El grito de dolor de Vaintè se cortó bruscamente. Cuando habló de nuevo, toda complejidad había desaparecido de sus palabras, toda sutileza y forma. Sólo quedaron los huesos desnudos del significado, una urgencia dura y despiadada.
—Comandanta. Lleve a diez de sus mejores tripulantas a tierra inmediatamente. Armadas con hesotsan. Haga que el uruketo permanezca aquí. —Se izó por encima del borde de la aleta y luego se detuvo, señalando a Enge—. Tú vendrás conmigo.
Clavó las garras de sus pies en la piel del uruketo, sus dedos hallaron las arrugas de la piel mientras descendía por su lomo y se sumergía en el transparente mar. Enge la siguió de inmediato.
Surgieron por entre la espuma de las olas al lado del mutilado cadáver de un macho. Las moscas se arracimaban en las abiertas heridas, cubriendo la carne y la sangre coagulada. Enge se tambaleó ante la visión, como agitada por un invisible viento, uniendo sus pulgares y sus dedos, inconscientemente, en esquemas infantiles de dolor.
No así Vaintè. Permaneció dura y firme como una roca, sin expresión, moviendo sólo sus ojos por la escena de carnicería que tenía delante. —Quiero hallar a las criaturas que hicieron esto —dijo, sin que sus palabras traicionaran ninguna emoción, avanzando e inclinándose sobre el cuerpo—. Mataron, pero no devoraron. Poseen garras o colmillos o cuernos…, mira esas desgarraduras. ¿Lo ves? Y no sólo el macho, sino sus ayudantas están muertas también, del mismo modo. ¿Dónde están las guardianas?
Se volvió en redondo para enfrentarse a la comandanta, que acababa de emerger del agua con las tripulantas armadas y les hacía gestos de que avanzaran.
—Abríos en línea, mantened las armas preparadas, barred la playa. Encontrad a las guardianas que tenían que estar aquí…, y seguid estas huellas y ved dónde conducen. Adelante. —Las observó mientras se alejaban, y no se volvió hasta que Enge la llamó.
—Vaintè, no puedo comprender qué tipo de criatura hizo estas heridas. Todas son cortes o punzadas únicas, como si la criatura sólo tuviera un cuerno o una garra.
—El nenitesk tiene un solo cuerno al extremo de su hocico, ancho y recio; y el huruksast también tiene un solo cuerno.
—Son animales enormes, lentos y estúpidos, no pueden haber hecho esto. Tú misma me advertiste de los peligros de las junglas de aquí. Bestias desconocidas, rápidas y mortíferas.
—¿Dónde estaban las guardianas? Sabían los peligros, ¿por qué no estaban cumpliendo con su deber?
—Lo estaban —dijo Erefnais, regresando lentamente a la playa—. Todas muertas. Del mismo modo.
—¡Imposible! ¿Y sus armas?
—Sin usar. Completamente cargadas. Esa criatura, esas criaturas, tan mortíferas…
Una de las tripulantas las estaba llamando desde el extremo de la playa, los movimientos de su cuerpo carentes de significado preciso a aquella distancia, el sonido de su voz ahogado. Corrió hacía ellas, indudablemente muy agitada. Se detuvo, intentó hablar por unos momentos, luego se acercó más hasta que su significado fue al fin comprensible.
—He encontrado un rastro…, venid…, hay sangre.
Había terror incontrolado en su voz, que añadía un lúgubre peso a sus palabras. Vaintè condujo a las demás mientras avanzaban rápidamente hacía ella.
—Seguí el rastro, Altísima —dijo la tripulanta, señalando hacía los árboles—. Había más de una de esas criaturas, cinco creo, por el número de las huellas. Todas terminan al borde del agua. Allí desaparecen. Pero hay algo más, algo que debéis ver.
—¿Qué?
—Un lugar de muerte, con mucha sangre y huesos. Pero algo… más. Debéis verlo por vos misma.
Pudieron oír el furioso zumbido de las moscas antes incluso de alcanzar el lugar. Había realmente señales de una gran matanza allí, pero algo más importante. Su guía señaló el suelo en silencio.
Trozos de madera carbonizada y cenizas formaban un compacto montón. De su centro se alzaban pequeñas y grises volutas de humo.
—¿Fuego? —dijo Vaintè en voz alta, tan sorprendida por su presencia allí como todas las demás. Lo había visto antes, y no le gustaba—. Retrocede, estúpida —ordenó cuando la comandanta se inclinó hacía las humeantes cenizas—. Eso es fuego. Es muy caliente, y hace daño.
—No lo sabía —se disculpó Erefnais—. He oído hablar de él, pero nunca lo había visto.
—Hay algo más —dijo la tripulanta—. En la orilla hay barro. Está endurecido por el sol. Hay huellas en él, muy claras. Arranqué una: aquí está.
Vaintè avanzó unos pasos y contempló el cuarteado disco de barro seco. Se inclinó y paso un dedo por las indentaciones en la endurecida superficie.
—Esas criaturas son pequeñas, muy pequeñas, más pequeñas que nosotras. Esas huellas son blandas, sin señales de garras. ¡Tso! Mirad ahí…, ¡contad! Se irguió y se dio la vuelta para enfrentarse a las otras, extendiendo una mano con los dedos abiertos, un color rabioso ondulando en su palma.
—Cinco dedos, eso es lo que tienen, no cuatro. ¿Quién sabe que tipo de bestias tienen cinco dedos?
El silencio fue su única respuesta.
—Hay demasiados misterios aquí. No me gusta. ¿Cuántas guardianas había aquí?
—Tres —dijo Erefnais—. Una a cada extremo de la playa, la tercera cerca del centro…
Su voz que quebró cuando una de las tripulantas apareció ruidosamente por entre la maleza, a sus espaldas. —Hay un bote pequeño —exclamó—. Acaba de llegar a la playa.
Cuando Vaintè salió de debajo de los árboles vio que el bote estaba balanceándose entre las olas, cargado con bultos de alguna especie. Una de las tripulantas estaba sujetando el bote para que el animal no se alejara: las otras dos estaban en la playa, contemplando los cadáveres. Se volvieron en redondo cuando Vaintè se acercó, y vio el retorcido collar de alambre que una de ellas llevaba rodeando su cuello. Vaintè la miró fijamente.
—Tú eres la esekasak, la que defiende las playas del nacimiento…, ¿por qué no estabas aquí defendiendo a tus protegidos?
Las aletas respiratorias de la esekasak se dilataron furiosas.
—¿Quién eres tú para hablarme de este modo?
—Soy Vaintè, que es ahora la eistaa de esta ciudad. Responde a mi pregunta, inferior, porque estoy perdiendo la paciencia.
La esekasak tocó sus labios en súplica y retrocedió torpemente un paso mientras lo hacía.
—Disculpadme, Altísima, no lo sabía. La impresión, esas muertes…
—Son responsabilidad tuya. ¿Dónde estabas?
—En la ciudad, en busca de comida y de las nuevas guardianas.
—¿Cuánto tiempo has estado fuera?
—Sólo dos días, Altísima, como siempre.
—¡Como siempre! —Vaintè pudo sentir la hinchazón de la ira añadir un duro énfasis a sus palabras—. No comprendo nada de esto. ¿Por qué abandonas tu playa para ir a la ciudad por mar? ¿Dónde está el Muro de Espinos, las defensas?
—Todavía no han crecido, Altísima, no son seguros. El río está siendo ensanchado y profundizado y aún no ha sido limpiado de bestias peligrosas. Se decidió, en bien de la seguridad, instalar el lugar del nacimiento en el océano, temporalmente, por supuesto.
—¡En bien de la seguridad!
Vaintè no pudo seguir controlando su furia cuando señaló los cadáveres. Gritó:
—¡Están muertos…, todos! Es responsabilidad tuya. Hubiera deseado que estuvieras muerta con ellos. Por este crimen, el mayor de todos, exijo la mayor de las penas. Eres expulsada de esta ciudad, de la sociedad de hablantes, para reunirte con las no hablantes. No vivirás mucho, pero cada momento hasta que mueras recordarás cuál era tu misión, tu responsabilidad, tu error, que te llevó a esta sentencia. —Vaintè avanzó unos pasos, engarfió sus pulgares en torno al emblema de metal del alto oficio y tiró duramente, rompiéndolo y soltándolo. Los extremos rotos segaron el cuello de la esekasak. Lo arrojó a las olas mientras cantaba la letanía de la despersonalización.
—Te desposeo de tu cargo. Todas las presentes aquí te desposeen de tu rango por tu fracaso en tu responsabilidad. Cada ciudadana de Inegban‹, la ciudad que es nuestro hogar, cada yilanè viva, se une a nosotras para desposeerte de tu ciudadanía. Te retiro tu nombre, y ningún ser vivo volverá a hablarte de nuevo sino que en vez de ello hablará de Lekmelik, la oscuridad del mal. Te devuelvo a las sin nombre ni habla. Vete.
Vaintè señaló hacía el océano, estremecida en su ira. La esekasak despersonalizada cayó de rodillas, se extendió en toda su longitud sobre la arena a los pies de Vaintè. Sus palabras apenas fueron comprensibles.
—No, eso no, os lo suplico. No es culpa mía, fue Deeste quién lo ordenó, quien nos obligó. Si no hubieran habido nacimientos, si ella no hubiera exigido la disciplina sexual, no se me podría culpar por esto, no hubieran habido nacimientos. Lo que ha ocurrido no es culpa mía…
Su voz retumbó en su garganta, luego murió; el movimiento de sus miembros se hizo más lento, se detuvo.
—Dadle la vuelta a esta criatura —ordenó Vaintè. Erefnals hizo una seña a dos de las tripulantas, que izaron el fláccido cuerpo hasta que cayó de espaldas. Los ojos de Lekmelik estaban abiertos y fijos, su respiración era muy lenta. Pronto estaría muerta. Se había hecho justicia. Vaintè asintió su aprobación, luego apartó completamente a la criatura de sus pensamientos, había demasiado que hacer.
—Erefnais, te quedarás aquí y verás que se disponga de los cuerpos —ordenó—. Luego trae el uruketo a la ciudad. Yo iré en este bote. Quiero ver a esta eistaa Deeste a la que debo reemplazar.
Mientras Vaintè subía a bordo del bote, la guardiana que estaba a su cargo hizo una humilde señal pidiendo permiso para hablar. Lo hizo lentamente, con un cierto esfuerzo.
—No os será posible ver a Deeste. Deeste está muerta. Hace ya varios días. Fueron las fiebres, ella fue una de las últimas en morir.
—Entonces mi llegada se ha retrasado ya demasiado.
—Vaintè se sentó mientras la guardiana murmuraba sus órdenes al oído del bote. La carne del animal pulsó mientras iniciaba su avance, movido por el chorro de agua que expelía.
—Háblame de la ciudad —dijo Vaintè—. Pero primero, tu nombre. —Habló con suavidad, cálidamente. Aquella guardiana no era responsable de las muertes, no estaba de servicio allí. Ahora Vaintè debía pensar en la ciudad, hallar las aliadas que iba a necesitar si debía hacer correctamente su trabajo.
—Soy Inlenat —dijo la guardiana, ya no tan temerosa como antes—. Será una buena ciudad, todas lo deseamos. Trabajamos duro para ello, aunque hay muchas dificultades y problemas.
—¿Era Deeste uno de los problemas?
Inlenat giró sus manos para ocultar el color de sus emociones.
—No soy yo quién para decirlo. Sólo llevo muy poco tiempo como ciudadana.
—Si estás en la ciudad eres de la ciudad. Puedes hablar conmigo porque soy Vaintè y soy la eistaa. Tu lealtad es hacía mi. Tómate tu tiempo y piensa en el significado de eso. Es de mí de quien fluye la autoridad. Es a mí a quien deben ser reportados todos los problemas. Es de mí de quien irradiarán todas las decisiones. Así que ahora conoces ya tus responsabilidades. Hablarás y responderás con la verdad a mis preguntas.
—Responderé como ordenáis, eistaa —dijo Inlenat con seguridad, acomodándose ya en el nuevo orden de cosas.
Poco a poco a través de un cuidadoso y paciente interrogatorio, Váinte empezó a formarse una imagen de los acontecimientos en la ciudad. La guardiana se hallaba en una posición demasiado baja para tener conocimiento de lo que había ocurrido en los niveles altos de mando…, pero era muy consciente de los resultados. No eran agradables.
Deeste no había sido popular, esto resultaba obvio. Al parecer se había rodeado de un grupo de camaradas que había hecho muy poco trabajo, si habían hecho alguno. Había todas las posibilidades de que esas fueran quienes habían olvidado sus responsabilidades, no habían tomado los otros caminos de satisfacción cuando había llegado la época de la puesta, y en vez de ello habían utilizado a los machos pese al hecho de que la playa del nacimiento aún no estaba preparada. Si esto era cierto, y la verdad podía descubrirse muy fácilmente, no se perdería el tiempo en un juicio público. Las criminales serian puestas a trabajar fuera de la ciudad, eso era todo, trabajarían hasta que cayeran o resultasen muertas o fueran devoradas por los animales salvajes. No merecían más.
Las noticias, sin embargo, no eran todas malas. Los primeros campos habían sido limpiados, mientras que la ciudad en sí estaba ya a medio crecimiento y yendo de acuerdo con el plan. Desde que las fiebres había sido dominadas, no había habido otros problemas médicos más que las heridas normales causadas por el duro trabajo. Cuando el bote penetró en el río, Vaintè tenía ya una clara imagen de lo que había que hacer. Comprobaría las historias de Inlenat, por supuesto, eso era natural pero sus instintos le decían que lo que aquella mente sencilla le había dicho contenía la esencia de los problemas de la ciudad. Era posible que algunos de sus relatos no fuesen más que habladurías, pero lo esencial de los hechos se mantenía.
El sol se ponía tras un banco de nubes cuando el bote penetró entre las raíces acuáticas de la ciudad, desde donde se extendían hacía arriba para formar el muelle. Vaintè se echó automáticamente una de las capas por encima cuando sintió el frío. La capa estaba bien alimentada y era cálida. También ocultaba su identidad…, y no había nada malo en ello. De no haber sido por la carnicería en la playa, hubiera insistido en una bienvenida formal a la llegada del uruketo. Eso parecía improbable ahora. Haría discretamente su entrada en Alpèasak, de modo que cuando las noticias de la matanza alcanzaran la ciudad ella estuviera ya allí para guiarlas. Las muertes no serían olvidadas, pero serían recordadas como el final del período malo y el inicio del bueno. Se prometió solemnemente a sí misma que todo sería muy, muy diferente a partir de ahora.