CAPÍTULO 2

Inlènu*‹ murió durante la noche.

Kerrick desperto al amanecer, temblando de frío. La hierba estaba llena de cuentas de rocío y la bruma se alzaba de la corriente de agua. Cuando se volvió hacia Inlènu*‹ vio que su boca estaba abierta de par en par, sus ojos miraban sin ver.

El frío, pensó. Ha muerto por la noche a causa del frío.

Entonces vio el charco de sangre debajo de su cabeza. Una punta de lanza había sido clavada en su garganta, silenciándola y matándola. ¿Quién había cometido aquella crueldad? Herilak aún dormía, pero los ojos de Ortnar estaban abiertos y le miraban fríamente.

—¡Tú lo hiciste! —exclamó Kerrick, saltando en pie—. Mataste a esa criatura inofensiva mientras dormía.

—Maté a un marag —su voz era insolente—. Siempre es bueno matar murgu.

Temblando de rabia, Kerrick tendió la mano y cogió la lanza de Herilak. Pero no pudo alzarla; el gran cazador sujetó firmemente el mango.

—La criatura está muerta —dijo Herilak—. Eso termina el asunto. En cualquier caso, hubiera muerto pronto por el frío.

Kerrick dejó de tirar de la lanza y saltó bruscamente contra Ortnar, sujetándole por la garganta con ambas manos y hundiendo profundamente los pulgares en la tráquea del cazador. Su propia garganta le dolió cuando el collar se clavó en ella; había arrastrado el peso muerto de Inlènu*‹ tras él, pero no le prestó atención. Ortnar se agitó estremecido en su presa y tanteó en busca de su lanza, pero Kerrick aplastó el brazo del hombre contra el suelo con la rodilla, apretando fuertemente. Ortnar se debatió débilmente, desgarrando la espalda de Kerrick con las uñas de su mano libre, pero Kerrick no cedió en su rabia.

Ortnar hubiera muerto si Herilak no hubiera intervenido. Sujetó las muñecas de Kerrick con sus grandes manos y tiró de ellas, abriéndolas. Ortnar jadeó roncamente inspiración tras inspiración, luego gimió y se restregó la amoratada carne de su garganta. La ciega furia de Kerrick cedió tan pronto como dejó de luchar. Herilak lo soltó.

—Los tanu no matan a los tanu —dijo.

Kerrick inició una protesta, luego guardó silencio. Ya estaba hecho. Inlènu*‹ había muerto. Matar a su asesino no conseguiría nada. Y Herilak tenía razón; el invierno la hubiera matado de todos modos. Kerrick se sentó junto a su rígida forma y contempló la salida del sol. ¿Qué le importaba Inlènu*‹, de todos modos? Sólo era una estúpida fargi que siempre se hallaba en su camino. Con su muerte, su último vínculo con Alpèasak quedaba roto. Que así fuera. Ahora era tanu. Podía olvidar que alguna vez había sido yilanè.

Entonces se dio cuenta de que sujetaba la flexible traílla que lo unía a Inlènu*‹. Todavía no estaba libre. Y aquella traílla no podía ser cortada, lo sabía muy bien. Se dio cuenta de que sólo había una forma de liberarse. Alzó la vista, horrorizado, al rostro de Herilak. El sammadar asintió, comprendiendo.

—Yo haré lo que hay que hacer. Vuélvete para que no tengas que mirar.

Kerrick miró al arroyo, pero pudo oír claramente lo que estaba ocurriendo a sus espaldas. Ortnar se metió en el agua para lavarse rostro y cuello, y Kerrick le gritó insultos, intentando ahogar los otros sonidos.

Pronto terminó todo. Herilak secó el collar en la hierba antes de tendérselo a Kerrick. Kerrick corrió rápidamente al arroyo y lo lavó una y otra vez en el agua. Cuando estuvo limpio lo tomó con ambas manos, se irguió y caminó corriente arriba, alejándose del lugar. No quería ver lo que había tendido en el suelo a sus espaldas.

Cuando oyó acercarse a los cazadores se volvió rápidamente para enfrentarse a ellos; no sentía deseos de ser asesinado por la espalda.

—Este tiene algo que decirte —dijo Herilak, empujando a Ortnar hacía delante. Había odio en el rostro del pequeño cazador, y se tocó la magullada garganta mientras habló. Su voz era ronca.

—Quizá fue un error matar al marag…, pero no lamento haberlo hecho. El sammadar me ordenó que dijera esto. Lo que está hecho está hecho. Pero tú intentaste matarme, eres extraño, y eso es algo que no resulta fácil de olvidar. Pero tu lazo hacía ese marag era más fuerte de lo que yo creía…, aunque no quiero saber más detalles sobre él. Así que te digo por mi propia voluntad que tu espalda está a salvo de la punta de mi lanza. ¿Qué dices tú? Los dos cazadores contemplaron a Kerrick en rígido silencio, y él supo que tenía que decidir. Ahora. Inlènu*‹ estaba muerta, y nada podía devolverle la vida. Y él podía comprender el frío odio de Ortnar tras la destrucción de su sammad. Él, más que cualquier otro, tenía que ser capaz de comprender aquello.

—Tu espalda está a salvo de mi lanza, Ortnar —dijo.

—Eso zanja el asunto —dijo Herilak, y era una orden—. No volveremos a hablar de ello. Ortnar, tú llevarás el cervatillo. Esta noche haremos fuego y comeremos bien. Ve con Kerrick, tú conoces el camino. Párate al mediodía. Yo me reuniré con vosotros entonces. Estos árboles ofrecen protección. Si somos perseguidos por los murgu, lo sabré en seguida.

Los dos hombres caminaron en silencio durante un rato. El sendero era fácil de seguir, el suelo estaba profundamente señalado por los palos de las rastras, y conducía subiendo el valle hasta casi su final, luego por encima de las colinas hasta el siguiente valle. Ortnar jadeaba bajo el peso de su carga, y cuando llegaron al lento curso de un arroyo en el fondo del valle llamó:

—Un poco de agua, extraño; luego seguiremos.

Dejó caer el cervatillo y hundió el rostro en la corriente, lo alzó jadeante.

—Mi nombre es Kerrick, hijo de Amahast —dijo Kerrick— ¿Lo encuentras demasiado difícil de recordar?

—Paz, Kerrick. Aún me duele la garganta de nuestro último encuentro. No pretendía insultarte, pero tu aspecto es extraño. Sólo tienes unas cortas cerdas en vez de pelo o barba.

—Crecerán a su debido tiempo. —Kerrick se frotó las enhiestas puntas que estaban empezando a asomar en su rostro.

—Sí. Imagino que sí. Ahora simplemente parece extraño. Pero ese anillo en tu cuello. ¿Por qué lo llevas? ¿Por qué no lo cortas y te lo quitas?

—Bien, hazlo tú. —Kerrick le tendió el anillo que llevaba en la mano, y sonrió mientras Ortnar intentaba cortar inútilmente la transparente traílla con el filo de la punta de su lanza.

—Es blando y liso…, pero no puedo cortarlo.

—Los yilanè pueden hacer muchas cosas que nosotros no podemos. Si te contara cómo está hecho no me creerías.

—¿Conoces sus secretos? Por supuesto, tienes que conocerlos. Háblame de los palos de muerte. Capturamos uno, pero no conseguimos nada de él. Finalmente empezó a oler mal y lo abrimos, y era un animal muerto de algún tipo.

—Es un animal llamado hesotsan. Son un tipo especial de animales. Pueden ir de un lado para otro como los demás animales cuando son jóvenes. Pero cuando crecen se convierten en lo que viste. Deben ser alimentados. Luego se meten dardos dentro de ellos, y cuando se les aprieta de la manera correcta, lanzan esos dardos.

La boca de Ortnar colgó alucinada, mientras intentaba comprender.

—¿Cómo es eso posible? ¿Dónde hay ese tipo de animal?

—En ninguna parte. Ese es el secreto murgu. He visto lo que hacen, pero yo tampoco lo comprendo. Pueden conseguir que los animales hagan cosas extrañas. Saben cómo criarlos de modo que hagan cualquier cosa. Resulta difícil de explicar.

—Aún resulta más difícil de comprender. Ya es hora de irnos. Ahora te toca a ti llevar el cervatillo.

—Herilak ordenó que lo llevaras tú.

—Sí…, pero tú ayudarás a comerlo.

Ortnar sonrió mientras decía aquello, y pese a sí mismo Kerrick sonrió también.

—De acuerdo, dámelo. Pero te lo devolveré pronto. ¿Herilak dijo que íbamos a hacer un fuego?

Sintió que de pronto la boca se le humedecía con saliva ante el recuerdo.

—Carne asada…, había olvidado lo que era.

—¿Entonces los murgu comen la carne cruda? —preguntó Ortnar mientras echaban a andar de nuevo por el sendero.

—No. Bueno, sí y no. La ablandan de alguna manera. Uno acaba acostumbrándose a ello.

—¿Por qué no la asan como corresponde?

—Porque… —Kerrick se detuvo ante el pensamiento—. Porque ellos no hacen fuegos. Nunca había pensado en ello antes. Sospecho que no necesitan el fuego porque allí donde viven siempre hace calor. Algunas veces, por la noche, cuando hace frío, o en los días húmedos, nos envolvemos…, no hay palabras para describirlo…, nos echamos por encima unas cosas cálidas. —¿Pieles? ¿Mantas?

—No. Criaturas vivas que son cálidas.

—Suena repugnante. Cuanto más oigo de tus murgu, más los detesto. No se cómo has podido soportar vivir con unas criaturas así.

—Tenía poca elección —dijo Kerrick hoscamente, luego siguió andando en silencio.

Herilak se reunió con ellos poco después de que hubieran alcanzado su lugar de parada para la noche.

—El sendero detrás nuestro está vacío. Se han ido.

—¡Carne asada! —dijo Ortnar, haciendo chasquear los labios—. Me hubiera gustado haber traído el fuego con nosotros.

Aquellas palabras despertaron un recuerdo que Kerrick había olvidado durante mucho tiempo.

—Yo acostumbraba a encargarme de eso —dijo—. Mantener el fuego en el cuenco en el bote.

—Ese es un trabajo de muchacho —dijo Herilak—. Como cazador, tienes que aprender a hacer tu propio fuego. ¿Sabes cómo se hace?

Kerrick dudó.

—Recuerdo haber visto hacerlo. Pero lo he olvidado. Fue hace mucho tiempo.

—Entonces observa. Ahora eres tanu y debes aprender esas cosas si quieres ser un cazador.

Era un proceso lento. Herilak rompió una rama de un árbol seco muerto hacía mucho tiempo, luego la cortó y redondeó una varilla a partir de ella. Mientras hacía esto, Ortnar buscó más adentro en el bosque y regresó con un puñado de leña seca y mohosa. La cortó a trozos pequeños y redujo estos a un fino polvo. Cuando Herilak hubo terminado la varilla a su satisfacción, raspó otro trozo de madera hasta formar una superficie plana, luego hizo un agujero poco profundo en ella con la punta de su lanza.

Cuando los preparativos estuvieron terminados, Herilak tomó el arco de Ortnar y enrolló su cuerda en torno a la varilla cuidadosamente modelada. Se sentó en el suelo, sujetó fuertemente el trozo plano de madera entre sus pies, luego colocó la punta afilada de la varilla en el hueco en la madera, y empezó a tirar del arco hacía uno y otro lado para hacerla rodar. Ortnar echó un poco de la madera reducida a polvo en el agujero mientras Herilak hacía girar la varilla tan rápido como le era posible. Una pequeña columnita de humo se alzó formando volutas, luego murió. Herilak jadeó con el esfuerzo y se sentó hacía atrás.

La siguiente vez que hizo girar la varilla la voluta de humo se convirtió en una pequeña chispa de llama. Dejaron caer más polvo de madera sobre ella, soplando cuidadosamente, protegiéndola con las manos formando copa mientras la llama crecía y riendo contentos. Hicieron crecer el fuego, añadiéndole más y más madera, luego lo dejaron morir a un lecho de resplandecientes brasas. Pronto la carne se asaba sobre aquellas brasas, y Kerrick inspiró profundamente ante unos olores de cocina que había olvidado por completo.

Se quemaron los dedos con la ardiente carne, cortaron grandes trozos, comieron y comieron hasta que sus rostros chorrearon grasa y sudor. Descansaron, luego comieron un poco más. Kerrick no pudo recordar haber comido nada tan bueno en toda su vida.

Aquella noche durmieron con los pies cerca del protegido fuego, calientes y satisfechos, los estómagos llenos.

Kerrick despertó durante la noche cuando Herilak se levantó y echó un poco más de madera al fuego. Las estrellas eran brillantes puntos de luz en el negro cielo, el grupo de estrellas del Cazador justo encima del horizonte, al este. Por primera vez desde que habían escapado Kerrick se sintió en paz, con la seguridad que le proporcionaban los cazadores a ambos lados. No habían sido seguidos. Estaban a salvo de los yilanè.

¿A salvo de los yilanè? ¿Sería eso posible alguna vez? Sabía mucho mejor que aquellos cazadores lo despiadado que era su enemigo. Y lo fuerte. Las aves rapaces volarían y encontrarían hasta el último tanu en el más pequeño valle y pradera; en ningún lugar podrían estar a salvo. Las fargi armadas atacarían una y otra vez hasta que todos los tanu estuvieran muertos. No había escapatoria posible. No pudo volver a hundirse en la ciega evasión del sueño.

Kerrick permaneció tendido allí, despierto, poseído por la convicción de una destrucción segura. Contempló cómo el cielo se iluminaba al este y las estrellas se desvanecían una a una. El nuevo día había empezado. El primer día de su nueva vida.