CAPÍTULO 27

—Ha llegado el momento de partir —dijo Stallan—. Todo lo que necesitamos saber está aquí, en las imágenes.

—Muéstrame —dijo Vaintè. Sus ayudantas y las fargi se apretaron cerca de ella para ver también, pero un gesto las echó hacía atrás. Stallan fue pasando las imágenes, una tras otra, con una cuidadosa explicación de cada una de ellas.

—Estas son las primeras, las de los altos valles donde normalmente invernan los ustuzou. Pero este último invierno los valles han permanecido helados. El deshielo que les trae la vida durante el resto del año no ha llegado. En consecuencia, los ustuzou tendrán que avanzar hacía el sur para encontrar comida.

Al sur, lejos del frío de su invierno, pensó Vaintè, del mismo modo que nosotras huimos al sur, lejos de los fríos inviernos de Inegban‹. Barrió aquella repugnante idea de su cabeza, tan rápidamente como había venido. No había ninguna conexión entre los dos hechos, no podía haber ninguna conexión entre yilanè y ustuzou. Era sólo casualidad. Lo que importaba era que las criaturas tenían que ir hacía el sur para conseguir comida. Dijo en voz alta:

—Al sur…, donde se pondrán a nuestro alcance.

—Ves claramente el futuro, eistaa. Si se quedan, entonces morirán de hambre. Si no se quedan, bien, nosotras estaremos allí para recibirles.

—¿Cuándo partimos?

—Muy pronto. Mira aquí, y aquí. Las grandes bestias que arrastran palos y pieles. Bajan de las colinas. Aquí hay hierba, pero gris y muerta después del invierno. Y eso blanco, aquí en los huecos, es agua dura. Deben ir más al sur.

—Lo harán. ¿Están hechos tus preparativos?

—Están hechos. Las provisiones reunidas, los botes alimentados, las fargi armadas listas.

—Haz qué siga así.

Despidió a Stallan, apartó por un instante a la cazadora de su mente, dirigió sus pensamientos a la inminente campaña. Esta vez iban a ir muy tierra adentro, y estarían fuera todo el verano. No podían llevar con ellas la comida suficiente para tan largo tiempo, así que… ¿debía disponer las cosas para que se organizaran revituallamientos? ¿O vivir de lo que hallaran por el camino? Eso sería lo más fácil…, y cada bestia que mataran y devoraran sería una menos para los ustuzou. Pero también tenía que haber una reserva de carne conservada para que su avance no se viera frenado. Había que tenerlo en cuenta todo. También debían hacer prisioneros. Los movimientos al azar de la rapaz sólo podían encontrar algunos de los grupos de ustuzou. Pero el interrogatorio de los prisioneros les conduciría de un grupo a otro hasta que todos fueran destruidos. Una fargi se apresuró a acercarse ante su gesto.

—Ordena a Kerrick que se presente a mi.

Sus pensamientos volvieron a la inminente campaña hasta que se dio cuenta de que Kerrick estaba delante de ella.

—Háblame de tu salud —ordenó—. Estás más delgado de lo que acostumbrabas a estar.

—Lo estoy, pero la debilidad ha desaparecido, las cicatrices de las llagas han sanado. Cada día hago que esta gorda Inlènu*‹ corra conmigo hasta los campos. Ella pierde peso, yo lo gano.

—Pronto vamos a ir al norte. Vendrás con nosotras.

—Cuando la eistaa habla, yo obedezco.

Expresó aquello de la más formal de las maneras cuando se fue, sin revelar ninguna otra emoción. Pero los pensamientos que bullían debajo de aquel tranquilo exterior eran completamente distintos.

Estaba ansioso por ir…, pero al mismo tiempo sentía miedo ante ello. La mayor parte de sus recuerdos del último viaje al norte estaban enterrados bajo el dolor de su enfermedad. Había sido mucho más fácil cuando había estado enfermo, porque entonces se había limitado a permanecer inconsciente, sin ningún recuerdo de lo que había ocurrido. Pero luego se habían sucedido los días de consciencia, los dolores en su pecho, las llagas que cubrían su cuerpo. Sabía que debía comer, pero no podía. Había sido vagamente consciente de que su cuerpo se iba consumiendo, de la aproximación de la muerte, pero estaba demasiado débil para hacer algo al respecto. Sólo cuando se inició la gradual y dolorosa recuperación pudo pensar de nuevo en la comida.

Pero eso había sido el pasado…, y debía mantenerlo en el pasado. Aunque aún se sentía cansado al final de la jornada, cada día que pasaba se notaba un poco más fuerte. Pronto estaría completamente bien. Iría con ellas, y habría otros ustuzou con los que hablar. Durante largo tiempo no había permitido que sus pensamientos se centraran en aquello, pero ahora le llenaba una extraña excitación, y anticipaba la expedición ansiosamente. Hablaría de nuevo con los tanu…, y esta vez recordaría más palabras. Sintió una repentina e inexplicable excitación cuando pensó en hablar con ellos y caminó más aprisa, hasta que Inlènu*‹ registró su paciente protesta.

Emprendieron el camino al norte unos días más tarde, antes de lo planeado originalmente, porque ahora iban a ir más lentamente. Vaintè deseaba ver si podían proveerse de su propia carne mientras avanzaban. Durante el primer día viajaron sólo hasta primera hora de la tarde antes de desembarcar en una rocosa orilla. Stallan partió al instante con sus mejores cazadoras, seguida por un grupo de nerviosas fargi.

Regresaron mucho antes del anochecer, con las fargi cargadas ahora con los cuerpos de varios ciervos. Kerrick contempló con extraña excitación como se acercaban y colocaban cuidadosamente los ciervos delante de la eistaa.

—Esto está bien, muy bien —dijo complacida—. Fuiste llamada correctamente, Stallan, porque eres una cazadora sin par.

Cazadora. Kerrick nunca había tomado en consideración el significado del nombre. Cazadora. Entrar en el bosque, avanzar subrepticiamente por la llanura, matar.

—A mí también me gustaría eazar, Stallan —dijo, casi pensando en voz alta. Se inclinó para tomar un hesotsan que estaba en el suelo cerca, pero Stallan lo apartó bruscamente con el pie. El rechazo fue cruel y violento.

—Los ustuzou son matados con hesotsan, no lo manejan.

Kerrick retrocedió. No había pensado en las armas, sólo en la caza. Mientras pensaba en una respuesta, Vaintè se le adelantó:

—¿Es tan corta tu memoria, Stallan, que has olvidado que soy yo quien da las órdenes? Dale a Kerrick tu propia arma. Explícale al ustuzou como funciona.

Stallan se envaró en la inmovilidad ante la fuerza de la orden. Vaintè no cambió su última posición imperativa. Era importante que todas las yilanè, incluidas las del rango de Stallan, recordaran que sólo ella era la eistaa. Y le complacía alentar a aquellos dos la una contra el otro, puesto que el odio mutuo era tan grande.

Stallan no pudo hacer más que obedecer. Las fargi se acercaron apelotonadamente como hacían siempre cuando se explicaba algo, mientras Stallan sacaba reluctante su arma y se la tendía a Kerrick.

—Esta criatura es un hesotsan, desarrollado y criado para ser convertido en un arma. —Kerrick tomó torpemente el frío y oscuro animal entre sus manos y siguió las indicaciones del pulgar—. Cuando son jóvenes son móviles, y no cambian su forma hasta que han alcanzado todo su desarrollo. Las piernas se convierten en vestigiales, la columna vertebral se vuelve rígida, hasta que el animal adopta este aspecto. Tiene que ser alimentado o muere. Esto es la boca —señaló una abertura de negros labios—, no hay que confundirla con este orificio donde son insertados los dardos. Los dardos son tomados de arbustos y secados…, ¡no muevas la mano!

Stallan arrancó el arma de manos de Kerrick y la sujetó mientras luchaba por controlarse. La presencia de la eistaa a sus espaldas apenas consiguió hacerlo posible. De haber estado a solas hubiera aplastado al ustuzou contra el suelo. Su voz fue más ronca aún cuando habló de nuevo.

—Esta arma mata. Para conseguirlo aprieta el cuerpo con una mano, ahí donde la tenías antes, luego aprieta aquí en la base con el pulgar de tu otra mano.

Hubo un seco sonido crujiente, y un dardo silbó inofensivamente hacía el mar.

—Los dardos son insertados aquí. Cuando el hesotsan recibe el impulso, produce una pequeña cantidad de una secreción que estalla en vapor, lanzando el dardo hacia adelante con mucha fuerza. Cuando son cargados, los dardos son completamente inofensivos. Pero mientras avanza por el tubo proyector, el dardo roza contra una glándula que segrega un veneno tan fuerte que una gota demasiado pequeña para poder verla matará instantáneamente a un animal tan grande como un nenitesk.

—Eres una excelente maestra —dijo Vaintè, con un afilado borde de regocijo añadiendo un segundo significado a sus palabras—. Ya es suficiente por ahora…

Stallan tendió bruscamente el hesotsan a Kerrick y se volvió rápidamente en redondo. Pero no tan rápidamente que él no pudiera ver el ardiente odio en sus movimientos. Le devolvió la emoción con la misma intensidad. Pero en seguida olvidó el incidente mientras examinaba el arma, ansioso por probarla en la caza. Pero no tan ansioso como para permitir que Stallan estuviera cerca de él cuando ambos se hallaran fuera de la vista de las demás. A partir de ahora sería muy prudente permanecer bien lejos de la cazadora, en particular durante la caza. Los dardos envenenados podían matarle tan fácilmente como a cualquier otro animal.

Cuando llegó el momento de la caza al día siguiente aguardó con su arma hasta que vio en qué dirección habían ido Stallan y las otras…, luego fue en dirección opuesta. No sentía deseos de ser la víctima de un fatal accidente.

Cazar no era un asunto tan fácil con la torpe Inlènu*‹ a sus talones pero lo hizo tan bien como pudo. En los días siguientes consiguió algún que otro éxito, e Inlènu*‹ trajo más de un ciervo de vuelta a la playa. Pero más importantes que los ciervos en sí era lo que sentía cuando acechaba a su presa por entre la alta hierba. Era un placer más allá de todo placer. Ni siquiera se daba cuenta del cansancio: su apetito era excelente, y dormía bien. La caza prosiguió mientras avanzaban lentamente hacia el norte, y cada día descubría que podía hacerlo un poco mejor. Cuando abandonaron el océano y empezaron a remontar el ancho río, se sentía tan fuerte como siempre había sido. Apenas habían transcurrido unos días después de eso cuando libraron su primera batalla, su primera masacre del verano.

Kerrick se mantuvo en su puesto habitual en el campamento junto a la orilla del río mientras las otras efectuaban su incursión. Las imágenes de la rapaz habían mostrado que los ustuzou avanzaban en aquella dirección a lo largo de la orilla del río, así que la emboscada fue cuidadosamente preparada. No era asunto de Kerrick. Permaneció sentado con las piernas cruzadas en el suelo e hizo que el hesotsan abriera la boca hurgando en ella con la uña, luego metió un trocito de carne, pensando en la siguiente caza. Inlènu*‹ era tan ruidosa. Pero al menos había aprendido a permanecer inmóvil y en silencio cuando se detenían. Trazarían un amplio círculo en torno al siguiente rebaño de ciervos que encontraran, luego se tenderían en el suelo, aguardando en contra del viento que procedía de ellos. Los ciervos se alejarían de las otras cazadoras y se acercarían a él…, en vez de ir en sentido contrario. Era un buen plan.

El distante chillido cortó sus pensamientos. Incluso Inlènu*‹ se agitó y miró a su alrededor. Sonó de nuevo, más fuerte y cercano. Kerrick saltó en pie, el arma dispuesta a disparar entre ambas manos cuando el grito llegó de nuevo, junto con el sonido de unos retumbantes pasos.

Se produjo un sordo berrear en la orilla encima de ellos, y una gran cabeza apareció. Largos colmillos blancos, una trompa alzada, el ensordecedor berreo de nuevo.

—¡Mata al ustuzou! —suplicó Inlènu*‹—. ¡Mata, mata!

Kerrick mantuvo el hesotsan en línea ante sus ojos, mirando a lo largo de él los oscuros ojos del animal contemplándole directamente.

—Karu… —dijo, y no disparó. Inlènu*‹ gimió aterrada.

El mastodonte alzó su trompa y berreó de nuevo. Luego se dio la vuelta y desapareció de la vista.

Karu. ¿Por qué había dicho aquello? ¿Qué significaba? Se había sobresaltado ante el enorme animal…, pero no había sentido miedo. Qué extraña palabra, karu, agitaba entremezclados recuerdos en su cabeza. Cálidos y amistosos. Fríos como la muerte. Se echó a temblar y los apartó a un lado. La lucha debía producirse muy cerca. La enorme y peluda bestia debía haberse asustado con la batalla y había huido. Le alegraba no haberla matado.

—La eistaa envía a buscar a alguien de nombre Kerrick —dijo la fargi avanzando lentamente por la orilla del río. Había sido herida por algún objeto afilado, y un ancho vendaje cubría su antebrazo. Había sangre en su costado, que se deslizaba hacía abajo por su pierna.

—Lávate —ordenó Kerrick, luego dio un tirón a su traílla e Inlènu*‹ se puso tambaleante en pie. El hesotsan había terminado el trozo de carne y le cerró la boca pasando suavemente la yema de un dedo sobre ella mientras echaban a andar; tenía unos pequeños y afilados dientes, y podía dar un doloroso mordisco si no se la cerraba de aquel modo.

Siguieron la orilla de río, luego se apartaron de ella cuando llegaron a un sendero claramente hollado. Se cruzaron con más fargi heridas que iban en dirección opuestas. Algunas de ellas se habían detenido, otras estaban tendidas en el suelo demasiado débiles para poder seguir. Pasaron junto a una que había muerto por el camino, los ojos y la boca enormemente abiertos. La lucha debía haber sido feroz.

Entonces Kerrick vio a los primeros tanu muertos. Estaban apilados en un confuso montón, hombres y mujeres, pequeños cadáveres de niños arrojados a su lado. Más allá un mastodonte muerto entre los rotos palos, su cara reventada y esparcida.

Kerrick se sintió como atontado, con una emoción o falta de ella que le hizo seguir avanzando torpemente en silencio. Eran ustuzou, necesitaban estar muertos. Eran tanu…, ¿por qué estaban muertos? Aquellos eran los odiados ustuzou que habían masacrado a los machos yilanè y a sus crías en las playas. ¿Pero por qué le preocupaba aquello? Él nunca había estado cerca de las playas. Una fargi, con la espada que la había matado atravesando aún su cuerpo vacía en un sangriento abrazo sobre el cuerpo del cazador que la había matado. La fargi era yilanè, y él, Kerrick, también era yilanè.

Pero no, él era tanu. ¿Era también tanu?

No había respuesta para aquella pregunta, pero tampoco podía ser olvidada. Sin embargo, tenía que olvidarla y recordar que había sido un muchacho…, pero ese muchacho estaba muerto. Para vivir tenía que vivir como yilanè. Era un yilanè, no un sucio ustuzou.

Una fargi tiró de su brazo, y trastabilló tras ella. A través de la columna de muerte: tanu muertos, mastodontes, yilanè. No podía soportar el seguir mirando aquello. Llegaron a un grupo de fargi armadas que se apartaron a un lado para que Kerrick pudiera pasar. Vaintè estaba allí de pie, cada movimiento de su cuerpo expresando una no oculta rabia. Cuando vio a Kerrick señaló silenciosamente a un objeto en el suelo ante ella. Era una piel de animal, torpemente curtida, moteada, blanda e informe excepto la cabeza, que había sido rellenada.

Kerrick retrocedió horrorizado. No era de un animal… era de una yilanè, y la reconoció de inmediato. Sokain, la supervisora que había sido asesinada por los ustuzou. Muerta, despellejada y traída hasta allí.

—Mira esto. —Cada emoción del cuerpo de Vaintè, cada sonido pronunciado por ella, exudaba odio y una incontenida rabia—. Mira lo que han hecho estos animales a alguien de tanta inteligencia y gracia como Sokain.

—Quiero saber más sobre este asunto, quién de ellos fue el responsable, cuántos participaron, dónde podemos encontrarles. Preguntarás al ustuzou que tenemos cautivo aquí. Hemos tenido que golpearle para someterlo. Puede que sea el líder del grupo. Hazlo sangrar, haz que diga todo lo que sabe, luego lo mataré. Sé rápido. Quiero saberlo todo cuando regrese. Unos pocos de ellos escaparon de la destrucción, pero Stallan capitanea a las cazadoras y, les sigue, y los traerá de vuelta.

Había un claro allí, rodeado por altos árboles. El tanu yacía en el suelo, brazos y piernas atados, mientras una fargi golpeaba a la criatura con su propia lanza.

—Hazlo sufrir…, pero no lo mates —ordenó Vaintè, luego se dio la vuelta mientras una mensajera se le acercaba rápidamente.

Kerrick se acercó lentamente al caído, casi contra su voluntad. Vio que el cazador era robusto, más alto que él, su abundante barba y denso pelo manchados de sangre coagulada. Los golpes siguieron, pero el hombre no dijo nada.

—Para esto —ordenó Kerrick, empujando a la fargi con su arma para llamar su atención—. Vete.

—¿Quién eres tú? —preguntó roncamente el hombre, luego tosió y escupió un coágulo de sangre y fragmentos de dientes—. ¿Eres un prisionero, atado de este modo? Pero hablas con ellos. ¿Dónde está tu pelo? ¿Quién eres? ¿Puedes hablar?

—Yo… soy Kerrick.

—Un nombre de muchacho, no un nombre de cazador. Y sin embargo eres un adulto…

—Soy yo quien hace las preguntas. Dame tu nombre.

—Soy Herilak. Este es mi sammad. Era mío. Están muertos, todos muertos, ¿no?

—Algunos escaparon. Están siendo perseguidos.

—Un nombre de muchacho. —Su voz era más suave ahora—. Acércate, muchacho que eres ahora un hombre. Déjame verte. Me han golpeado en los ojos, así que tienes que acercarte más. Sí, ya veo. Aunque te han quitado todo el pelo, puedo ver que sigues teniendo un rostro tanu.

Herilak echó la cabeza hacía atrás y hacía delante, intentando apartar la sangre de sus ojos. Kerrick se inclinó y se los limpió suavemente. Era como tocarse a sí mismo, la cálida piel. Piel como aquella, carne como aquella. Kerrick se estremeció de pies a cabeza, su mano se agitó como aferrada por alguna desconocida sensación.

—Estabas emitiendo sonidos hacía ellos —dijo Herilak— y agitando tu cuerpo exactamente de la forma en que ellos lo hacen. Puedes hablar con ellos, ¿verdad?

—Tú eres quien debe responder a mis preguntas, no hacerlas.

Herilak ignoró aquello, pero asintió, comprendiendo.

—Quieren que hagas su trabajo. ¿Cuánto tiempo llevas con ellos?

—No lo sé. Muchos veranos… inviernos.

—Durante todo este tiempo han estado matando tanu, Kerrick. Nosotros también los matamos, pero nunca los suficientes. Vi a un muchacho hace tiempo, siendo capturado por los murgu. ¿Tienen muchos cautivos?

—No hay cautivos. Sólo yo… —Kerrick guardó silencio, un recuerdo olvidado durante mucho tiempo agitó sus pensamientos, un rostro barbudo entre los árboles.

—Te capturaron, te criaron, ¿no es así? —Herilak dijo aquello casi en un susurro. Puedes hablar con ellos. Necesitamos tu ayuda, los tanu te necesitan ahora…

Se interrumpió cuándo vio lo que colgaba del cuello de Kerrick. Su voz se atragantó cuando habló de nuevo.

—Vuélvete, muchacho, vuélvete a la luz. En torno a tu cuello…, ¿es eso tuyo?

—¿Mío? —dijo Kerrick, tocando el frío metal del cuchillo. Supongo que sí. Estaba en mi cuello, me dijeron, cuando llegué a ellos.

La voz de Herilak era distante, como si él también buceara en los recuerdos del pasado.

—Metal celeste. Yo fui uno de los que lo vieron caer del cielo, lo buscaron y lo encontraron. Estuve allí cuando se hicieron los cuchillos, cortados del bloque de metal con hojas de piedra, martilleados y perforados. Ahora… busca entre mis pieles, en la parte de delante, así. Ya lo tienes, sácalo.

El cuchillo de metal colgaba de una cuerda. Kerrick lo aferró, incrédulo. Era igual al suyo…, sólo que dos veces más grande.

—Vi cómo los hacían. El grande para un cazador, un sammadar, el pequeño para su hijo. El hijo, un nombre de muchacho, quizá Kerrick, no lo recuerdo. Pero el padre. Alguien muy próximo a mi. Su nombre era Amahast. Luego encontré de nuevo el cuchillo de metal celeste muchos años más tarde…, entre los huesos rotos de su cadáver. Los huesos de Amahast.

Kerrick no pudo hacer más que escuchar en un helado y horrorizado silencio mientras era pronunciado el nombre. Un nombre recordado en sueños, olvidado al despertar.

—Amahast.

Amahast. La palabra fue como una llave que abrió un flujo de recuerdos que le bañaron silenciosamente. Karu, su mastodonte, muerto a su lado. Su padre, Amahast, muerto, el sammad destruido a su alrededor. El recuerdo se enturbió y se mezcló con el de este sammad muerto ahora también a su alrededor. La carnicería, los años, los largos años transcurridos. Las palabras del cazador penetraron lentamente a través de esos recuerdos.

—Mátalos, Kerrick, mátalos como ellos nos han matado a todos nosotros.

Kerrick se volvió y huyó, con Inlènu*‹ trastabillando tras él, lejos del cazador y de su voz, lejos de los recuerdos que fluían a través de él. Pero de esos no podía escapar. Fue más allá de la fargi armada en la parte superior de una herbosa ladera que descendía hasta el mar, se dejó caer al suelo, se sentó aferrando sus piernas, mirando al océano pero sin verlo realmente.

Viendo en vez de él a Amahast, su padre. Y su sammad. Borrosamente al principio, pero encarnado con mayor y mayor detalle a medida que los recuerdos regresaban. El recuerdo estaba aún allí enterrado y desde hacía mucho olvidado pero oculto en algún rincón, esperando. Sus ojos se llenaron con las lágrimas de un niño; lágrimas que nunca había derramado cuando niño, que hincharon sus ojos y resbalaron por sus mejillas mientras contemplaba su sammad siendo destruido, masacrado del mismo modo que el sammad de Herilak había sido destruido hoy. Las dos escenas se superpusieron en su mente y fueron una. Para sobrevivir todos aquellos años con los yilanè todo aquello había tenido que ser olvidado. Había sobrevivido, había olvidado.

Pero ahora recordaba, y en el recuerdo había dos personas: el ustuzou que hablaba como un yilanè y el muchacho que era tanu.

¿Muchacho? Contempló sus manos, arqueó sus dedos. Ya no era un muchacho. En aquellos largos años el muchacho había crecido. Era un hombre, pero sin embargo no sabía que era un hombre. Se dio cuenta de que su padre, los demás cazadores, tan altos en su memoria… bien, ahora él debía tener su misma altura.

Kerrick se puso en pie y rugió fuerte, con desafío y furia. ¿Qué era él? ¿Quién era él? ¿Qué le estaba ocurriendo? Entre el conflicto de sus emociones fue consciente de un movimiento en su cuello, un tirón. Se volvió en redondo, parpadeando, para descubrir que Inlènu*‹ estaba tirando suavemente de la traílla que los conectaba. Tenía los ojos muy abiertos, sus estremecidos movimientos expresaban preocupación y miedo ante sus extrañas acciones.

Deseó matarla, medio alzó el arma que aún aferraba en su mano. Marag, exclamó, «marag». Pero la ira murió tan rápidamente como había nacido, y bajó el arma, avergonzado. No había peligro alguno en aquella simple criatura, tan prisionera como él.

—Tranquila, Inlènu*‹ —dijo. No ocurre nada. Tranquila.

Tranquilizada, Inlènu*‹ se sentó sobre su cola y parpadeó confortable al sol del atardecer. Kerrick miró más allá, al claro detrás de los árboles, donde aguardaba Herilak.

¿Aguardaba qué? Una respuesta, por supuesto. A una pregunta que Kerrick no podía responder, aunque la pregunta era absolutamente clara. ¿Qué era él? Físicamente era tanu, un hombre con los pensamientos de un muchacho que nunca había acabado de crecer como tanu. Esto resultaba claro y obvio cuando pensaba en ello. Ese muchacho, para seguir con vida, se había convertido en yilanè. Eso resultaba obvio también. Un yilanè dentro de sus pensamientos, un tanu para el mundo visual.

Todo esto estaba claro. Lo que no estaba claro era lo que iba a ocurrirle a continuación. Si no hacía nada, su existencia seguiría en su mayor parte como había sido en el pasado. Su posición seguiría siendo alta, cerca de la mano de la eistaa, seguro y honrado. Como yilanè.

¿Pero era eso lo que deseaba? ¿Era ese su futuro? Nunca había tomado en consideración aquellos asuntos antes, no tenía la menor idea de que pudiera existir un conflicto como aquel. Se encogió de hombros, luchando por quitarse de encima un invisible peso. Era demasiado para tomarlo en consideración en aquellos momentos. Necesitaba meditar lentamente en aquellas cosas. Haría lo que Vaintè le había pedido, interrogaría al ustuzou. Ya habría tiempo más tarde para pensar en esos asuntos; ahora le dolía demasiado la cabeza.

Cuando regresó no había cambiado nada. Herilak seguía tendido, atado, en el suelo, las tres fargi montaban guardia en silenciosa obediencia. Kerrick bajó la vista al cazador, intentando hablar, pero las palabras no brotaron. Fue Herilak quien rompió el silencio.

—Haz lo que te he dicho —susurró—. Mata a los murgu, corta mis ligaduras, escapa conmigo. A las montañas, a la nieve del invierno, a la buena caza, al fuego en la tienda. Vuelve con tu pueblo.

Aunque apenas fueron susurradas, las palabras resonaron en su cabeza como los ecos de un trueno.

—¡No! —gritó con voz fuerte—. Calla. Responderás sólo a mis preguntas. No hablarás excepto para responder…

—Te hallas perdido, muchacho, te hallas perdido pero no has olvidado. Intentaron hacer de ti uno de ellos, pero no eres uno de ellos. Eres tanu. Puedes volver ahora mismo al sammad, Kerrick.

Kerrick gritó furioso, ordenando a Herilak que guardara silencio, pero no pudo ahogar ni la voz del cazador ni sus palabras. Como tampoco podía ceder. Fue la fargi, la que aún sostenía la lanza del cazador, la que hizo el movimiento decisivo. No comprendía, pero podía ver que había un desacuerdo. Recordando las anteriores órdenes de la eistaa, avanzó para ayudar, martilleando con el extremo inferior de la lanza el costado de Herilak, una y otra vez.

—¡No! —rugió Kerrick en tanu—. No hagas eso.

El arma en su mano saltó casi sin volición, y la fargi se derrumbó y murió. Aún presa de furia, se volvió y disparó también contra la siguiente; su boca seguía incrédulamente abierta cuando cayó. La tercera fue en busca de su propia arma, pero se derrumbó como las otras. Siguió apretando y apretando el hesotsan hasta que los cadáveres de las fargi estuvieron acribillados de dardos. Entonces se dio cuenta de que estaba vacío, y lo arrojó a un lado.

—La lanza, tómala —ordenó Herilak—. Libérame.

Inlènu*‹ trastabilló detrás de Kerrick cuando este se inclinó sobre la fargi y liberó la lanza de entre las muertas manos. Cortó las ligaduras de los tobillos de Herilak, luego las de sus muñecas.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó furiosa Vaintè.

Kerrick se volvió en redondo, aún agachado, para descubrirla de pie ante él, la boca abierta, los dientes brillantes. Y entonces por primera vez, vio, en las brumas de su memoria, aquellos dientes desgarrar la garganta de una muchacha. Vio también las hileras de dientes sobre él cuando lo montaba, rugiendo de placer. Placer compartido, porque él lo había gozado también.

Ahora sintió a la vez placer y odio.

Ella estaba diciendo algo que no pudo oír, dictando una orden que él no podía obedecer, mientras se volvía y tendía una mano hacía una de las abandonadas armas.

Lo que hizo Kerrick a continuación fue algo tan natural, tan lógico, que no requirió ningún pensamiento ni esfuerzo. La lanza se alzó, fue empujada hacía adelante, hacía el costado de Vaintè, y se enterró profundamente en su cuerpo. Ella la aferró y tiró, arrancándosela. La sangre manó a borbotones mientras Vaintè se tambaleaba y caía hacía atrás, fuera de su vista.

—¡Corre! —gritó Herilak, tirando a Kerrick del hombro—. Ven conmigo. No puedes quedarte aquí, no después de lo que has hecho. Debes venir conmigo. Eso es todo lo que puedes hacer ahora.

Tomó a Kerrick de la mano, tirando de él hacía el oscuro muro del bosque más allá del claro. Kerrick se resistió…, luego echó a correr torpemente tras él, a través de la maleza, aferrando aún la lanza, olvidada, en su mano. Con Inlènu*‹ protestando y trastabillando detrás.

El rumor de sus pasos murió cuando desaparecieron de la vista entre los árboles. El claro quedó silencioso de nuevo.

Silencioso como la muerte.