La caza era muy mala. Ulfadan había salido desde antes del amanecer y había conseguido muy poco. Un solo conejo colgaba de su cinturón. Era pequeño y flaco, con apenas la carne suficiente sobre sus huesos para alimentar a una sola persona. ¿Cómo iba a comer todo su sammad? Llegó al borde del bosque y se detuvo bajo un gran roble, contemplando la pradera más allá. No se atrevió a seguir.
Allí estaban los murgu. Desde allí hasta el final del mundo, si el mundo tenía un final, sólo había aquellas despreciadas y aterradoras criaturas. Algunas eran buenas para comer, en una ocasión había probado la carne de la pierna de uno de los murgu pequeños con pico que pastaban en enormes rebaños. Pero la muerte aguardaba siempre al cazador que salía a buscarlos. Había murgu venenosos entre la hierba, serpientes de todos tamaños, multicolores y mortíferas. Peores aún eran las gigantescas criaturas cuyos rugidos eran como el trueno, cuyo caminar hacía estremecerse el suelo como un terremoto. Como siempre hacía cuando pensaba en los murgu, aunque no se daba cuenta de ello, sus dedos se cerraron sobre el diente de uno de aquellos gigantes que colgaba de su pecho. Un solo diente, casi tan largo como su antebrazo. Había sido joven y estúpido cuando lo había conseguido, arriesgando la vida para demostrar su valor. Desde los árboles había visto morir al marag, luego los repulsivos carroñeros que se peleaban y arrancaban jirones del cuerpo del animal. Sólo cuando ya era oscuro se atrevió a abandonar el refugio de los árboles para arrancar aquel único diente de las abiertas mandíbulas. Entonces habían aparecido los murgu nocturnos y sólo la suerte le había salvado la vida. La larga cicatriz blanca en su muslo era testimonio de que no había regresado incólume. No, no había presas para él más allá de la protección de los árboles.
Pero el sammad tenía que comer. Y la comida que buscaban y cazaban se estaba haciendo cada vez más y más escasa. El mundo estaba cambiando, y Ulfadan no sabía por qué. El alladjex les había dicho que desde que Ermanpadar había modeado a los tanu del barro del lecho del río el mundo había sido siempre el mismo. En el invierno iban a las montañas donde la nieve era profunda y el ciervo fácil de cazar. Cuando la nieve se fundía en primavera seguían los rápidos torrentes que descendían hasta el río, y a veces hasta el mar, donde los peces saltaban en el agua y cosas buenas crecían en la tierra. Sin embargo, nunca demasiado al sur, porque allí sólo aguardaban murgu y muerte, allí. Pero las montañas y los oscuros bosques del norte siempre habían proporcionado todo lo que habían necesitado.
Esto ya no era cierto. Con las montañas envueltas ahora en un interminable invierno, los rebaños de ciervos se hacían más escasos, la nieve en los bosques permanecía hasta bien entrada la primavera, sus eternas fuentes de comida ya no existían. Ahora podían comer, había suficientes peces en el río en esta estación. Se habían reunido en su campamento junto al río con el sammad de Kellimans; eso ocurría cada año. Era la época de encontrarse y hablar, de que los jóvenes conocieran a sus mujeres. Pero había poco de esto ahora, porque aunque había bastantes peces para comer, no había los suficientes para conservar para el invierno. Y sin esta provisión de comida, muy pocos de ellos verían la primavera.
No había forma de salir de aquella trampa. Al oeste y al este aguardaban otros sammads, tan hambrientos como el suyo y el de Kellimans. Murgu al sur, hielo en el norte…, y ellos atrapados entre ambos. No había salida. La cabeza de Ulfadan estallaba con aquel problema que no tenía solución. Gimió agónicamente como un animal atrapado, luego se volvió y se encaminó de vuelta al sammad.
Desde lo alto de la herbosa ladera que conducía al río nada parecía ir mal. Los oscuros conos de las tiendas de piel se extendían a lo largo de la orilla del río en una hilera irregular. Entre las tiendas se movían figuras, y ascendía el humo de los fuegos. Cerca de él uno de los trabados mastodontes alzó su trompa y berreó. Más allá, en la orilla, podía verse a algunas mujeres cavando la tierra con sus palos endurecidos al fuego, extrayendo raíces comestibles. Las raíces eran buena comida ahora. ¿Pero qué ocurriría cuando el suelo se helara de nuevo? Sabía lo que ocurriría, y apartó el pensamiento de él.
Unos chiquillos desnudos corrían gritando y chapoteando en el agua. Algunas viejas estaban sentadas al sol delante de sus tiendas, tejiendo cestos de sauce y cañas. Mientras caminaba por entre las tiendas el rostro de Ulfadan permaneció serio e impasible, inexpresivo. Uno de sus hijos pequeños corrió hacía él, estallando con un mensaje importante.
—Han llegado tres cazadores, de otro sammad. Uno de ellos es muy curioso.
—Lleva este conejo a tu madre. Corre.
Los cazadores estaban sentados en torno al fuego, lanzando por turno bocanadas de humo de una pipa tallada en piedra. Kellimans estaba allí, y Fraken el alladjex, viejo y arrugado, pero grandemente respetado por su conocimiento y poderes curativos. Los recién llegados se levantaron para darle la bienvenida cuando apareció. Conocía muy bien a uno de ellos.
—Te saludo, Herilak.
—Te saludo, Ulfadan. Este es Ortnar, de mi sammad. Este es Kerrick, hijo de Amahast, hijo de mi hermana.
—¿Os han dado comida y bebida?
—Hemos comido y hemos bebido. La generosidad de Ulfadan es bien conocida.
Ulfadan se unió al círculo en torno al fuego, tomó la pipa cuando llegó a él, e inhaló profundamente el pungente humo. Se preguntó acerca del extraño cazador sin pelo, que tendría que estar muerto con el resto de su sammad pero no lo estaba. Le sería dicho a su debido tiempo. Otros cazadores sentían también curiosidad hacía los recién llegados y se acercaron y se sentaron en círculo en torno a ellos, porque aquella era la costumbre del sammad.
Herilak ya no era tan formal como había sido en su tiempo. Aguardó hasta que la pipa hubo hecho su recorrido una sola vez antes de hablar.
—Los inviernos son largos, y todos lo sabemos. La comida es escasa, y todos lo sabemos. Ahora todo mi sammad está muerto, excepto dos.
Hubo un silencio entre los cazadores después de oír pronunciar aquellas terribles palabras, se oyeron gemidos de agonía de las mujeres que escuchaban fuera del círculo. Muchos tenían familiares que se habían casado en el sammad de Herilak. Más de uno miró hacía el cielo oriental, donde las primeras estrellas empezaban a aparecer. Cuando Herilak habló de nuevo, nadie le interrumpió.
—Es sabido que fui con mis cazadores tan al sur que no había nieve y hacía calor en invierno, al lugar donde sólo hay murgu. Era mi pensamiento que los murgu habían matado a Amahast y a todo su sammad. Mi pensamiento era correcto porque encontramos murgu que caminan como hombres y matan con palos de muerte. Fue uno de sus palos de muerte lo que encontré entre los huesos del sammad de Amahast. Matamos a los murgu que encontramos allí, luego regresamos al norte. Ahora sabíamos que había muerte al sur, y sabíamos qué tipo de muerte era. Pero este último invierno pasamos hambre, y muchos murieron. En el verano la caza fue mala como todos sabéis. Así que llevé el sammad al sur a lo largo de la costa a causa del hambre. Conduje a los cazadores muy lejos al sur, porque la caza es más fácil allí. Sabíamos del peligro. Sabíamos que los murgu podían atacarnos también, pero sin comida estaríamos muertos de todos modos. Estábamos en guardia, y no hubo ningún ataque. No fue hasta cuando regresábamos que cayeron sobre nosotros. Estoy aquí. Ortnar está aquí. Los demás están muertos. Con nosotros está Kerrick, que es el hijo de Amahast, capturado por los murgu, ahora libre al fin. Él sabe mucho acerca de la forma de actuar de los murgu.
Hubo un intenso murmullo de interés y movimiento entre los oyentes cuando los de más atrás intentaron ver con mayor claridad a Kerrick. Señalaron su falta de pelo y el anillo brillante que rodeaba su cuello, y los cuchillos de metal celeste que colgaban allí. Él miró directamente al frente y no dijo nada. Cuando el silencio se restableció, Kellimans dijo:
—Estos son días de muerte para los tanu. El invierno nos mata, los murgu nos matan, otros tanu nos matan.
—¿No es suficiente ser muertos por los murgu? ¿Debemos luchar los unos contra los otros? —preguntó Herilak.
—Es contra el largo invierno y el corto verano contra los que tenemos que luchar —dijo Ulfadan—. Vinimos a este lugar porque el ciervo se ha ido de las montañas. Pero cuando intentamos cazar aquí los arqueros de muchos sammads de más allá de las montañas nos echaron. Ahora tenemos poca comida y en el invierno moriremos de hambre.
Herilak agitó tristemente la cabeza.
—No es este el camino. Los murgu son el enemigo, no los tanu. Si luchamos los unos contra los otros, nuestro fin es seguro.
Kellimans asintió cuando Ulfadan habló de nuevo:
—Creo lo mismo que tú, Herilak, pero esto no es obra nuestra. Es con los otros sammads con los que tienes que hablar. Si no fuera por ellos podríamos cazar y no nos moriríamos de hambre. Vienen de más allá de las montañas, y son muchos y están muy hambrientos. Nos empujan hacía atrás y no podemos cazar. Quieren vernos morir.
Herilak rechazó sus palabras con un gesto de su mano.
—No eso no es cierto. No son ellos la causa de vuestros problemas. La caza tiene que ser igual de mala más allá de las montañas, o no hubieran venido aquí. Los tanu tienen dos enemigos. El invierno que no termina… y los murgu. Se están uniendo para destruirnos. No podemos luchar contra el invierno. Pero podemos matar murgu.
Entonces otros alzaron sus voces y se unieron a la discusión, pero fueron acallados cuando Fraken empezó a hablar. Respetaban los conocimientos y los poderes curativos del viejo, y esperaban que pudiera mostrarles alguna respuesta a sus problemas.
—Los murgu son como las hojas y tan innumerables como las hojas. Nos dices que tienen los palos de muerte. ¿Cómo podemos luchar contra criaturas así? ¿Y por qué deberíamos hacerlo? Si arriesgamos la muerte luchando contra ellos…, ¿qué ganaremos? Es comida y no guerra lo que necesitamos.
Hubo un murmullo de aprobación cuando terminó de hablar. Sólo Herilak pareció estar en desacuerdo.
—Es comida lo que tú necesitas, venganza lo que yo obtendré —dijo hoscamente—. Tiene que hallarse una forma de matar a esos murgu del sur. Cuando estén muertos, habrá buena caza costa abajo.
Hubo mucha discusión y entrecruzar de palabras después de esto, pero no pudo llegar a decidirse nada. Finalmente Herilak hizo una seña a Ortnar y los dos se levantaron y se fueron. Kerrick les observó marcharse…, pero dudó en seguirles. Su ansia de venganza no era como la de ellos. Si no le hubieran llamado, quizá no se hubiera reunido con ellos. Podía quedarse allí junto al fuego y unirse a la charla con los otros cazadores. Quizá incluso pudiera quedarse allí con aquel sammad y cazar y olvidar a los murgu.
Pero no era esa la respuesta. Sabía algo que los otros allí no sabían. Sabía que los yilanè no le olvidarían ni a él ni al resto de los tanu. Su odio era demasiado profundo. Enviarían a las rapaces y encontrarían hasta el último sammad, y no descansarían hasta que todos estuvieran destruidos. Ulfadan y Kellimans y su gente sólo temían al invierno y su hambre y a los otros tanu…, cuando el auténtico asesino estaba más allá del horizonte.
Nadie se dio cuenta cuando Kerrick tomó su lanza y se fue. Encontró a sus dos compañeros junto a un pequeño fuego propio, y se unió a ellos allí. Herilak removió el fuego con un palo, contemplándolo profundamente como si estuviera buscando una respuesta entre las llamas.
—Sólo somos tres —dijo—. No podemos luchar contra los murgu solos…, pero lo haremos si tenemos que hacerlo. —Se volvió a Kerrick—. Tú conoces a los murgu… cosa que nosotros no. Háblanos de ellos. Cuéntanos como hacen la guerra.
Kerrick se frotó la barbilla pensativo antes de hablar. Dijo, lenta y vacilantemente:
—No es fácil de explicar. Primero tenéis que saber de su ciudad, y de cómo es gobernada. Tenéis que comprender a las fargi y a las yilanè y cómo hacen exactamente las cosas.
—Entonces cuéntanoslo —dijo Herilak.
Kerrick halló difícil al principio hablar en tanu de cosas en las que nunca había pensado utilizando ese lenguaje. Tuvo que encontrar nuevas palabras para escenas a las que estaba familiarizado, nuevas formas de describir conceptos totalmente extraños a esos cazadores. Le hicieron preguntas, una y otra vez, sobre cosas que no podían comprender. Finalmente tuvieron alguna idea de cómo funcionaba la sociedad yilanè, aunque tenían muy poca idea de por qué era así.
Herilak contempló en silencio sus cerrados puños allá donde descansaban sobre sus muslos, intentando captar el significado de lo que había oído. Finalmente tuvo que agitar la cabeza.
—Nunca comprenderé a los murgu, y creo que no voy a intentarlo. Ya es suficiente saber cómo actúan. El gran pájaro vuela alto para observarnos, luego regresa y les dice dónde está un sammad para que puedan atacarlo. ¿Es eso correcto?
Kerrick empezó a protestar…, luego cambió de opinión y asintió. Los detalles no eran demasiado importantes siempre que comprendieran algo de lo que los yilanè estaban haciendo.
—Cuando saben dónde se ha detenido un sammad, preparan un ataque. Fargi con armas salen en los botes. Aparecen repentinamente desde el mar y matan todo lo que encuentran, como sabéis.
—Pero tú hablas de más que de eso —señaló Herilak—. ¿No acampan en la orilla la noche antes del ataque?
—Sí, así es como lo hacen. Se detienen tan cerca como pueden pasan la noche, luego dejan sus provisiones tras ellas para atacar al amanecer de la mañana siguiente.
—¿Siempre lo hacen de este modo?
—¿Siempre? No lo sé. Sólo he estado con ellas dos veces. Pero un momento, eso no importa. Por la forma que piensan, la forma en que hacen las cosas, siempre actúan del mismo modo. Mientras su acto tenga éxito, no lo cambian.
—Entonces tenemos que encontrar una forma de utilizar ese conocimiento para destruirlos.
—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó Ortnar.
—Todavía no lo sé. Tenemos que pensar en ello y planear hasta que encontremos una forma. Somos cazadores. Sabemos como acechar nuestra presa. Podemos encontrar una forma de acechar y matar a los murgu.
Kerrick guardaba silencio, sumido en sus pensamientos, viendo la destrucción de un sammad como nadie más podía verla. Una vez había estado en la orilla cuando había empezado el ataque, todavía podía sentir el horror cuando las oscuras formas aparecieron desde el mar. Pero también había estado allí con los atacantes había viajado desde Alpèasak. Había observado los preparativos para el ataque, había escuchado las órdenes y sabía exactamente cómo se había organizado. Ahora tenía que combinar esos dos puntos de vista opuestos y encontrar alguna forma de darle la vuelta a las cosas.
—Darle la vuelta a las cosas —dijo en voz alta. Luego lo gritó de nuevo cuando los dos alzaron la vista hacia él—. ¡Darle la vuelta a las cosas! Pero para conseguir eso necesitaremos a Ulfadan y Kellimans y sus sammads. Tenemos que explicárselo, hacer que comprendan y nos ayuden. Luego, eso es lo que haremos. Marcharemos hacia el sur con los sammads, y cazaremos. La caza será buena, y habrá mucha comida. Pero una vez marchemos al sur es seguro que nuestra presencia será descubierta por los murgu, porque su gran pájaro se lo dirá. Pero nos mantendremos vigilantes, y cuando veamos el gran pájaro nosotros sabremos también lo que va a ocurrir. Cuando veamos el pájaro debemos enviar a nuestros cazadores a vigilar las playas. Así sabremos cuándo llegan los atacantes, y estaremos preparados. En vez de correr, lucharemos; los mataremos.
—Eso es peligroso —dijo Herilak—. Si llevamos los sammads arriesgaremos las vidas de las mujeres y los niños, todos aquellos que no pueden luchar. Tiene que haber otro plan mejor, o esos sammads no correrán el riesgo de venir con nosotros. Piensa de nuevo. ¿No hay algo de lo que me dijiste que era muy importante, algo acerca de la noche? ¿Que a los murgu no les gusta viajar de noche?
—No creo que sea exactamente eso. Sus cuerpos son diferentes de los nuestros. Tienen que dormir por la noche, siempre. Así es como están hechos.
Herilak saltó bruscamente en pie, rugiendo con repentino entusiasmo.
—De la misma forma en que nosotros dormimos por la noche…, pero nosotros no tenemos que hacerlo, no todo el tiempo. De modo que eso es lo que haremos. Hablaremos a los cazadores y les convenceremos de que deben ir al sur a lo largo de la orilla y cazar porque se acerca el invierno. De esta forma los sammads conseguirán comida para el invierno. Pero mientras cazamos vigilaremos constantemente para descubrir al gran pájaro que les habla a los murgu. Cuando el pájaro nos vea, enviaremos cazadores a ocultarse allá donde puedan observar las playas hacía el sur. Cuando los murgu se detengan para la noche, sabremos dónde están. Entonces caeremos sobre ellos en la oscuridad. Sólo los cazadores. Avanzaremos en silencio, y en silencio llegaremos a las playas.
Apretó los puños y golpeó los nudillos el uno contra el otro.
—Y caeremos sobre ellos en la noche. Los lancearemos mientras duermen, los venceremos, los mataremos del mismo modo que ellos hicieron con nosotros. —Encendido por el entusiasmo, se levantó y caminó rápidamente hacía el círculo de cazadores—. Tenemos que decírselo. Tenemos que convencerles.
No fue fácil. Ortnar y Kerrick se le unieron y explicaron la idea una y otra vez. Acerca de cómo atacaban los murgu y acerca de cómo podían ser derrotados. Lo repitieron varias veces, y explicaron exactamente cómo podían cazar y conseguir comida para el invierno. Y matar murgu.
Ulfadan se mostró muy trastornado por todo aquello, al igual que el otro sammadar. Era una idea demasiado nueva… y demasiado peligrosa.
—Me estás pidiendo que arriesgue todas nuestras vidas en este plan —dijo Ulfadan—. Nos pides que pongamos en juego a nuestras mujeres y nuestros hijos como si fueran un cebo para un dienteslargos a fin de poder clavarle nuestras lanzas. Esto es pedir mucho.
—Lo es…, y no lo es —dijo Herilak—. Quizá no tengas elección. Sin comida, pocos sobrevivirán al invierno. Y tú no puedes cazar aquí. Ven al sur, sabemos que la caza es buena allí.
—Sabemos que los murgu están allí.
—Sí…, pero esta vez estaremos atentos a ellos. Si quieres, no aguardaremos hasta ver el gran pájaro, sino que tendremos siempre cazadores emboscados en las playas. Nos avisarán de cualquier ataque. Cuando los murgu alcancen la playa sabremos que el ataque está cerca. El aviso estará dado. De ese modo las tiendas y todo lo demás pueden ser cargadas en las rastras durante la noche, los muchachos llevarán los mastodontes tierra adentro, apartándolos de la orilla y llevándose a las mujeres y a los niños pequeños con ellos. De este modo estarán fuera de peligro. Es un riesgo, pero es un riesgo que tendréis que correr. O eso o morir en la nieve este invierno. Sin comida ninguno de vosotros verá la primavera.
—Hablas duramente, Herilak —dijo furioso Kellimans.
—Sólo digo la verdad, sammadar. La decisión corresponde a tu gente. Nosotros hemos dicho lo que teníamos que decir. Ahora nos iremos.
No fue decidido aquella noche, ni al día siguiente, ni al siguiente. Pero luego empezó a llover, una fuerte lluvia que venía en ráfagas conducidas por el frío viento del norte. El otoño iba a empezar pronto aquel año. Las reservas de comida eran escasas, y todos lo sabían. Los tres extranjeros permanecían sentados aparte de los demás y eran conscientes de que la gente que pasaba los miraba con preocupación, muchos de los cazadores también con odio por obligarles a tomar una decisión.
Al fin empezaron a darse cuenta de que no tenían elección. Hubo muchos lamentos por parte de las mujeres cuando las tiendas fueron desmontadas y cargadas en las rastras. No hubo nada de la habitual excitación cuando se iniciaba un viaje. Parecía como si estuvieran emprendiendo el camino hacía sus muertes. Y quizá así fuera. Hoscos y empapados, emprendieron la marcha hacia el este a través de la intensa lluvia.
En la excitación de levantar el campamento, Kerrick estuvo demasiado ocupado para pensar en todos los peligros que podía presentar el futuro. Recuerdos inesperados lo habían invadido con entremezcladas emociones mientras las rastras eran sujetadas a los complacientes mastodontes. Era un espectáculo maravilloso cuando las enormes bestias se inclinaban dentro de sus arneses y tiraban lenta y firmemente de los crujientes marcos de madera, empezando a arrastrarlos. Iban cargados con las tiendas y todo el equipaje, con los niños y bebés sentados encima de todo. Cuando se inició la marcha, los cazadores habían explorado el camino delante de ellos, registrando toda la vacía región en busca de cualquier tipo de caza que pudieran encontrar por el camino. El sammad no volvería a reunirse de nuevo hasta que se congregaran en torno al campamento por la noche, los cazadores atraídos por los fuegos y el olor de la comida cocinándose.
Durante los primeros días hubo gran miedo acerca de lo que había delante, de los mortíferos murgu que podían estar acechándoles. Pero los tanu eran fatalistas, tenían que serlo, porque la vida cambiaba constantemente. Siempre habían estado a merced del clima, la comida que podía no estar allí, la caza que podía fallar. Detrás dejaban el hambre y una muerte cierta, habían cambiado eso por comida y la posibilidad de continuar la existencia. Era un trato bastante justo, y sus espíritus se alzaron a medida que los días que transcurrían eran más cálidos y la caza se hacía más abundante.
Incluso aceptaron a Kerrick después de los primeros días, aunque los niños todavía seguían señalando su collar de hierro y se reían de su cabeza y su cara desnudas. Pero ya estaba empezando a crecer un ralo pelo, que en su cráneo tenía ya un dedo de largo, aunque su barba era fina y poco poblada. Aún era torpe con la lanza y su puntería con el arco era horrible…, pero estaba mejorando. Estaba empezando a sentir que el mundo era un buen lugar donde vivir.
Hasta que llegaron al océano.
La primera visión del agua azul llenó a Kerrick con una sensación de temor tan poderosa que se detuvo bruscamente. No había nadie a la vista porque estaba muy lejos del bajo valle que seguían los mastodontes que tiraban de las rastras, ni había otros cazadores cerca en aquellos momentos. Con el miedo le llegó el deseo de dar media vuelta y echar a correr. Allá delante sólo había la muerte. ¿Cómo podía aquel puñado de cazadores imaginar que podían enfrentarse a una horda de fargi armadas? Sólo deseaba huir, ocultarse, buscar refugio en las montañas. Seguir adelante era un suicidio seguro.
Pugnando con aquella abrumadora emoción estaba la certeza de que no podía abandonar. Era una acción demasiado cobarde para considerarla. Después de todo, él había ayudado a crear el plan, de modo que tenía poca elección; debía seguir hasta el final. Pero el miedo persistió, y sólo con la mayor de las reluctancias consiguió obligarse a dar un paso adelante. Luego otro, y otro, hasta que estuvo caminando de nuevo, miserable y temeroso…, pero sin dejar de avanzar.
Aquella noche se detuvieron cerca de la orilla. Incluso antes de que fueran descargadas las rastras, los muchachos ya estaban pescando en la salobre laguna, cebando sus anzuelos de hueso con lombrices. Las aguas estaban llenas de hardalt, los pequeños calamares con caparazón ansiosos de picar el cebo. Hubo muchos gritos y risas cuando regresaron con sus presas llenas de tentáculos. Fueron despojados rápidamente de sus caparazones, limpiados y cortados a rodajas, y pronto chisporroteaban sobre los fuegos. Aunque duros y de un sabor intenso, fueron un celebrado cambio en su dieta.
Kerrick escupió un trozo de cartílago inmasticable y se secó los dedos en la hierba, se puso en pie y se estiró. ¿Le quedaba sitio para algo más? Miró hacía el fuego… Luego captó un movimiento con el rabillo del ojo. Un ave marina planeando sobre su cabeza.
No. Alzó la vista hacía la gran envergadura de las alas del animal el blanco de su pecho, rojo ahora al sol poniente, y se inmovilizó, helado. Ya estaba allí. No pudo ver la negra protuberancia con su siempre atento ojo mirando hacía abajo desde la pata de la rapaz…, pero sabía que estaba allí. Descendió más y más, picando hacia el campamento. Con un esfuerzo, Kerrick rompió la parálisis y corrió hacía Herilak, sentado junto al fuego.
—Está aquí —dijo—. Volando encima de nosotros. Ahora ya sabrán de nuestra presencia…
Había pánico en la voz de Kerrick, que Herilak ignoró juiciosamente. Sus propias palabras sonaron tranquilas y lúgubres.
—Esto está bien. Todo está yendo como habíamos planeado.
Kerrick no sentía nada de su seguridad. Intentó no mirar al ave mientras trazaba círculos sobre ellos, sabiendo que las imágenes que traería de vuelta iban a ser cuidadosamente examinadas. Los tanu no debían mostrar ningún interés particular hacía él, nada que diera la impresión de que sabían cuál era su función. Sólo cuando hubo rematado un último y perezoso círculo y empezó a alejarse se volvió y la miró. Ahora ya no quedaba ninguna duda de que iba a producirse un ataque.
Después de oscurecer, cuando los cazadores se reunieron para fumar y hablar, Kerrick les dijo lo que había visto y lo que significaba. Ahora que ya se habían comprometido no hubo quejas. Le interrogaron extensamente y luego discutieron disposiciones para el grupo de cazadores que se adelantaría al amanecer.
Por la mañana los sammads siguieron su camino hacia el sur. Herilak iba a la cabeza y los llevó trazando una suave curva lejos de la costa. Kerrick reconoció el terreno y supo que estaban cruzando el lugar donde había sido destruido el sammad de Herilak. No había necesidad de proporcionar a los tanu aquel lúgubre recuerdo de los peligros que podían surgir del mar. Alcanzaron de nuevo las playas al anochecer. Más tarde, cuando los cazadores se reunieron y hablaron, tomaron la decisión de hacer a Herilak su sacripex, su líder en la batalla. Este aceptó y dio sus primeras órdenes.
—Son Kerrick y Ortnar quienes irán ahora a la cabeza. Han visto a los murgu, saben lo que están buscando. Se abrirán camino a lo largo de la costa y pasarán la noche montando guardia en la orilla. Otros dos cazadores irán con ellos para observar también y para volver con el aviso cuando sea necesario. Harán esto a partir de esta misma noche. Otros permanecerán despiertos también cada noche para vigilar el mar cerca de nuestras tiendas en caso de que algo vaya mal. Debemos estar seguros de que no ocurre nada desagradable.
Siguieron a lo largo de la costa, de este modo, durante cuatro días más, hasta el quinto día, en el que Kerrick se apresuró a regresar al campamento al amanecer. Los cazadores oyeron el rumor de sus pasos corriendo y aferraron sus armas.
—No es ninguna alarma, los murgu no están aquí. Pero he mirado a la costa más adelante y hay algo que podemos hacer. —Aguardó hasta que los dos sammadars y Herilak estuvieron presentes, luego explicó—: La caza es buena ahora y hay muchos peces en el mar aquí. Estaréis de acuerdo en no levantar hoy el campamento sino quedarnos en este lugar y, pescar, mientras los cazadores traen carne para ahumar. Al sur de aquí hay riscos, luego una larga extensión de playa con un denso bosque de abedules que se extiende hasta casi la orilla. La distancia es la correcta. Si vienen los murgu, cuando vengan, no encontrarán un lugar de desembarco allí donde están los riscos, de modo que es seguro que irán a la orilla, debajo del bosque.
Herilak asintió.
—Cuando ataquemos podremos acercarnos a ellos sin ser vistos bajo la protección de los árboles. Bien. Se hará de este modo. ¿Somos todos de la misma opinión?
Hubo un poco de discusión, pero nadie se opuso. Kerrick regresó al lugar donde Ortnar y los otros dos cazadores estaban tendidos a cubierto, vigilando el mar.
La larga espera empezó. Llenaron el tiempo durante los siguientes días construyendo un refugio de corteza de abedul en las profundidades del bosque. Las noches eran ahora un poco más frías, y llovió varias veces. Pero dos de ellos estaban siempre en los riscos encima del océano durante el día, ocultos pero vigilando. A última hora de la tarde se convertían en cuatro, porque aquel era el momento de más peligro. Fue a aquella hora, tras muchos días de vigilancia y espera, de luna llena a luna llena, que Herilak acudió a reunirse con ellos en los riscos.
—¿Qué habéis visto? —preguntó, de pie bajo los árboles detrás de ellos.
—Nada. Sólo lo que tú mismo puedes ver ahí fuera. El mar vacío. Lo mismo que siempre —dijo Kerrick.
—Los cazadores de los sammads han decidido que ya tenemos suficiente carne. Están agradecidos de que les hayamos mostrado estos terrenos de caza. Están preparados para marcharse.
—Es una buena decisión —dijo uno de los cazadores de vigilancia—. Ninguno de nosotros desea este ataque murgu. —Kerrick asintió enérgicamente ante aquellas palabras y sintió que su corazón daba un salto de esperanza en su pecho, pero guardó silencio.
—Habla por ti mismo —dijo Herilak amargamente—. Sí, el viaje ha sido un éxito. Ahora hay comida suficiente para el invierno, de modo que puedo comprender por qué están tan ansiosos por regresar. Con los estómagos llenos pueden olvidar su hambre y recordar en cambio lo que les ocurrió a los otros dos sammads en estas orillas. Esta será la última noche. Están ansiosos por partir mañana al amanecer. Nosotros nos quedaremos aquí y nos iremos un día después que ellos, por si acaso los murgu atacan después de todo.
—Avanzaremos rápido —dijo el segundo cazador—. No nos atraparán.
Herilak apartó desdeñosamente la vista de ellos. Ortnar se mostraba tan amargado como él.
—No hicimos esto sólo para llenar nuestros estómagos. Vinimos a matar murgu.
—No podemos hacerlo solos —dijo Herilak.
Kerrick se volvió y contempló el mar para que los otros no pudieran ver el alivio en sus rasgos. Podían discutir, pero al final los sammads se irían. No había nada que los retuviera aquí, y tenían todas las razones del mundo para marcharse. No habría ninguna batalla. Pequeñas nubes blancas derivaban en el claro cielo encima de sus cabezas, arrojando oscuras sombras sobre la transparente agua. Largas sombras. Sombras que se movían.
Se inmovilizó, mirando aquellas sombras, y no habló hasta que estuvo completamente seguro. Su voz fue tensa, y no pudo evitar que temblara.
—Están ahí. Los murgu llegan.
Era exactamente como había dicho. Los negros botes eran claramente visibles ahora mientras surgían de debajo de las sombras de las nubes. Avanzaban rápidamente hacía el norte.
—¿No van a detenerse?
—¿Van a ir a atacar directamente los sammads? —exclamó Herilak.
—Debemos advertirles…, ¡hay poco tiempo! —dijo Kerrick. Uno de los cazadores se volvió para echar a correr con el aviso, pero Herilak lo detuvo.
—Espera. Espera hasta que estemos seguros.
—¡Están girando hacía la orilla! —dijo Ortnar—. Vienen hacía la playa que tenemos debajo.
Los cazadores permanecieron tendidos, silenciosamente ocultos, llenos de horror mientras los botes se acercaban, bamboleándose en las suaves olas. Se gritaron órdenes, y las fargi armadas chapotearon fuera de los botes y se encaminaron a la playa. No había duda de que estaban preparando un desembarco cuando empezaron a trasladar provisiones a la orilla.
—Ahora iros —susurró Herilak a los dos cazadores—. Los dos. Id por caminos distintos, a fin de asegurarnos de que uno de los dos dará el aviso. Tan pronto como se haya hecho oscuro y ellos no puedan ver, cargaremos las rastras tal como estaba planeado, y los sammads se irán rápidamente hacía el interior. Viajarán hasta el amanecer y se detendrán a cubierto en el bosque. Tan pronto como hayan sido cargadas las rastras todos los cazadores abandonarán el campamento y se reunirán con nosotros aquí. Corred.
La escena en la playa de abajo era familiar para Kerrick, pero impresionantemente nueva para los dos cazadores. Contemplaron como las provisiones eran descargadas de los botes, y las fargi, envueltas en capas, se acostaban para la noche. Las líderes se agruparon al extremo de la playa, pero Kerrick no se atrevió a acercarse más para ver quiénes eran. Había todas las posibilidades de que Stallan estuviera al mando, y ante aquel pensamiento compartió algunas de las emociones de venganza que poseían a los otros dos hombres. Stallan, que le había golpeado y le había odiado, que había llegado a matar a Alipol con sus no deseadas y brutales atenciones. ¡Qué placer sería hundir su lanza en la piel de aquella criatura!
No había luna, pero las estrellas iluminaban claramente la blanca arena de la playa de abajo, haciendo resaltar las oscuras formas que descansaban en ella. Más estrellas treparon lentamente del mar hasta que, al fin, se oyó un suave rumor procedente del bosque a sus espaldas.
El primero de los cazadores se arrastró hasta ellos. Poco antes del amanecer, los atacantes estaban en posición. Herilak llevaba días pensando sólo en aquel ataque, lo había planeado una y otra vez, tan a menudo que en su mente podía ver con toda claridad como se desarrollaría. Kerrick y Ortnar habían recibido instrucciones a fin de que supieran tan bien como él lo que había que hacer. Herilak les abandonó entonces al borde del bosquecillo, contemplando la playa, y ordenó que los primeros en llegar retrocedieran por el bosque hasta un claro. Allá descansaron hasta que aparecieron todos los demás cazadores. Él era el jefe de la batalla; aguardaron expectantes sus órdenes.
—Ulfadan, Kellimans —dijo suavemente—. Id con vuestros cazadores y preguntadles sus nombres. Cuando estéis seguros de que están todos reunidos venid y decídmelo.
No hablaron ni se movieron mientras aguardaban, porque eran cazadores. Permanecieron agazapados en silencio, las armas preparadas, aguardando las órdenes de Herilak, el sacripex, listos para la batalla. Sólo cuando estuvo seguro de que habían llegado todos les dijo Herilak lo que tenían que hacer.
—Debemos atacar como un solo hombre —dijo—. Debemos matar sin ser muertos, porque sus dardos significan la muerte instantánea. Para conseguirlo nos abriremos en una sola línea, con cada sammad ocupando la mitad de la playa. Luego nos arrastraremos silenciosamente hacía delante hasta que lleguemos a la hierba que hay encima de la playa. El viento viene del agua, así que no nos olerán cuando nos acerquemos. Pero pueden oír, y oír bien, así que no tiene que haber nada que puedan oír. Cada cual tiene que ocupar su posición, y vuestro sammadar tiene que estar seguro de que estáis en el lugar correcto. Cuando lleguéis a él aguardaréis y no os moveréis. Vigilaréis la playa. Esperaréis hasta que nos veáis aparecer, a mí, a Ulfadan y a Kellimans, delante vuestro en la playa. Esa será la señal de avanzar. Lenta y silenciosamente. Mataréis a los murgu con vuestras lanzas, permaneciendo en silencio durante tanto tiempo como sea posible.
Entonces Herilak adelantó el borde inferior de su lanza y tocó con él al cazador que tenía más cerca justo debajo de la barbilla, mientras todos los demás alargaban el cuello para ver lo que estaba haciendo.
—Intentad clavar vuestras lanzas en la garganta de los murgu si es posible, porque ahí es donde son más vulnerables. Tienen muchas costillas, y al contrario que los animales que cazamos cubren toda la parte frontal de sus cuerpos y no se detienen debajo del pecho. Un fuerte golpe puede penetrar en sus cuerpos, pero uno mal apuntado será desviado por los huesos. En consecuencia…, a la garganta.
Herilak aguardó mientras todos digerían aquello, luego prosiguió:
—No podemos esperar matarlos a todos en silencio. Tan pronto como sea dada la alarma gritaremos tan fuerte como podamos a fin de causar la mayor confusión posible. Y seguiremos matando. Si corren, utilizad vuestros arcos. Las flechas los detendrán. No dudéis, no os canséis, seguid matando. Sólo habremos terminado con ellos cuando todos estén muertos.
No hubo preguntas. Lo que tenían que hacer estaba muy claro. Si alguno de los cazadores tenía miedo, no lo mostró. Vivían de matar, y tenían mucha experiencia en ello. Se movieron entre los árboles, silenciosos como sombras, abandonaron la oscuridad del bosque y se arrastraron en idéntico silencio cruzando la hierba por encima de la playa. Kerrick seguía montando guardia. Apartó la vista de las durmientes fargi y se sobresaltó cuando vio las formas que se movían. De ellas no brotaba ningún sonido, ni el más mínimo. Herilak apareció entre ellos y se deslizó hacía delante. Kerrick tocó su hombro, se inclinó para susurrar unas palabras en su oído.
—Sus líderes deben ser las primeras en morir. Quiero hacerlo yo personalmente.
Herilak asintió y se aparto de él. Entonces, lentamente, paso a paso, Kerrick retrocedió del borde de la orilla para ir a ocupar la posición que le había sido señalada antes.
Un ave nocturna lanzó su grito desde los árboles y se inmovilizó, aguardó unos instantes, luego siguió avanzando. El único sonido ahora era la caricia de las pequeñas olas sobre la arena. Aparte esto, la noche estaba tan inmóvil como la muerte.
Y la muerte estaba de camino.
No había impaciencia. Una vez estuvieron en posición ningún cazador se movió, ni el más ligero sonido reveló su presencia. Sus ojos estaban clavados en el gris claro de la arenosa playa, aguardando pacientemente el esperado movimiento.
La tensión retorció el nudo que tenía Kerrick en la boca de su estómago. Ahora estaba seguro de que había transcurrido demasiado tiempo. Algo había ido mal. Herilak y los sammadars deberían estar ya en la playa. Si se retrasaban demasiado habría luz, y ellos serían los que se verían atrapados…
Sabía que sus temores no tenían fundamento, pero aquello no los aliviaba. Apretaba tan fuertemente los puños que le dolían. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaba ocurriendo? Las nubes se estaban condensando en el cielo, oscureciendo las estrellas. ¿Serían capaces de seguir viendo las figuras cuando desaparecieran?
Y luego allí aparecieron, tan silenciosa y repentinamente que muy bien hubieran podido ser sombras. Sombras movientes que pronto se unieron a otras sombras, hasta que la oscura línea de figuras entrevistas se extendió a todo lo largo de la playa.
Permanecieron delante de Kerrick porque ellos podían moverse rápidamente en absoluto silencio. Él tenía que tantear su camino, carente de la habilidad de acercarse silenciosamente a su presa. Estaba muy detrás de ellos cuando la hilera alcanzó a la primera de las durmientes fargi. Hubo algunos gruñidos ahogados, nada más. Entonces Kerrick pudo sentir la suave arena debajo de sus pies, pudo ir más aprisa. Corrió hacía delante alzando su lanza. Ya casi había alcanzado el montón de provisiones que era su meta tras el que se hallaban las yilanè, cuando un terrible aullido de dolor cortó el silencio de la noche.
Fue seguido instantáneamente por más chillidos y gritos; y la playa cobró vida con agitantes formas. Kerrick gritó también, saltando en torno a las provisiones apiladas y hundiendo su lanza en la yilanè que en aquellos momentos se estaba poniendo en pie.
Chilló roncamente cuando la punta de piedra penetró en su carne, luego fue arrancada de ella. Kerrick golpeó de nuevo, esta vez a su garganta.
Estaban aullando, corriendo, cayendo, una oscura carnicería en medio de la noche. Las fargi estuvieron despiertas al instante, pero estaban desconcertadas y presas del pánico y en una absoluta confusión. Si recordaron sus armas, no pudieron encontrarlas en la oscuridad. Corrieron y buscaron la seguridad en el océano de su juventud. Pero no había seguridad ni siquiera allí, porque fueron alanceadas cuando corrían hacía el agua, mientras agudas flechas volaban tras las que conseguían alcanzar la línea de resaca. Fue una carnicería sin piedad. Los tanu eran eficientes carniceros.
Sin embargo, las fargi eran tan numerosas que algunas consiguieron escapar, alcanzar el mar y chapotear presas del pánico por entre los cuerpos muertos que flotaban en él, para sumergirse y nadar hasta los botes. Los cazadores chapotearon tras ellas por entre las olas, lanzado muerte con sus arcos hasta que agotaron su provisión de flechas.
La matanza se detuvo solamente cuando no quedó nada vivo que matar. Los cazadores caminaron por entre los cuerpos amontonados, pateándolos, clavando sus lanzas aquí y allá ante cualquier sonido o movimiento. Uno tras otro se detuvieron, agotados, silenciosos…, hasta que un cazador lanzó un grito de victoria. Todos se unieron a él entonces, una ululante llamada que era más animal que tanu, un grito que llegó a través del agua a las fargi supervivientes en los botes, que gimieron y se acurrucaron aterradas.
Las primeras luces del amanecer revelaron los horribles detalles de la carnicería nocturna. Kerrick miró con horror a su alrededor, estremecido ante los cuerpos muertos que se apilaban en todos lados, unos encima de los otros. Aquella visión no parecía alterar en lo más mínimo a los cazadores. Gritaban alegremente, alardeando de sus hazañas mientras chapoteaban por entre los cuerpos en el agua para recuperar sus flechas. Cuando la luz se hizo más intensa Kerrick observó que sus manos y brazos estaban cubiertos de sangre; recorrió la línea de la playa hasta hallar un lugar libre de cuerpos de fargi y se los lavó en el mar. Cuando salió Herilak le estaba aguardando, gritando con júbilo.
—¡Lo hemos conseguido! Hemos hecho retroceder a los murgu, les hemos dado una lección, hemos vengado los sammads que destruyeron. Ha sido una buena noche de trabajo.
En mar abierto los botes huían hacía el sur…, la mayor parte vacíos, o sólo con una o dos fargi a bordo. La carnicería había sido de lo más eficiente.
Kerrick se sintió vacío de odio y miedo, agotado. Se sentó pesadamente en el montón de vejigas de carne en conserva. Herilak agitó su lanza tras los botes que huían, gritó tras ellos:
—¡Volved! Decidle a los demás lo que ha ocurrido aquí esta noche. Decidles al resto de los murgu que esto les ocurrirá a todos si se atreven a aventurarse al norte de nuevo.
Kerrick no compartía su odio irracional, porque había vivido demasiado tiempo entre los yilanè. A la creciente luz vio el rostro del cadáver más cercano…, y lo reconoció. Una cazadora a la que había visto muchas veces con Stallan. Se estremeció y tuvo que apartar los ojos de la horrible visión de su garganta abierta de lado a lado. Se sintió poseído por una sensación de inmenso pesar…, aunque no estaba seguro de cuáles eran sus motivos.
Cuando Herilak se volvió finalmente de nuevo hacia él, Kerrick alejó aquellos pensamientos de su cabeza y preguntó:
—¿Cuántas pérdidas hemos tenido?
—Una. ¿No es una auténtica victoria? Sólo un cazador, alcanzado por un dardo envenenado. La sorpresa fue completa. Hemos hecho lo que vinimos a hacer.
—Todavía no hemos terminado aquí —dijo Kerrick intentando ser práctico, olvidar sus emociones. Palmeó la vejiga sobre la que estaba sentado. Esto contiene carne. Mientras no se rompa la piel exterior, la carne no se pudrirá. La he comido. El sabor es horrible, pero mantiene la vida.
Herilak estaba ahora reclinado sobre su espalda, pensando.
—Entonces hemos conseguido la vida además de la victoria. Con esto, más tanu aún sobrevivirán el próximo invierno. Tengo que enviar corredores a los sammads, hacer que vengan a buscar este tesoro. —Contempló la playa sembrada de cadáveres—. ¿Qué otra cosa podemos utilizar?
Kerrick se inclinó y tomó un hesotsan abandonado, y limpió la arena de su oscuro cuerpo. Luego lo apuntó hacía el vacío mar y lo apretó de la manera correcta; hubo un seco crujido, y el dardo desapareció entre las olas. Pensativo, lo aguijoneó, y la pequeña boca se abrió de par en par, la acarició suavemente hasta que se cerró de nuevo, y tendió el arma a Herilak.
—Recoger todos los palos de muerte. Y los dardos, os indicaré como son. No podemos criar estos animales… pero si son alimentados viven durante años. El veneno de sus dardos mata a los murgu tan fácilmente como a los tanu. Si los hubiéramos tenido esta noche ninguna murgu hubiera abandonado viva esta playa.
Herilak le dio una entusiástica palmada en el hombro.
—Esta victoria sólo será la primera de muchas. Enviaré a buscar inmediatamente a los sammads.
Cuando estuvo solo, Kerrick tomó una de las vejigas de líquido y bebió largamente, luego miró a su alrededor a los excitados cazadores. Era una victoria la primera para los tanu. Pero tenía una lúgubre sensación de que las victorias futuras no iban a ser tan fáciles. Contempló el cadáver más próximo de una fargi, luego se puso en pie y se esforzó para empezar a registrar la playa.
Le tomó mucho tiempo asegurarse, incluso se metió entre las olas para comprobar todos los cuerpos allí, volviéndolos uno a uno boca arriba. Cuando hubo terminado se dejó caer cansadamente sobre la arena. Había reconocido a algunas de las yilanè, en su mayor parte cazadoras, incluso una que había conocido en una ocasión que era entrenadora de botes. Pero buscó en vano un rostro familiar. No estaba allí. Miró costa abajo hacia el sur, donde los botes huidos habían desaparecido hacía mucho.
Stallan había sido una de ellas, estaba seguro de ello. Ella era la que había capitaneado aquella expedición, y a todas luces había salvado su vida en la oscuridad.
Se encontrarían de nuevo algún día, Kerrick estaba seguro de ello. Esta derrota no detendría a las yilanè. En todo caso, afirmaría su decisión. Este no era el fin de la batalla, sino sólo el principio. Kerrick no tenía la menor idea de cuál sería ese fin.
Pero sabía que lo que iba a venir sería un enfrentamiento como nunca había visto aquel mundo.
Una batalla salvaje entre dos razas que estaban unidas sólo por una cosa: su absoluto odio la una hacía la otra.
nu*nkè a›akburzhou kaseibur›ak umuhesn tsuntensi nu*nkèkash
El anillo de cuerpos rindió un buen servicio antes de que tuviéramos el muro de espinos: el futuro no debilitará su resistencia. Cuando una borrasca paso por encima de los botes, las ráfagas de viento los hicieron tambalear sobre las rápidas olas. Las pesadas gotas de lluvia tamborilearon en sus húmedas pieles y silbaron en el océano a su alrededor. La oscura orilla quedó entonces oculta de la vista, mientras el mar se abría vacío allá detrás. No había signos de ninguna persecución. Stallan miró en todas direcciones, luego ordenó a su bote que se detuviera y señaló a los demás que hicieran lo mismo.
Se agruparon a la gris luz del amanecer, sin que se pronunciara ninguna orden, buscando cada una consuelo con la presencia de las demás. Incluso los botes vacíos, no dirigidos por nadie, se apretaron con los demás, mezclándose con los botes ocupados, confusos porque no recibían instrucciones. Stallan contempló a las fargi supervivientes con creciente rabia.
¡Tan pocas! Un puñado dominado por el pánico, eso era todo lo que quedaba de la gran fuerza de choque que había conducido hacía el norte. ¿Qué era lo que había fallado?
Su rabia creció: sabía lo que había fallado, pero cuando pensó en ello su furia fue tan grande que tuvo que apartar todo pensamiento de aquello de su mente por el momento. Tendría que aguardar hasta devolver sanas y salvas a aquellas supervivientes a Alpèasak; aquella era su primera responsabilidad.
—¿Está herida alguna de vosotras? —preguntó, volviéndose mientras hablaba para que todas ellas pudieran comprenderla—. Si hay alguna que alce los brazos.
Stallan vio que casi la mitad de ellas estaban heridas.
—No tenemos vendajes, se han perdido con el resto de las provisiones. Si las heridas están abiertas lavadlas con agua de mar. Es todo lo que tenemos. Ahora mirad a vuestro alrededor: ¿veis los botes vacíos? Pronto se van a perder, y no podemos permitirnos el perder ninguno. Quiero al menos a una fargi en cada bote. Trasladaos ahora, mientras aún están todos juntos.
Algunas de las fargi estaban todavía tan confusas y llenas de pánico que eran incapaces de pensar por sí mismas. Stallan ordenó a su propio bote que penetrara en el grupo, y empezó a empujar y a dar órdenes con voz muy fuerte hasta que obedecieron.
—Este bote no está vacío —dijo una de las fargi—. Hay una fargi muerta en él.
—Échala al océano, y haced lo mismo con cualquier otra que encontréis.
—Este bote está herido, tiene flechas ustuzou que lo atraviesan.
—Déjalas donde están…, le harás más mal que bien si intentas arrancárselas.
No había bastantes fargi en la reducida fuerza para permitir a Stallan asignar una a cada bote. Se vio obligada a dejar a algunos de los botes heridos que se las arreglaran por sí mismos. Tan pronto como se hubieron hecho todos los cambios, ordenó que la menguada flotilla pusiera proa al sur.
Navegaron sin detenerse durante todo el día. Stallan no deseaba acercarse a la orilla hasta que se vio obligada a hacerlo a causa de la oscuridad. Podía haber otros ustuzou por allí, ocultos, esperando para atacar. Siguieron avanzando, con las impresionadas fargi colapsadas en una torpe apatía, hasta que el sol se hubo hundido tras el horizonte. Sólo entonces ordenó Stallan que se dirigieran a tierra, a un lugar donde un pequeño río desembocaba en el mar. Las fargi se agitaron sedientas cuando vieron el agua dulce, pero Stallan las mantuvo en sus botes mientras ella exploraba. Sólo cuando se hubo asegurado de que no había ningún peligro les permitió bajar a la orilla, por grupos, para beber. Mantuvo su hesotsan preparado y montó guardia sobre ellas, el arco de su cuerpo rígido en su desprecio hacía las estúpidas criaturas. La suya era la única arma de que disponían. El resto de las fargi se habían limitado a huir presas del pánico, abandonando completamente sus armas.
—De la más baja a la más alta —dijo una de las fargi después de beber hasta saciarse—. ¿Dónde hay comida aquí?
—No hay comida aquí, criatura de poca habla y menos cerebro. Quizá mañana. Vuelve a tu bote. Esta noche no dormiremos en la orilla.
No había capas para mantener la temperatura de su cuerpo durante la noche, de modo que todas las fargi se mostraron aletargadas e incapaces de hacer ningún movimiento hasta que el sol hubo calentado sus cuerpos por la mañana. Prosiguieron su retirada.
Al tercer día, cuando aún no había ninguna señal de persecución, Stallan corrió el riesgo de ir a la orilla a cazar. Necesitaban comida si querían regresar vivas. Eligió cuidadosamente el lugar, allá donde el delta de un río había formado incontables marismas y pequeñas islas. Fue en las marismas donde descubrió algunos animales multicolores que pacían entre las cañas. Eran parecidos al urukub, sólo que mucho más pequeños, con los mismos largos cuellos y pequeñas cabezas. Consiguió matar dos antes de que la horda huyera. Eran demasiado grandes para que ella los arrastrara sola, así que volvió en busca de las fargi e hizo que arrastraran los cuerpos hasta la playa. Comieron bien, aunque primitivamente, arrancando la carne con sus dientes puesto que carecían de instrumentos cortantes de cualquier clase.
Dos de las fargi heridas murieron durante el viaje. Sus otras únicas pérdidas fueron los botes heridos y sin piloto, que fueron extraviándose uno tras otro durante las noches que siguieron. Sólo la fuerza de voluntad de Stallan y su firme mando mantuvieron unidas a las supervivientes hasta que finalmente alcanzaron aguas familiares. Era mediodía cuando cruzaron algunos botes de pesca, luego rodearon el promontorio que se abría al puerto de Alpèasak. Su llegada debió de ser vista y su escaso número notado, porque no hubo comité de bienvenida en el puerto cuando llegaron a él. Estaba desierto excepto una sola figura. Etdeerg, que estaba cumpliendo ahora las funciones de eistaa. Avanzó unos pasos cuando Stallan saltó del bote, pero no dijo nada. Fue Stallan quien habló primero, del modo más formal.
—Cuando nos detuvimos un día en una playa fuimos atacadas durante la noche por los ustuzou. Se mueven bien en la oscuridad. No pudimos hacer nada excepto defendernos. Ves aquí a las únicas supervivientes.
Etdeerg miró fríamente a las fargi que estaban llevando apresuradamente los botes a sus corrales.
—Esto es un desastre —dijo. ¿Esto ocurrió antes o después de que atacaras tú a los ustuzou?
—Antes. No conseguimos nada. Lo perdimos todo. No esperaba un ataque, no aposté centinelas. Es culpa mía. Moriré ahora si me ordenas hacerlo.
No respiró mientras aguardaba, inmóvil. La muerte estaba a tan sólo una corta y seca orden de distancia. Miró estólidamente a mar abierto, pero uno de sus ojos giró para observar a Etdeerg.
—Vivirás —dijo finalmente Etdeerg—. Aunque has cometido una gran falta, tus servicios siguen siendo necesarios a Alpèasak. Tu muerte aún no ha llegado.
Stallan hizo signo de aceptación y gratitud, y su alivio fue evidente.
—¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? —preguntó Etdeerg—. Un desastre así está más allá de mi comprensión.
—No más allá de la mía —dijo Stallan, con odio y furia en cada movimiento de su cuerpo. Para mí es muy claro cómo se ha conseguido.
Un movimiento atrajo su mirada; dejó de hablar y se volvió hacía la ciudad, mientras el palanquín aparecía entre los árboles. Cuatro robustas fargi avanzaban elásticamente bajo su peso, mientras la gorda figura de Akotolp anadeaba tras ellas. Las fargi colocaron con cuidado el palanquín en el suelo y retrocedieron unos pasos. Akotolp se apresuró tras él, con la boca muy abierta, luego se inclinó sobre la figura que reposaba en él.
—Tienes que moverte con mucho cuidado y hablar muy poco, porque todavía hay peligro —dijo.
Vaintè hizo seña de asentimiento, luego se volvió para enfrentarse a Stallan. Había perdido mucho peso, tanto que podían verse claramente sus huesos debajo de su piel. La herida de la lanza había sanado, ahora no era más que una fruncida cicatriz, pero las heridas internas habían sido grandes. Cuando fue conducida a Akotolp había estado torpe durante muchos días, con todas las actividades de su cuerpo reducidas a una pequeña fracción de su funcionamiento normal. Akotolp había reparado las heridas, detenido la infección, hecho transfusiones de sangre, todo lo posible por mantener a la eistaa viva. Había estado muy cerca de morir, y sólo las inmensas habilidades científicas de Akotolp, combinadas con la propia fuerza y voluntad de Vaintè, habían permitido que sobreviviera. Etdeerg había tomado su lugar al mando y había servido como eistaa durante la larga convalecencia, pero Vaintè reasumiría pronto todas sus funciones. Ahora habló como eistaa.
—Cuéntame lo que ha ocurrido —ordenó.
Stallan lo hizo, sin omitir nada, hablando tan cuidadosa y no emotivamente como pudo acerca de todos los detalles de la expedición, el desembarco y la masacre, y terminando con su huida de vuelta a Alpèasak. Cuando lo hubo hecho terminó con las mismas palabras que le había dicho a Etdeerg.
—Es culpa mía. Moriré ahora si me ordenas hacerlo.
Vaintè apartó a un lado la sugerencia con un seco movimiento que hizo que Akotolp se inclinara hacía delante y siseara alarmada.
—Culpa tuya o no, te necesitamos, Stallan. Vivirás. Te necesitamos si no para otra cosa, para vengarnos. Tú serás mi brazo. Matarás al que hizo esto. Sólo puede ser uno.
—La eistaa está en lo cierto. No se veía ningún segundo grupo de ustuzou en las imágenes de la rapaz. Todo en el grupo de ustuzou tenía la apariencia correcta. Pero no era así. Alguien sabía de la rapaz y ordenó los movimientos nocturnos de los ustuzou. Alguien sabía que desembarcaríamos en la playa la noche antes del ataque. Alguien lo sabía.
—Kerrick.
Había muerte en el nombre, tanta, que Akotolp protestó.
—Estás arriesgando tu vida, eistaa, hablando de este modo. Todavía no estás lo suficientemente bien para tales emociones.
Vaintè se reclinó en las blandas cubiertas del palanquín y señaló aceptación. Descansó unos momentos antes de continuar:
—Debo pensar mucho acerca de esto. Cuando ataquemos a los ustuzou en el futuro, debemos hacerlo de una forma completamente nueva y diferente. Nuestras informaciones se han visto disminuidas porque a partir de ahora sólo podemos creer en la mitad de las imágenes de la rapaz. La mitad diurna. Los ustuzou pueden avanzar ocultos por la oscuridad de la noche. —Se volvió a Akotolp—. Tú sabes de estas cosas. ¿Pueden conseguirse imágenes durante la noche?
Akotolp se masajeó sus rollos de grasa mientras meditaba.
—Puede conseguirse. Es decir, hay algunas aves que vuelan de noche. Puede hacerse algo.
—Empezarás inmediatamente. Otra pregunta… ¿Hay alguna forma de observar las imágenes de la rapaz con mayor detalle?
—El significado de tu pregunta se me escapa, eistaa.
—Entonces escucha de nuevo. Si el ustuzou Kerrick dispuso el ataque, entonces tenía que estar con el grupo. ¿Podemos descubrir ese hecho?
—La pregunta es clara. La imagen puede ampliarse hasta que todos sus pequeños detalles sean varias veces más grandes.
—Ya has oído, Etdeerg. Cuida de que se haga.
Etdeerg hizo signo de aceptación de la orden y se alejó apresurada. Vaintè volvió de nuevo su atención a Stallan.
—Atacaremos de una forma distinta en el futuro. Habrá que preparar también defensas nocturnas. Será preciso pensar mucho en ello. Esto no tiene que repetirse.
—Necesitaremos muchas más fargi —dijo Stallan.
—Este es un problema que ya tiene solución. Mientras tú estabas fuera recibimos la gloriosa noticia de que todos los preparativos han sido completados. Inegban‹ viene a Alpèasak antes de finales del verano. Las dos ciudades serán una de nuevo, fuerte y completa.
—Entonces tendremos todos los recursos que necesitamos para barrer a los ustuzou de la faz de la Tierra.
Tanto Akotolp como Stallan hicieron signo de feliz aceptación de aquel hecho, y les imitó. Si aquello hubiera ocurrido en algún momento antes de haber sido herida hubiera hallado maneras más formales de expresarlo. Entonces su deseo de gobernar Alpèasak era lo que la impulsaba en la vida, su única y más fuerte ambición. Su odio hacía Malsas‹ había sido extremo debido a que la eistaa de Inegban‹ sería la eistaa de Alpèasak en su lugar cuando las dos ciudades se convirtieran en una.
Ahora agradecía la llegada de Malsas‹. El lanzazo que la había sumido en la oscuridad, la enfermedad y el dolor lo había cambiado todo. Cuando el primer asomo de consciencia había regresado a ella tras la herida, había recordado lo que había ocurrido. Lo que aquel ustuzou le había hecho. El ustuzou cuya vida ella había salvado, y al que había elevado hasta colocarlo muy cerca de ella. El ustuzou que le había pagado todo aquello intentando matarla. Su brutal acción no podía quedar sin castigo. Pensar en Kerrick sólo hacía aumentar la resolución de su deseo de librar a la Tierra de la plaga de aquel tipo de criaturas. Todas las yilanè sentirían lo mismo cuando supieran lo que les había ocurrido a las fargi que habían sido enviadas al norte. Cuando Inegban‹ llegara a Alpèasak, las yilanè se darían cuenta de que la existencia allí era muy diferente de la vida que habían conocido antes de aquello, pacífica en una ciudad en paz. Cuando sus propias vidas y futuro se vieran amenazadas por los ustuzou, habría una erupción de apoyo.
Todo el poder, la ciencia y la energía yilanè se unirían entonces tras una sola idea. Destruir a los ustuzou. Barrer toda huella de ellos de la faz de la Tierra. Montar una cruzada que los eliminara como la plaga, la obscena enfermedad que eran.
Una cruzada que sólo podría tener un líder.
Vaintè sabía al fin cuál era su destino.
El aire estaba tan calmado tras los altos árboles que la fría niebla colgaba allí, inmóvil. Aquel helado silencio era roto solamente por el gotear del agua desde las hojas o la distante llamada de un pájaro. Un conejo se asomó cautelosamente debajo de un arbusto y empezó a mordisquear la densa hierba del claro. De pronto se detuvo y se sentó sobre sus cuartos traseros, girando las orejas para escuchar, luego desapareció de un solo salto asustado.
Los pesados y lentos pasos eran como el sonido de un distante trueno acercándose. El crujir de los arneses de cuero podían oírse junto al pesado roce de los palos de madera que eran arrastrados por el suelo del bosque. Avanzando silenciosos a la cabeza de la columna de mastodontes, dos cazadores aparecieron en el borde del claro, los ojos inquisitivos, las lanzas preparadas. Aunque llevaban ropas y calzado de piel, sus brazos estaban desnudos y mojados por la humedad ambiente. Otros cazadores surgieron de debajo de los árboles y avanzaron por el claro. Luego apareció el primer mastodonte, un gran animal de encorvado lomo. Alzó la trompa y arrancó una rama de un árbol; se metió las hojas en la boca mientras seguía andando, y masticó satisfecho. Uno tras otro los demás mastodontes emergieron del bosque, trazando profundos surcos en el blando suelo con los palos de sus rastras. Las mujeres y los niños mayores caminaban entre ellos, mientras otro grupo de cazadores cerraba la retaguardia. Los tanu habían emprendido la marcha que nunca terminaba.
Era la última hora de la tarde antes de que alcanzaran el campamento en la curva del río. En el oscuro atardecer la primera nieve estaba empezando a revolotear ya por entre los árboles. Ulfadan miró al norte y olisqueó el frío viento.
—Pronto —dijo—. Más pronto aún que el año pasado. La nieve va a ser tan gruesa aquí en el valle como lo será en las montañas. Esta noche tenemos que hablar. Kellimans asintió reluctante. Tras la matanza de los murgu, la decisión de regresar a su último campamento había sido tomada sin discusión y sin pensar demasiado en ella. Una vez hubieron cargado las armas y las provisiones murgu se habían apresurado a alejarse de la orilla, repentinamente asustados ante la posibilidad de una venganza murgu. Lo más fácil y natural había sido desandar el camino. Eso había eliminado también la necesidad de tomar alguna otra decisión antes de que estuvieran seguros lejos de la costa. Su antiguo esquema de vida se había visto roto; ya no podían invernar en las montañas. Entonces, ¿dónde debían hacerlo? La pregunta era formulada a menudo…, pero nunca respondida. Ahora tenían que enfrentarse a ella y llegar a algún acuerdo. Una vez plantadas las tiendas con los estómagos llenos de comida, se reunieron en torno al fuego y hablaron de nuevo.
Al contrario que los sedentarios yilanè, urbanos y agricultores, los tanu eran cazadores. Vivían una vida nómada sin una base fija, constantemente en movimiento, yendo al lugar donde la caza era mejor, o corrían los peces, o donde podían hallarse con facilidad frutos estacionales o tubérculos. No reclamaban un trozo determinado de tierra, porque toda la Tierra era su hogar. Como tampoco formaban grandes grupos sociales como los yilanè. Sus sammads eran pequeños grupos de individuos que se unían entre sí para procurarse ayuda mutua. Aquello permitía a las mujeres más viejas enseñar a las chicas jóvenes dónde estaban los mejores lugares para cavar en busca de comida. Los muchachos podían aprender el arte de la caza, mientras que todos los cazadores podían reunirse para traer más caza de lo que podría hacer cada uno de ellos individualmente.
Su sammadar no era un jefe que dictaba órdenes, sino más bien el cazador que trazaba los planes más sensatos, el que encontraba más caza, el que aseguraba que el sammad medrara. No llevaba el distintivo de su cargo y no se distinguía en ningún aspecto de los demás cazadores. Su jefatura venía por consenso. Tampoco podía dictar órdenes impopulares; un cazador, y su familia, podía votar con sus pies, desapareciendo en el bosque sin senderos para unirse a otro sammad si no se sentía a gusto con su sammadar.
Ahora había que tomar decisiones. El fuego llameó alto cuando fue añadida más madera, mientras que el círculo de cazadores se amplió. Rieron y se dijeron cosas los unos a los otros mientras intentaban conseguir los mejores lugares cerca del fuego, donde pudieran estar calientes sin que les molestara el humo. Sus estómagos estaban llenos, había comida para el invierno, y eso era suficiente por el momento. De todos modos, había que tomar importantes decisiones. Hubo mucha discusión acerca de lo que debía hacerse, que acabó cuando Ulfadan se puso en pie y se volvió para enfrentarse a ellos.
—He oído a muchos decir que desean invernar aquí en este lugar que todos conocemos. La caza es mala aquí, pero tenemos suficiente comida como para que dure hasta la primavera. Pero no es en eso en lo que debemos pensar. Si nos quedamos aquí, ¿sobrevivirán los mastodontes? ¿Hay hierba suficiente, y hay hojas suficientes en los árboles? Esta es la cuestión importante que hay que responder. Si sobrevivimos al invierno pero ellos mueren, entonces nosotros moriremos también cuando llegue el momento de trasladarnos…, y no podamos hacerlo. En eso es en lo que debemos pensar.
Aquello inició la intensa discusión acerca del destino de los mastodontes, que había estado en el fondo de la mente de todos. Aquellos que deseaban ser oídos se pusieron en pie y hablaron a todos los cazadores, y entonces hubo muy poca conversación. Herilak y Kerrick escucharon pero no dijeron nada. Herilak era sacripex en tanto que hubiera batallas que librar. Ahora, ganada la batalla, se sentaba entre los demás. En cuanto a Kerrick, se sentía lo bastante contento siendo admitido en su círculo y no tener que permanecer sentado fuera, con las mujeres y los niños. Se conformaba con estar allí y escuchar.
Hubo mucha divagación acerca de sus problemas, algunas quejas, bastantes bravatas. Cuando las palabras empezaron a decaer, Ulfadan llamó a Fraken para pedir su consejo, y otros se sumaron a su llamada. El viejo era muy respetado por su memoria y sus conocimientos curativos; era el alladjex, el que conocía los secretos de la vida y de la muerte. Quizá pudiera mostrarles un camino. Fraken se acercó al fuego, arrastrando detrás al muchacho-sin-nombre. Cuando el muchacho creciera, y Fraken muriera, tomaría el nombre del viejo. Ahora no tenía nombre porque todavía estaba aprendiendo. Se acuclilló frente a Fraken y rebuscó en una bolsa de cuero para sacar una bola oscura, que depositó cuidadosamente en el suelo junto al fuego. Fraken la abrió con ayuda de dos palos hasta que reveló unos diminutos huesos de ratón en su interior. Fraken atesoraba aquellas bolas que regurgitaban los búhos porque en su contenido podía leer el futuro.
—El invierno será frío —exclamó—. Veo un viaje.-Siguió hablando, y su audiencia se sintió muy impresionada. Kerrick creía poco en aquello. Cualquiera podía haber dicho lo mismo…, sin necesidad de los huesos de ratón. No había respuestas allí. Como tampoco ninguno de los otros tenía nada mejor que decir. Mientras escuchaba se dio cuenta de que no podía haber ninguna solución a sus problemas. No a menos que hicieran algo muy nuevo y cambiaran todas sus formas antiguas de hacer las cosas. Finalmente, cuando vio aquello claramente, y nadie más parecía estar hablando sobre ello, se puso en pie reluctantemente para decir:
—He escuchado todo lo que se ha dicho aquí, y he oído las mismas cosas una y otra vez. El viento-que-no-termina ha llegado a las montañas. Los ciervos han abandonado las montañas desde que la nieve permanece en el suelo durante la mayor parte del año y ya no hay pastos para ellos. Si hay alguien aquí que no crea en ello y desee ir al norte me gustaría oír lo que ese cazador tiene que decir.
No hubo más respuesta que la de un terco cazador llamado Ilgeth, que era bien conocido por su mal talante.
—Siéntate —exclamó—. Todos sabemos esto, pelocorto. Deja que los cazadores hablen.
Kerrick era muy consciente de su escasa barba y del pelo de su cabeza que aún no cubría sus orejas, así que sintió vergüenza y empezó a sentarse. Pero Herilak se puso en pie y se situó a su lado, tocando su brazo para que siguiera en pie.
—Este cazador se llama Kerrick, no pelocorto. Aunque Ilgeth debe saber mucho acerca de pelocorto, puesto que cada año tiene más piel que pelo encima de sus ojos.
Hubo grandes risas ante aquello, y muchos se palmearon los muslos, de modo que Ilgeth no pudo hacer más que fruncir el ceño y guardar silencio. Cuando Herilak había sido sammadar había utilizado a menudo el humor para convencer a los demás. Pero tenía otras cosas que decir además, y aguardó a que se restableciera el silencio antes de volver a hablar.
—El pelo de Kerrick tiene importancia solamente para recordarnos que le era arrebatado por los murgu cuando lo mantenían prisionero. No debemos olvidar que puede hablar con ellos y comprenderlos. Nuestros estómagos están llenos porque él nos mostró cómo podían ser muertos los murgu. Cazamos donde sabíamos que ellos podían golpear. Nos mostró cómo nosotros podíamos atacarles primero, y matamos a muchos. Cuando Kerrick habla, debemos escuchar.
Hubo gruñidos de asentimiento ante aquello, tantos que Kerrick se sintió animado a continuar.
—Entonces todos somos de la misma opinión de que no podemos ir al norte. Al este la tierra es tan árida como aquí hasta que se alcanza la costa, donde pueden golpear los murgu. No hay lugar donde invernar aquí. Como tampoco lo hay al oeste, donde puede que la tierra sea buena pero el camino está cortado por tanu que no nos permitirán pasar. Ahora hago la pregunta: ¿por qué no vamos al sur?
Hubo murmullos de sorpresa ante aquello, y al final algunas risas, que murieron cuando Herilak frunció ferozmente el ceño. Era muy respetado, tanto por su habilidad como líder en la batalla como por la fuerza de su brazo, así que las risas murieron ante su desagrado. Fue Ulfadan quien se puso entonces en pie y habló del sur.
—He ido hasta el borde del bosque al sur, y cuando era joven incluso a la hierba que se extiende sin fin. Esto lo encontré allí.-Se tocó el largo colmillo que colgaba de su cuello. Entonces fui lo bastante joven y estúpido como para arriesgar mi vida por él. No hay ciervos allí sino sólo murgu, que luchan y matan. Murgu tan altos como árboles. Sólo hay muerte para nosotros en el sur. No nos atrevemos a ir en esa dirección.
Hubo gritos de asentimiento, y Kerrick aguardó hasta que se restableció el silencio antes de hablar de nuevo.
—Dejadme hablaros de los murgu, porque durante muchos años he vivido tan al sur que la nieve nunca llegaba hasta allí y siempre hacía calor. En aquella tierra cálida hay murgu que comen hierba y pastan en los bosques y en los pantanos. Aunque no son como los ciervos o los demás animales que cazamos, son comestibles y su carne es buena. Lo se, porque es la que he comido durante todos esos años.
Entonces sólo hubo silencio. Incluso las mujeres dejaron de hablar entre sí, los niños cesaron en sus juegos, mientras todos escuchaban la extraña y aterradora historia de Kerrick.
—Lo que Ulfadan os ha dicho es cierto. Hay grandes murgu que se comen a los más pequeños. Los he visto, y he visto cosas más extrañas aún. Pero eso no es importante. Lo importante es esto. ¿Cómo consiguen vivir allí los murgu que caminan como los tanu? ¿Cómo existen entre los murgu asesinos? Comen carne de animales del mismo modo que lo hacemos nosotros. ¿Por qué no son muertos por los murgu tan altos como los árboles?
Podía haber mencionado muchas razones, pero ninguna de ellas era relevante ahora. Sólo una cosa lo era, y estaba decidido a decirla, sólo esa.
—No son muertos porque los murgu que caminan como nosotros matan a todo lo que les amenaza o amenaza a los animales de los que se alimentan. Los matan con esto.
Se inclinó y tomó el hesotsan que estaba en el suelo a su lado, lo alzó muy alto para que todos pudieran verlo. Nadie dijo nada, y todos los ojos estaban clavados en él.
—No importa lo grande que sea el animal, esto lo mata. Un murgu que necesite todas vuestras lanzas y todos vuestros arcos para morir caerá muerto cuando un solo dardo de esta arma se clave en su piel.
—He visto esto —interrumpió Herilak, con amargura en su voz—. He visto a los murgu llegar desde el mar con esos palos de muerte, he visto todo mi sammad caer ante ellos. He visto al más grande de los mastodontes derrumbarse ante ellos cuando el palo de la muerte ha chasqueado. Kerrick dice la verdad.
—Y ahora tenemos muchos de ellos —dijo Kerrick—. Muchos de ellos, y también dardos. Sé cómo cuidar a esos animales-armas, y puedo enseñaros la forma en que se hace. Sé cómo hacer que expulsen sus dardos mortíferos, y también os lo puedo enseñar. Si vais al sur habrá buena caza, buenos pastos para los mastodontes. Y con esto —alzó aún más el arma por encima de su cabeza, para que todos pudieran verla—, sólo la muerte segura para los murgu.
Después de esto hubo una excitada charla y mucha discusión, pero ninguna decisión. Kerrick había comido poco durante el día, y cuando vio a Herilak alejarse fue tras él. Se dirigieron al fuego donde las mujeres estaban asando carne atravesada en largas varas y preparando también té de corteza. Merrith, la mujer de Ulfadan, les vio sentarse y les trajo comida. Le quedaban pocos dientes, pero era gruesa y muy fuerte, y las mujeres más jóvenes hacían lo que ella mandaba.
—Espero que los palos de muerte nos obedezcan como te obedecen a ti, o todos dejaremos nuestros huesos en el sur. —Su voz era ronca, casi como la de un cazador. Decía libremente lo que pensaba.
—¿Crees, entonces, que iremos al sur? —preguntó Herilak, hablando con dificultad con la boca llena de carne.
—Discutirán toda la noche, pero eso es lo que decidirán al final. Hablan demasiado. Iremos al sur porque no hay ningún otro sitio donde ir. —Miró a Kerrick con franca curiosidad—. ¿Qué son esos murgu que te mantuvieron cautivo? ¿Son grandes sus tiendas? ¿Utilizan mastodontes…, o murgu gigantes para llevar sus rastras?
Kerrick sonrió ante el pensamiento, luego intentó explicarse.
—No viven en tiendas sino que hacen crecer árboles especiales como tiendas dentro de los que pueden dormir —Merrith rio estentóreamente.
—Me estás contando historias. ¿Cómo puedes cargar un árbol detrás de un mastodonte cuando te trasladas a otro campamento?
El resto de las mujeres en torno al fuego estaban mirándoles y escuchando, y hubo muchas risitas ante aquella idea.
—Es la verdad…, porque permanecen todo el tiempo en el mismo lugar, de modo que no tienen que mover los árboles en los que duermen.
—Ahora se que me estás contando historias. Si se quedaran siempre en el mismo lugar en poco tiempo habrían cazado y muerto a todos los animales que hubiera allí. Habrían agotado todas las frutas, y pronto se morirían de hambre. ¡Qué historia más ridícula!
—Es cierto —dijo Herilak—. Así es como viven. Yo he estado allí y les he visto, pero no lo entendí. No necesitan cazar porque mantienen a todos sus animales en un lugar de modo que no pueden escapar, luego los matan cada vez que lo necesitan. ¿No es así como lo hacen? —le preguntó a Kerrick.
Merrith se encogió de hombros ante aquellas ridículas e inútiles historias y regresó a su fuego, pero las demás mujeres se quedaron, con los ojos muy abiertos mientras escuchaban aquellas locas historias. Ciertas o no, valía la pena oírlas.
—Eso es sólo parte de ello —dijo Kerrick—. Ocurren un montón de cosas, y las murgu de distintas clases hacen cosas distintas. Algunas limpian el terreno y construyen los muros de espinos para que los animales puedan ser mantenidos separados y a salvo. Luego están las guardianas que cuidan de los machos durante la estación de la procreación a fin de que las crías nazcan a salvo. Algunas cultivan la comida para los animales, otras los matan cuando llega el momento. Otras pescan. Todo es muy complejo.
—¿Los machos se ocupan de los pequeños? —preguntó una de las mujeres con una voz suave y nasal. La que tenía a su lado, más vieja, le dio un codazo.
—Cállate, Armun —dijo.
—Es una buena pregunta —dijo Kerrick, intentando ver a la que había hablado, pero tenía su rostro vuelto hacía otro lado y su pelo cubría sus facciones—. Las murgu depositan huevos, y los machos los hacen eclosionar. Luego, cuando los pequeños salen del cascarón, van al océano para vivir los primeros años. No cuidan a sus pequeños de la misma forma que lo hacemos nosotros.
—¡Son asquerosos y deben ser muertos todos! —exclamó Merrith, porque no había dejado de escuchar durante todo el rato. No está bien que las mujeres tengan que escuchar este tipo de historias.
Su audiencia se dispersó ante su orden, y los dos hombres terminaron en silencio su comida. Herilak se lamió los últimos fragmentos de carne de sus dedos, luego tocó ligeramente el brazo de Kerrick.
—Tienes que contarme más de estas cosas, porque quiero saberlo todo sobre esas criaturas. Yo no soy como las mujeres…, creo todo lo que dices. Como tú, yo fui su prisionero. Claro que sólo fue muy poco tiempo…, pero fue suficiente. Si tú diriges, yo te seguiré, Kerrick. Un brazo fuerte y un arco rápido es todo lo que necesita un cazador. Pero los tanu necesitan también conocimientos. Somos tanu porque podemos trabajar la piedra y la madera y saber la forma cómo se comportan todos los animales que cazamos. Pero ahora cazamos murgu, y tú eres el único con el conocimiento necesario. Sólo tú puedes mostrarnos el camino.
Kerrick no había pensado en aquello antes, pero ahora no tuvo más remedio que asentir, reluctante. El conocimiento podía ser una fuerza…, y un arma. Él poseía el conocimiento, y Herilak lo respetaba. Aquello era una gran alabanza por parte de un cazador tan hábil y fuerte como Herilak. Kerrick sintió nacer en él el orgullo. Por primera vez empezó a creer que no estaría completo fuera de allí. Merrith habla tenido razón; tras discutir toda la noche los cazadores decidieron, con gran reluctancia, que debían ir al sur para conseguir pastos para los mastodontes. Una vez tomada aquella decisión tuvieron que enfrentarse al siguiente problema. ¿Cómo iban a hacerlo?
Poco después del amanecer Herilak salió de su tienda. Estaba avivando el fuego cuando Ulfadan y Kellimans se le acercaron. Los dos sammadars le saludaron formalmente, luego se sentaron a su lado junto al fuego. Herilak les sirvió té de corteza en jarras de madera y aguardó a que dijeran lo que tenían que decir. A sus espaldas Ortnar se asomó de la tienda y miró, luego volvió a meter rápidamente la cabeza.
—Después de esta noche creerías que ya habían hablado lo suficiente, pero aún siguen con ello —le dijo a Kerrick—. Yo no veo ningún problema. Matar murgu, eso es todo lo que tenemos que hacer.
Kerrick se levantó del saco de dormir y se estremeció cuando el aire frío le golpeó. Se puso rápidamente la camisa de piel por encima de su cabeza, se paso los dedos por el corto pelo, bostezó y se rascó. A través del abierto faldón de la tienda podía ver que los tres cazadores aún estaban hablando. Sintió lo mismo que Ortnar; ya habían tenido bastante de aquello con toda una noche.
Pero aquel último encuentro no podía ser evitado. Herilak se levantó del fuego y se dirigió a la tienda y le llamó.
—Te necesitamos, Kerrick. Únete a nosotros.
Kerrick salió y fue a sentarse a su lado junto al fuego, y dio unos sorbos del caliente y amargo brebaje mientras Herilak le contaba lo que se había decidido.
—Los sammads irán al sur porque no tienen otra elección. De todos modos, no saben qué hacer cuando lleguen junto a los murgu. Aunque una cosa sí es segura: los murgu deben ser muertos, en consecuencia tiene que haber un líder de batalla. Han pensado en mí para ser su sacripex.
Kerrick asintió.
—Así es como debe ser. Tú nos llevaste a la victoria cuando matamos a los murgu en las playas.
—Un ataque es una cosa, y sé muy bien cómo conducirlo. Pero ahora estamos planeando más que un ataque. Estamos planeando abandonar el bosque e ir al sur, a las tierras herbosas donde sólo hay murgu. Murgu de todas clases. Entonces debemos matar esos murgu con los palos de muerte. Te diré la verdad. Sé poco de los murgu y no se nada de los palos de muerte. Pero tú sí, Kerrick. En consecuencia, he dicho que tú tienes que ser el sacripex.
Kerrick no pudo pensar en ninguna respuesta. Aquello era demasiado inesperado. Le dio vueltas y vueltas en su cabeza, luego dijo, reluctante:
—Es una gran confianza, pero no creo saber lo suficiente para ser sacripex. Sí, se mucho acerca de los murgu, pero poco acerca de cazar y matar. Herilak es quien ha demostrado ser un buen líder aquí.
Los demás guardaron silencio, esperando que continuara. Los sammads le pedían su liderazgo, y él no podía negarse. Ortnar había oído lo que se había dicho, y salió de la tienda y se reunió con los cazadores. Deseaban que él los condujera, pero él no tenía la habilidad necesaria. ¿Qué se podía hacer? ¿Qué hubieran hecho los yilanè en aquella situación? En una ocasión había hecho aquella pregunta, y empezó a aparecer una respuesta.
—Dejadme deciros cómo ordenan los murgu estas cosas —dijo. En sus ciudades hay un sammadar, que es el primero en todo. Bajo este sammadar hay un sammadar de los cazadores, otro de los que alimentan a los animales, y otros para los distintos trabajos de la ciudad. ¿Por qué no arreglamos las cosas del mismo modo? Herilak será el sacripex, como le habéis pedido. Yo serviré a sus órdenes, le aconsejaré sobre la forma de actuar de los murgu. Pero él será el que decida lo que hay que hacer.
—Tenemos que pensar sobre esto —dijo Ulfadan—. Es algo nuevo.
—Son tiempos nuevos —dijo Kellimans—. Haremos como Kerrick nos ha dicho.
—Lo haremos así —dijo Herilak—, pero seré yo quien serviré. Kerrick nos dirá acerca de los murgu y de lo que hay que hacer para cazarlos y matarlos. Él será el margalus, el consejero murgu.
Ulfadan asintió y se puso en pie.
—Así es como será.
—Estoy de acuerdo —dijo Kellimans—. Se lo diremos a los cazadores del sammad, y si ellos lo aceptan iremos al sur cuando el margalus lo diga.
Cuando se hubieron ido, Herilak se volvió hacia Kerrick.
—¿Qué es lo que debemos hacer primero, margalus? —preguntó.
Kerrick tironeó los finos pelos de su dispersa barba mientras los dos cazadores aguardaban. La respuesta era sencilla, y esperaba que todos los demás problemas fueran tan simples de resolver.
—Para matar murgu tenéis que aprenderlo todo acerca de los palos de muerte. Eso es lo que haremos ahora.
Herilak y Ortnar iban armados con lanzas y arcos como siempre, pero Kerrick los dejó a un lado y tomó un hesotsan y una provisión de dardos. Los condujo corriente arriba, alejándose de las tiendas, hasta un espacio despejado al lado del río. Había allí el tronco de un árbol muerto encajado entre unas rocas, donde había quedado aprisionado después de la crecida primaveral de las aguas.
—Dispararé contra eso —dijo Kerrick—. Si se acerca alguien podré verle. Hay muerte en esos dardos, y no deseo que nadie resulte muerto.
Los cazadores dejaron a un lado lanzas y arcos y se acercaron reluctantes cuando Kerrick tendió el hesotsan.
—Todavía no hay peligro, porque no he puesto dardos en el animal. Dejadme mostraros primero cómo debéis alimentarlo y cuidar de él. Luego insertaremos los dardos y usaremos el árbol como blanco.
Los cazadores estaban acostumbrados a trabajar con herramientas y artefactos, y pronto dejaron de pensar en el arma como en una criatura viva. Cuando Kerrick disparó el primer dardo, se sobresaltaron ante el seco crujido de la explosión, luego corrieron hasta el árbol para ver el dardo clavado allí.
—¿Puede disparar hasta tan lejos como un arco? —preguntó Herilak.
Kerrick pensó en ello, luego agitó la cabeza en un no.
—No lo creo…, pero no importa. No habrá necesidad de disparar a distancia aunque el marag esté atacando. Cuando una criatura es golpeada por un dardo, el veneno la afecta casi de inmediato. Primero cae, luego se pone rígida, luego muere. Ahora tenéis que aprender a disparar los palos de muerte.
Cuando iba a tenderle el arma a Herilak vio un movimiento en el cielo detrás de él. Un ave grande.
—Tomad vuestros arcos, rápido —dijo—. La rapaz está aquí, la que habla a los murgu. No debe regresar. Hay que matarla.
Los cazadores no discutieron sus órdenes, sino que recogieron rápidamente sus arcos y colocaron las flechas, aguardando hasta que el ave voló baja. Cuando paso sobre ellos, con las alas completamente extendidas, planeando, las cuerdas de sus arcos vibraron al mismo tiempo. Las bien apuntadas flechas volaron hacía arriba, se clavaron ambas en el cuerpo de la rapaz.
Lanzó un solo chillido y cayó como un plomo, chapoteando en el río.
—No dejéis que sea arrastrada —dijo rápidamente Kerrick.
Se inclinó para dejar cuidadosamente el hesotsan en el suelo y, antes de que pudiera volver a erguirse, los otros dos ya se habían metido en el agua. Ortnar era un robusto nadador y alcanzó primero el ave muerta, sujetándola por el ala y haciéndola girar en el agua. Pero era demasiado grande para poder manejarla él solo y tuvo que aguardar a Herilak para que le ayudara a arrastrarla hasta la orilla. Emergieron del río, con sus ropas de piel chorreando, y tiraron de la inmensa ave tras ellos antes de dejarla caer sobre la arena.
—Mirad aquí —dijo Kerrick—. En su pierna, esa criatura negra. El ave estaba muerta, pero su animal no. Sus garras estaban clavadas en torno a la pata de la rapaz. No tenía rasgos distintivos excepto una excrecencia a un lado. Herilak se acuclilló para examinar de más cerca al animal… Luego retrocedió de un salto cuando el ojo se abrió y le miró directamente, luego volvió a cerrarse lentamente. Fue en busca de su lanza, pero Kerrick lo detuvo.
—Habrá mucho tiempo para eso. Primero tenemos que enseñárselo a los cazadores, mostrarles el ojo que nos espía y el ave que lo transporta. Esos son los animales que les dicen a los murgu donde estamos. Una vez los cazadores los hayan visto, podrán reconocerlos. Cuando aparezca uno hay que matarlo. Si los murgu no saben donde estamos no podrán atacarnos.
—Tienes razón, margalus —dijo Herilak respetuosamente—. Tú eres el que sabe de esas criaturas.
Herilak utilizó el título de una forma fácil y con sinceridad. Había hablado de un modo tan natural que Kerrick sintió un repentino estallido de orgullo. Quizá no pudiera cazar tan bien como ellos, puesto que sus flechas normalmente fallaban su blanco, pero sabía de los murgu, y ellos no. Aunque no pudiera ser respetado por sus proezas en la caza, sí al menos sería considerado líder en algo. Agarraron al ave y la transportaron de vuelta al campamento.
La rapaz en sí era una maravilla, porque nadie había visto un ave tan grande antes. Estiraron al máximo sus alas, luego contaron los pasos de su longitud. Los cazadores admiraron el emplazamiento de las flechas: ambas habían penetrado en el pecho del animal. Los niños se arracimaron a su alrededor e intentaron tocarla pero fueron echados. Una de las mujeres se inclinó y palpó la negra criatura en la pata del ave…, luego chilló cuando el ojo la miró parpadeante. Después todo el mundo quiso verlo y se acercó y apretó. Herilak se inclinó y arrancó las flechas, luego le devolvió a Ortnar la suya mientras se alejaban.
—Ahora enséñanos a disparar el palo de muerte tan bien como podemos hacerlo con el arco —dijo.
Al anochecer ambos cazadores se sentían tan seguros con el arma como el propio Kerrick. Ortnar alimentó al animal con un trozo de carne seca de su bolsa, luego frotó su boca para cerrarla.
—Esto nunca matará a un ciervo en la caza —dijo. Es difícil de apuntar, y los dardos son escasos.
—Podemos matar fácilmente a los ciervos con la lanza o el arco —dijo Herilak-Estas las necesitaremos para los murgu cuando vayamos al sur.
—Antes de que emprendamos la marcha quiero que todos los cazadores sepan cómo usarlos —dijo Kerrick—. Sólo entonces podremos irnos.
Después de lavarse en el río, el olor de la comida los atrajo de vuelta a las tiendas. Era una noche clara, y las estrellas eran brillantes y nítidas sobre la parpadeante luz de los fuegos. Merrith les sirvió carne, y Fraken el alladjex estaba allí también. El viejo iba a un fuego distinto cada noche, donde hablaba a la gente de las cosas que sólo él conocía. Ahora miró suspicazmente a Kerrick, que parecía tener conocimientos que él no poseía. Herilak vio la mirada y desvió la atención del hombre.
—Esta noche soñé que estaba con otros y cazábamos mastodontes —dijo Herilak. Fraken asintió e hizo chasquear los labios sobre el caliente té mientras escuchaba—. ¿Cómo es posible eso? Sólo he cazado mastodontes una vez, y era muy joven entonces.
—No eras tú quien cazaba esta vez —dijo el viejo—, sino tu tharm. —Hubo un silencio en torno al fuego, mientras todos escuchaban con respeto. Cuando morimos el tharm abandona el cuerpo, pero también puede abandonarlo durante el tiempo que permanecemos dormidos. Tu tharm te abandonó y se unió a una caza, eso es lo que ocurrió. Por eso un cazador no debe ser despertado si está profundamente dormido porque su tharm puede estar lejos, y si es despertado morirá porque el tharm abandona el cuerpo cuando morimos. Para siempre, para no regresar nunca. Si el cazador que muere ha sido fuerte en la caza, su tharm se unirá al de los otros cazadores entre las estrellas.
Su voz descendió y se convirtió en un seco raspar cuando habló de nuevo:
—Pero cuidado con el cazador que es pendenciero y ha llevado una mala vida, porque hay cazadores así. Cuando este cazador muere su tharm permanece cerca de él, causando trastornos a los otros. No así a un cazador fuerte. Su tharm irá a las estrellas, donde todos podrán verlo. El tharm de un cazador fuerte regresará en sueños para ayudar a los otros y advertirles de los peligros.
Kerrick escuchó, pero no dijo nada. Ahora recordaba haber oído al viejo Ogatyr contar historias como aquella cuando él era un muchacho, recordaba haberse estremecido de miedo cuando intentaba dormir, temeroso de que el tharm de otro estuviera cerca de él. Ahora…, bien, todo aquello no eran más que historias. Los yilanè se hubieran reído de aquella charla de tharms y estrellas. Para ellos la muerte era simplemente el fin de existir, y no había implícito ningún misterio. Sabían que las estrellas estaban tan distantes que su existencia no podía tener ningún efecto posible en ningún acontecimiento aquí en la Tierra. Recordaba a Zhekak hablándole de las estrellas, acerca de lo ardientes que eran, la luna fría, los planetas muy parecidos a la Tierra. Esa era la realidad, lo demás sólo eran historias. Pero cuando Kerrick miró a su alrededor a todos los demás rostros, sólo vio respeto y credulidad y decidió que aquel no era ni el momento ni el lugar para que él hablara de esos asuntos.
Cuando Fraken se fue a otro fuego muchos le siguieron, dejando sólo a unos pocos cazadores sentados junto al calor y hablando. Ninguno de ellos pareció darse cuenta cuando la muchacha, llevando un gran puñado de plumas, se acercó y se unió a ellos. Se llamaba Farlan, recordó Kerrick, la hija mayor de Kellimans. Era alta y fuerte, su pelo denso y apretadamente peinado hacia atrás. Kerrick sintió una sensación que no pudo identificar cuando ella le rozó al pasar por su lado y los dos cuerpos entraron brevemente en contacto, y se agitó inquieto. Ella acabó de rodear el fuego y se sentó al lado de Ortnar.
—Estas son las plumas del gran pájaro que matasteis —dijo. Ortnar asintió, sin apenas mirarla—. Pueden ser cosidas a tus ropas para que los demás conozcan tu habilidad con el arco. —Dudó un momento. Yo podría cosértelas.
Ortnar pensó en aquello durante largo rato, luego pareció aceptar.
—Te indicaré dónde están las ropas —dijo. Se levantó y fue hacía la oscuridad, y ella le siguió.
Al parecer los cazadores no se dieron cuenta de nada de aquello…, pero uno de ellos alzó la vista y su mirada se cruzó con la de Kerrick; sonrió y le guiñó un ojo. Sólo cuando la pareja estuvo fuera de la vista empezaron los cazadores a susurrar entre sí; uno de ellos se echó a reír a carcajadas.
Algo estaba ocurriendo, algo importante, supo Kerrick, pero nadie le dijo de qué se trataba. Guardó silencio, porque se sentía demasiado avergonzado por su estupidez para preguntar.
Ortnar no estaba en su tienda cuando Kerrick regresó a ella, y sólo por la mañana se dio cuenta de que todas las pertenencias del cazador habían desaparecido también.
—¿Dónde está Ortnar? —preguntó.
—Durmiendo en otra tienda —fue toda la respuesta de Herilak, y pareció poco dispuesto a decir nada más.
Kerrick estaba empezando a darse cuenta de que había cosas en la vida de los tanu, como en la de los yilanè, que se hacían pero de las que no se hablaba. Pero él era tanu, tenía que saberlas. Debería descubrirlas por sí mismo, pero no sabía cómo. Tendría que pensar en aquello.
De todos modos, el misterioso comportamiento de Ortnar desapareció de su mente en el ajetreo de levantar el campamento.
Partían hacía el sur, hacía lo desconocido. Ulfadan, que conocía bien aquel territorio, condujo firmemente el sammad hacía el sur a través del bosque. Hasta que los árboles no empezaron a clarear y pudo ver el herboso espacio abierto al frente no ordenó el alto y regresó a informar a Kerrick.
—La región abierta está ahí delante. Nos hemos detenido como ordenaste, margalus.
—Bien —dijo Kerrick—. Herilak y yo hemos considerado lo que hay que hacer cuando salgamos a la llanura para enfrentarnos a los murgu. Si viajamos como hacemos siempre, en una sola columna, estaremos expuestos en cualquier momento a un ataque por los lados, donde no hay protección. En el bosque un mastodonte debe seguir al otro debido a lo estrecho del sendero que hay entre los árboles. Pero no habiendo árboles podemos avanzar de una forma distinta. Esto es lo que hemos decidido.
Los cazadores se apiñaron para mirar mientras Kerrick se inclinaba y dibujaba un círculo en el suelo con un palo.
—Así es como avanzaremos —dijo—. Los mastodontes irán uno al lado de otro, en un grupo. Herilak avanzará delante de ellos con un grupo de cazadores, puesto que es el sacripex y tomará el mando en cualquier batalla contra los murgu. Pero puede producirse un ataque desde los flancos, o incluso desde atrás…, así que debemos estar constantemente en guardia. Tú, Kellimans, irás con los cazadores de tu sammad por la izquierda, Ulfadan hará lo mismo por la derecha. Os seguiré en la retaguardia con otros cazadores. Todos nosotros iremos armados con los palos de muerte, así como con arcos y lanzas. De este modo, con cazadores en todos los lados, podremos proteger los sammads en el centro…
Fue interrumpido por un grito de alarma de uno de los muchachos que estaban vigilando el bosque a su alrededor. Los cazadores se volvieron con las armas preparadas. Un extraño cazador había aparecido de entre los árboles y permanecía de pie inmóvil, mirándoles. Era de uno de los sammads de más allá de las montañas, podían decirlo por las polainas de corteza de abedul que llevaba debajo de sus rodillas. Fue Herilak quien avanzó a su encuentro. Cuando se acercó, el cazador se inclinó y clavó su lanza en el suelo. Herilak hizo lo mismo y cuando lo hubo hecho el cazador le gritó algo. Herilák agitó la cabeza, luego se volvió e indicó a los otros:
—Habla, pero comprendo poco de lo que dice.
—Newasfar hablará con él —dijo Ulfadan—. Ha cazado más allá de las montañas y sabe cómo hablan.
Newasfar dejó su lanza atrás y avanzó para hablar con el desconocido mientras todos observaban. Hubo un breve intercambio, que Newasfar tradujo:
—Es un sammadar llamado Har-Havola. Dice que sus mastodontes murieron en el frío del invierno y que tuvieron que comérselos a fin de conservar ellos la vida. Ahora toda su comida se ha terminado y morirán cuando lleguen las nieves. Ha oído que aquí hay mucha comida, y pide un poco.
—No —fue la instantánea respuesta de Herilak. Los demás cazadores asintieron. Har-Havola retrocedió un paso ante aquello, porque era una palabra que conocía. Miró a su alrededor, a los rostros inexpresivos, empezó a decir algo, luego debió darse cuenta de que era inútil. Se inclinó y recogió su lanza, se estaba volviendo ya…, cuando Kerrick dijo:
—Espera. Newasfar, dile que no se marche. Pregúntale cuántos cazadores tiene en su sammad.
—No podemos desperdiciar comida —dijo Herilak—. Tenemos que irnos.
—Ahora estoy hablando como margalus. Escuchad lo que tengo que decir —Herilak asintió ante aquello y guardó silencio—. Tenemos más comida de la que podemos consumir en estos momentos. Comida de la caza y también la carne murgu que capturamos. Cuando penetremos en las llanuras herbosas habrá buena caza y dispondremos de más carne aún. Pero también habrá murgu contra los que tendremos que defendernos. Cuando ataquen, cuantos más cazadores tengamos para luchar contra ellos más seguros estaremos. Yo digo: dejemos que se unan a nosotros para poder usar sus lanzas.
Herilak pensó unos instantes, luego asintió.
—El margalus tiene razón. Necesitaremos muchos cazadores ahora, porque algunos tendrán que montar guardia durante la noche. Yo también digo: dejemos que vengan con nosotros. Habla con él, Newasfar, dile lo que hacemos y cuál es el peligro. Dile que si sus cazadores luchan a nuestro lado, entonces todo su sammad comerá.
Har-Havola se envaró cuando oyó aquello y se golpeó el pecho. No fue necesario que Newasfar tradujera sus palabras. Los tanu de más allá de las montañas eran grandes cazadores y luchadores. Vendrían.
Luego se volvió hacía los árboles y gritó una orden. La hilera de asustadas mujeres emergió de entre los árboles, aferrando contra ellas a sus hijos. Los cazadores siguieron detrás. Todos estaban flacos, y no vacilaron en tomar la comida que se les ofreció. Cuando todos hubieron comido, la columna emprendió de nuevo la marcha y penetró lentamente en la llanura.
Mientras los mastodontes eran reunidos en un compacto grupo, Herilak se dirigió a los sammadars.
—Ahora que disponemos de más cazadores dispondremos de mayor seguridad. Kerrick puede reunirse conmigo al frente, puesto que es el margalus. Har-Havola avanzará en retaguardia con sus cazadores, puesto que habrá menos peligro ahí y ellos no disponen de palos de muerte. Tan pronto como los cazadores se hallen en posición partiremos.
La herbosa llanura se extendía ante ellos hasta el horizonte, una serie de bajas llanuras onduladas. Había grupos de árboles dispersos, pero la mayor parte de la llanura era hierba. Una manada de animales, demasiado distantes para poder ser identificados, se alejó rápidamente de ellos y pronto desapareció de la vista. Ninguna otra cosa se movía: la llanura tenía un aire engañosamente pacífico. Ulfadan no se dejó confundir por aquello; sus dedos tocaron el gran diente suspendido en torno a su cuello mientras miraba atentamente a su alrededor. Todos los cazadores mantenían sus armas fuertemente aferradas, muy conscientes de no pertenecer a aquel lugar. Incluso los mastodontes parecían captar la tensión, trompeteando y agitando sus grandes cabezas.
Al principio los distantes animales fueron sólo puntos oscuros saliendo de un valle poco profundo. Pero avanzaban rápido, y pronto el retumbar de sus patas pudo oírse claramente a medida que aparecían más y más, avanzando en dirección a los tanu. Los mastodontes fueron detenidos a una señal de Herilak, los cazadores se situaron rápidamente delante para formar una línea entre aquella desconocida amenaza y los sammads. Ahora los animales de la manada podían verse claramente criaturas desconocidas con largos cuellos y patas. Los líderes giraron cuando vieron a los tanu y galoparon paralelamente a su frente, arrojando una torbellineante nube de polvo. Fue al amparo de ese polvo que aparecieron los murgu.
Había más de uno, criaturas grandes e indistintas que perseguían a la manada en fuga. El más cercano de ellos vio las formas de los mastodontes, chilló aguda e intensamente, y atacó.
Kerrick tenía su arma alzada y disparó contra la figura que se abalanzaba, una y otra vez. Se alzó en el aire, chillando, luego cayó y se estrelló contra la hierba delante de ellos cuando el veneno causó su efecto. Cayó tan cerca que los protuberantes ojos de la bestia quedaron inmediatamente delante de Kerrick y parecieron mirarle de una forma espantosamente fija. Agitó sus garrudas patas en un espasmo de agonía, la boca se abrió, rugió entrecortadamente. Su hediondo aliento alcanzó a los cazadores cuando murió.
Los mastodontes se pusieron entonces a chillar aterrorizados, retrocediendo y amenazando con aplastar las rastras y a todos aquellos que estuvieran cerca. Algunos de los cazadores corrieron para tranquilizarlos mientras los demás seguían mirando al frente, las armas preparadas.
Pero el peligro había pasado. La manada se estaba desvaneciendo en la distancia, perseguida aún por los gigantescos carnívoros. Kerrick avanzó un tembloroso paso hacía el animal que había matado. Ahora permanecía tendido, inmóvil, una masa de carne muerta del tamaño de un mastodonte. Una bestia gigantesca creada para matar, sus patas traseras largas y musculosas, sus mandíbulas llenas de hileras de puntiagudos dientes.
—¿Es comestible la carne de esta criatura? —preguntó uno de los cazadores, volviéndose hacía Kerrick.
—No lo sé. Nunca había visto ninguna así antes. Pero es un comedor de carne, y los murgu sólo comen la carne de los animales que comen hierba y hojas.
—Entonces sigamos —dijo Herilak—. Nosotros debemos hacer lo mismo. Dejemos a esta bestia.
Los tanu sólo comían la carne de los carnívoros cuando el hambre era desesperada; el sabor era fuerte y repelente y no era de su agrado. Ahora tenían comida suficiente y no deseaban hincarle el diente a aquella horrible criatura. Siguieron avanzando rápidamente, con los mastodontes haciendo girar sus ojos y berreando aterrorizados cuando pasaron junto al muerto animal. Tanu y mastodontes, todos deseaban estar lejos de aquel lugar tan rápido como fuera posible.
La llanura hormigueaba de vida. Criaturas oscuras que obviamente no eran aves planeaban sobre ellos. Grandes formas se revolcaban en un poco profundo lago, que evitaron prudentemente trazando un amplio círculo. Murgu más pequeños, apenas entrevistos, se escurrían a su paso entre la alta hierba. Aunque permanecían alertas, con las armas preparadas, no fueron atacados de nuevo. El día transcurrió de aquel modo, sin más encuentros. Las sombras empezaban a hacerse largas cuando se detuvieron junto a un riachuelo para dejar beber a sus animales. Herilak señaló hacía una baja colina cercana rematada con un denso bosquecillo de árboles.
—Nos detendremos ahí para pasar la noche. Los árboles nos darán protección, y el agua está cerca.
Kerrick contempló el bosquecillo; le preocupó.
—No sabemos lo que puede ocultarse allí —dijo—. ¿No estaremos mejor aquí en la llanura, donde podremos ver cualquier cosa que se acerque?
—Sabemos que esta llanura hormiguea de murgu durante el día… pero no sabemos lo que se mueve en ella en la oscuridad. Los árboles serán nuestro refugio.
—Entonces debemos asegurarnos de que somos los únicos que nos refugiamos en ellos. Hagamos que algunos de los mejores cazadores lo exploren antes e que sea demasiado tarde para ver.
Lo hicieron cautelosamente, pero los árboles no ocultaban nada que pudiera constituir un gran peligro. Pequeños murgu, con las colas en ristre, huyeron ante ellos. Hubo un gran concierto de aleteos y chillidos cuando asustaron a algunos pájaros que picoteaban las frutas de los árboles. Excepto esto, el bosquecillo estaba vacío. Sería un buen lugar donde detenerse.
Una vez liberados de sus cargas, los mastodontes se tranquilizaron, y pronto se pusieron a masticar las verdes hojas. Los muchachos trajeron el fuego, transportado en cestos recubiertos interiormente de arcilla, y las tiendas estuvieron montadas rápidamente. Apostaron guardias en torno al campamento apenas se hizo oscuro; se turnarían a lo largo de la noche.
—Hemos hecho todo lo que podemos hacer —dijo Herilak—. Hemos sobrevivido a nuestro primer día.
—Espero que sobrevivamos también a la primera noche —dijo Kerrick, con aspecto casi preocupado. Deseo que no hayamos cometido ningún error viniendo aquí.
—Te preocupas demasiado por cosas que no pueden ser cambiadas. La decisión fue tomada. No había ningún otro camino.
Herilak tenía razón, pensó Kerrick; me preocupo demasiado. Pero él ha sido sammadar y sacripex antes, y sabe mandar a los demás. Todo esto es nuevo aún para mi.
Se durmió rápidamente después de haber comido, y no despertó hasta que Herilak sacudió su hombro. La noche era muy oscura, pero las estrellas del Cazador habían desaparecido del cielo occidental, y el Mastodonte las seguiría pronto: faltaba poco para que amaneciera.
—Nada se nos ha acercado durante la noche —dijo Herilak—, aunque ahí fuera está lleno de criaturas. Quizá no les guste nuestro olor.
Las oscuras formas de otros cazadores se movieron bajo los árboles cuando fueron reemplazados los centinelas. Kerrick se irguió en la parte superior de la ladera y contempló la silueta más oscura del riachuelo.
—Hemos visto animales que acudían a beber —dijo Herilak—, pero no había forma de decir qué eran.
—Mientras nos dejen tranquilos, no importa.
Aguardaron en silencio hasta que el cielo se iluminó por el este con la proximidad del amanecer.
—Un día y una noche, y aún estamos vivos —dijo Herilak—. Se dice que un viaje que empieza bien termina bien. Esperemos que sea cierto.
—La lenta marcha continuó durante todo el día hacía el sur, y luego durante todo el día siguiente, y el siguiente también. Los cazadores seguían tomando la precaución de flanquear los sammads durante las horas diurnas y apostar guardias por la noche, pero caminaban con menos aprensión, dormían menos inquietos. La llanura era rica en vida animal, pero la mayor parte de las criaturas eran murgu herbívoros que se mantenían alejados de los sammads y sus mastodontes. Había predadores, y muchos de los más grandes de esos carnívoros intentaron atacarles. Los cazadores mataron a aquellos que se acercaron, y los demás vieron aquello y se mantuvieron a una prudente distancia. Pero los cazadores sabían que sin las armas que habían capturado llevarían ya tiempo muertos. Con su defensa, los sammads podían penetrar más y más profundamente en la llanura.
El rumbo que siguieron los mantenía bien alejados de las marismas a lo largo del río y de las grandes criaturas que podían verse revolcándose en ellas. Evitaban también el denso bosque siempre que podían, porque para atravesarlo se veían obligados a ir en fila india, lo cual hacía que la columna fuese mucho más difícil de proteger. Pese a los omnipresentes peligros los cazadores seguían preguntándose cada mañana qué iba a traerles el nuevo día, mientras cada noche hablaban hasta tarde en torno a los fuegos acerca de lo que habían visto aquel día. Para ellos, el mundo que los rodeaba era una parte esencial de sus vidas. Normalmente conocían a todos los animales del bosque, a cada pájaro posado en los árboles, sabían sus costumbres y cómo había que cazarlos.
Pero ahora estaban descubriendo un mundo completamente nuevo. Habían cruzado una frontera al iniciar el viaje, donde habían visto algunos ciervos y otros animales familiares, junto con murgu de distintas clases. Luego, bruscamente, todo aquello había cambiado, y los animales que habían estado observando y cazando durante todas sus vidas ya no estaban. Sólo algunas de las aves parecían familiares, y los peces en el rio no parecían distintos tampoco. Pero el resto eran murgu, murgu de una tal variedad que ya no podían ser llamados por ese solo nombre. Bajo sus pies y en la hierba había multitudes de pequeños lagartos y serpientes, mientras que pastando en el verdadero mar de hierba había animales de todos los tamaños y colores. Los cazadores permanecían especialmente atentos cuando pasaban junto a una de esas manadas, porque en muchas ocasiones eran seguidas por grupos de voraces carnívoros.
En una ocasión, arrancando la medio podrida carne del cadáver de un inidentificable animal, habían visto un grupo de aves carroñeras tan grandes como la rapaz que les había estado espiando. Eran formas horribles de plumaje rojo oscuro y con colas muy largas. Cuando los cazadores pasaron cerca de ellas trotaron cojeando sobre sus largas patas y abrieron sus bocas para sisear irritadas. Eran eficientes carroñeras, porque en vez de pico tenían mandíbulas orladas de afilados dientes.
La tierra era rica, la caza tan abundante que hubiera caído en gran número ante sus flechas si hubieran tenido tiempo de cazar, mientras que el propio clima era difícil de creer. Cuando habían iniciado el viaje las hojas estaban empezando a caer de los árboles y habían sentido el primer frío golpe del invierno en la escarcha nocturna. Pero ahora las estaciones se habían invertido y parecían estar avanzando hacía el tiempo cálido. Ni siquiera las noches eran frías, y durante el día se quitaban sus ropas de cuero y caminaban con sus pieles expuestas como hacían durante el verano.
Luego, un día, llegaron al lugar donde el ancho río que habían estado siguiendo se unía a otro río aún más ancho. Aunque apenas había empezado la tarde, Herilak detuvo la marcha y pidió a Kerrick y a los sammads que se reunieran con él.
—Este parece un buen lugar de acampada. Hay este empinado sendero que desciende hasta el río y que puede ser usado para dar de beber a los animales. También estará a nuestras espaldas durante la noche y será fácil de proteger. Hay buenos pastos aquí para los mastodontes, y abundancia de leña para nuestros fuegos.
—Aún es pronto —dijo Ulfadan—. ¿Por qué nos detenemos ahora?
—Esta es la razón por la que os he convocado. Cuando iniciamos esta marcha decidimos solamente que iríamos hacía el sur. Ahora ya lo hemos hecho. Así que ha llegado el momento de decidir dónde estableceremos nuestro campamento de invierno. Tenemos que pensar en ello.
—Hoy cruzamos una gran manada de murgu con picos de pato —dijo Kellimans—. Me gustaría mucho probar el sabor de uno.
—Mi mano de sujetar la lanza no deja de hormiguear —señaló Ulfadan, frunciendo los ojos a la distancia al otro lado del río. No hemos cazado desde hace muchos días.
—Entonces yo digo que nos detengamos aquí. —Herilak miró a su alrededor, y los cazadores asintieron.
—Estoy pensando en los murgu que caminan como hombres —dijo Kerrick—. No deben ser olvidados.
Ulfadan bufó.
—No hemos visto ninguno de sus grandes pájaros. No pueden saber que estamos aquí.
—Nunca se puede estar seguro de lo que saben o lo que no saben. Localizaron y mataron el sammad de Amahast, y entonces no tenían sus pájaros. Estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, nunca debemos olvidarlos.
—¿Qué es lo que piensas entonces, margalus? —preguntó Herilak.
—Vosotros sois los cazadores. Nos quedaremos aquí si eso es lo que deseáis. Pero tiene que haber una guardia en este lugar, día y noche, para vigilar el río en caso de ataque. ¿Veis lo ancho que se vuelve el río aquí? Debe alcanzar el océano en algún lugar al sur de nosotros. El océano y el río pueden ser un camino para los murgu, y saben que este es nuestro lugar de acampada.
—El margalus tiene razón —dijo Herilak—. Tomaremos esta precaución durante todo el tiempo que permanezcamos aquí.
Ulfadan estaba contemplando la desnuda ladera, frunciendo el ceño.
—Siempre antes hemos acampado entre los árboles. Aquí el terreno es demasiado abierto.
Kerrick recordó la ciudad de Alpèasak, que estaba también en un río, pero bien guardada.
—Hay una cosa que hacen los murgu. Hacen crecer fuertes árboles y arbustos de espinos para proteger su campamento. Nosotros no podemos hacer crecer árboles, pero podemos cortar arbustos de espinos y apilarlos en una línea de protección. Mantendrá alejados a los animales pequeños…, y podemos matar a cualquiera lo suficientemente grande para abrirse camino a través de ella.
—Nunca hemos hecho nada así antes —protestó Kellimans.
—Nunca habíamos ido tan al sur antes —dijo Herilak—. Haremos lo que dice el margalus.
Aunque la idea original era permanecer solamente una o dos noches en aquel lugar, pasaron varios días sin que levantaran el campamento. Había mucha pesca en el río y la caza era buena allí, mejor de lo que nunca habían conocido antes. Los picopato eran tan numerosos que muchas veces no podía verse el otro extremo de sus manadas. Eran muy rápidos…, pero también eran muy estúpidos. Si aparecía de repente un grupo de cazadores, huían despavoridos. Si se hacían las cosas correctamente, los otros cazadores podían estar aguardando al otro lado, con lanzas y arcos preparados. Los animales no sólo eran rápidos y estúpidos…, su carne también era deliciosa.
La caza era abundante, los mastodontes pastaban bien, era un buen lugar para invernar…, si de hecho aquel clima cálido podía llamarse invierno. Pero no había escape a las estaciones; los días eran cortos y los grupos estelares cambiaban inexorablemente en el cielo nocturno. El muro de espinos fue engrosado y, sin que se hubiera tomado ninguna decisión expresa, parecía como si fueran a quedarse en aquel lugar en la confluencia de los dos ríos.
Las mujeres se mostraban tan complacidas como los cazadores, alegres de que hubiera terminado el largo viaje. Caminar, descargar, cocinar, volver a cargar, caminar no había sido más que trabajo incesante para todo el mundo. Todo esto había cambiado ahora, con las tiendas firmes en su lugar y todo esparcido por ellas. Había raíces que cavar, junto con unos tubérculos de color amarillo castaño que nunca antes habían visto. Resultaron ser deliciosamente dulces una vez cocidos en las cenizas.
Había mucho que hacer, mucho de lo que hablar. Al principio el sammad de Har-Havola se había mantenido apartado de los otros porque hablaban una lengua distinta y sabían que eran extranjeros. Pero las mujeres de todos los sammads se reunían cuando estaban fuera forrajeando, y al cabo de poco descubrieron que les resultaba posible hablar entre ellas, porque el otro lenguaje era muy parecido al marbak en muchos sentidos. Al principio los chiquillos se pelearon, hasta que los recién llegados empezaron a aprender el marbak, tras lo cual sus diferencias fueron olvidadas. Incluso las mujeres solteras se sentían complacidas, porque había más jóvenes cazadores a los que perseguir. Nunca había habido un campamento de invierno tan grande. Tres sammads completos reunidos en un solo lugar hacían la vida activa e interesante.
Incluso Armun halló su cuota de paz, perdida en el gran número de las mujeres. Llevaba sólo tres inviernos con el sammad de Ulfadan, y habían sido trágicos para ella. Había habido gran hambre el último invierno en el sammad que habían abandonado, tanta que su madre Shesil, había quedado demasiado debilitada para sobrevivir al primer invierno en el nuevo sammad. Aquello significaba que cuando su padre iba a cazar no había nadie para protegerla. Los muchachos se reían de ella, y tenía que ser muy cuidadosa de no hablar en su presencia, porque las muchachas eran igual de malas. Cuando Brond, su padre, no regresó de la caza durante el segundo invierno, no hubo escapatoria de los demás. Puesto que era fuerte y buena trabajadora, Merrith, la mujer del sammadar, había permitido que comiera en su fuego pero no había hecho ningún intento de protegerla de las constantes burlas. La propia Merrith se unía incluso a ellas cuando estaba furiosa, llamándola «cara de ardilla» como hacían todos los demás.
Armun había sido así desde su nacimiento, eso era lo que su madre había dicho siempre. Shesil se había culpado toda su vida de ello, porque una vez había matado y comido una ardilla en un momento de gran hambre, cuando todo el mundo sabía que las mujeres tenían prohibido cazar. Debido a ello su hija había nacido con los dientes delanteros de una ardilla, muy anchos y separados, y con el labio superior hendido de una ardilla también. No sólo el labio estaba hendido, sino que había una abertura en el suelo del paladar detrás de él. Debido a esta abertura no había podido tomar bien el pecho cuando era un bebé, y se atragantaba y lloraba a menudo. Luego, cuando empezó a hablar, pronunciaba las palabras con un sonido muy extraño. No era sorprendente que los demás niños se rieran de ella.
Siguieron riéndose durante mucho tiempo, aunque dejaron de hacerlo cuando ella pudo alcanzarles. Ahora era una mujer joven, de piernas largas y fuerte. Y aún tenía el fuerte temperamento que había sido su única defensa como niña. Ni siquiera los muchachos más grandes se burlaban de ella, excepto a distancia, porque tenía un puño fácil y sabía como usarlo. Ojos morados y narices sangrantes eran su marca, e incluso los más estúpidos aprendieron pronto a dejar solo a aquel demonio con cara de ardilla.
Creció, solitaria y sin amigos. Cuando caminaba por el campamento normalmente sujetaba la parte superior suelta de sus suaves ropas de piel sobre la mitad inferior de su rostro. Su pelo era largo, y muchas veces lo sujetaba también del mismo modo.
Mientras no hablara, las otras mujeres aceptaban su presencia. Armun las escuchaba, veía a los jóvenes cazadores a través de sus ojos, oía sus excitadas habladurías. Farlan había sido la mayor de su grupo, y cuando Ortnar se unió al sammad fue rápida a ir tras él, pese a que hacía muy poco que lo conocía. La forma usual era ir a conocer a los muchachos de los otros sammads cuando se reunían cada año. Esa era la forma usual. Pero todo estaba cambiando ahora, y Farlan había sido la primera en aprovecharse de aquel cambio. Aunque las otras jóvenes decían cosas horribles de su atrevimiento, ella era la única que tenía una tienda y un cazador propios…, mientras que ellas no.
Armun no se sentía celosa de las otras, sólo furiosa. Conocía las llanuras y el bosque mejor que ninguna; su madre la había enseñado bien. Regresaba de forrajear con su cesto lleno, mientras las otras jóvenes se lamentaban de la aridez del terreno. Trabajaba duro, cocinaba bien, hacía todas las cosas que deberían hacerla deseable para cualquier joven cazador. Sin embargo permanecía alejada de ellos, sabiendo que no harían más que burlarse de ella como hacían todos los demás su ira brotaba ante aquel pensamiento. Cuando veían su rostro se echaban a reír, cuando hablaba se echaban a reír. Permanecía en silencio y apartada.
Al final lo intentó. Pero puesto que comía en el fuego de Merrith, tenía que hacer lo que la mujer ordenara. Trajo leña y cortó carne, se abrasó las manos volviéndola sobre las brasas. Merrith vio que siempre había buena comida aguardando cada noche cuando los cazadores regresaban hambrientos y cansados. Pero Armun no deseaba que se rieran de ella, de modo que siempre encontraba otras cosas que hacer cuando ellos se reunían en torno al fuego.
Aunque no había nieve, las lluvias llegaron en lo más profundo del invierno. Eran incómodas pero no frías, y su incomodidad era infinitamente mejor que el helado bosque y la profunda nieve. Los esquemas de caza cambiaron, porque las grandes manadas de picopatos se habían ido a alguna parte distinta de la enorme llanura. Sin embargo aún había murgu que cazar en los boscosos altos al este, de modo que los grupos de caza se adentraron más y más en las colinas. Lo cual no dejaba de tener sus peligros.
Fue mucho después de anochecer cuando regresó el grupo de caza. Los días eran muy cortos entonces de modo que aquello no dejaba de ser habitual; algunos cazadores incluso pasaban fuera toda una noche cuando perseguían la caza. Pero algo había ido mal esta vez, porque los cazadores que regresaban empezaron a gritar apenas llegaron a la vista del campamento, y sus gritos despertaron la atención de todos. Algunos de los cazadores corrieron fuera para ayudar, luego llamaron también pidiendo ayuda. Cuando estuvieron más cerca se pudo ver que dos de los cazadores eran transportados en parihuelas hechas con palos y maleza seca. Herilak abría la marcha el rostro hosco y cansado.
—Íbamos detrás de unos corredores de cascos duros. Un marag con garras estaba oculto debajo de los árboles. Atacó e hizo todo esto antes de que pudiéramos matarlo. —La primera parihuela fue dejada caer pesadamente al suelo—. Es Ulfadan. Está muerto.
Merrith chilló agudamente cuando oyó aquello y corrió hacia delante. Cuando retiró las pieles que cubrían el rostro de Ulfadan su aullido se hizo terrible y empezó a arrancarse mechones de pelo.
Herilak miró a su alrededor hasta que vio a Fraken, entonces lo llamó.
—Necesitamos tus habilidades curativas —el marag cayó sobre Kerrick—, y tiene roto el hueso de la pierna.
—Necesitaré palos fuertes, tiras de cuero. Tú me ayudarás.
—Iré a buscar la madera. —Herilak alzó la vista y vio a Armun de pie cerca—. Ve a buscar algo de piel suave —ordenó—. Aprisa.
Kerrick se mordió los labios pero no pudo retener el gemido cuando lo tomaron de la parihuela y lo colocaron en el suelo junto al fuego; los astillados extremos del hueso habían aserrado la carne dentro de su pierna. Un terrible dolor se difundió de nuevo por todo él cuando Fraken empezó a palpar la carne.
—Sujeta fuerte sus hombros, Herilak, cuando tire de la pierna —ordenó Fraken, luego se inclinó y sujetó el pie de Kerrick. El viejo había hecho aquello antes, tirando y retorciendo hasta que los dos extremos del hueso volvían a juntarse. El dolor de aquella operación sumió a Kerrick en una oscura inconsciencia.
—Ahora los palos para mantener el hueso en su lugar —dijo Fraken, atándolos fuertemente con tiras de la suave piel. El trabajo terminó rápidamente—. Ponedlo en la tienda, cubridlo con pieles porque debe permanecer caliente. Tú, muchacha, ayúdanos.
Kerrick parpadeó de vuelta a la consciencia con una aguda sensación de pulsante dolor en su pierna. Todavía le dolía, pero mucho menos de lo que le había dolido. Se alzó sobre sus codos y, a la parpadeante luz del fuego de fuera, vio las tiras de madera atadas en torno a su pierna. La piel no se había roto; sanaría bien. Alguien se movió tras él en la oscuridad.
—¿Quién está aquí? —preguntó.
—Armun —dijo ella, reluctante.
Kerrick se dejó caer hacía atrás con un suspiro.
—Tráeme un poco de agua, Armun. No, mejor mucha. Ella se apresuró fuera, una oscura figura que desapareció en un segundo. ¿Armun? No conocía el nombre. ¿La había conocido antes? No importaba. La pierna se había sumido en un pulsante dolor, como un diente malo. Tenía la garganta tan seca que le hizo toser. Agua era lo que necesitaba, un largo e intenso trago de agua fresca. Kerrick durmió hasta el amanecer, luego el pulsar de la pierna lo despertó de nuevo. Cuando volvió la cabeza vio el bol de agua cerca. Sacó la mano de debajo de las mantas, lo tomó y bebió largamente, luego bebió de nuevo hastá vaciarlo. La muchacha surgió detrás de él y lo cogió. No pudo decir quién era, el cabello le caía encima del rostro. ¿Cuál era su nombre? Se lo había dicho.
—¿Armun?
—Sí. ¿Quieres más agua?
—Agua. Y algo de comer.
No había comido la noche antes, no había tenido hambre. Pero ahora estaba hambriento. La muchacha salió apresuradamente, dándole la espalda. No había podido ver su rostro, no podía situarla. Pero tenía una bonita voz. La forma nasal que tenía de hablar le resultaba también familiar. ¡Cómo le dolía la pierna cuando intentaba ponerse cómodo! ¿Familiar? ¿Por qué? Aquello le preocupó un poco hasta que se dio cuenta de que era uno de los sonidos que se usaban en yilanè.
—Ah —lo pronunció en voz alta, con la misma calidad nasal, luego se lo repitió a sí mismo. Hacía tanto tiempo que no había hablado en yilanè que cuando lo hizo ahora los recuerdos de Alpèasak brotaron incontenibles.
Cuando ella regresó con el agua trajo también un poco de carne ahumada en una bandeja de mimbre, y se inclinó para colocar ambas cosas al lado de él. Con las dos manos ocupadas no podía ocultar su rostro, y él la contempló de cerca mientras se inclinaba. Sus ojos se cruzaron con los de ella, y la muchacha volvió la cabeza tan rápido como pudo, sus apretados puños aguardando la risa que nunca llegó. Armun no pudo comprenderlo. Miró en desconcertado silencio mientras él masticaba hambriento la carne. Si ella hubiera llegado a saber lo que estaba pensando no lo hubiera creído.
No, pensó Kerrick, no la he visto antes. Me pregunto por qué. Seguro que la hubiera recordado. Me pregunto si ella sabe como suena su voz. Será mejor que no se lo diga, se pondrá furiosa al verse comparada a un marag Pero su voz tiene sonidos yilanè en ella. No solo eso, su boca es en cierta forma yilanè. Quizá la forma en que está separado el labio superior. Un rostro familiar. El rostro de Inlènu*‹ se le había parecido un poco, pero era más ancho, por supuesto, y más gordo.
Armun se sentó detrás de Kerrick y pensó también. El dolor debía estarle desgarrando o ya se hubiera reído, o le hubiera hecho preguntas sobre su rostro. Los chicos siempre se habían mostrado curiosos, nunca la dejaban sola. Una vez, cinco de ellos la habían cogido entre los árboles cuando se había quedado sola tras la muerte de su padre. Había luchado y pateado, pero la habían tendido en el suelo. Habían tirado de su labio, de su nariz, y se habían reído hasta que ella no pudo contener las lágrimas. No había habido dolor, sólo una gran vergüenza. Era tan distinta de las otras chicas. Ni siquiera le habían alzado las ropas para mirarla como hacían con las otras chicas jóvenes cuando las atrapaban a solas. Sólo habían tirado de su rostro. Para ellos no había sido más que un curioso animal. Sus pensamientos estaban tan lejos y eran tan amargos que transcurrió un momento antes de darse cuenta de que Kerrick se había vuelto de lado y la estaba mirando. Tiró rápidamente de su pelo para que ocultara su rostro.
—Por eso no te había reconocido —dijo él con satisfacción—. Siempre estás tapándote con el pelo de esta forma, te he visto hacerlo otras veces.
Ella se tensó, aguardando su risa. En vez de ello él gruñó mientras se esforzaba en sentarse, luego apretó las pieles en torno a su cuerpo porque la mañana era húmeda y neblinosa.
—¿Eres hija de Ulfadan? Te he visto en su fuego.
—No. Mi padre y mi madre están muertos. Merrith me deja que la ayude.
—El marag saltó sobre Ulfadan, lo derribó al suelo. Lo atravesamos con las lanzas pero era demasiado tarde. Su cuello estaba roto. Era uno de los grandes. Uno de sus coletazos me rompió la pierna. Deberíamos tener más palos de muerte con nosotros. Fue la única cosa que detuvo a la horrible bestia.
No podía culparse por ello. De hecho había sido orden suya que en todas las partidas de caza hubiera un cazador con un palo de muerte para impedir que ocurriera algo así. Pero uno no era suficiente entre los árboles. A partir de ahora las partidas de caza llevarían al menos dos hesotsan con ellos. Pero todos los pensamientos de caza y murgu fueron barridos en un instante cuando Armun se le acercó. Su pelo rozó el rostro de él cuando se inclinó para recoger el vacío bol de agua; pudo oler en ella el dulce aroma de mujer. Nunca había estado tan cerca de una muchacha antes, y la excitación le hizo agitarse. Indeseado, el recuerdo apareció, Vaintè encima de él, cerca de él. No lo quería, era desagradable, y apartó todos aquellos pensamientos.
Pero el recuerdo persistió, incitante, porque las sensaciones que había experimentado entonces habían sido muy parecidas a las que estaba experimentando ahora; la misma excitación. Cuando Armun se inclinó de nuevo para recoger la bandeja apoyó su mano en el desnudo brazo de ella. Era cálido, no frío. Suave. Armun se detuvo, temblorosa, sintiendo la mano de él sobre su carne, sin saber qué hacer. Sin pensar, se volvió para mirarle, su rostro cerca del de ella. Él no se rio ni se apartó. Luego, las voces de fuera, acercándose, perforaron el silencio.
—¿Cómo está Kerrick? —era Herilak quien había hablado.
—Ahora iba a verle —respondió Fraken.
El extraño momento terminó. Kerrick dejó caer su mano y Armun se apresuró a alejarse con la bandeja. Fraken se abrió paso para entrar en la tienda. Herilak le seguía. Fraken tiró de las correas de piel que mantenían apretada la pierna de Kerrick contra el entablillado de madera y asintió alegremente.
—Todo como tiene que ser. La pierna curará recta. Si esas correas te hacen daño puedes acolcharlas con hierba seca. Ahora iré a cantarle a Ulfadan.
A Kerrick le hubiera gustado estar allí cuando el viejo cantó. Cuantos más cazadores cantaran más feliz estaría el tharm de Ulfadan. Cuando terminaran los cantos el cuerpo vacío de Ulfadan sería envuelto en suaves pieles y atado a la copa de un árbol para que se secara al viento. El cuerpo ya no importaba, una vez el tharm del cazador se había ido. De todos modos, no sería correcto dejarlo donde los carroñeros pudieran encontrarlo
—Me gustaría ir con vosotros —dijo Kerrick.
—Lo se —dijo Herilak—. Pero eso no le haría ningún bien a tu pierna.
Cuando se hubieron ido, Armun entró por la parte de atrás de la tienda, pero se situó de pie, vacilante, a un lado. Cuando él se volvió hacía ella se llevó rápidamente una mano al pelo…, luego la dejó caer porque seguía sin haber risa en su rostro cuando la miró. Había ocurrido, y ella no preguntó. Pero seguía sin acostumbrarse a que la miraran.
—Te he oído a veces cuando hablabas de haber sido capturado por los murgu —dijo ella rápidamente, intentando ocultar su confusión—. ¿No estabas asustado, así, solo?
—¿Asustado? Al principio, supongo que sí. Pero no estaba solo, también habían capturado a aquella chica, he olvidado su nombre. Pero la mataron —el recuerdo estaba allí muy claro, la emoción tan fuerte como cuando había ocurrido. El marag con la sangre de la muchacha en su boca, volviéndose hacía él. La marag. Vaintè—. Sí, estaba asustado, muy asustado. Hubiera debido mantenerme quieto, pero hablé a los murgu. Me hubieran matado también si no hubiera hablado con aquella que me sujetaba. Lo hice, estaba tan asustado. Pero no hubiera debido hablar.
—¿Por qué hubieras tenido que mantenerte quieto si hablar salvó tu vida? ¿Por qué, de hecho? Entonces no era un cazador, valiente frente a la muerte. Era sólo un niño, el único superviviente de su sammad. No había ninguna vergüenza en hablar hablado, se dio cuenta ahora. Había salvado su vida, le había traído hasta aquí, le había traído hasta Armun, que comprendía.
—No había ninguna razón, es cierto: ninguna en absoluto —dijo, sonriéndole—. Creo que fue entonces cuando dejé de tener miedo. Una vez se dieron cuenta de que podían hablar conmigo quisieron conservarme vivo. A veces incluso me necesitaron.
—Creo que fuiste tan valiente como un cazador, aunque entonces sólo fueras un muchacho.
Aquellas palabras le desarmaron, no supo por qué. Por alguna razón se sintió cerca de las lágrimas y tuvo que volverse hacía otro lado. ¿Lágrimas ahora, él, un cazador? ¿Sin ninguna razón? Con una buena razón quizá, eran las lágrimas que no había derramado aquel niño pequeño ente los murgu. Bien, aquello había pasado hacía mucho, ya no era pequeño, ya no era un muchacho. Volvió a mirar a Armun y, sin pretenderlo, tendió una mano y tomó la de la muchacha. Ella no la retiró.
Kerrick se sintió confuso por lo que sintió ahora, porque no sabía lo que significaba, sólo podía relacionar las poderosas y desconocidas emociones de su interior con lo que había ocurrido aquellas veces a solas con Vaintè, cuando ella se había apoderado de él. No deseaba pensar en Vaintè ahora, o en ninguna otra yilanè. Sin darse cuenta, cerró la mano, duramente, haciéndole daño a ella, pero Armun no retiró sus dedos. Un calor desconocido inundó todo su cuerpo, como derramado por algún sol invisible. Algo importante le estaba ocurriendo, pero no sabía lo que era.
No así Armun. Ella sabía. Lo había escuchado a menudo cuando las jóvenes hablaban, lo había escuchado también de las mujeres mayores que tenían hijos, cuando hablaban de sus experiencias que ocurrían por la noche, en las tiendas, cuando estaban a solas con un cazador. Sabía lo que estaba ocurriendo ahora y le gustaba, se abrió a las sensaciones que la abrumaban. Más aún porque siempre había tenido pocas esperanzas, y aún muchas menos expectativas. ¡Si sólo fuera de noche ahora y estuvieran solos! Las mujeres habían sido explícitas, gráficas, acerca de lo que había que hacer. Pero era de día, no de noche. Sin embargo todo estaba tranquilo. Y ella estaba demasiado cerca de él ahora. Cuando tiró suavemente Kerrick abrió su mano, y ella se apartó. Se levantó y se alejó de la mirada de sus ojos.
Armun salió fuera de la tienda y miró a su alrededor. No había nadie a la vista, incluso los niños guardaban silencio, como si se hubieran ido. ¿Qué significaba eso?
Los cantos, por supuesto, y cuando recordó eso empezó a temblar. Ulfadan había sido un sammadar. Todos estarían en los cantos, todos los sammads, hasta el último miembro. Ella y Kerrick estaban solos ahora.
Con cuidadosos y deliberados movimientos, se volvió y entró de nuevo en la tienda. Con manos seguras cerró por dentro los lazos del faldón.
Con la misma seguridad soltó los lazos de sus ropas y se arrodilló, apartando a un lado las pieles, entrando en la cálida oscuridad debajo de ellas.
Su figura gravitó sobre él, apenas entrevista. No podía moverse mucho a causa de la pierna. Pero no deseaba hacerlo, y pronto olvidó la pierna por completo. La carne de ella era suave, inesperadamente cálida, su pelo rozó su rostro en una silenciosa caricia. Cuando él la rodeó con sus brazos el calor del cuerpo de ella encajó perfectamente con el suyo. Los recuerdos de un cuerpo frío empezaron a desvanecerse. Ella estaba cerca, muy cerca mucho más cerca. No tenía duras costillas, sólo carne cálida, redondeada y firme, empujando con inesperado placer contra su pecho. Sus brazos se tensaron, apretándola contra sí, los labios junto a su oído murmurando sonidos sin palabras.
Fuera el sol de la mañana ardía entre la bruma, alzándola, llenándose el olor del aire.
Dentro de la tienda, bajo el calor de las pieles, el calor de sus cuerpos fundió sus recuerdos de un cuerpo mucho más frío y duro. Apartó a un lado los recuerdos de una vida diferente, una existencia diferente, colocando en su lugar una más tierna realidad de una valía infinitamente más grande.