El trueno retumbó ominosamente tras las oscuras nubes mientras la lluvia torrencial azotaba la superficie del océano. El uruketo se apartó lentamente de la orilla, seguido muy de cerca por los dos uruketo más pequeños. Los enteesenat, felices de hallarse de nuevo en mar abierto, corrían a la cabeza, emergiendo del agua y buceando entre las olas. Inegban‹ quedó muy pronto atrás, se hizo pequeña, luego desapareció de la vista entre la lluvia.
No fue un viaje fácil. Tras la excitación y los inesperados placeres de Inegban‹, el viaje de regreso en el uruketo fue un constante tormento para Kerrick. El interior estaba lleno al limite de su capacidad, el fondo tan cubierto de fargi que era imposible caminar sin pisarlas. La comida y el agua eran escasas y habían sido escrupulosamente racionadas. Aquello no era un problema demasiado grande para los yilanè, que simplemente se volvían torpes y dormían la mayor parte del tiempo. No así Kerrick. Se sentía encerrado, atrapado, incapaz de respirar. Tampoco hallaba ningún alivio en el sueño, porque soñaba en que se sofocaba, se ahogaba, y despertaba con un grito, empapado en sudor. No podía ir de un lado para otro a voluntad, y sólo dos veces durante el, al parecer, interminable viaje consiguió abrirse camino al interior de la aleta para llenar sus pulmones con el vivificante aire salado.
Había una tormenta en mitad del océano que impidió durante muchos días la apertura de la aleta, con lo que el hediondo aire llegó a hacerse irrespirable. Al final hubo que abrir la aleta, sólo una rendija, pero aquello fue más que suficiente para dejar entrar un gran chorro de salada agua del mar junto con el aire. Empapado y pegajoso, primero frío, luego caliente de nuevo, Kerrick sufrió en silencio su desgracia.
Cuando finalmente terminó la tormenta y pudo volver a abrirse la aleta, Vaintè ordenó que las otras se retiraran y subió sola arriba. El mar seguía siendo plomizo, y olas coronadas de blanco cubrían toda su superficie. Un mar vacío. Los dos pequeños uruketo habían desaparecido; nunca volvieron a ser vistos.
El mareo de Kerrick terminó solamente cuando estuvieron en el puerto de Alpèasak. El mal de mar y los días sin comida lo habían debilitado tanto que apenas podía tenerse en pie. La enjaulada ave rapaz había sufrido casi tanto como él; su cabeza colgaba hacía un lado, y chilló débilmente cuando la transportaron. Kerrick fue el último en bajar a tierra, y tuvo que ser izado por la aleta por Inlènu*‹ y otras dos fargi.
Vaintè inspiró profundamente el húmedo y cálido aire, cargado con los intensos olores de la ciudad viviente, y sintió un inmenso placer mientras se sacudía la letargia del viaje. Se metió en el primer tanque enfriador que encontró en su camino, se frotó toda la sal y suciedad encostrada del interior del uruketo, emergió de nuevo a la luz del sol, fresca y reconfortada.
No necesitó llamar a las líderes de la ciudad, porque todas la estaban aguardando ya en el ambesed cuando llegó.
—¿Está bien Alpèasak? —preguntó, y se sintió aún más animada cuando todas le comunicaron que no había ninguna novedad—. ¿Qué hay de los ustuzou, Stallan, que tienes que decirme de esas alimañas que mordisquean los flecos de nuestra ciudad?
—Un engorro, poco más. Algunos de nuestros animales han sido robados, otros muertos durante las horas de oscuridad y su carne desaparecida antes de amanecer. Pero nuestras defensas son fuertes, es poco lo que pueden hacer.
—Lo más mínimo es demasiado. Deben ser detenidos.
Y lo serán. Traigo más fargi, entrenadas en el uso de sus armas. Los ustuzou serán perseguidos y muertos.
—Son difíciles de rastrear —dijo dudosamente Stallan—. Tienen una habilidad animal en el bosque y no dejan huellas de su paso. O si hay un rastro no conduce más que a una emboscada. Muchas fargi han muerto de ese modo.
—Ya no —dijo Vaintè, y expresó placer mientras la rapaz chillaba como en respuesta. Su jaula había sido traída por sus entrenadoras, y el ave estaba ahora atusándose las plumas a la luz del sol—. Todo será explicado —señaló Vaintè—. Esta criatura voladora nos permitirá localizar las madrigueras ustuzou, allá donde se esconden sus hembras y sus cachorros. Pero primero quiero un detallado informe de todo lo que ha ocurrido mientras yo he estado fuera.
El ave se recuperó rápidamente del viaje marítimo: Vaintè aguardó impacientemente la próxima incursión ustuzou. Cuando le llegó el informe, envió rápidas ordenes y fue inmediatamente a los pastos exteriores donde se había producido el ataque. Stallan ya había llegado allí, y señaló con disgusto las cuerpos masacrados sobre la hierba teñida de sangre.
—Un desperdicio. Sólo se han llevado los sabrosos cuartos traseros.
—Muy práctico —dijo Vaintè, expresando escasa emoción—. Fáciles de llevar, poco desaprovechable. ¿Por qué camino se han ido?
Stallan indicó la abertura que había sido practicada en el muro de espinos, el sendero más allá que desaparecía bajo los altos árboles.
—Hacia el norte, como siempre. Un rastro fácil de seguir, que significa que desean que lo sigamos. La carne ha desaparecido, y sólo encontraremos la muerte, las trampas y las emboscadas si nos atrevemos a seguirlo. El ave llegará hasta donde nosotras no podemos —dijo Vaintè mientras era traída la rapaz. El cautivo animal chilló furioso y tiró de la correa que trababa su pata. Ahora no estaba enjaulada sino que en vez de ello permanecía posada en una percha de madera montada sobre una plataforma. Largas pértigas sostenían esta última, de modo que las fargi que la transportaban no podían ser alcanzadas por las garras ni el pico. Kerrick llegó al mismo tiempo, preguntándose acerca de aquella llamada a primera hora.
—Haced vuestro trabajo —ordenó Vaintè a las entrenadoras.
Kerrick descubrió de pronto que ya no era un espectador cuando duros pulgares lo aferraron y lo arrastraron hacía delante. La rapaz estaba excitada ante la vista y el olor de los sangrantes despojos, y chilló y agitó poderosamente sus alas. Una de las entrenadoras cortó un trozo de carne del flanco, de uno de los animales muertos y lo lanzó hacía el ave. Esta atrapó ansiosamente la roja carne con su pata libre, la aplastó contra la percha con sus garras, y empezó a desgarrar sangrantes pedazos. Sólo cuando hubo terminado continuaron. Kerrick se debatió mientras era empujado hacía adelante, casi hasta el alcance de aquel curvado pico lleno de cuajarones.
—Sigue, busca. Sigue, busca —gritó la entrenadora una y otra vez, mientras forzaba a Kerrick a acercarse aún más.
La rapaz no atacó, sino que volvió su cabeza para clavar un frío ojo gris en Kerrick. Le miró sin parpadear mientras le eran gritadas las órdenes, y no parpadeó ni agitó la cabeza hasta que las órdenes cesaron.
—Volved la percha hasta que se sitúe frente al sendero —dijo la entrenadora, luego fue a la parte de atrás de la plataforma y soltó rápidamente la correa.
El ave chilló, inclinó las patas…, luego se lanzó hacía el aire con un poderoso aleteo. Kerrick cayó hacía atrás cuando el animal miró en su dirección mientras la entrenadora seguía gritando sus instrucciones.
Había sido bien entrenada. Ascendió rápidamente por el aire, planeó en un único y soberbio círculo…, luego partió hacía el norte.
—Ha empezado —dijo Vaintè con gran satisfacción.
Pero su entusiasmo menguó cuando pasaron día tras día…, y el ave no regresó. Las preocupadas entrenadoras la evitaban, como hacían todas las demás ante la visión de la furia en sus movimientos. Mientras no fue llamado a su presencia, Kerrick se mantuvo tan alejado de ella como pudo. El hanale le ofrecía un tranquilo retiro donde no era fácil ser encontrado; no había estado allí desde regreso de Inegban‹. Ikemend abrió la puerta al acercarse él.
—Has estado en Inegban‹ —dijo, y sus palabras eran una pregunta y una respuesta al mismo tiempo, con excitación en sus movimientos.
—He visto esa ciudad.
—Háblame de ella, porque nunca volveré a verla con mis ojos.
Mientras él hablaba, ella ajustó la traílla a una hendidura que había sido practicada en la madera de la puerta, luego cerró la puerta sobre ella. Kerrick sabía lo que ella deseaba oír, de modo que sólo le habló de las glorias de la ciudad las multitudes y la excitación…, y nada del hambre y del frío de los inviernos. Valoraba lo suficiente sus visitas al hanale como para asegurarse de que Ikemend esperara siempre su llegada. Ella escuchó tanto como pudo, apresurándose a marcharse solamente cuando la urgencia de su trabajo se lo exigió. A los machos no les gustaba Ikemend, y evitaban cuidadosamente su compañía. Ninguno de ellos estaba ahora a la vista. Kerrick miró por un oscuro pasillo, al interior que nunca llegaría a ver, luego llamó cuando alguien paso por el otro extremo:
—Soy yo Kerrick, querría hablar contigo.
El macho dudó, luego siguió andando, y se detuvo solamente cuando Kerrick le llamó de nuevo:
—He estado en Inegban‹. ¿No te gustaría oír algo acerca de la ciudad?
El cebo era demasiado apetitoso para resistirse. El yilanè avanzó lentamente a la luz, y Kerrick lo reconoció. Esetta‹, una melancólica criatura con la que había hablado una o dos veces. Todos los demás machos admiraban la forma de cantar de Esetta‹, aunque Kerrick la encontraba monótona y un poco aburrida. Aunque no había expresado nada de aquello en voz alta.
—Inegban‹ es una auténtica ciudad —dijo Esetta‹, de la manera brusca que usaban los machos, casi sin respirar—. Allí podíamos sentarnos arriba entre las hojas y contemplar todo lo que ocurría en los concurridos senderos de abajo. No estábamos atrapados para siempre en el aburrimiento como lo estamos aquí, con tan poco que hacer excepto pensar en el destino de las playas. Cuéntame…
—Lo haré. Pero primero envía a buscar a Alipol. Quiero hablar con él también.
—No puedo.
—¿Por qué?
Esetta‹ puso un perverso placer en su respuesta. —¿Por qué no puedo? ¿Deseas saber por qué no puedo? Te diré por qué no puedo —dudó unos momentos agitando la lengua entre los dientes para humedecer sus labios antes de hablar—. No puedes hablar con él porque Alipol está muerto.
Kerrick se sintió impresionado por la noticia. El robusto Alipol, tan sólido como el tronco de un árbol. No parecía posible.
—¿Se puso enfermo…, un accidente?
—Peor. Fue tomado, tomado por la fuerza. Él que había estado en las playas dos veces antes. Y ellas lo sabían esas toscas bestias, lo sabían, él se lo dijo, les suplicó, les mostró las maravillosas cosas que hace, pero ellas se limitaron a reírse de él. Algunas de ellas se fueron, pero la horrible, esa con las cicatrices y esa ronca voz, la que lidera a las cazadoras, halló sus protestas excitantes y agarró a Alipol y ahogó sus gritos con su horrible cuerpo. Todo el día estuvieron allí, ella quería asegurarse, todo el día, yo lo vi. Lo juro por los huevos.
Kerrick comprendió que algo terrible le había ocurrido a su amigo, pero no sabía qué. Esetta‹ lo había olvidado por el momento, estaba bamboleándose con los ojos cerrados. Tarareó una melodía en tono de endecha, luego empezó a cantar una ronca canción que orillaba los límites del temor.
Joven fui una vez a la playa, y regresé.
Una segunda vez voy, ya no tan joven, ¿regresaré?
Pero no una tercera, por favor, no una tercera, porque pocos regresan.
No yo, no yo. Porque si voy, lo sé, no regresaré.
Tras eso, Esetta‹ guardó silencio. Habla olvidado lo que Kerrick tenía que decirle sobre Inegban‹, o quizá ya no le importaba oír nada de aquella distante ciudad. Se volvió, ignorando las preguntas de Kerrick, y se alejó arrastrando los pies por el corredor. Pese a que Kerrick llamó en voz alta después de eso, nadie más apareció. Finalmente volvió a salir, tirando de la puerta para que se cerrara a sus espaldas. ¿Qué había querido decir Esetta‹? ¿Qué había matado a Alipol en la playa? No podía comprenderlo. Inlènu*‹ estaba dormida al sol, reclinada contra la pared, y tiró cruelmente de la traílla hasta que parpadeó con mirada vacía hacía él, bostezó y se puso lentamente en pie.