—Traigo un respetuoso mensaje de Erefnais —dijo la fargi, hablando lenta y cuidadosamente y estremeciéndose sin embargo con el esfuerzo de transmitir el mensaje correctamente—. La carga está completa. El uruketo está preparado para marchar.
—Ahora vamos —anunció Vaintè. Etdeerg y Kerrick avanzaron un paso a su gesto. Ella miró a su alrededor, a las líderes de Alpèasak reunidas ante ella, y habló de la forma más formal y oficial—: La ciudad es vuestra hasta mi regreso. Mantenedla bien. Tenéis mi confianza.
Tras decir esto, salió y cruzó lentamente la ciudad, con Kerrick y Etdeerg caminando a un decente paso tras ella.
Kerrick había aprendido desde hacía mucho a controlar sus movimientos, de modo que parecía tan tranquilo como las demás. Dentro, ardía con conflictivas emociones. Contemplaba aquel viaje con expectante anticipación, pero al mismo tiempo temía un cambio tan grande en su ordenada existencia. Y ayer, lo que había ocurrido ayer con Vaintè, era algo que aún no podía comprender. ¿Qué había causado una sensación tan abrumadora? ¿Ocurriría alguna otra vez de nuevo? Esperaba que sí. ¿Pero de qué se trataba?
Todos los posibles recuerdos de las pasiones tanu, de las diferencias entre los sexos, de los apasionantes y prohibidos chismorreos que los chicos mayores se susurraban al oído, incluso el placer que había sentido en una ocasión al tocar el cuerpo desnudo de Ysel, todo aquello había desaparecido. Abrumado y olvidado bajo la necesidad de la supervivencia con los yilanè. Los machos en el hanale nunca hablaban de su relación con las hembras, o si lo hacían nunca era en su presencia. Inlènu*‹ era estúpida al respecto. No tenía el menor conocimiento de sexualidad, ni yilanè ni tanu, y lo único que podía hacer era meditar desconcertado sobre aquel excitante misterio.
El cielo tras ellos estaba teñido con el rojo del atardecer cuando alcanzaron el muelle. Los enteesenat, excitados ante la anticipación del viaje, saltaban fuera de la superficie y volvían a caer chapoteando al agua en medio de surtidores de espuma teñida de rojo. Kerrick fue el último en subir a bordo, y descendió parpadeando por la abertura de la alta aleta ante la penumbra del interior. El suelo pulsaba debajo de él, y perdió pie y cayó. El viaje habla empezado.
La novedad paso pronto para Kerrick, puesto que había poco que ver y absolutamente nada que hacer. La mayor parte del interior estaba ocupado por los cuerpos muertos-vivos de ciervos y stalakel. Estos últimos estaban amontonados en pilas, las pequeñas patas anteriores fláccidas, las córneas mandíbulas colgantes. Algunos de los ciervos, aunque inmóviles, tenían los ojos completamente abiertos, y aquello resultaba claramente visible a la luz de las manchas luminiscentes. Tenía la inquietante sensación de que podían verle, de que estaban llorando en su paralizado estado. Aquello era imposible, estaba transmitiéndoles sus propios sentimientos. El sellado interior se cerraba sobre él, y apretó los puños con desconocido terror, empeorado por lo que parecía una interminable tormenta. La aleta del uruketo permanecía sellada y el aire empezó a volverse mohoso y maloliente.
En la oscuridad, las yilanè se volvían torpes y dormían. Sólo había una o dos de guardia todo el tiempo. En una ocasión intentó hablar con la yilanè al timón, pero ella no respondió; toda su atención estaba centrada en la brújula.
Kerrick dormía cuando terminó la tormenta y el mar se tranquilizó. Se despertó sobresaltado cuando el frío y salino aire barrió su cuerpo. Las yilanè se desperezaron y fueron en busca de sus capas…, pero el aire y el rayo de luz fueron un puro placer para él. Tiró de su traílla hasta que la adormilada Inlènu*‹ se despertó y se envolvió en una capa, luego la arrastró tras él hacía la abertura de la aleta. Trepó rápidamente por las arrugas interiores que formaban como una escalerilla y se izó al lado de Erefnais, que permanecía allí de pie, envuelta apretadamente en una amplia capa. Inlènu*‹ se quedó abajo, tanto como la traílla se lo permitía. Kerrick se sujetó firmemente al borde de la aleta y contempló las verdes olas rodar hacia ellos y romperse en espuma contra el lomo del uruketo, riendo cuando las saladas salpicaduras azotaron su rostro. Era algo distinto, maravilloso, excitante. Los rayos solares atravesaban las nubes, iluminando la enormidad del mar que se extendía de horizonte a horizonte en todas direcciones. Se estremeció ligeramente ante el frío aire y apretó los brazos contra su cuerpo, pero no abandonó aquel lugar. Erefnais se volvió y le vio, y se sorprendió de sus emociones.
—Tienes frío. Ve abajo. Toma una capa.
—No…, me gusta así. Ahora puedo comprender por qué cruzas el mar con el uruketo. No hay nada como eso.
Erefnais se sintió muy complacida.
—Pocas otras sienten así. Si ahora me retiraran del mar me sentiría muy extraña. —La palabra extraña tenía resonancias de infelicidad y desesperación, con una ligera sugerencia de muerte. La cicatriz en la espalda de la yilanè hacía difícil que se expresara con exactitud, pero sus sentimientos eran tan intensos que el significado no podía ser más claro.
Una bandada de aves marinas flotaba sobre sus cabezas, y Erefnais señaló en su dirección.
—Ya no estamos lejos de tierra. De hecho es aquella línea oscura allá en el horizonte. La costa de Entoban‹.
—He oído pronunciar ese nombre, pero nunca he comprendido su significado.
—Es una gran masa de tierra, tan grande que nunca ha sido circunnavegada, porque el mar se vuelve muy frío al sur. Es el hogar de los yilanè, donde una ciudad se extiende hasta los campos de otra ciudad.
—¿Es ese nuestro destino? —Erefnais asintió—. En la costa norte. Primero a través del paso conocido como Genagle, a las cálidas aguas de Ankanaal, en cuyas orillas se halla Inegban‹.
Cuando pronunció la palabra, hubo inflexiones de placer y dolor.
—Afortunadamente ahora estamos a mediados del verano, porque el pasado invierno fue el peor en toda la historia de la ciudad. Las cosechas murieron. Los animales murieron. Las bestias del norte se lanzaron sobre los rebaños. Y en una ocasión, muy brevemente, las nubes descargaron una agua dura, y antes de que se fundiera todo el suelo quedó blanco.
¿Agua dura? El significado era claro…, ¿pero qué era? Antes de que pudiera pedir una explicación Kerrick tuvo una visión, clara y nítida, de montañas cubiertas de nieve. Pero acompañándola había una terrible sensación de aprensión y miedo. Se frotó los ojos…, luego contempló el mar y apartó el recuerdo de él. Fuera lo que fuese, no merecía ser considerado.
—Tengo frío —dijo, medio mentira, medio verdad—, así que volveré al calor de abajo.
Una mañana, Kerrick despertó al calor del aire y a la luz del sol, un rayo que descendía por la abierta aleta. Subió rápidamente para reunirse con Vaintè y Etdeerg que ya estaban allí. Se sorprendió por su apariencia, pero puesto que ellas no dijeron nada no hizo ningún comentario. Vaintè sentía aversión a ser interrogada. La miró con el rabillo del ojo. Su frente y los fuertes ángulos de su mandíbula habían sido pintados con pigmento rojo limpiamente aplicado en curvas Y espirales. Etdeerg no llevaba ningún color en su rostro, pero negras enredaderas parecían retorcerse en sus brazos terminando con dibujos de hojas en el dorso de sus manos. Kerrick nunca había visto antes a una yilanè decorada de aquel modo, pero consiguió contener su curiosidad y miró hacía la orilla. La línea de la costa se acercaba lentamente, verdes colinas boscosas claramente visibles sobre el azul del mar.
—Inegban‹ —dijo Etdeerg, con todo un cúmulo de entremezcladas emociones tras aquella simple palabra.
Verdes praderas se mezclaban ahora entre los bosques, con las oscuras siluetas de animales pastando en ellas. Cuando rebasaron un promontorio, un enorme puerto se abrió ante ellos. En sus orillas estaban las playas de Inegban‹.
Kerrick, que imaginaba Alpèasak como una ciudad de maravillas, vio ahora lo que era una auténtica ciudad y dejó que sus sentimientos afloraran, con inmenso placer de Vaintè y Etdeerg.
—Alpèasak será así algún día —dijo Vaintè—. No durante nuestras vidas, porque Inegban‹ ha estado creciendo desde el huevo del tiempo.
—Alpèasak será más grande —dijo Etdeerg con tranquila seguridad—. Tú harás que lo sea, Vaintè. Tienes todo un nuevo mundo para construir. Lo harás.
Vaintè no respondió. Tampoco lo negó.
Mientras el uruketo se acercaba al puerto interior, Erefnais subió a la parte superior de la aleta, luego empezó a dar órdenes. El enorme animal frenó su marcha y se detuvo, permaneció oscilando inmóvil en la clara agua. El par de enteesenat nadaban delante, luego giraron bruscamente antes de alcanzar la barrera flotante de grandes troncos. No sentían el menor deseo de que sus cuerpos rozaran los largos y urticantes tentáculos de las medusas que estaban suspendidas de los troncos. Fueron arriba y abajo, ansiosos de que se abriese la barrera para alcanzar la recompensa que les esperaba al otro lado, la comida tratada por la que estaban suspirando. Esto se retrasó hasta que los uruketo que estaban en el puerto fueron retirados. Más pequeños de lo normal, aún medio entrenados, obedecían lentamente. Cuando estuvieron a buen recaudo, un uruketo provisto de arneses tiró de la barrera, abriéndola y los enteesenat se lanzaron al instante dentro. Su uruketo les siguió, a un ritmo mucho más reposado.
Kerrick sólo pudo guardar silencio, con la boca muy abierta. La zona del muelle era enorme…, y sin embargo estaba atestada de yilanè aguardando su llegada. Tras ellos se alzaban los troncos de antiguos árboles, cuyas ramas superiores y hojas parecían tocar el cielo. El sendero que conducía del muelle a la ciudad era lo suficientemente ancho como para que pasara un urukub. Los yilanè que se apelotonaban se apartaron ahora para dejar paso a una pequeña procesión. A su cabeza iban cuatro fargi llevando una construcción hecha de madera suavemente curvada de la que colgaban coloreadas telas. Su función quedó revelada cuando las fargi la colocaron cuidadosamente en el suelo, luego se acuclillaron a su lado. Una mano apartó las telas y una yilanè, resplandeciente en los colores dorados de su rostro, bajó al suelo. Era una figura que Vaintè reconoció al instante.
—Gulumbu —dijo, con una cuidadosamente controlada falta de emoción que permitió tan sólo exhibir una pequeña pizca de su desagrado—. La conozco de antiguo. Así que ahora es la que se sienta al lado de Malsas‹. Iremos a su encuentro.
Habían desembarcado y aguardaban en el muelle cuando Gulumbu llegó hasta ellas caminando lentamente. Hizo el más humilde de los saludos de bienvenida a Vaintè, reconoció la presencia de Etdeerg…, y dejó que sus ojos pasaran lentamente por Kerrick como sin verle.
—Bienvenidas a Inegban‹ —dijo—. Bienvenida a tu ciudad natal, Vaintè, constructora ahora de Alpèasak al otro lado del mar lleno de tormentas.-Vaintè correspondió a aquello con idéntica formalidad.
—¿Y dónde está Malsas‹, eistaa de nuestra ciudad?
—Me ha ordenado que os de la bienvenida y os lleve a su presencia en el ambesed.
Mientras hablaba, el palanquín había sido retirado. Vaintè y Gulumbu caminaron la una al lado de la otra, abriendo la procesión hacía la ciudad. Kerrick y Etdeer fueron detrás con las otras ayudantas, en silencio, porqué aquella era una ocasión solemne.
Kerrick contempló todo lo que le rodeaba con ojos muy abiertos. Otros enormes senderos partían del que ellos estaban siguiendo, todos llenos de yilanè… y más que yilanè. Pequeñas criaturas con afiladas garras y coloreadas escamas se deslizaban por entre la multitud. Algunos de los árboles más grandes junto a los que pasaban tenían escalones tallados en sus cortezas, curvándose hacía arriba hasta plataformas suspendidas donde otras yilanè, muchas de ellas con rostros y cuerpos pintados contemplaban la multitud de abajo. Uno de aquellos árboles-morada, más grande que los otros tenía guardianas armadas a sus pies.
Los yilanè que había arriba miraban el espectáculo, agitándose y hablando entre sí de un modo que demostraba que sólo podían ser machos.
No había allí la dedicación al trabajo, la formalidad del habla que conocía de Alpèasak. Las yilanè le señalaban groseramente, hablando entre sí con gestos vulgares acerca de su extraña apariencia.
Y había yilanè de un tipo que nunca había visto antes, algunas con sólo la mitad del tamaño de las otras. Permanecían reunidas en grupos, apartándose rápidamente a un lado cuando pasaba otra yilanè, observando con ojos preocupados, sin hablar. Kerrick tocó el brazo de Etdeerg y las señaló interrogativamente.
—Ninse —dijo Etdeerg, con desdén en cada movimiento—. Yileibe. Las insensibles, las torpes. Kerrick comprendió aquello con la suficiente claridad. Obviamente no podían hablar ni comprender lo que se les decía. No era sorprendente que fuesen insensibles. Etdeerg no dijo nada más sobre ellas, y Kerrick dejó el asunto a un lado por el momento, junto con todas las demás preguntas que se sentía ansioso por hacer. El ambesed era tan amplio que el otro lado quedaba oculto por la multitud reunida. Esta se abrió ante la procesión, que paso por entre ella hasta la soleada pared donde Malsas‹ permanecía reclinada con sus consejeras sobre una plataforma cubierta con aquellas mismas telas suaves. Resplandecía con sus pinturas doradas y plateadas sobre su rostro y brazos, volutas de oro que descendían por todo su acanalado cuerpo sin talle. Dijo algo a una ayudanta, dando la impresión de no haberse apercibido de la llegada de la procesión hasta que estuvo delante mismo de ella, y aguardando ese pequeño momento extra para expresar no un insulto, sino un firme recordatorio de rango. Luego se volvió y vio a Vaintè, y le hizo un signo de bienvenida, indicando que se acercara. Se hizo un lugar a su lado mientras las dos yilanè se saludaban.
Kerrick lo miraba todo, prestando poca atención a lo que se decía, de modo que se sobresaltó cuando dos yilanè se le acercaron y le sujetaron por los brazos. Mientras tiraban de él miró temeroso a Vaintè…, que le hizo signo de no protestar sino de ir con ellas. Tenía poca elección. Tiraban fuerte de él y se dejó conducir, con Inlènu*‹ caminando obedientemente tras él.
Cerca del ambesed había el portal de una extraña estructura. No había forma de decir su tamaño porque quedaba oculto por los árboles de la ciudad. Pero entre los troncos eran visibles paneles de translúcida quitina que se extendían hacía ambos lados. Una puerta de sólido aspecto, del mismo material, se abría ante ellos, sin manija ni aberturas en su superficie. Sin embargo, sujetando fuertemente su brazo, una de las yilanè tendió el otro y apretó un bulbo flexible junto a la puerta. Tras una corta espera la puerta se abrió y una fargi miró desde el otro lado. Kerrick fue empujado a través de ella con Inlènu* tras él. La puerta se cerró a sus espaldas.
—Por aquí —dijo la fargi, ignorando a Kerrick y hablando a Inlènu*‹, luego se volvió y echó a andar.
Era de lo más inusual. Un corto corredor hecho del mismo material quitinoso conducía a otra puerta Luego a otra. La siguiente estancia era más pequeña, y la fargi se detuvo allí.
—Cierra membrana ojo —dijo la yilanè, dejando que su propia membrana nictitante transparente se deslizara sobre sus ojos. Luego adelantó una mano, los pulgares muy abiertos, e intentó colocarlos sobre los párpados de Kerrick.
—Te he oído —dijo este, apartando la mano de una palmada—. Guárdate tus sucios dedos.
La fargi jadeó, impresionada al oírle hablar, y necesitó un momento para recuperarse.
—Importante que ojos estén cerrados —dijo finalmente, luego cerró sus propias membranas y apretó una bulbosa excrecencia roja de la pared.
Kerrick apenas había tenido tiempo de cerrar los ojos antes que un chorro de agua caliente cayera sobre ellos desde arriba.
Un poco se deslizó dentro de su boca: era ardiente y amarga, y después de eso mantuvo los labios firmemente sellados. El chorro se detuvo, pero cuando lo hizo la fargi exclamo:
—Ojos… cerrados.
El agua fue reemplazada por una corriente de aire que evaporó rápidamente el agua de sus cuerpos. Kerrick aguardó hasta que su piel estuvo completamente seca antes de abrir tentativamente un ojo. Las membranas de la fargi se habían replegado, y cuando vio que sus ojos estaban también abiertos empujó la última puerta y penetró en una larga cámara baja.
Era un completo misterio para Kerrick: jamás había visto nada como aquello antes. Suelo, techo, paredes, todo estaba hecho del mismo duro material. La luz del sol se filtraba a través de los paneles translúcidos de arriba y arrojaba movientes esquemas de hojas sobre el suelo. A lo largo de la pared del otro lado había una superficie elevada del mismo material, con objetos completamente inidentificables sobre ella. Varias yilanè se ajetreaban con aquellas cosas, sin que al parecer se hubieran dado cuenta de su llegada. La fargi les dejó, sin decir nada. Kerrick no podía hallarle sentido a nada de aquello. A Inlènu*‹, como siempre, no parecía importarle en absoluto dónde estaba o lo que estaba ocurriendo. Se volvió de espaldas y se instaló cómodamente sobre su gruesa cola.
Luego una de las trabajadoras se dio cuenta de su llegada y llamó la atención, de una manera absolutamente formal, de una yilanè robusta y cuadrada que estaba observando un pequeño cuadrado de material como si tuviera gran importancia. Se volvió y vio a Kerrick, y avanzó con fuertes pasos hasta detenerse delante de él. Le faltaba un ojo, y el párpado estaba arrugado y hundido, mientras que el otro sobresalía enormemente como si intentara hacer el trabajo de dos.
—Mira esto, mira esto, Essag —dijo en voz alta—. Mira lo que nos han traído del otro lado del mar.
—Es extraño, Ikemei —dijo educadamente Essag—. Pero trae a la mente otras especies de ustuzou.
—Es cierto, sólo que este no está cubierto de pelo. ¿Por qué lleva esa tela rodeándole? Quítasela.
Esaag avanzó unos pasos, y Kerrick habló de la manera más autoritaria que pudo.
—No me toques. Te lo prohíbo.
Essag retrocedió sobresaltada, mientras Ikemei lanzaba un grito de felicidad.
—Habla…, un ustuzou que habla. No, imposible, se me habría comunicado. Ha sido entrenado para memorizar frases, eso es todo. ¿Cuál es tu nombre?
—Kerrick.
—Te lo dije. Bien entrenado.
Kerrick estaba empezando a irritarse ante la franca equivocación de Ikemei.
—Eso no es cierto —dijo—. Puedo hablar tan bien como tú, mucho mejor que la fargi que me trajo hasta aquí.
—Es difícil de creer —dijo Ikemei—. Pero supondré por un momento que lo que dices es original y no una frase aprendida. Si es original…, entonces podrás responder preguntas.
—Puedo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Fui traído por Vaintè, eistaa de Alpèasak. Hemos cruzado el océano en un uruketo.
—Eso es cierto. Pero también puede ser una frase aprendida. —Ikemei pensó intensamente antes de volver a hablar—. Pero hay un límite a las frases que puedes aprender. ¿Qué puedo preguntarte cuya respuesta tus entrenadoras no hayan pensado en enseñarte? Sí. Dime, antes de que se abriera la puerta para admitirte aquí… ¿que ocurrió?
—Fuimos lavados con un agua que tenía un sabor muy amargo. Ikemei dio una patada apreciativa contra el suelo.
—Maravilloso. Eres un animal que puede hablar. ¿Cómo lo has conseguido?
—Fui enseñado por Enge.
—Sí. Si hay alguien capaz de realizar esa tarea, es ella. Pero ahora vamos a dejar de hablar y harás lo que yo te diga. Ven a este banco de trabajo. Kerrick pudo ver lo que hicieron, pero no tuvo la menor idea de para qué. Essag utilizó una almohadilla para humedecer la huella de su pulgar, luego Ikemei lo pinchó bruscamente con un objeto punzante. Kerrick se sorprendió de no sentir nada, ni siquiera cuando Ikemei apretó y extrajo grandes gotas de sangre de su pulgar. Essag las recogió en pequeños contenedores, que se sellaron por sí mismos cuando apretó su parte superior. Luego su brazo fue colocado plano sobre una superficie y frotado con otra almohadilla que primero le hizo sentir frío en él, luego entumecimiento.
—Mira aquí —dijo Ikemei, señalando hacía arriba en la pared. Kerrick alzó la vista y no vio nada. Cuando volvió a bajarla vio que mientras había estado distraído ella había utilizado una cuerda-cuchillo para rebanar una pequeña capa de su piel. No hubo ninguna sensación de dolor. Las pequeñas gotas de sangre que empezaron a aflorar fueron cubiertas por el vendaje adhesivo de un nefmakel.
Kerrick no pudo contener por más tiempo su curiosidad.
—Has tomado un poco de mi piel y de mi sangre. ¿Por qué?
—Un ustuzou con curiosidad —dijo Ikemei, haciéndole signo de que se tendiera de espaldas sobre un banco bajo. Las maravillas de este mundo no tienen fin. Estoy examinando tu cuerpo, eso es lo que estoy haciendo. Esas hojas coloreadas de aquí efectuarán un examen cromatográfico, mientras esas columnas precipitadoras, esos tubos transparentes, descubrirán otros secretos de tu química. ¿Satisfecho?
Kerrick guardó silencio, sin comprender nada. Ikemei colocó una informe criatura gris sobre su pecho, la aguijoneó con un dedo hasta que cobró vida.
—Y ahora esta cosa está generando ultrasonidos para mirar al interior de tu cuerpo. Cuando haya terminado lo sabremos todo sobre ti. Levántate. Ya está. Una fargi te mostrará el camino de regreso.
Ikemei no dejó de mirar, maravillada, hasta que la puerta se cerró tras Kerrick e Inlènu*‹.
—Un animal que habla. Por primera vez me siento ansiosa por ir a Alpèasak. He oído que las formas de vida ustuzou son allí variadas e interesantes. Siento gran interés por verlas por mí misma. Ordenes.
—Escucho, Ikemei —dijo Essag.
—Haz una serie completa de pruebas de suero, todas las pruebas metabólicas, dame una imagen completa de la biología de esta criatura. Luego empezaremos el auténtico trabajo.
Ikemei se volvió hacía el banco de trabajo y, como si de pronto pensara en ello, dijo:
—Tenemos que descubrir todo lo que podamos acerca de sus procesos metabólicos. Se nos ha ordenado que encontremos parásitos, predadores, cualquier cosa que pueda causar daños específicos a esta especie. —Se estremeció con disgusto mientras decía aquello, y su ayudanta compartió su sentimiento. Ikemei le hizo un signo de que guardara silencio antes de que pudiera hablar.
—Conozco tus pensamientos y los comparto. Nosotras construimos vida, no la destruimos. Pero esos ustuzou en particular se han convertido en una amenaza y un peligro. Deben ser alejados. Eso es, alejados. Se marcharán y dejarán de molestar a la nueva ciudad cuando vean que se hallan en peligro. No tenemos que matarlos, simplemente debemos mantenerlos alejados.