sean fuertes corredores. Tienen que ir a un día, quizá dos de marcha hacía el sur, y observar el río. Si ven los botes murgu tienen que avisarnos inmediatamente.

—Sigurnath y Peremandu —dijo Har-Havola—. Son los más rápidos a pie del sammad. Han corrido tras los ciervos en las montañas, y corren tan rápido como ellos.

—Partirán al amanecer —dijo Herilak.

—Hay algunos de mis cazadores que no han regresado —dijo Sorli—. Han ido hasta lejos y han dormido fuera. No podemos abandonar este lugar hasta que regresen.

Kerrick contempló el fuego, como si buscara una respuesta allí.

—Tengo la sensación de que no podemos esperar más tiempo que eso. Debemos partir hacía el norte tan pronto como regresen tus cazadores.

—Todavía está helado allí, no hay caza —protestó Har-Havola.

—Tenemos comida —dijo Kerrick—. Tenemos nuestra propia comida y la comida de las vejigas que tomamos de los murgu. Podemos comerla y sobrevivir. Si nos quedamos aquí caerán sobre nosotros. Tengo esa sensación, lo sé. —Señaló al búho muerto y a la criatura viva fuertemente aferrada a su pata—. Nos observan. Saben dónde estamos. Vienen a matarnos. Lo sé, sé lo que sienten. Si nos quedamos estamos muertos.

Durmieron poco aquella noche, y Kerrick estaba allí con las primeras luces del amanecer cuando partieron Sigurnath y Peremandu. Los dos eran altos y fuertes, y llevaban polainas de corteza de abedul como protección contra la maleza.

—Dejad vuestras lanzas para que no os lastren —dijo Kerrick—. Tomad carne seca y ekkotaz, pero sólo lo suficiente para tres días. No necesitaréis las lanzas porque no vais a cazar. Iréis allí a vigilar. Llevaréis vuestros arcos, y tomaréis también un hesotsan como protección. Mientras avancéis hacía el sur permaneced siempre a la vista del río, aunque esto os tome un poco más de tiempo. Avanzad hasta que se haga oscuro y permaneced junto al río por la noche. Regresad al tercer día si no hemos enviado a por vosotros, porque no permaneceremos aquí más tiempo que eso. Observad constantemente el río… pero marchaos inmediatamente si veis murgu. Si los veis tenéis que volver aquí tan rápido como os sea posible.

Los dos cazadores echaron a correr. A un ritmo ágil y firme que devoraba el terreno. El cielo estaba cubierto, el día era frío, lo cual hacía su carrera mucho más fácil. Corrieron siguiendo la orilla del ancho río, chapoteando por las marismas cuando se veían obligados a ello o trepando hasta los altozanos. Sin dejar nunca que el agua desapareciera de su vista. El río permanecía vacío. Cuando el sol estaba ya alto se detuvieron, empapados de sudor, y bebieron copiosamente de un claro arroyo que caía en una pequeña cascada sobre una pedregosa orilla, luego se bañaron en el río de abajo. Refrescaron sus rostros con el agua que caía, luego comieron un poco de carne. No se detuvieron mucho rato. A media tarde llegaron a un punto donde el río formaba una gran curva en la llanura. Estaban en una pequeña altura, y podían dominar toda la curva y más allá aún.

—Es más corto cruzar la curva por aquí —dijo Sigurnath. Peremandu lo estudió, luego se secó la transpiración de su rostro con el dorso de la mano.

—Más corto…, pero no podremos ver el agua. Pueden pasar por nuestro lado y nosotros no darnos cuenta. Debemos seguir el río.

Mientras miraban hacía el sur se dieron cuenta de una nube en el horizonte que parecía avanzar pegada al suelo. Creció mientras observaban, desconcertados, porque nunca habían visto una nube así antes.

—¿Qué es? —preguntó Sigurnath.

—Polvo —dijo Peremandu, porque era bien conocido por su aguda vista—. Una nube de polvo. Quizá los picopatos, una gran manada.

—Llevamos mucho tiempo cazándolos, y nunca hemos visto nada así. Es demasiado grande, demasiado ancha…, y crece.

Observaron mientras la nube de polvo se acercaba, hasta que pudieron verse los animales que corrían delante de ella. Una manada muy grande, sin duda. Había algunos de ellos muy por delante de los demás, y Peremandu se protegió los ojos con la mano, intentando distinguir los detalles.

—¡Son murgu! —exclamó con un repentino horror—. Murgu con palos de muerte. ¡Corre!

Corrieron, retrocediendo a lo largo de la orilla del río, claramente visibles en la hierba que les llegaba hasta la rodilla. Hubo roncos gritos detrás de ellos, el retumbar de enormes y pesadas patas, y repentinos sonidos secos y restallantes.

Sigurnath se quedó atrás, cayó, y Peremandu sólo tuvo un rápido atisbo del dardo que sobresalía repentinamente de su nuca.

No había escapatoria por la llanura. Peremandu se desvió hacía la izquierda, la tierra cedió y se desmoronó bajo sus pies. Cayó desde la alta orilla, giró sobre sí mismo mientras caía, luego golpeó el agua allá abajo.

Las dos enormes bestias frenaron su marcha y se detuvieron en el borde de la orilla, y sus dos jinetes yilanè saltaron de sus altas sillas para mirar al lodoso río. No se veía nada. Permanecieron inmóviles durante largo rato. Luego la primera se volvió y subió de nuevo al tarakast.

—Informa a Vaintè —dijo—. Dile que hemos caído sobre dos ustuzou. Ambos están muertos. El resto de ellos no sabrá de nuestra presencia. Caeremos sobre ellos tal como ella ha planeado.

Los distantes gritos despertaron bruscamente a Kerrick. Se quedó mirando la oscuridad de la tienda. Armun se agitó a su lado, murmuró algo en su sueño y arrimó un poco más su cálido cuerpo contra el de él. Los gritos eran más fuertes ahora: Kerrick se apartó de ella, tanteó en busca de sus ropas entre las pieles.

Cuando apartó el faldón de la tienda vio al grupo de cazadores que corría hacía él. Llevaban antorchas, y dos de ellos arrastraban una forma oscura. Era otro cazador, fláccido e inmóvil. Herilak corría a la cabeza de los otros.

—Vienen —exclamó, y Kerrick sintió que se le erizaba el pelo de la nuca—. Es Peremandu —añadió. Ha corrido todo el día y la mayor parte de la noche. Peremandu estaba consciente, pero completamente agotado. Lo llevaron delante de Kerrick, sus pies arrastrándose por el polvo, entonces lo sentaron suavemente en el suelo. Su piel era pálida a la parpadeante luz de las antorchas: manchas negruzcas rodeaban sus ojos.

—Vienen… —dijo roncamente—. Detrás de mí… Sigurnath muerto.

—¿Hay guardias en el río? —preguntó Kerrick, y Peremandu agitó débilmente la cabeza cuando oyó las palabras.

—No por el agua. Tierra.

—Corred —ordenó Herilak a los cazadores que habían traído a Peremandu—. Despertad a todos. Que vengan los sammadars.

Armun salió de la tienda y se inclinó sobre Peremandu, sujetando un cuenco de agua contra su boca. Lo apuró ansiosamente, jadeando con el esfuerzo. Sus palabras brotaron ahora un poco más fácilmente.

—Vigilábamos el río…, pero vinieron por tierra. Primero una nube de polvo más grande que nada que hubiéramos visto nunca. Eran murgu, no se podían contar, corriendo rápido, sobre pesadas patas, con murgu con palos de muerte en sus lomos. Los murgu cabalgaban también otro tipo de animales, más grandes, más rápidos, explorando delante. Cuando echamos a correr nos vieron. Mataron a Sigurnath. Yo me arrojé al río, conteniendo la respiración tanto como pude. Nadando por el fondo con la corriente. Cuando salí se habían ido. Permanecí largo rato en el agua.

Los sammadars llegaron apresuradamente mientras estaba hablando, y cada vez más y más silenciosos cazadores se agrupaban en silencio para escuchar. La luz de las antorchas parpadeaba en sus lúgubres rostros.

—Cuando salí del agua ya no estaban. Pude ver el polvo de su paso en la distancia. Iban muy rápidos. Seguí su rastro, ancho como un río a través de la hierba pisoteada, marcado con muchos excrementos de los murgu. Lo seguí hasta que el sol estuvo bajo y pude ver que se habían detenido junto al río. Entonces me detuve también y me acerqué más. El margalus ha dicho siempre que no les gusta la noche y que no van de un lado para otro en ella. Recordando esto aguardé hasta que el sol se hubo puesto. Tan pronto como fue oscuro di un amplio rodeo hacía el este a fin de no pasar cerca de ellos. No volví a verles. Corrí y no me detuve, y corrí, y corrí, y aquí estoy. Sigurnath ha muerto.

Se dejó caer de espaldas al suelo, agotado de nuevo por el esfuerzo de hablar. Lo que había dicho arrojó terror sobre el corazón de todos los que le habían escuchado, porque sabían que la muerte acechaba cerca.

—Atacarán —dijo Kerrick—. Poco después de amanecer. Saben exactamente dónde estamos. Planean cuidadosamente estas cosas. Se habrán detenido a pasar la noche justo lo bastante lejos para no ser observados, justo lo bastante cerca para atacar por la mañana.

—Debemos defendernos —dijo Herilak.

—¡No! No debemos quedarnos aquí. —Kerrick pronunció con rapidez aquellas palabras, casi sin pensar; brotaron de él impulsadas por una fuerte emoción.

—Si nos marchamos nos atacarán mientras estamos de camino —dijo Herilak—. Estaremos indefensos, nos masacrarán mientras corremos. Será mejor permanecer aquí donde podamos hacernos fuertes.

—Escuchadme —dijo Kerrick—. Si nos quedamos aquí será exactamente como ellos quieren que suceda. Su plan es atacarnos mientras estamos inmóviles. Podéis estar seguros de que el ataque ha sido elaborado en todos sus detalles y su finalidad es destruirnos. Ahora debemos pensar en la mejor manera de sobrevivir. Esos animales que cabalgan, nunca los he visto, ni he oído hablar de ellos antes. Eso no significa nada. Poseen los recursos de todo un mundo ahí fuera. Hay incontables extrañas criaturas, murgu que ni siquiera podemos imaginar. Pero ahora sabemos de ellos, ahora estamos avisados —miró a su alrededor—. Elegimos este lugar para acampar porque había agua y podíamos defendernos contra un ataque desde el río. ¿Vendrán también por agua? ¿Viste algunos botes?

—Ninguno —dijo Peremandu—. El río estaba vacío. Son tantos que no necesitan ayuda. Su número era como el de los pájaros cuando se reúnen para volar hacía el sur en otoño. Como hojas, no podían ser contados.

—Nuestra barrera de espinos será pisoteada —dijo Kerrick—. Que así sea. Debemos partir inmediatamente. Ir al norte. No podemos permanecer aquí.

Los murmullos murieron. Nadie deseaba hablar, porque todo aquello era tan poco usual, tan nuevo. Miraron a sus líderes. Los sammadars miraron a Herilak. La decisión era suya. Su rostro era tan hosco como el de ellos, más aún… porque la responsabilidad, ahora, sólo era suya. Miró a su alrededor, luego envaró la espalda y golpeó su lanza contra el suelo.

—Emprendemos la marcha. El margalus tiene razón. Si nos quedamos aquí es la muerte cierta. Si tenemos que hacerles frente, que sea en el lugar que elijamos nosotros. Sólo ha transcurrido la mitad de la noche. Debemos aprovechar al máximo lo que queda de oscuridad. Levantad las tiendas…

—No —interrumpió Kerrick—. Eso sería un error… por muchas razones. Tomará tiempo, y tiempo es precisamente lo que no tenemos. Si levantamos las tiendas las rastras irán muy cargadas y nos frenarán. Tomemos nuestras armas, nuestra comida y nuestras ropas…, nada más.

Las mujeres escuchaban también, y una de ellas gimió ante la pérdida.

—Podemos hacer nuevas tiendas —dijo Kerrick—. No podemos hacer nuevas vidas. Carga las rastras con sólo las cosas que he dicho, los bebés y los niños pequeños pueden ir en ellas también. Dejad las tiendas tal cual. Los murgu no sabrán que están vacías. Atacarán, lanzarán sus dardos, eso les tomará tiempo. Necesitamos todo el tiempo que podamos conseguir. Esto es lo que os digo que hay que hacer.

—Haced lo que ordena el margalus —dijo Herilak, señalando con su lanza—. Adelante.

Los mastodontes trompetearon su queja al ser despertados, pero crueles golpes en las delicadas comisuras de sus bocas les hicieron moverse. Se avivaron los fuegos delante de las tiendas, y las rastras fueron atadas rápidamente a los animales. Kerrick dejó que Armun cargara todo lo necesario y se apresuró fuera del campamento, a la cabeza de la columna que se estaba formando bajo la supervisión de Herilak.

Herilak señaló hacía el norte.

—El terreno se eleva por aquella parte, ¿recuerdas? Las colinas son boscosas y accidentadas, con la piedra de las montañas asomando del suelo en algunos lugares. Debemos llegar allá antes de que nos alcancen. Es allí donde hallaremos una posición que podamos defender.

La luna salió antes de que estuvieran preparados, y el amanecer estaba muy próximo. Salieron en fila india, con los mastodontes chillando al ser aguijoneados a un pesado trote, los cazadores corriendo a su lado. Habían cazado durante largo tiempo por aquella región, y conocían cada repliegue y accidente del terreno. Los sammads tomaron el camino más fácil y rápido hacía el norte.

Cuando el amanecer extendió la primera luz gris sobre el paisaje la columna se estiró, ya sin correr, pero sin dejar de avanzar en ningún momento. Los mastodontes estaban demasiado cansados ahora para quejarse y seguían caminando pesadamente, poniendo un enorme pie delante del otro. Los cazadores caminaban también, mirando constantemente hacía atrás aunque no había nada que ver allí. Todavía. La marcha prosiguió.

Transcurrió un largo y agotador tiempo antes de que Herilak indicara un alto.

—Bebed y descansad —ordenó, mirando hacía atrás por donde habían venido, esperando a que la dilatada columna se reuniera de nuevo. Hizo una seña a Peremandu para que se le acercara—. Tú sabes lo lejos que estaban los murgu de nuestro campamento. ¿Lo habrán alcanzado ya?

Peremandu miró hacía el sur, y entrecerró los ojos mientras pensaba. Asintió, reluctante.

—A mí me tomó más tiempo, pero ellos son mucho más rápidos. Ahora ya estarán allí.

—Y pronto estarán tras nosotros —dijo lúgubremente Herilak. Se volvió y miró hacía el este, luego señaló las colinas—. Ahí. Tenemos que encontrar un lugar donde hacernos fuertes ahí. Adelante.

El terreno empezó a elevarse pronto, y los cansados mastodontes frenaron su paso y tuvieron que ser aguijoneados. El camino que estaban siguiendo les llevó hacia arriba a través de un valle, con un riachuelo serpenteando en su fondo. Uno de los cazadores que había estado explorando delante regresó trotando junto a Herilak.

—El valle se hace más empinado, y pronto resultará difícil subir.

Siguieron subiendo la ladera, y cuando llegaron a su parte superior Herilak señaló hacía la aún más escarpada colina de arriba y su ladera sembrada de rocas. Ascendía empinada hacía las boscosas alturas de más allá.

—Eso es lo que necesitamos. Si nos hacemos fuertes ahí arriba no podrán atacarnos por detrás. Tendrán que subir la ladera. Estarán al descubierto, mientras que nosotros estaremos protegidos entre los árboles. Montaremos nuestras defensas ahí.

Kerrick oyó aquello con una sensación de alivio mientras seguía ascendiendo torpemente. Su pierna pulsaba dolorosamente tras la agotadora caminata, y cada paso era una agonía. Pero no había tiempo ahora de pensar en sí mismo.

—Es un buen plan —dijo. Los animales están cansados y no podrán ir mucho más lejos. Deben ser llevados hasta más adentro entre los árboles, para que coman y descansen. Las mujeres también. Todos debemos concedernos un poco de descanso, porque tendremos que seguir de nuevo antes de que se haga oscuro. Si el número de murgu es tan grande como nos ha dicho Peremandu, entonces no podremos matarlos a todos. Será suficiente con detenerlos. ¿Qué dices a esto, Herilak?

—Digo que este pensamiento es tan duro como la piedra. Pero creo que también es cierto. Esperaremos el ataque en el borde del bosque. Los mastodontes irán más adentro entre los árboles. Har-Havola, quiero buenos corredores de tu sammad para hallar un camino a través del bosque y más allá cuando aún haya luz. Lucharemos. Después de que oscurezca seguiremos.

Los rezagados aún estaban subiendo el último tramo de la ladera cuando un cazador gritó un aviso y señaló hacía el oeste, donde una nube crecía a ojos vista más allá de la primera de las colinas. Aquella visión apresuró a los últimos.

Soplaba una fresca brisa, haciendo agitar las desnudas ramas encima de sus cabezas. Kerrick se sentó al lado de Herilak sobre la blanda hierba, con el sol de la tarde calentando sus rostros, introduciendo cuidadosamente dardos a su hesotsan. La nube estaba cada vez más cerca. Herilak se puso en pie e hizo señas a los cazadores de que se pusieran a cubierto.

—Ocultaos —ordenó. No apretéis los palos de muerte hasta que yo de la orden…, no importa lo cerca que estén. Luego matadlos. Matadlos hasta que formen un montón tan grande que los que vengan detrás no puedan pasar por encima de sus propios muertos. No os retiréis hasta recibir la orden. Luego hacedlo, pero en pequeños grupos, unos detrás de otros. Escondeos detrás de los árboles. Dejad que pasen por vuestro lado. Quiero cazadores ocultándose y matando, sin detenerse ni un momento. Dejad que mueran entre los árboles del mismo modo que morirán subiendo la ladera.

»»Recordad, somos todo lo que hay entre los murgu y los sammads. No permitáis que pasen.

Los murgu estaban cerca, la nube de polvo estaba ascendiendo ahora el último valle que habían subido los sammads. Kerrick se tendió detrás del tronco de un gran árbol, con el hesotsan apoyado sobre una rama caída. La hierba de la ladera se agitaba a impulsos de la brisa. Una bandada de pájaros se alzó de ella y aleteó sobre sus cabezas. El retumbar, como un trueno distante, se hizo más fuerte.

Una hilera de formas oscuras apareció repentinamente a la vista sobre la cresta de la otra colina, avanzando lenta pero firmemente. Kerrick permaneció tendido inmóvil, apretado contra el suelo, consciente del rápido latir de su corazón.

Las monturas murgu eran enormes, algo parecidas a los epetruk, saltando hacía delante sobre sus macizas patas traseras, agitando sus recias colas sobre la hierba de atrás. Cada una de ellas llevaba una yilanè montada a horcajadas sobre sus cuartos delanteros. Se detuvieron, examinando la ladera y los árboles más allá. Aguardando mientras el retumbar se hacía más fuerte.

Kerrick jadeó cuando la cresta de la otra colina se oscureció con las figuras que avanzaban, animales achaparrados con demasiadas patas. Se detuvieron también, arracimados, con fargi armadas sobre sus lomos. Cuatro patas a cada lado, ocho en total. Pequeñas cabezas al extremo de gruesos cuellos. Criados y seleccionados para transportar, para llevar a las fargi hasta allí, cada vez más y más. Surgían y se apiñaban…, y luego prosiguieron su avance.

El viento soplaba de aquel lado, arrastrando los gritos de las yilanè, el fuerte martilleo de las patas, los agudos gritos de los animales, el acre y bestial olor de las criaturas.

Más y más cerca, ascendiendo, avanzando directamente por el sendero hacía el puñado de cazadores ocultos entre los árboles. Cada detalle de sus moteadas pieles era claro ahora, las fargi aferrando sus armas y parpadeando entre el polvo, las yilanè en sus monturas más grandes abriendo el camino.

El grito de guerra de Herilak resonó pequeño contra el fuerte retumbar de los asaltantes.

Los primeros palos de muerte chasquearon.

Kerrick disparó contra la yilanè más cercana, falló, pero le dio a la montura. La criatura se alzó sobre sus cuartos traseros…, luego cayó pesadamente. La yilanè que la montaba saltó al suelo, ilesa apuntando su hesotsan. El siguiente dardo de Kerrick la alcanzó en el cuello y se derrumbó sobre la hierba.

Fue una carnicería. La primera fila de asaltantes cayó ante el fuego concentrado procedente de los árboles. Muchos de los pesados animales de ocho patas fueron alcanzados también, y cayeron, esparciendo a las fargi que llevaban sobre sus lomos por el suelo. Las pocas que siguieron avanzando fueron muertas mucho antes de que alcanzaran la línea de árboles. Las supervivientes retrocedieron, tropezaron con las monturas que ascendían detrás de ellas. Los dardos volaban hacía la entremezclada masa de cuerpos que formaban un enorme montón. El ataque se detuvo tambaleante, abrumado por las muertes, el aire lleno de los gritos de dolor de las fargi heridas aplastadas bajo las bestias caídas.

Las yilanè montadas agrupadas en la retaguardia de las asaltantes gritaron órdenes. Bajo su dirección, las fargi se apresuraron a ponerse a cubierto, a responder al fuego. Kerrick bajó también su arma para escuchar comprendiendo algo de lo que se decía. Una de las amazonas cabalgó entre las asaltantes, llamando la atención, gritando órdenes. Kerrick alzó su hesotsan pero vio que se mantenía cuidadosamente fuera de alcance. Su voz podía oírse ahora claramente, poniendo orden en el caos. Sus palabras llegaban claras hasta él.

Se inmovilizó, helado. Los ojos muy abiertos, las manos crispadas y los músculos agarrotados. Aquella voz. Conocía aquella voz.

Pero Vaintè estaba muerta, él mismo la había matado. Le había clavado profundamente la lanza. La había matado. Estaba muerta.

Sin embargo, era inconfundiblemente su voz; fuerte y autoritaria.

Kerrick saltó en pie, intentando verla claramente, pero estaba mirando hacía otro lado. Luego, cuando se estaba volviendo en su dirección, algo golpeó duramente su espalda, cayó al suelo, fue arrastrado a cubierto. Los dardos zumbaban en las hojas a su alrededor. Herilak le soltó, buscó él también protección.

—Era ella —dijo Kerrick, con voz tensa por el esfuerzo—. La que maté, la sammadar de todas las murgu. Pero yo la maté, tú me viste hacerlo.

—Te vi clavarle la lanza a un marag. Quizá cueste mucho matarlos.

Todavía viva. No había la menor duda. Todavía viva. Kerrick agitó la cabeza y alzó el hesotsan. No había tiempo de pensar ahora en aquello. A menos que pudiera matarla de nuevo. Todavía viva. Obligó a sus pensamientos a regresar a la batalla.

Hasta ahora pocos dardos habían sido disparados por las atacantes, tan repentino y abrumador había sido el desastre. Pero ahora habían buscado refugio tras los cuerpos de sus muertos y estaban empezando a responder al fuego; las hojas rumorearon y se agitaron ante el impacto de innumerables dardos.

—¡No os expongáis! —gritó Herilak—. Permaneced a cubierto. Aguardad hasta que ataquen.

Las yilanè que habían sobrevivido a la primera carga mantenían ahora a sus grandes tarakast tras la masa de uruktop y fargi. Sonaron fuertes gritos mientras ordenaban un segundo ataque. Reluctantes, las fargi se alzaron y corrieron hacía delante, y murieron. El ataque fue cortado antes incluso de que empezara.

—Los detuvimos —dijo Herilak con intensa satisfacción, contemplando la ladera sembrada de cadáveres—. Podemos contenerlos.

—No por mucho tiempo —dijo Kerrick, señalando colina abajo—. Cuando atacan desde el mar utilizan una formación llamada de brazos tendidos. Avanzan por ambos lados, luego aparecen por detrás. Creo que ahora están haciendo lo mismo.

—Podemos parar eso.

—Por un tiempo. Pero conozco su estrategia. Atacarán en un frente más y más amplio hasta que rebasen nuestros flancos. Tenemos que estar preparados.

Kerrick estaba en lo cierto. Las fargi desmontaron de los uruktop de ocho patas y se dispersaron a lo largo de la cara de la colina, y empezaron a avanzar lentamente. Morían…, pero venían más detrás. La carnicería era enorme, pero a las comandantas yilanè no les importaba. Más y más fargi avanzaron, protegiéndose detrás de los cadáveres, algunas llegando incluso a alcanzar el límite del bosque antes de caer.

Era media tarde cuando la primera fargi halló protección entre los árboles. Otras se le unieron, y los defensores tanu tuvieron que retroceder. Una batalla distinta pero igualmente mortífera empezó entonces. Pocas fargi tenían experiencia en orientarse en el bosque. Cuando abandonaban su protección normalmente la muerte caía sobre ellas. Sin embargo, seguían avanzando. Ya no había un frente de batalla, cazadores y cazados se mezclaban en la penumbra debajo de los árboles.

Kerrick retrocedió con los demás, casi sin sentir el dolor de su pierna, intentando mantener la masa de árboles entre él y las fargi. Sin embargo, cuando se enderezó, hubo un seco chasquido y un dardo se clavó en la corteza del árbol junto a su rostro. Giró en redondo, la lanza preparada en su mano izquierda, y la hundió en la fargi que había avanzado detrás de él, extrayéndola de nuevo y corriendo a adentrarse más en el bosque.

La retirada empezó de nuevo. Ordenes susurradas lanzaron a los mastodontes a lo largo de la vía de escape, con los cazadores reunidos tras ellos y guardando sus espaldas. Hubo otras roncas órdenes cruzando el bosque, y Kerrick se detuvo, aplicando una mano al oído. Escuchó atentamente, luego se volvió y corrió por entre los árboles en busca de Herilak.

—Se están retirando —dijo Kerrick—. Sin verlas no puedo estar seguro de todo lo que están diciendo, pero puedo captar su sentido general.

—¿Se retiran derrotados?

—No. —Kerrick alzó la vista hacía el cielo que se iba oscureciendo encima de los árboles—. Pronto será de noche. Están reagrupándose en terreno abierto. Atacarán de nuevo por la mañana.

—Y nosotros ya nos habremos ido mucho antes. Retrocedamos y reagrupemos los sammads.

—Primero hay que hacer una cosa. Debemos registrar el bosque, encontrar todos los palos de muerte que podamos. Luego podremos irnos.

—Tienes razón. Palos de muerte y más dardos. Hemos disparado demasiado.

La noche había caído ya cuando terminaron de recoger todas las armas y regresaron con ellas a los sammads. Kerrick fue el último. Se quedó contemplando la ladera hasta que Herilak lo llamó a sus espaldas. Hizo un gesto con la mano para que el gran cazador se le acercara, e indicó:

—Deja que los otros regresen con las armas. Quiero que nosotros dos nos acerquemos al campamento murgu. No les gusta la oscuridad. Quizá haya algo que podamos hacer allí.

—¿Un ataque durante la noche?

—Eso es lo que tenemos que descubrir. Avanzaron lentamente, las armas listas, pero el enemigo había desaparecido de la ladera de la colina. Sin embargo no había ido lejos: su campamento era claramente visible en las herbosas laderas más allá. Una enorme colección de oscuros cuerpos reunidos muy juntos, silenciosos e inmóviles. Los dos cazadores tomaron todas las precauciones. Muy agachados entre la hierba mientras se acercaban luego arrastrándose silenciosamente, las armas preparadas. Cuando estuvieron a un largo tiro de flecha del campamento yilanè, Herilak detuvo a Kerrick con un ligero toque en su hombro.

—Esto resulta demasiado fácil —susurró en su oído—. ¿No tienen guardias de ninguna clase?

—No lo sé. Todas ellas duermen durante la noche. Tenemos que averiguarlo.

Se habían arrastrado unos pocos pasos más cuando los dedos de Kerrick tocaron algo, un palo, un trozo de liana quizá, oculto por la hierba.

Se retorció entre sus dedos

—¡Atrás! —indicó a Herilak en el momento en que brotaba el resplandor en la oscuridad ante ellos. Una débil luz que se hizo rápidamente más y más brillante hasta que pudieron ver claramente. Y ser vistos. Entonces se produjo el chasquido de las armas, y los dardos arrojaron su rápida muerte a la hierba a su alrededor. Se arrastraron tan rápido como les fue posible, se pusieron en pie y corrieron a la bienvenida oscuridad tan pronto como estuvieron fuera de alcance. Tropezando y cayendo, jadeando en busca de aliento, no se detuvieron hasta qué alcanzaron el límite del bosque.

Tras ellos las luces disminuyeron, murieron, y la oscuridad regresó. Las yilanè habían aprendido después de la masacre en las playas. No volverían a ser atacadas de noche.

Cuando Kerrick y Herilak alcanzaron los sammads los dardos y hesotsan recuperados de la batalla habían sido cargados en las rastras, la retirada empezó de nuevo. Herilak habló con los sammadars mientras caminaban.

Cuatro cazadores no habían vuelto de la batalla en el bosque.

Avanzaron lentamente, demasiado lentamente para escapar del ataque que seguramente se produciría por la mañana. Todos estaban débiles después de dos noches de viaje durmiendo muy poco. Los mastodontes protestaron chillando cuando fueron aguijoneados hacía delante.

Sin embargo los sammads reanudaron la marcha, porque tenían muy poca elección. Si se quedaban, morirían.

El terreno era difícil, rocoso, y ascendiendo la mayor parte del camino. Su avance se fue haciendo más y más lento, y mucho antes de amanecer se detuvo. Sorli trajo el mensaje a Herilak.

—Son los animales. Se niegan a seguir, aunque les clavemos las lanzas.

—Entonces nos detendremos aquí —dijo Herilak cansadamente—. Descansaremos y dormiremos Seguiremos a la salida del sol hasta la siguiente posición. Al amanecer se levantó un frío viento, y se estremecieron cuando se levantaron pesadamente de sus pieles. Se sentían desanimados y agotados aún. Sólo la seguridad del incontenible avance del enemigo los empujó de nuevo hacía delante. Armun caminó en silencio al lado de Kerrick. Había poco que pudiera decirse ahora. Ya era suficiente con poner un pie delante del otro y aguijonear a los recalcitrantes mastodontes.

Un cazador se detuvo al lado del camino, inclinando su lanza esperando a que Kerrick llegara hasta él.

—Es el sacripex —dijo—. Desea que te reúnas con él allá donde dirige.

Con un gran esfuerzo, ignorando el pulsante dolor de su pierna, Kerrick echó a correr pesadamente hasta la parte delantera de la columna, pasando las rastras y los sammads. Los niños pequeños caminaban ahora, mientras que los bebés eran llevados por sus madres y otros niños. Incluso parcialmente aliviados de sus cargas, los mastodontes avanzaban cansinamente. No iban a resistir mucho tiempo.

Herilak señaló hacía las colinas que se alzaban ante ellos cuando Kerrick llegó a su lado, arrastrando los pies.

—Han encontrado una cresta boscosa ahí arriba —dijo—. Muy parecida a la que nos detuvimos ayer.

—No es suficiente —jadeó Kerrick, luchando por recobrar el aliento—. Hay demasiados enemigos. Nos rodearán de nuevo, nos empujarán hacía atrás.

—Puede que hayan aprendido la lección. Ni siquiera los murgu son estúpidos. Retrocederán. Saben que los mataremos si atacan.

Kerrick agitó la cabeza en un triste no.

—Los tanu harían eso. Verían morir a los otros, temerían por sí mismos. Pero no las murgu. Las conozco, las conozco demasiado bien. Las yilanè que cabalgan en los grandes animales se mantendrán en retaguardia. Estarán a salvo. Pero ordenarán a las fargi que ataquen del mismo modo que lo hicieron antes.

—¿Y si se niegan?

—No pueden. Les es imposible. Si comprenden una orden, deben obedecerla. Así son las cosas con ellas. Atacarán.

—Murgu —murmuró Herilak, y sus labios se fruncieron mostrando con desagrado sus dientes cuando lo dijo—. Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—¿Qué otra cosa podemos hacer excepto seguir adelante? —preguntó impotentemente Kerrick, abriendo jadeante la boca, su piel cenicienta por la fatiga—. Si nos detenemos aquí en campo abierto seremos masacrados. Tenemos que continuar. Encontrar alguna colina que podamos defender, quizá.

—Una colina puede ser rodeada. Entonces seguro que moriremos.

El sendero que estaban siguiendo ascendía muy escarpado. Necesitaron todo su aliento para trepar. Cuando alcanzaron la cresta superior se vieron obligados a detenerse. Kerrick se dobló sobre sí mismo, asaltado por los calambres. Tras ellos la lenta procesión ascendía penosamente la ladera. Kerrick se enderezó, jadeando, y miró hacía delante, a la pendiente que debían subir para alcanzar las colinas de más allá. Entonces se detuvo completamente inmóvil, los ojos muy abiertos, la boca colgando.

—Herilak —exclamó. Mirá allí, delante nuestro, en esas colinas más altas. ¿Lo ves?

Herilak escudó los ojos y miró, luego se encogió de hombros y se volvió hacía él.

—Nieve. El invierno se mantiene mucho ahí arriba.

—¿No lo comprendes? Los murgu no pueden soportar el frío. Esas criaturas que cabalgan no pueden caminar sobre la nieve. ¡No pueden seguirnos ahí arriba!

Herilak alzó de nuevo los ojos…, pero esta vez había en ellos una luz de esperanza.

—La nieve no está tan lejos como eso. Podemos alcanzarla hoy…, si seguimos avanzando. —Llamó a los cazadores que abrían camino, les hizo señas de que volvieran, les dio nuevas instrucciones. Luego se sentó con un gruñido satisfecho.

—Los sammads seguirán adelante. Pero algunos de nosotros tendremos que quedarnos atrás para frenar a esos murgu que nos siguen.

Había esperanza ahora, y una nueva posibilidad de supervivencia alentó a los sammads. Incluso los mastodontes captaron la excitación, alzaron sus trompas y berrearon. Los cazadores observaron la columna girar iniciar la ascensión de las altas colinas, luego siguieron tras ellos.

Ahora cazarían murgu del mismo modo que cazaban otros animales. Los sammads estaban muy fuera de la vista cuando Herilak detuvo a los cazadores en la parte superior del valle. Esparcidas entre los guijarros había grandes rocas.

—Los detendremos en este lugar. Dejemos que se metan entre nosotros. Entonces dispararemos, mataremos. Barreremos a los de delante. Les haremos retroceder. Recogeremos sus armas y dardos. ¿Qué harán ellos después de que esto ocurra, margalus?

—Lo mismo que hicieron ayer —dijo Kerrick—. Mantendrán contacto con nosotros a lo largo de este frente, mientras envían al mismo tiempo fargi para rodear la cresta y atraparnos por los lados y por detrás.

—Eso es lo que queremos que hagan. Antes de que la trampa se cierre nos retiraremos…

—¡Y prepararemos más trampas para ellos! Y lo haremos una y otra vez —exclamó Sorli.

—Correcto —dijo Herilak, y no había humor en su fría sonrisa.

Buscaron lugares para ocultarse detrás de las rocas, a lo largo de los dos lados del valle. Muchos de ellos, incluido Kerrick, se echaron a dormir tan pronto se tendieron. Pero Herilak, el sacripex, no durmió y permaneció alerta, observando el sendero desde detrás de dos losas de piedra cuidadosamente situadas que había colocado de aquel modo.

Cuando aparecieron las avanzadillas montadas, paso la orden de despertar a los durmientes. Pronto el valle retumbó con el pesado paso de los uruktop. Yilanè montadas en tarakast avanzaban delante del grupo principal, abriendo camino. Ascendieron por la colina y pasaron junto a los invisibles tanu, y habían alcanzado la cresta antes de que el uruktop más lento hubiera penetrado en la trampa.

El fuego empezó tras dar la orden Herilak.

La matanza fue terrible, mucho peor que la del día anterior. Los cazadores dispararon y dispararon, y gritaron alegremente mientras lo hacían. Las yilanè encima de ellos fueron derribadas, los cadáveres de sus impresionantes monturas cayeron y rodaron hacía el caos mortal de abajo. Los uruktop murieron. Las fargi que los cabalgaban murieron. Aquellas que intentaron escapar fueron derribadas. Las filas delanteras de las atacantes fueron destruidas, y el enemigo retrocedió para reagruparse. Los cazadores los persiguieron, escudándose en los caídos, utilizando las armas de las muertas contra las vivas.

Sólo se retiraron cuando fue dada la advertencia por el centinela en la cresta, corriendo valle arriba, muy fuera del alcance de las armas enemigas. Siguieron las roderas marcadas por las rastras, yendo más arriba, cada vez más arriba, por las colinas.

Dos veces más emboscaron a las murgu. Dos veces más las atraparon, las mataron, las desarmaron. Y huyeron. El sol descendía hacía el horizonte mientras subían agotados el sendero.

—No podemos seguir mucho tiempo así —dijo Kerrick tambaleándose de cansancio y dolor.

—Debemos hacerlo. No tenemos otra elección-le dijo Herilak hoscamente. Apoyando firmemente un pie delante de otro. Incluso su gran fuerza estaba acusando la tensión. Podía seguir adelante, pero sabía que pronto algunos de los demás no podrían. El viento era frío contra su rostro. Resbaló, afirmó el equilibrio y miró hacia abajo.

El victorioso grito de Herilak atravesó la fatiga que se aferraba a Kerrick y lo debilitaba. Alzó la cabeza, parpadeando, luego su rostro siguió el dedo que señalaba hacia el suelo.

El sendero era lodoso, pisoteado, y había un enorme montón de excrementos de mastodonte sobresaliendo de las profundas pisadas. No pudo comprender lo que Herilak estaba gritando. Pero había jirones blancos en el lodo y más blanco en el suelo a su alrededor.

Nieve.

Se extendía colina arriba delante de ellos. Cortada con las lodosas huellas que habían hecho los sammads. Nieve. Kerrick corrió, tropezó, hasta una nevada cuneta junto al sendero, hundió las manos y recogió puñados de la fría y blanca nieve y los arrojó al aire mientras los demás reían y gritaban.

Hicieron una pausa arriba en la cresta, hundidos hasta la rodilla en la nieve amontonada por el viento. Miraron hacía abajo, a las primeras amazonas yilanè. Cuando llegaron al inclinado campo de nieve tiraron de las riendas de sus monturas.

Tras ellas la horda de atacantes se detuvo también. Se agitaron mientras las yilanè montadas se reunían, conferenciaban, se separaban de nuevo.

Entonces se movieron. No hacía adelante, sino ladera abajo. Lenta y firmemente, hasta que desaparecieron de la vista.

El hielo que había cubierto el río se había roto, se había apilado en atascados montones, hasta que estos habían terminado siendo arrastrados en grandes masas que habían sido empujadas hasta el mar. Aunque la primavera había llegado hasta allí, todavía había reductos de hielo a lo largo de la orilla en los lugares resguardados y nieve arrastrada por el viento en los huecos de las orillas. Pero en la pradera, donde el río trazaba una amplia curva, una pequeña manada de ciervos estaba pastando ya las delgadas hojas de la nueva hierba verdeamarillenta. Alzaron la mirada, agitando las orejas, oliendo el aire. Algo les había inquietado, porque se alejaron entre los árboles en largos y graciosos saltos.

Herilak se irguió a la sombra de un alto abeto, oliendo el intenso aroma de sus agujas, contemplando el campamento que habían abandonado en el otoño. El abrazo del invierno se había roto; la primavera aquel año había llegado más pronto que nunca desde hacía mucho tiempo. Quizá los inviernos de hielo hubieran terminado. Quizá. Se oyó el crujir de los arneses de piel a sus espaldas en el bosque, el rápido trompeteo de un mastodonte. Los animales conocían el paisaje, podían decir dónde estaban; el viaje había terminado.

Los cazadores surgieron silenciosamente de entre los árboles Kerrick entre ellos. Ahora podían dejar de caminar, acampar allí en aquel lugar familiar, construir refugios de maleza. Quedarse en un mismo lugar por un tiempo. Con el invierno recién terminado, podían dejar de pensar en el próximo invierno por un cierto tiempo. Kerrick alzó la vista al blanco pájaro que cruzó muy alto sobre sus cabezas. Sólo otro pájaro.

Quizá. Oscuros recuerdos se abrieron paso y nublaron el soleado día. Los yilanè estaban ahí fuera, siempre estarían ahí fuera, una presencia amenazadora como una tormenta siempre lista a desencadenarse. Hicieran lo que hiciesen los tanu ahora, fuera lo que fuese lo que desearan hacer, sus acciones estaban teñidas por aquella presencia mortal al sur. El fuerte y triunfante trompeteo de un mastodonte cortó sus pensamientos. Ya era suficiente. El tiempo de preocuparse vendría más tarde. Ahora era tiempo de construir el campamento, hacer que los fuegos brillaran altos y asar carne fresca. Era tiempo de dejar de moverse.

Aquella noche se reunieron en torno al fuego, Kerrick, Herilak, el viejo Fraken, los sammadars. Sus estómagos estaban llenos y se sentían contentos. Sorli removió el fuego y las chispas brotaron altas, llamearon y se desvanecieron en la oscuridad. La luna llena estaba alzándose por detrás de los árboles y la noche era tranquila. Sorli tomó una ramita encendida la sopló hasta que su extremo llameó alegremente, y la aplicó a la cazoleta de piedra de la pipa. Inhaló profundamente, arrojó una nubes de humo gris, luego paso la pipa a Har-Havola, que dio también una profunda chupada, tranquilo y en paz. Ahora eran un sammad de sammads, y nadie se reía ya de la forma en que él y los otros de más allá de las montañas hablaban. No después del último invierno juntos, no después de luchar contra los murgu. Tres de sus cazadores más jóvenes tenían ya mujeres de los otros sammads. Ese era el camino de la paz.

—Fraken —dijo Herilak—, háblanos de la batalla. Cuéntanos de los murgu muertos.

Fraken agitó la cabeza y pretendió cansancio, pero cuando todos se lo suplicaron, y vio que otros se reunían en torno al fuego, se dejó persuadir. Canturreó un poco para sí mismo, nasalmente, osciló un poco al ritmo de su canturreo, luego empezó a cantar la historia del invierno.

Aunque todos ellos habían estado allí, se habían visto implicados en los acontecimientos que estaba recitando, todo parecía mejor cuando él contaba lo que había ocurrido. Su historia mejoraba cada vez que la contaba. La evasión era más agotadora, las mujeres más fuertes, los cazadores más valientes. La lucha increíble.

—… una y otra vez subieron la colina, una y otra vez los cazadores aguantaron a pie firme y les hicieron frente, los mataron y los mataron una y otra vez. Hasta que cada cazador estuvo rodeado de cadáveres, un montón tan alto que no podía ver por encima de ellos. Cada cazador mató tantos murgu como hojas de hierba hay en la ladera de una montaña. Cada cazador atravesó con su lanza murgu y más murgu, tantos como cinco a la vez de un solo lanzazo. Fuertes fueron los cazadores aquel día, altas fueron las montañas de los muertos.

Escucharon y asintieron y se hincharon de orgullo por lo que habían hecho. La pipa paso de mano en mano, Fraken cantó la historia de sus victorias, su voz elevándose y descendiendo con pasión mientras todo el mundo incluso las mujeres y los niños pequeños, se agrupaban a su alrededor, escuchando intensamente. Incluso cuando hubo terminado guardaron silencio; recordando. Era algo digno de recordar, algo muy importante.

El fuego se había ido consumiendo; Kerrick echó un poco más de leña, luego volvió a sentarse, soñoliento. El humo de la pipa era fuerte y no estaba acostumbrado a él. Fraken se envolvió en sus pieles y se fue cansadamente a su tienda. Los sammads se fueron alejando también hasta que Kerrick vio que sólo quedaban unos pocos cazadores. Herilak contemplando el fuego, Har-Havola a su lado, asintiendo y medio dormido. Herilak alzó la vista hacía Kerrick.

—Ahora son felices —dijo. Están en paz. Es bueno que se sientan así por un tiempo. Ha sido un invierno largo y amargo. Dejemos que lo olviden antes de que empiecen a pensar en el próximo. Que olviden a los murgu de los palos de muerte también.

Guardó silencio durante largo rato antes de volver a mirar a Kerrick y decir:

—Matamos a muchos. Quizás ahora ellos nos olviden también. Quizá nos dejen tranquilos.

Kerrick deseaba poder asentir, pero sabía que no podía. Agitó tristemente la cabeza, y Herilak suspiró.

—Volverán otra vez —dijo Kerrick—. Conozco a esos murgu. Nos odian tanto como nosotros los odiamos a ellos. Si pudieras, ¿no los destruirías a todos?

—Al instante. Y lo haría con gran placer.

—Ellos sienten lo mismo que tú.

—Entonces, ¿qué debemos hacer? El verano va a ser corto. Puede que la caza sea buena, no lo sabemos. Pero luego el próximo invierno estará encima, ¿y qué vamos a hacer entonces? Si vamos al este a la costa para cazar, los murgu nos descubrirán allí. Al sur de nuevo, bien, ya sabemos lo que ocurrió en el sur. Y el norte sigue helado.

—Las montañas —dijo Har-Havola, despertado por las voces—. Debemos ir más allá de las montañas.

—Pero tu sammad es de más allá de las montañas —dijo Herilak—. Vinisteis aquí porque no había caza allí.

Har-Havola agitó la cabeza.

—Ese es vuestro nombre para el sammad, de más allá de las montañas. Pero lo que vosotros designáis como montañas no son más que meras colinas. Más allá de ellas están las auténticas montañas. Alcanzando el cielo con nieve en sus cimas que jamás se funde. Eso son montañas.

—He oído hablar de ellas —dijo Herilak—. He oído que no pueden atravesarse, que es la muerte intentarlo.

—Puede ser. Si no conoces los altos pasos, entonces el invierno vendrá y te atrapará, y morirás. Pero Munan, un cazador de mi sammad, ha cruzado las montañas.

—Los murgu no conocen esas montañas —dijo Kerrick, con una repentina esperanza en su voz—. Nunca han hablado de ellas. ¿Qué hay al otro lado?

—Un desierto, eso es lo que Munan nos dijo. Muy poca hierba, muy poca lluvia. Dice que caminó dos días por ese desierto, luego tuvo que regresar porque no había agua.

—Podríamos ir allí —dijo Kerrick, pensando en voz alta. Herilak se envaró.

—Cruzar las montañas de hielo para morir en el desierto vacío. Los murgu son mejor que eso. Al menos podemos matar murgu.

—Los murgu nos matan a nosotros —dijo Kerrick furiosamente—. Nosotros matamos algunos, y vienen más porque son tan innumerables como las gotas de agua en el océano. Al final todos estaremos muertos. Pero los desiertos no continúan indefinidamente. Podemos llevar agua, buscar un camino que lo atraviese. Es algo que vale la pena pensar.

—Sí —dijo Herilak—. Es realmente algo de lo que tendríamos que saber un poco más. Har-Havola, llama a tu cazador, el llamado Munan. Dejemos que nos hable de las montañas.

Munan era un cazador alto con largas cicatrices en sus mejillas, a la manera de su sammad y de otros sammads de más allá de las montañas. Dio largas chupadas de la pipa cuando se la pasaron, y escuchó sus preguntas.

—Eramos tres —dijo—. Todos muy jóvenes. Fue algo que haces cuando eres joven para demostrar que serás un buen cazador. Tienes que hacer algo muy fuerte —tocó las cicatrices de sus pómulos—. Sólo cuando has sido muy valiente o muy fuerte consigues estas para que digan que eres un cazador.

Har-Havola asintió firmemente, con sus propias cicatrices blancas a la luz del fuego.

—Fuimos tres, regresamos dos. Partimos a principios del verano y subimos a los altos pasos. Había un viejo cazador en mi sammad que sabía de los pasos, conocía los que había que tomar y nos lo dijo, y hallamos el camino. Nos dijo qué señales debíamos buscar, a qué pasos subir. No fue fácil y la nieve era profunda en los pasos más altos, pero al final los cruzamos. Caminamos siempre hacía el ocaso. Una vez más allá de las montañas hay colinas, y allí la caza era buena. Pero más allá de las colinas empieza el desierto. Salimos a él, pero no había agua. Bebimos la que habíamos llevado en pellejos, y cuando se nos acabó dimos la vuelta.

—¿Pero había caza? —preguntó Herilak. Munan asintió.

—Sí, hay lluvia en las montañas, luego nieve en el invierno. Las colinas cercanas a las montañas son verdes. Después de ellas es cuando empieza el desierto.

—¿Podrías encontrar los pasos de nuevo? —preguntó Kerrick. Munan asintió—. Entonces podemos enviar un grupo pequeño. Pueden encontrar el camino, encontrar las colinas al otro lado. Una vez hayan hecho esto pueden regresar para guiar los sammads hasta allí, si todo es como tú dices.

—Los veranos son demasiado cortos ahora —dijo Herilak—, y los murgu están demasiado cerca. Si va uno… vamos todos. Eso es lo que creo que debe hacerse.

Hablaron de ello aquella noche, la noche siguiente y la siguiente también. Nadie deseaba realmente subir a las montañas de hielo en verano; el mundo invernal viene lo bastante rápido como para no desear ir voluntariamente a él. Pero todos sabían que tenían que hacer algo. Había un poco de caza allí, de modo que consiguieron algo de carne fresca. También había raíces que desenterrar, plantas y semillas que buscar, pero todo eso no duraría todo el invierno. Habían perdido sus tiendas y muchas otras cosas que atesoraban. Lo único que aún les quedaba era la carne que habían tomado de los murgu, que permanecía sin tocar en sus vejigas. A nadie le gustaba demasiado su sabor y, mientras hubiera alguna otra cosa que comer, no había sido tocada. Pero podía sustentar la vida. Quedaba aún la mayor parte de ella.

Herilak observó y esperó pacientemente mientras cazaban y comían todo lo que deseaban. Las mujeres curtían las pocas pieles de ciervo que tenían, y cuando hubieran recogido las suficientes tendrían tiendas de nuevo. Los mastodontes pastaban bien, y sus arrugados pellejos pronto se llenaron de nuevo. Herilak vio todo aquello y aguardó. Aguardó hasta que todos se hubieron alimentado bien y los niños estuvieron fuertes. Cada noche miraba el cielo y observaba la luna oscura volverse ceruleamente brillante, luego desvanecerse de nuevo. Cuando fue oscuro de nuevo llenó la pipa de piedra con olorosa corteza y reunió a los cazadores en torno al fuego.

Cuando todos hubieron fumado se puso en pie ante ellos y les dijo los pensamientos que habían rondado todo el tiempo por su cabeza desde que habían vuelto allí al meandro en el río.

—El invierno llegará como siempre lo hace. No debemos estar aquí para recibirlo. Debemos ir donde haya buena caza y no haya murgu. Digo que crucemos las altas montañas hasta las verdes colinas del otro lado. Si vamos ahora allí aún será verano y podremos cruzar los altos pasos. Munan nos ha dicho que es la única época en que podemos cruzarlos. Si vamos ahora viajaremos ligeros como lo hicimos cuando escapamos de los murgu. Si vamos ahora no tendremos que preocuparnos por la comida, porque podremos comer la carne murgu. Si vamos ahora podremos estar en las verdes colinas al otro lado de las montañas antes del invierno. Digo que ahora es el momento en que debemos cargar las rastras y emprender el camino hacía el oeste.

Nadie deseaba irse; nadie podía encontrar ninguna razón para quedarse. Entre el hielo y los murgu no tenían elección. Hablaron de todo ello hasta tarde aquella noche, pero por mucho que buscaron no pudieron encontrar ningún otro camino abierto para ellos. Tenían que ser las montañas.

Por la mañana fueron montadas las rastras, y los viejos arreos reparados con cuero nuevo. Los niños pequeños buscaron en los bosques las compactas bolas de pelo y huesos que regurgitaban los búhos, y Fraken los abrió y leyó los presagios.

—No hoy, sino mañana —dijo. Ese será el momento de partir, a la primera luz. Luego, cuando el sol esté encima de las colinas y brille sobre este lugar, no verá a nadie. Nos habremos ido. Aquella noche, después de que todos hubieron comido Kerrick se sentó junto al fuego, atando trozos de hierba a las largas espinas de un arbusto de bayas. Las provisiones de dardos para los hesotsan escaseaban, y no había por allí ninguno de los árboles especiales en los que crecían los dardos. No eran necesarios. Cualquier material del mismo tamaño sería expulsado por el hesotsan. Los dardos que fabricaban ellos funcionaban igual de bien, incluso mejor si eran hechos cuidadosamente. Kerrick mordió el nudo, cortando las puntas con los dientes. Armun paso a su lado y arrojó los restos de la comida al fuego, luego empezó a empaquetar sus escasas posesiones. Permaneció en silencio durante todo el tiempo que hizo eso, y de pronto Kerrick se dio cuenta de que había vuelto a su antigua costumbre de mantener el pelo encima de su rostro.

Cuando se le acercó la sujetó por la cintura y tiró de ella para que se sentara a su lado, pero ella siguió con la cara vuelta hacía otro lado. Sólo cuando él tomó su barbilla entre sus manos y le hizo volver el rostro hacía él pudo ver las lágrimas que llenaban sus ojos.

—¿Te has hecho daño? ¿Qué te ocurre? —preguntó, desconcertado.

Ella agitó la cabeza e intentó guardar silencio, pero él estaba preocupado y la hizo hablar. Al final ella giró la cabeza, mantuvo su pelo delante de su rostro y se lo dijo.

—Hay un niño en camino. Para la primavera.

En su excitación Kerrick lo olvidó todo sobre sus lágrimas y sus preocupaciones, la atrajo hacía sí y rio estentóreamente. Ahora lo sabía todo sobre los niños, los había visto nacer, había visto el orgullo que sentían los padres. No podía pensar en ninguna razón por la que Armun debiera llorar en vez de mostrarse alegre. Ella no deseaba decírselo y siguió manteniendo apartado su rostro a la antigua manera. Al principio él se preocupó, luego empezó a irritarse ante su silencio y la sacudió hasta que ella gritó. Después de esto se sintió avergonzado de lo que había hecho, secó las lágrimas de la muchacha y la abrazó. Cuando Armun se hubo tranquilizado supo que tenía que decírselo. Se apartó un poco y señaló su rostro.

—El bebé será una niña y se parecerá a mí —dijo, tocando la hendidura en su boca.

—Eso será estupendo, porque tú eres hermosa.

Ella sonrió un poco ante aquellas palabras.

—Sólo para ti —dijo—. Cuando era pequeña se burlaban de mí y se reían y yo nunca pude ser feliz como los otros niños.

—Nadie se ríe de ti ahora.

—No. No contigo aquí. Pero los niños se reirán de nuestra hija.

—No, no lo harán. Nuestra hija puede ser un niño y parecerse a mí. ¿Tenían tu madre o tu padre el labio y la boca como tú?

—No.

—Entonces, ¿por qué tiene que tenerlo nuestro hijo? Entonces tú serás la única que eres así, y me siento feliz de tener a mi lado a alguien como tú. No tienes que llorar.

—No debería hacerlo. —Se secó los ojos—. Y no debería preocuparte con mis temores. Tienes que estar fuerte cuando partamos mañana para ir a las montañas. ¿Habrá realmente buena caza al otro lado?

—Por supuesto. Munan nos lo ha dicho, y él ha estado allí.

—¿Habrá… murgu allí? ¿Murgu con palos de muerte?

—No. Los dejaremos atrás. Iremos donde ellos nunca han estado.

No añadió el lúgubre pensamiento que no compartía con nadie. Vaintè estaba viva. Nunca descansaría, nunca dejaría de buscar, no hasta que él y todos los tanu estuvieran muertos.

Podían huir, pero tan seguro como la noche seguía al día ella les seguiría. Al quinto día el terreno empezó a ascender; el viento del oeste era frío y seco. Los cazadores del sammad Har-Havola olían el aire y reían fuerte, porque aquella era la parte del mundo que conocían mejor. Hablaban excitadamente entre ellos, señalando puntos de referencia que les eran familiares, apresurándose delante de los sammads y sus pesados mastodontes. Herilak no compartía su alegría porque podía ver, por las huellas y señales, lo mala que era allí la caza. Unas cuantas veces vio que otros tanu habían ido en aquella misma dirección, e incluso una vez encontró los restos de un fuego con las cenizas aún calientes. Nunca vio a los cazadores en sí; obviamente se mantenían a distancia de aquel enorme y fuertemente armado grupo.

El rastro que estaban siguiendo les llevó más y más hacía las colinas, cada una de ellas más alta que la anterior. Los días eran cálidos, el sol ardiente, pero se sentían felices de enterrarse debajo de sus pieles por la noche. Luego, una mañana al amanecer, Har-Havola llamó alegremente y señaló hacía delante, al lugar donde el sol naciente tocaba los altos picos blancos en el horizonte. Aquellas eran las montañas siempre cubiertas de nieve que debían cruzar.

Cada día el camino que estaban siguiendo se alzaba más y más, hasta que las montañas allí delante se convirtieron en una barrera que se perdía en la distancia a ambos lados. Parecían extenderse ininterrumpidamente, formidables. Sólo cuando los sammads estuvieron más cerca pudieron ver que el valle de un río penetraba suavemente hasta su mismo corazón. El agua corría rápida fría y gris. Caminaron a su lado, siguiendo sus revueltas hasta que las colinas se perdieron de vista. El paisaje cambió también; había menos árboles, y la mayor parte de ellos eran abetos.

Una tarde hubo una agitación en la ladera de la montaña sobre ellos, y alzaron los ojos para ver a unos animales blancos y cornudos apresurándose a buscar refugio con grandes saltos. Uno de ellos se detuvo en una cornisa, mirando hacía abajo, y una flecha silbó del arco de Herilak e hizo caer al animal dando tumbos por la cara del risco. Su pelo era rizado y suave, la carne, cuando la asaron al anochecer, deliciosa y grasa. Har-Havola se chupó los últimos rastros de grasa de sus dedos y gruñó feliz.

—Sólo una vez antes había comido cabra montés. Es buena. Pero es muy difícil acercarse a ellos. Sólo viven en las altas montañas. Ahora tenemos que pensar en pasto para los mastodontes y leña para nuestros fuegos.

—¿Por qué esto? —preguntó Herilak.

—Vamos a ir muy arriba. Pronto no habrá árboles, e incluso la hierba será corta y escasa. Hará frío, mucho frío.

—Entonces tenemos que tomar todo lo que necesitemos —dijo Herilak—. Sin las tiendas, las rastras no están muy cargadas. Cortaremos leña y la cargaremos. También ramas jóvenes con hojas para los animales. No deben morirse de hambre. ¿Habrá agua?

—No, pero no importa, puesto que siempre habrá nieve para derretir. Puede hacerse.

Aunque los días seguían siendo cálidos, empezaron a hallar hielo en el suelo cuando se despertaban por la mañana, mientras los mastodontes gruñían su incomodidad, con su aliento formando nubecillas ante sus bocas al amanecer. Aunque hubo quejas sobre lo tenue que era el aire, y el viejo Faken jadeaba audiblemente y no podía caminar, de modo que permanecía sentado en una de las rastras, Kerrick se sentía transportado por una felicidad que era nueva para él. La claridad del aire le complacía lo mismo que el silencio de las montañas, la límpida claridad del cielo y la roca. Era algo tan distinto del húmedo calor del sur, el sudor y los insectos. Los yilanè podían quedarse con sus marismas y su interminable verano. Estaban adaptados a ello. Hallarían la vida allí insoportable. Este no era su mundo…, ¿no podían dejárselo a los tanu? Aunque no dejaba de mirar al cielo, Kerrick no vio ninguna de las grandes rapaces u otras aves que pudieran estar rastreando su paso. Quizá los yilanè no les siguieran. Quizá estuvieran a salvo de ellos al fin.

—Este de ahí es el paso más alto —anunció Munan una tarde, señalando hacía delante—. Donde están esas nubes, donde está nevando en estos momentos. Recuerdo cómo las nubes venían siempre desde el oeste, de modo que allí nieva muy a menudo.

—No podemos aguardar a que cese la nevada —dijo Herilak—. Queda poca madera y forraje. Tenemos que apresurarnos.

Tomó un largo día de constante batallar alcanzar la cima del paso. La nieve era profunda y los mastodontes caminaban dificultosamente y luchaban contra la cortina de nieve arrastrada por el fuerte viento. Fue una agotadora lucha para todos ellos, abriéndose camino paso a paso. A la caída de la noche los sammads estaban todavía en la ladera, y se vieron obligados a pasar una noche insomne allí, con los animales gimiendo inquietos en la oscuridad. Incapaces de encender fuegos, no pudieron hacer más que envolverse en sus pieles y temblar hasta el amanecer. A la primera luz siguieron adelante, sabiendo sólo que les aguardaba la muerte helada si no lo hacían.

Una vez pasada la cresta la marcha se hizo aún más difícil, al descender por la empinada y helada ladera. Pero no podían detenerse. La comida se había agotado y los mastodontes no sobrevivirían otra noche en la nieve. Siguieron avanzando, tanteando su camino por entre los bancos de nubes que rodeaban hacía ellos ladera arriba. Alcanzaron la región de guijarros y peñascos por la tarde, y descubrieron que era más difícil avanzar por ella de lo que lo había sido por la nieve. Era casi de noche cuando salieron de las nubes y sintieron el cálido sol poniente calentar sus rostros. Los valles se abrían debajo de ellos y, muy distante, se divisaban indicios de vegetación verde.

Cayó la oscuridad, pero sólo se detuvieron el tiempo suficiente para montar un fuego y encender antorchas. Tras lo cual los agotados sammads siguieron la tambaleante marcha al parpadeo de su luz. Hasta que no comprobaron que el suelo empezaba a ser más blando bajo sus pies no supieron que la prueba había terminado. Entonces se detuvieron, en una ladera al lado de un murmurante curso de agua procedente de las nieves fundidas con algunos mechones de hierba dispersos. Se dejaron caer, exhaustos, mientras los mastodontes chillaban y arrancaban grandes montones de hierba con sus trompas. Incluso la carne murgu supo bien aquella noche.

Lo peor había pasado; descender hasta los valles demostró ser mucho más fácil de lo que había sido la subida. Muy pronto estaban de nuevo entre los árboles, donde los mastodontes se atiborraron de hojas verdes. Los cazadores se sentían felices. Aquel mismo día habían visto los excrementos frescos de una cabra montés, y por la mañana juraron que comerían carne fresca. Pero las cabras monteses eran demasiado huidizas y trepaban con sorprendente facilidad, desapareciendo mucho antes de que los cazadores se situaran a tiro de flecha. Fue al día siguiente, en una pradera entre árboles, que divisaron una manada de pequeños ciervos: mataron a dos antes de que los demás huyeran. No sólo había ciervos allí para comer, sino que los pinos de aquel lugar eran de una clase que nunca antes habían visto, con dulces y sabrosos piñones dentro de sus piñas. Las montañas estaban a sus espaldas, el futuro se abría brillante.

Fue al día siguiente cuando el curso de agua que estaban siguiendo terminó en un rocoso estanque. En el lodo de sus orillas había las huellas de muchos animales. El estanque en sí no tenía salida; el agua debía seguir su camino subterráneamente desde allí; era algo que habían visto suceder anteriormente.

—Aquí nos detendremos —dijo Herillak—. Hay agua, pastos para los animales, buena caza si hemos sabido leer bien las señales. Esto es lo que haremos. Los sammads se instalarán en este lugar y los cazadores traerán carne fresca. También hay bayas y raíces que cavar. No pasaremos hambre. Yo iré con Munau, que ha estado aquí antes, para ver lo que hay más adelante. Kerrick vendrá con nosotros.

—Debemos llevar pellejos de agua —dijo Munau—. Hay poca agua después de aquí, ninguna en el desierto.

—Esto es lo que haremos —dijo Herilak.

El cambio empezó de inmediato, tan pronto como los tres cazadores hubieron descendido un poco más por las colinas. Ahora había pocos árboles, la hierba era más seca, y había cada vez más plantas espinosas de aspecto peligroso. Cuando las laderas de las colinas se hicieron más llanas la hierba empezó a ser escasa y caminaron sobre grava y trechos de arena arrastrada por el viento. Todas las plantas eran ahora espinosas y de aspecto seco, y cada vez más espaciadas. El aire era seco e inmóvil. Un lagarto se escurrió fuera de su vista cuando se acercaron. No se movía nada más.

—Ha sido un largo y duro día —dijo Herilak—. Nos detendremos aquí, un lugar es igual que otro. ¿Es este el desierto del que nos hablaste?

Munan asintió.

—Es muy parecido a este. Algunos lugares con más arena, a veces rocas quebradas. Sólo crecen estas plantas espinosas. No hay agua.

—Seguiremos por la mañana. Tiene que haber un final. El desierto era caluroso y seco y, pese a lo que Herilak había dicho, parecía interminable. Caminaron durante cuatro días, del amanecer al anochecer, descansando a mediodía cuando el sol estaba en lo alto y hacía demasiado calor para continuar. Al final del cuarto día las montañas no eran más que una línea gris en el horizonte a sus espaldas. Delante el desierto no mostraba el menor cambio. Al atardecer Herilak subió a una pequeña elevación, protegiendo sus ojos mientras miraba hacía el oeste.

—Lo mismo —dijo—. Ni colinas ni montañas, nada verde. Sólo más desierto.

Kerrick tendió el pellejo de agua.

—Este es el último.

—Lo sé. Regresaremos por la mañana. Hemos llegado hasta tan lejos como hemos podido. Incluso ahora no tendremos agua para el último día de marcha. Beberemos bien por la noche, cuando lleguemos de nuevo a las colinas.

—¿Qué haremos entonces? —preguntó Kerrick, recogiendo ramitas secas para su fuego.

—Tendremos que pensar en ello. Si la caza es buena quizá podamos quedarnos en esas colinas. Ya veremos.

Cuando se hizo oscuro escucharon el ulular de un búho, muy cerca. Kerrick se sobresaltó, repentinamente despierto, sintiendo un brusco estremecimiento. Sólo era un búho, nada más. Vivían allí en el desierto, alimentándose de lagartos. Sólo un búho.

Los yilanè no podían saber dónde estaban, no podían haberles seguido a través de las nieves del paso en las montañas. Estaban seguros allí.

Sin embargo, aquella noche soñó con Alpèasak, se halló de nuevo entre las escurridizas fargi. Al otro extremo de la traílla estaba Inlènu*‹. Gimió en su sueño pero no despertó, no supo que permaneció toda la noche sujetando con engarfiados dedos el anillo de hierro que rodeaba su cuello.

Cuando despertó al amanecer el sueño seguía aún con él, gravitando como un gran peso sobre él. Era sólo un sueño, no dejaba de decirse a sí mismo, pero la sensación de desastre siguió con él mientras caminaban.

Hicieron un buen tiempo en su viaje de regreso. Con la comida y el agua agotados había menos que transportar y podían moverse más aprisa por el seco desierto, luego por las herbosas laderas de las colinas. Era ya última hora de la tarde cuando llegaron a la última elevación, con las bocas secas, anticipando con placer el agua que había allí delante. El camino que estaban siguiendo cruzaba una extensión de densa maleza que crujió cuando se metieron en ella. Herilak abría la marcha, subiendo firmemente. Vio que estaba distanciándose de los otros y se detuvo para dejar que le alcanzaran.

Cuando lo hizo, la flecha paso zumbando junto a él y golpeó contra el suelo.

Se lanzó inmediatamente a un lado, gritando una advertencia mientras lo hacía. Ocultándose detrás del tronco de un árbol, tomó una flecha de su carcaj y la encajó en la cuerda del arco. Una voz llamó desde arriba:

—Herilak, ¿eres tú? ¿Fuiste tú quien gritó?

—¿Quién eres?

—Sorli. Ve con cuidado. Hay peligro en el bosque.

Herilak miró cautelosamente a su alrededor pero no vio nada. ¿Qué peligro podía haber allí? No deseaba llamar de nuevo. Kerrick apareció entre los árboles, avanzando con cuidado. Herilak le hizo señas de que se acercara, le indicó que se mantuviera en el camino. Cuando Munan hubo pasado, también les siguió, silencioso y alerta.

Sorli les aguardaba, oculto de la vista tras los grandes peñascos. Otros cazadores de su sammad estaban por las inmediaciones, ocultos de abajo, vigilando la ladera. Sorli les hizo señas de que pasaran, luego siguió detrás de ellos. Cuando hubieron pasado la cresta retiró la flecha de su arco.

—Te oí mover por entre la maleza, pero sólo vi tu silueta. No sabía que eras tú, de modo que lancé la flecha. Pensé que eran los otros. Atacaron esta mañana, poco después de amanecer. Los cazadores de guardia fueron muertos pero dieron la alarma. Mataron a uno de los mastodontes también quizá para la carne pero los rechazamos antes de que pudieran hacerle nada.

—¿Quienes eran?

—No eran tanu. ¡Murgu! —Kerrick oyó el terror en su propia voz cuando pronunció la palabra—. No aquí, no, no aquí también.

—Tampoco murgu. Pero no tanu como conocemos a los tanu. Matamos a uno, podréis verle. Tienen lanzas, pero no arcos.

Caminaron siguiendo el sendero, y Sorli y se detuvo y señaló a un cuerpo caído.

El cadáver yacía donde había sido abatido, boca abajo entre la maleza. Había un sangrante agujero en su espalda, donde había sido arrancada la flecha que había causado la herida mortal. Había pieles atadas en torno a su cintura. La piel del cadáver era más oscura que la de ellos, el largo pelo negro en vez de rubio o castaño. Herilak se inclinó y giró el cuerpo, apartó las pieles a un lado con el mango de la lanza.

—Un cazador. Podría ser tanu excepto por la piel y ese pelo.

Kerrick se inclinó y abrió uno de sus párpados; un nublado ojo negro miró sin vida a los suyos azules. Munan se inclinó para mirar también, luego escupió con desagrado.

—Harwan —dijo. Cuando era pequeño me asustaba cuando contaban historias acerca de los hombres negros de más allá de las altas montañas que venían en la oscuridad para robar a los niños y comerse a los bebés. Les llamaban harwan, y eran feroces y terribles. Algunos decían que las historias eran verdaderas. Otros se reían.

—Ahora ya lo sabes —dijo Sorli—. Eran verdaderas. Y hay otra cosa. Mirad esto.

Les condujo a una cierta distancia ladera arriba, hasta la forma oscura tendida bajo los árboles. Herilak la miró y gruñó desconcertado.

—Un dienteslargos, uno de los más grandes que haya visto nunca.

Era inmenso, una vez y media la altura de un hombre. La boca del animal estaba abierta de par en par en la muerte, y los dos largos caninos que le daban su nombre se proyectaban enormes, mortíferos, afilados.

—Vino con el tanu oscuro…, y había otros también. Avanzaban con ellos como mastodontes, atacaban cuando se les decía.

A Herilak aquello no le gustó en absoluto.

—Esto es peligroso. Tanu armados y esas criaturas. ¿De dónde vinieron?

—Del norte…, y regresaron al norte. Puede que se tratara de una partida de caza. Herilak miró hacía el norte y agitó la cabeza.

—Entonces ese camino queda cerrado para nosotros. Lo mismo que el camino al oeste, al menos en este lugar. No sabemos cuántos de esos tanu oscuros hay, ni cuantos dienteslargos van a su lado. No deseamos luchar contra ellos. Eso sólo nos deja una dirección donde ir.

—Al sur —dijo Kerrick—. Al sur a través de esas colinas. Pero puede que haya murgu ahí.

—Puede haber cualquier cosa ahí —dijo Herilak, con el rostro tenso. No importa. Tenemos que ir. Puede que el desierto termine ahí, es probable que la caza sea buena. Ahora bebamos un poco de agua. Mantened guardias durante la noche. Partiremos mañana al amanecer. Un niño podría haber leído las señales del paso de los sammads, tan claramente estaban marcados en el blando suelo. Los profundos surcos trazados por los palos de las rastras las enormes huellas de los mastodontes, los montones de sus excrementos. Herilak no hizo ningún intento de borrar aquellas huellas…, pero los cazadores aguardaban ocultos, algunos de ellos a dos días de marcha detrás de los sammads, para asegurarse de que no eran seguidos. Transcurrieron algunos días, y no había ninguna señal de que los tanu oscuros o sus compañeros dienteslargos estaban detrás de ellos. Pese a esto, Herilak continuó asegurándose de que hubiera siempre guardias atentos y vigilando, día y noche.

Puesto que todos los valles y cerros descendían de las altas montañas, para nivelarse y convertirse en áridas llanuras, decidieron bajar de las colinas hasta la llanura en sí. En vez de abrirse camino entre los cerros, la marcha prosiguió a lo largo del borde del desierto. Los cazadores iban a la cabeza, explorando los valles en busca de agua. Cuando acampaban cada anochecer, los mastodontes eran llevados valle arriba para que bebieran y pastaran.

La marcha prosiguió. La caza era escasa en las últimas estribaciones y en la llanura. Pero las extensiones herbosas al pie de las colinas empezó a extenderse más y más en lo que hasta entonces había sido sólo árido desierto, interrumpido ahora una y otra vez por secos cursos de agua. Pero no había agua en la herbosa llanura, y muy poca o ninguna vida animal. No podían hacer más que seguir adelante.

No fue hasta que la luna se hubo puesto cerúlea y desvanecido dos veces que alcanzaron el río. El agua debía proceder de las altas montañas, puesto que la corriente era fuerte y el canal que había excavado muy profundo. Se detuvieron en su orilla, contemplando el agua caer sobre las rocas de abajo, levantando nubes de espuma.

—No hay forma de cruzar el río por aquí —dijo Kerrick.

Herilak asintió y miró corriente abajo.

—Quizá fuera más sensato no cruzarlo…, sino seguirlo. Con toda esta agua, el desierto tiene que terminar. Donde termine el desierto habrá caza. Esto es lo que debemos buscar, porque la carne murgu se está agotando. Tenemos que hallar un lugar donde podamos acumular comida y cazar animales.

Y expresó en voz alta el pensamiento que estaba siempre con ellos:

—Tenemos que encontrarlo antes de que empiece el invierno.

Siguieron el río en sus serpenteos por la llanura hasta una hilera de colinas. Había muchos lugares donde la orilla había cedido y donde los mastodontes podían beber. En algunos de aquellos lugares había también huellas de ciervos. Y algo más. Fue Munan quien primero lo mencionó. Se reunió con Herilak y Kerrick junto a su fuego y se sentó, de espaldas a las colinas.

—He cazado durante muchos años —dijo. Sólo una vez fui cazado. Dejadme que os lo cuente. Fue en las altas colinas que vosotros llamáis montañas y donde estaba persiguiendo al granciervo. El rastro era fresco y era primera hora de la mañana. Yo caminaba silenciosamente, pero sabía que algo no iba bien. Luego supe de qué se trataba. Yo también estaba siendo seguido, observado. Podía sentir unos ojos posados en mí. Cuando estuve seguro de ello me di bruscamente la vuelta…, y allí estaba, en una cornisa encima mío. Un dienteslargos. No lo bastante cerca para saltar, todavía no. Debía haber estado rastreándome…, del mismo modo que yo había rastreado el granciervo. Me miró directamente a los ojos, luego desapareció.

Herilak asintió.

—Los animales saben cuándo son observados. Una vez perseguí a un dienteslargos, y se volvió hacía mí porque sintió mis ojos. A veces un cazador se da cuenta cuando hay unos ojos posados en él.

—Ahora estamos siendo observados —dijo en voz baja Munan, removiendo el fuego—. No volváis las cabezas, pero coged un poco de leña y, cuando lo hagáis, mirad a la colina que hay a mis espaldas. Hay algo allí mirándonos, estoy seguro de ello.

—Ve a buscar un poco de leña, Kerrick —dijo Herilak—. Tus ojos son buenos.

Kerrick se levantó lentamente y caminó unos pasos, regresó con unos cuantos troncos que arrojó al fuego.

—No puedo estar seguro —dijo. Hay una prominencia rocosa cerca de la cumbre de la colina, una sombra oscura debajo de la roca. El animal podría estar allí.

—Habrá guardia extra esta noche —dijo Herilak—. Esta es una nueva región. Puede haber cualquier cosa en esas colinas. Incluso murgu.

No hubo ninguna alarma durante la noche. Antes del amanecer Herilak despertó a Kerrick, y Munan se les unió. Habían llegado a un acuerdo sobre una estratagema la noche antes. Yendo por diferentes caminos, tan silenciosos como las sombras que les rodeaban, se acercaron a la prominencia rocosa desde los lados y desde abajo. Cuando salió el sol, estaban en las posiciones que habían elegido.

Cuando Herilak imitó la llamada de un pájaro, se acercaron. Se encontraron delante de la prominencia, las armas preparadas, pero no había nada allí. Pero algo había estado allí, señaló Kerrick.

—La hierba está aplastada, rota en este lugar. Algo nos estaba observando.

—Abríos. Buscad huellas —dijo Herilak.

Fue Munan quien encontró la marca.

—Aquí, en la arena. La huella de un pie.

Se acercaron y miraron. En silencio, porque no había posibilidad de equivocarse sobre la criatura que había dejado aquella marca.

—Tanu —dijo Herilak, alzándose y mirando hacía el norte—. ¿Es posible que los tanu oscuros nos hayan seguido hasta aquí?

—Eso no parece fácil —dijo Kerrick—. Y si lo han hecho, entonces tienen que haber dado un rodeo por las colinas para situarse delante de nosotros. Esta huella es de otro tipo de tanu. Estoy seguro de ello.

—Tanu detrás, tanu delante -Herilak frunció el ceño ante aquel pensamiento. ¿Vamos a tener que luchar para poder cazar?

—Este tanu no luchó…, sólo observó —dijo Kerrick—. No siempre los tanu matan a los tanu. Sólo cuando empezaron los fríos inviernos. Aquí, tan al sur, los inviernos no tienen que ser tan duros.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Munan.

—Vigilarlos también, intentar hablar con ellos —dijo Kerrick—. Puede que nos tengan miedo.

—Yo les tengo miedo —dijo Munan—. Miedo de una lanza en mi espalda.

—Entonces el miedo es mutuo —dijo Kerrick—. Mientras avancemos juntos, con muchas lanzas y arcos, puede que esos nuevos tanu no se atrevan a acercarse. Si yo voy delante, solo, llevando únicamente mi lanza, quizá se me acerquen.

—Es peligroso —dijo Herilak.

—Toda la vida es peligrosa. Hay tanu ahí fuera, viste la huella ante tus ojos. Si no intentamos establecer un contacto pacífico con ellos sólo tenemos otra posibilidad. ¿Es eso lo que deseamos?

—No —dijo Herilak—. Ya hay suficientes muertes sin que nos matemos los unos a los otros. Hoy permaneceremos en este campamento. Dame tu arco y tus flechas. No te alejes demasiado por las colinas. Si no ha ocurrido nada al mediodía, regresa. ¿Has entendido?

Kerrick asintió y le entregó sus armas en silencio. Luego observó y aguardó hasta que los dos cazadores hubieron regresado por el mismo camino por el que habían venido, descendiendo las colinas hasta las tiendas antes de volverles la espalda y empezar a subir lentamente la ladera.

Era rocosa y la tierra estaba dura, de modo que quien quiera que fuese el que había dejado la huella no había dejado otras…, del mismo modo que él tampoco dejaba ningún rastro que pudiera ser seguido. Kerrick trepó hasta el siguiente cerro y volvió la vista hacía las tiendas, que ahora estaban muy lejos y muy abajo. Aquel podía ser un buen lugar donde esperar. Estaba abierto a todos lados, y nadie podía deslizarse hasta él sin ser visto. Y si tenía que huir, el camino estaba expedito. Se sentó mirando al valle, colocó la lanza entre sus piernas, y se mantuvo atento.

Las colinas estaban silenciosas, desnudas y vacías de cualquier cosa que se moviera, aparte las hormigas y la arena ante él. Se afanaban tirando de un escarabajo muerto de varias veces su tamaño, intentando arrastrarlo hasta su nido. Kerrick observó las hormigas…, mientras con el rabillo del ojo observaba a la vez a su alrededor.

Algo hormigueó en su nuca y lo sacudió con la mano, pero no había nada allí. Y sin embargo seguía sintiendo algo, no exactamente un hormigueo, sino una sensación de algún tipo. Cuando la reconoció, recordó la descripción de Munan de lo que había sentido. Estaba siendo observado.

Se puso lentamente en pie y se volvió en redondo, alzando la vista hacía la herbosa ladera de la colina y el bosquecillo de encima. No se veía a nadie. Había algunos arbustos en la ladera, pero eran delgados y no ofrecían cobertura. Si alguien le observaba tenía que ser desde detrás de los árboles. Los contempló y aguardó, pero no se movió nada. Si el oculto observador tenía miedo, entonces era él quien debería tomar la iniciativa.

Sólo cuando fue a depositar su lanza en el suelo se dio cuenta de que su mano estaba sujetando crispadamente el mango. Su única protección. No deseaba dejarla. Pero debía hacerlo si el invisible observador u observadores, debían convencerse de que venía en son de paz. Con un esfuerzo de voluntad y una decisión que no sentía, la arrojó a un lado. Siguió sin producirse ningún movimiento entre los árboles.

Kerrick avanzó lentamente un pie, luego el otro. Notaba la garganta seca, y el sonido de su corazón golpeaba fuertemente en sus oídos mientras avanzaba lentamente hacía los árboles. Se detuvo cuando estuvo a un tiro de lanza del posible escondite, incapaz de seguir avanzando. Ya era suficiente. Ahora correspondía a los que estaban escondidos dar el siguiente paso. Alzó lentamente las manos, las palmas hacía fuera, y gritó:

—No traigo armas. Vengo en son de paz.

Ninguna respuesta. Pero ¿había habido un movimiento en las sombras entre los árboles? No podía estar seguro. Retrocedió un paso y repitió sus palabras de nuevo.

Una agitación en la oscuridad. Una silueta. Había alguien de pie allí. Kerrick dio otro paso hacía atrás, y la figura avanzó hacía él, saliendo a la luz del sol.

La primera reacción de Kerrick fue de miedo. Se tambaleó hacía atrás, pero consiguió controlarse antes de dar media vuelta y echar a correr

El cazador tenía el pelo negro y la piel oscura, y no y llevaba barba. Pero sus manos estaban vacías como las de Kerrick. Tampoco llevaba pieles como las del cazador en las colinas. Había algo blanco atado en torno a su cabeza, una piel blanca rodeaba también sus caderas. No de un blanco grisáceo, sino blanca como la nieve.

—Hablemos —dijo Kerrick, dando un lento paso adelante.

Ante aquel movimiento la otra figura se dio la vuelta, casi corrió de vuelta a la protección de los árboles. Kerrick se detuvo cuando vio aquello. El otro se recobró e incluso a aquella distancia, Kerrick pudo ver que el hombre temblaba de miedo. Tan pronto como se dio cuenta de aquello, Kerrick se sentó lentamente sobre la hierba las manos aún alzadas pacíficamente.

—No te haré ningún daño —dijo—. Ven a sentarte, y hablaremos.

Después de aquello, Kerrick no se movió. Cuando notó que se le cansaban los brazos los bajó, y descansó las manos, con las palmas vueltas hacía arriba, sobre sus muslos. Canturreó para sí mismo, alzó la vista al cielo, luego hacía las vacías laderas, sin hacer ningún movimiento brusco que pudiera sobresaltar al desconocido.

El otro cazador dio un solo y vacilante paso hacia delante, luego otro. Kerrick sonrió y asintió, y no movió las manos. De paso en paso, lenta y temblorosamente, el otro avanzó hasta que estuvo a menos de diez pasos de distancia. Entonces se dejó caer al suelo sentado con las piernas cruzadas como Kerrick, mirándole con unos grandes y aterrados ojos. Entonces Kerrick pudo ver que no era ningún joven. Su piel era arrugada, y el negro de su pelo estaba salpicado de gris. Kerrick sonrió, no hizo más movimientos. La mandíbula del hombre se movió, y Kerrick pudo ver agitarse su garganta, pero de él sólo brotó un sonido ronco. Tragó, y finalmente consiguió hablar. Las palabras brotaron como un torrente.

Kerrick no pudo comprender nada. Sonrió y asintió para darle al otro algo de seguridad, mientras las graves y sibilantes palabras proseguían. Luego el otro dejó repentinamente de hablar, se inclinó hacía delante y bajó la cabeza. Kerrick se sintió desconcertado. Aguardó hasta que el cazador alzó de nuevo la vista antes de hablar.

—No puedo comprender nada de lo que dices. ¿Entiendes tú lo que yo digo? ¿Quieres saber mi nombre? —Se tocó el pecho—. Kerrick. Kerrick.

No hubo respuesta. El otro se limitó a permanecer sentado y mirar, la mandíbula caída, los ojos muy abiertos y blancos contra su oscura piel. Sólo cuando Kerrick hubo dejado de hablar asintió de nuevo con la cabeza. Habló un poco más, luego se puso en pie y retrocedió hacía los árboles. Otro cazador emergió de las sombras y le tendió algo. Kerrick vio que había otros moviéndose detrás de él, y encogió las piernas debajo de su cuerpo, listo para saltar en pie y echar a correr. Cuando ninguno de ellos avanzó se relajó un poco. Pero siguió vigilando los árboles mientras el primero regresaba. Los otros siguieron allá donde estaban.

Esta vez el cazador se sentó más cerca de él. Kerrick vio que llevaba un cuenco oscuro hecho de alguna materia y lleno de agua. Lo alzó con ambas manos y bebió, luego tendió ambos brazos hacía delante y lo depositó en el suelo entre los dos.

Los cazadores que beben juntos están compartiendo algo, pensó Kerrick. Es un acto de paz. Esperaba. Observó atentamente al otro mientras adelantaba los brazos y tomaba el cuenco, lo alzaba y bebía de él, lo devolvía encima de la hierba.

El otro recogió el cuenco, lo alzó y derramó el agua que quedaba en el suelo a su lado. Luego palmeó el cuenco y dijo una palabra.

—Waliskis.

Luego tendió el cuenco de vuelta a Kerrick. Kerrick estaba desconcertado por aquellas acciones, pero asintió y sonrió en un intento de dar confianza. Acercó el cuenco hacía si y vio que estaba hecho de alguna sustancia marrón oscuro que no pudo identificar; lo observó más detenidamente. Áspero y marrón, pero decorado con un dibujo negro cerca del borde superior. Le dio vueltas entre sus manos…, y descubrió que había un dibujo más grande en negro al otro lado.

Estaba muy bien hecho, una clara silueta negra. No era una mancha al azar o un simple esquema repetido. Era la figura de un animal. Los colmillos eran evidentes la trompa también.

Era un mastodonte.

—Waliskis —dijo el otro—. Waliskis.