Todas las formas de vida son inmutables, puesto que el ADN es eterno en el tiempo.
Alpèasak hervía de vida, se agitaba y retorcía desde las primeras luces hasta la vuelta de la oscuridad. Donde antes sólo había unas pocas fargi avanzando por las amplias avenidas entre los árboles de la ciudad ahora circulaban yilanè a pie, yilanè de rango en palanquines, fargi solas en grupos cargadas con fardos, incluso bien custodiados grupos de machos, silenciosos y con los ojos muy redondos mientras contemplaban el incesante movimiento a su alrededor. El puerto había sido enormemente ampliado, y sin embargo aún no era lo bastante grande para acomodar a todos los que llegaban, de modo que las oscuras formas de los uruketo procedentes del océano tenían que permanecer en el río, los hocicos hacía la orilla, aguardando su turno. Una vez amarrados, agitadas masas de fargi los descargaban, siendo empujadas a un lado por las pasajeras yilanè ansiosas de poner pie a tierra tras el largo viaje.
Vaintè contemplaba todo aquel movimiento con excitación, con orgullo en cada tensa línea de su cuerpo. Su ciudad, su trabajo, su ambición estaba ahora cumplida. Inegban‹ había venido finalmente a Alpèasak. La unión de las dos ciudades traía consigo una excitación que era imposible resistir. La juventud y crudeza de Alpèasak quedaba ahora atemperada por la edad y la sabiduría de Inegban‹. Esta unión había producido una amalgama que parecía muy superior a cada una de ellas solas. Era el mundo nacido de nuevo, el huevo del tiempo acabado de eclosionar, con todas las cosas posibles, todas las promesas espléndidas.
Sólo había una sombra en aquel presente y futuro radiantes, pero Vaintè lo apartó a un lado, porque era algo que debería ser considerado y sobre lo que habría que actuar más tarde. En este momento sólo deseaba calentarse al sol de su placer, gozar en las playas del éxito. Sus pulgares se aferraron fuertemente en la firme rama de la balaustrada, y tan grande era su excitación que, sin darse cuenta, cambiaba el peso de su cuerpo de uno a otro pie en una solitaria marcha de la victoria.
La voz le llegó como desde una gran distancia, y Vaintè se volvió reluctante para ver que Malsas‹ se había reunido con ella en la alta plataforma. Sin embargo, tan grande era el placer de Vaintè que había sitio suficiente para que la otra entrara y se uniera a él.
—Mira, eistaa —dijo Vaintè, con orgullo en cada movimiento—. Lo hemos conseguido. El invierno ya no llegará a Inegban‹, puesto que Inegban‹ ha venido al interminable verano de aquí, un verano tan cálido y benéfico como cualquiera en el corazón de Entoban‹. Nuestra ciudad crecerá y prosperará para siempre.
—Así es, Vaintè. Cuando estábamos separadas nuestros dos corazones no latían como uno solo, nuestras ciudades eran distintas y separadas. Ahora somos una. Siento lo mismo que tú, que nuestra fuerza no tiene límites, que podemos hacer cualquier cosa. Y lo haremos. ¿Has reconsiderado sentarte a mi lado, trabajar conmigo? Seguro que Stallan puede conducir a las fargi y barrer la maldición ustuzou de las tierras del norte.
—Quizá pueda, quizá. Pero yo se que puedo, y lo haré. —Vaintè hizo descender sus pulgares entre sus ojos en un rápido gesto—. Soy como dos. Ahora que la salud ha regresado, el odio que me llenaba tan completamente se ha hecho pequeño…, pero aún permanece firme. Una dura bola de odio que puedo sentir dentro de mí. Puede que Stallan sea capaz de aplastar a los ustuzou. Pero soy yo quien debe hacerlo a fin de destruir esta roca de odio dentro de mi cuerpo. Cuando todos ellos estén muertos, cuando la criatura a la que crie y alimenté esté muerta, sólo entonces se disolverá y desaparecerá esa roca. Entonces estaré completa y dispuesta a sentarme a tu lado y hacer lo que dices. Pero esto otro tiene que ser primero.
Malsas‹ hizo signo de reluctante afirmación.
—Te necesito conmigo, pero no cuando te sientes impulsada de este modo. Aplasta a los ustuzou y aplasta esa roca que tienes dentro. Alpèasak tiene todavía mucho tiempo por delante.
Vaintè hizo signo de agradecimiento y apreciación.
—Ahora reuniremos nuestras fuerzas, y estaremos dispuestas a atacarles tan pronto como el tiempo sea más cálido al norte. El frío que nos trajo a Alpèasak los empuja también a ellos hacía el sur. Pero aquí el frío del invierno es nuestro aliado. Los ustuzou tienen que cazar ahora allá donde podemos alcanzarles fácilmente, están siendo vigilados. Cuando llegue el momento oportuno, morirán. Caeremos sobre ellos, los barreremos, luego seguiremos al norte para golpear a los otros. Haremos esto una y otra vez, los golpearemos de nuevo y de nuevo hasta que todos ellos estén muertos.
—¿No utilizarás los botes? Hablaste de atacar por tierra.
—Ellos nos esperarán por el agua. No saben que ahora tenemos los uruktop y también algunos tarakast. Fue Vanalpè quien supo de esos animales, quien viajó hasta Entoban‹, hasta la lejana ciudad de Mesekei, distante del océano, donde son usados esos animales. Les habló de nuestra necesidad, de la amenaza ustuzou, y le entregaron sus sementales más resistentes. Los uruktop crecen hasta la madurez en menos de un año. Los jóvenes son ya ahora de un tamaño adecuado, resistentes y entrenados. Los tarakast son más grandes, necesitan más tiempo para madurar, así que sólo fueron traídos algunos especímenes inmaduros, pero incluso ellos serán de una gran ayuda. Cuando ataquemos ahora lo haremos por tierra. El ustuzou que escapó de mí los lidera ahora, y está con el grupo en el sur. Lo he visto en las imágenes. Él morirá primero. El resto no nos dará ningún problema cuando él haya desaparecido.
Vaintè miró al futuro, planeando su venganza, viendo solamente una muerte cruel para aquel al que odiaba. El cielo sobre sus cabezas se oscureció al mismo tiempo que sus pensamientos cuando una densa nube paso por delante del sol, y las sombras se cerraron sobre ellas. Cuando las sombras tocaron sus pieles, una sombra aún más oscura tocó sus pensamientos, algo aún más perturbador que los ustuzou. Siempre era así, porque por brillante que empiece un día siempre termina en la oscuridad de la noche. Había una oscuridad en aquella ciudad de luz que siempre penetraba en sus pensamientos cuando veían lo que estaban viendo ahora. Una hilera de yilanè, atadas entre sí por la cintura, avanzaban lentamente allá abajo. La primera de la hilera miró a su alrededor, luego alzó la vista, su tranquila mirada atraída por alguna razón hacía las dos figuras que miraban desde arriba. La distancia no era grande de modo que pudo reconocerlas, reconoció a Vaintè. Su mano se movió en un rápido y cálido reconocimiento, de una efensele a otra, luego hubo pasado.
—De mi propio efenburu —dijo amargamente Vaintè—. Ese es un peso del que nunca podré librarme.
—La culpa no es tuya —dijo Malsas‹—. También hay Hijas de la Muerte en mi propio efenburu. Esta es una enfermedad que nos corroe a todas.
—Esta es una enfermedad que puede tener cura. No me atrevo a hablar más de ello ahora; podríamos ser oídas. Pero te diré que veo una posibilidad de esperanza.
—Eres primera ante mí en todas las cosas —dijo Malsas‹ con una fuerte sinceridad en cada movimiento—. Consíguelo, cura esta enfermedad, y ninguna será más alta.
Enge no había pretendido saludar a su efensele, el gesto había sido hecho inconscientemente, pero cuando lo hubo hecho se dio cuenta de su error. A Vaintè no le hubiera gustado en ninguna circunstancia. Pero en este momento, con la eistaa presente, podía ser considerado un insulto. Enge no había pretendido que fuera así. Había sido un error, pero no un error deliberado.
La hilera se había detenido ante la cerrada puerta y aguardaba a que se abriera, aguardaba a que sus componentes fueran soltadas. Soltadas en prisión, pero para todas ellas aquello era la libertad. Allí eran ellas mismas, allí eran libres de creer en la verdad, y más importante aún…, hablar la verdad.
Cuando estaba con las otras Hijas de la Vida, Enge ya no se sentía atada por su juramento de no hablar a las otras yilanè de sus creencias…, porque todas aquí compartían las mismas creencias. Cuando Inegban‹ había venido a Alpèasak, la indeseada carga de creyentes de la ciudad había venido también. Eran tantas que el recinto había tenido que ser ampliado, rodeado de muros y vigilado de modo que su veneno intelectual no se difundiera. Lo que hablaran entre ellas detrás de aquellos muros no importaba a las gobernantas de fuera. Siempre que aquellos traidores pensamientos permanecieran dentro de los aguzados espinos del muro.
Efenate se apresuró hacía Enge, su esbelta forma temblando con las noticias.
—Es Peleine —dijo—. Nos está hablando, respondiendo a nuestras preguntas.
—Me uniré a vosotras —dijo Enge, con la rigidez de su cuerpo apenas ocultando sus turbados pensamientos. Las enseñanzas de Ugunenapsa siempre habían sido claras para ella, un rayo de luz solar en la oscura jungla de las preocupaciones. Pero sus enseñanzas no siempre eran vistas de esta forma por las demás, estaban abiertas a interpretaciones y discusión. Eso era simplemente correcto porque Ugunenapsa había enseñado sobre la libertad del poder de la mente para comprenderlo todo, no sólo el poder de la vida y de la muerte. Aunque Enge estaba de acuerdo con aquella libertad, todavía se sentía alterada por algunas de las interpretaciones de las palabras de Ugunenapsa, y de todas las interpretaciones la de Peleine era la que más la trastornaba.
Peleine estaba de pie sobre la raíz elevada de un gran árbol, de modo que todas las reunidas a su alrededor podían oír lo que estaba diciendo. Enge se detuvo al borde de la congregación, apoyándose como las demás sobre su cola para escuchar. Peleine estaba hablando con el nuevo estilo de discusión que se había hecho tan popular, utilizando preguntas y respuestas para decirles lo que deseaba que supieran.
—Ugunenapsa —preguntó la fargi aún mojada del agua del mar—, Ugunenapsa, ¿qué es lo que me hace diferente del calamar en el océano?
Entonces Ugunenapsa respondió:
—La diferencia es, hija mía, que tú sabes de la muerte mientras que el calamar en el océano sólo sabe de la vida.
—Pero sabiendo de la muerte, ¿cómo puedo saber de la vida? —la respuesta que dio entonces Ugunenapsa fue tan sencilla y tan clara que de haber sido pronunciada en el huevo del tiempo seguiría resonando aún mañana y el día después de mañana. La respuesta fue que eso es lo que nos sostiene, puesto que, sabiendo de la muerte, conocemos los límites de la vida, y en consecuencia vivimos cuando otros morirían. Esa es la fuerza de nuestra creencia, esa es la creencia que constituye nuestra fuerza.
»Entonces la fargi, mojada aún por el mar en su simplicidad, preguntó, ¿no traigo la muerte al calamar que me como? Y la respuesta fue no, el calamar te trae la vida con su carne, y puesto que no conoce la muerte, no puede morir.
Hubo un murmullo de apreciación de las oyentes ante aquello, y la propia Enge se sintió emocionada por la claridad y belleza del pensamiento, y por un momento olvidó todas las reservas que podía albergar hacía la oradora. Ansiosa en su deseo de conocimiento, una de las yilanè exclamó desde el grupo de oyentes:
—Sabia Peleine, ¿y si el calamar fuera tan grande que amenazara tu vida, y su sabor fuera tan horrible que no pudiera ser comido? ¿Qué harías entonces? ¿Te quedarías quieta y serías devorada, o lo matarías aunque supieras que no podías comértelo?
Peleine hizo signo de aceptación de la dificultad del problema.
—Aquí es donde debemos estudiar muy de cerca los pensamientos de Ugunenapsa. Ella nos habló de la cosa dentro de nosotros que no puede verse, que nos permite hablar y que nos separa de las bestias no pensantes. Es valioso conservar esa cosa que no puede verse, en consecuencia, matar al calamar para conservar la cosa que no puede verse es digno de hacer. Somos las Hijas de la Vida, y, debemos conservar la vida.
—¿Y si el calamar pudiera hablar? —preguntó alguien, y puesto que era la pregunta que todas ellas tenían en mente guardaron un atento silencio. Cuando Peleine habló, todas escucharon.
—Para Ugunenapsa no había respuesta a eso, porque ella no conocía ningún calamar que pudiera hablar. —Peleine hizo su respuesta más explícita—. Como tampoco había ustuzou que pudieran hablar. En consecuencia tenemos que explorar las palabras de Ugunenapsa en busca de su auténtica intención. ¿Sólo el habla significa el conocimiento de la vida y de la muerte? ¿O puede un ustuzou hablar, y sin embargo no saber nada de la muerte? Si eso es cierto, entonces para salvar nuestras vidas podemos matar a ese ustuzou que habla, porque sabemos que conocemos la diferencia, y no sabemos si el ustuzou es consciente. Esta es una decisión que debemos tomar.
—Pero no podemos decidir —exclamó Enge, muy turbada—. No podemos decidir a menos que sepamos, porque si no lo sabemos seguro entonces violaremos todas las enseñanzas de Ugunenapsa.
Peleine se volvió en su dirección e hizo signo de asentimiento pero también de preocupación.
—Enge está en lo cierto, pero también plantea el problema. Debemos tener en cuenta la reserva de si existe la posibilidad de que el ustuzou sepa acerca de la vida y la muerte. Esto tiene que ponerse en la balanza contra el hecho de que nosotras sabemos seguro de la vida y de la muerte. En una mano una duda, y en la otra una certeza. Puesto que la vida es lo que más valoramos, digo que debemos conservar la certeza y rechazar la duda. No puede ser de otro modo.
Hubo más preguntas, pero Enge no las escuchó, no deseaba oírlas. No podía escapar de su profunda creencia de que Peleine estaba equivocada, sin embargo no podía hallar la forma de expresar claramente ese pensamiento. Tenía que meditar sobre él. Buscó un lugar tranquilo alejado de las demás y dirigió toda su atención hacia dentro.
Tan enfrascada estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de las guardianas que se abrieron paso entre las reunidas buscando equipos de trabajo. Ni oyó los pequeños gritos de desánimo cuando su maestra, Peleine, fue una de las elegidas, como si no fuera distinta de las demás. Los equipos de trabajo fueron elegidos, sus componentes atadas juntas, conducidas fuera.
Aquellas que fueron seleccionadas junto con Peleine no fueron atadas como las otras sino que fueron separadas en pequeños grupos para distintos trabajos. Ninguna de ellas se dio cuenta de que, al final de todas, Peleine fue dejada sola. Las guardianas fueron despedidas por una yilanè de alto rango, que condujo a Peleine por una larga ruta en torno a la ciudad ante una puerta que se abrió para ellas. Peleine entró a regañadientes, porque aquello había ocurrido antes y aún seguía sin estar interiormente segura de si lo que estaba haciendo era correcto. Pero hasta que lo decidiera no podía efectuar ninguna protesta, no podía negarse a estar allí. Entró reluctante y cerró la puerta tras ella. Sólo había otra yilanè presente en la estancia.
—Hablemos —dijo Vaintè.
Peleine permaneció de pie con la cabeza inclinada contemplando sus propias manos sin verlas mientras entrelazaba y volvía a entrelazar nerviosamente sus pulgares.
—Tengo la sensación de que lo que estoy haciendo está equivocado —dijo finalmente—. No debería estar aquí. No debería hablar contigo.
—No tienes motivos paa sentir de este modo. Simplemente quiero oír lo que tienes que decir. ¿No es un deber para una Hija de la Vida el hablar a las demás acerca de sus creencias, traerles la iluminación?
—Lo es. ¿Estás tú iluminada, Vaintè? ¿Me llamas Hija de la Vida en vez de Hija de la Muerte porque crees como yo?
—Todavía no. Tienes que hablar más conmigo, presentarme argumentos más convincentes antes de que me una a vuestras filas.
Peleine se envaró, con sospecha en cada movimiento de su cuerpo.
—Entonces, si no crees como creemos nosotras…, ¿qué necesidad tienes de mí? ¿Me ves como una sembradora de disensión en las filas de las Hijas? A veces yo misma me veo así, y me pregunto dónde me lleva mi proceso de cuidadoso análisis de nuestras enseñanzas.
—Te lleva a la verdad. Te está convenciendo de que los ustuzou que nos matan merecen a su vez la muerte. Hay justicia en ello. Defendemos nuestras playas, matamos a esas criaturas que amenazan nuestra existencia. No te pido que cambies tus creencias. Te pido solamente que nos ayudes en esta guerra. Si lo haces, los beneficios serán grandes para todas nosotras. Nuestra ciudad será salvada. La eistaa eliminará vuestras ligaduras y seréis de nuevo ciudadanas. Vuestras creencias serán reconocidas como legítimas porque no amenazarán la existencia de Alpèasak. Entonces tú te convertirás en la auténtica líder de las Hijas de la Vida y seguirás los pasos y las enseñanzas de Ugunenapsa.
Peleine hizo signo de confusión y preocupación.
—Pero sigo teniendo dudas. Si los ustuzou pueden hablar, entonces tal vez sean conscientes de la existencia de la muerte, y en consecuencia del significado de la vida. Si esto es así, entonces no puedo ayudar en su extinción.
Vaintè se inclinó entonces hacía delante, tan cerca de ella que sus manos casi se tocaron, y habló con gran emoción.
—Son bestias. Le enseñamos a hablar a uno de ellos, del mismo modo que se enseña a un bote a obedecer órdenes. Sólo a uno de ellos. Los otros gruñen como animales en la jungla. Y este al que enseñamos a hablar como un yilanè ahora mata yilanè. Son una plaga que nos destruye. Deben ser eliminados, hasta el último de ellos. Y tú nos ayudarás. Tú conducirás a las Hijas de la Muerte sacándolas de la oscuridad de la muerte y se convertirán en auténticas Hijas de la Vida. Esto es lo que harás. Esto es lo que tienes que hacer.
Mientras decía esto tocó suavemente los pulgares de Peleine, en el gesto que sólo usa una efensele con otra. Peleine recibió con agradecimiento aquel abrazo de alguien tan alta, y se dio cuenta de que su rango podía ser el de una igual si hacía lo que había que hacer.
—Tienes razón, Vaintè, mucha razón. Se hará como tú dices. Las Hijas de la Vida han vivido apartadas de su ciudad durante demasiado tiempo. Tenemos que regresar, debemos formar parte de nuevo de la vida. Pero no debemos apartarnos del auténtico camino.
—No tenéis que hacerlo. Seguiréis con vuestras creencias y nadie os detendrá. El sendero es claro de aquí en adelante, y tú debes abrir la marcha hacía el triunfante futuro.