Vaintè permaneció a solas en su estancia llorando la muerte de la leal Alakensi. Eso fue lo que dijo Kerrick a las yilanè que aguardaban ansiosamente cuando salió. No quería ver a nadie. Todas expresaron su pesar mientras se marchaban. Era un mentiroso excelente. Vaintè se maravilló de su talento cuando miró fuera y escuchó a través de la pequeña abertura entre las hojas, y supo que aquella era realmente el arma que siempre había deseado. Ahora debía permanecer fuera de la vista de las otras porque la victoria y la alegría estaban en cada músculo de su cuerpo cuando se movía. Pero nadie la vio moverse porque no apareció en público hasta mucho después de que el uruketo se hubiera marchado. Por entonces ya no se lamentó de la muerte de Alakensi, porque aquel no era el estilo yilanè. Alakensi había sido, ya no era. Su cadáver ya no era ella de modo que había sido entregada a las más bajas fargi cuya ocupación era aquella. Vaintè se sentía triunfante. Las vidas de aquellas que aún vivían proseguiría… harían más que proseguir, florecerían, como iban a descubrir muy pronto.
Vaintè emitió las órdenes, y aquellas que dirigían la ciudad acudieron a asistirla. Kerrick permaneció a un lado y observó, porque tenía la sensación de que había algo importante en el aire, podía detectarlo viendo tan solo la actitud del cuerpo de Vaintè. Dio la bienvenida a cada una por su nombre cuando llegaron, cosa que nunca antes había hecho.
—Vanalpè, tú que has hecho crecer esta ciudad de una semilla, estás aquí. Stallan, que nos defiendes de los peligros de este mundo, estás aquí. Zhekak, cuya ciencia nos sirve a todos, Akasest, que nos proporcionas la comida, estáis aquí.
Las fue nombrando a todas de este modo, hasta que estuvieron todas reunidas, el pequeño e importante grupo que eran las líderes de Alpèasak. Escucharon en inmóvil silencio cuando Vaintè se dirigió a todas ellas.
—Algunas de vosotras habéis estado en esta ciudad desde el primer desembarco el primer día, antes de que la ciudad existiera, mientras que algunas otras llegaron más tarde, como yo. Pero ahora todas trabajáis intensamente para traer el honor y el desarrollo a Alpèasak. Sabéis de la vergüenza que encontré el mismo día que llegué a esta ciudad, los asesinatos de los machos y las crías. Hemos purgado ese crimen, los ustuzou que lo cometieron están muertos, y eso no volverá a ocurrir nunca. Nuestras playas del nacimiento son seguras, están guardadas, son cálidas…, y están vacías.
Mientras pronunciaba clara y distintamente sus palabras, una oleada de movimiento recorrió a las oyentes, como si algún viento invisible hubiera pasado sobre ellas. Sólo Kerrick permaneció inmóvil, tan atentamente silencioso como ellas, aguardando las siguientes palabras de Vaintè.
—Sí, tenéis razón. Ha llegado el momento. Las doradas arenas deben llenarse con gordos y torpes machos. Ahora es el momento. Debemos empezar.
Nunca había visto Kerrick tanta excitación en todos sus días en Alpèasak. Hubo muchas voces y muchas risas mientras caminaban, más rápido de lo que solían hacerlo, y las siguió muy desconcertado mientras cruzaban la ciudad hacía la entrada del hanale, el área sellada donde vivían los machos. La guardiana, Ikemend, se apartó a un lado ante su llegada, con expresivos movimientos de gran bienvenida mientras cruzaban la entrada. Kerrick siguió tras ellas, pero fue detenido bruscamente por el collar de hierro en torno a su cuello. Inlènu*‹ permaneció de pie, tan silenciosa e inmóvil como una roca, cuando tiró de la traílla que los unía. A su espalda hubo un ruido sordo cuando la puerta fue cerrada y asegurada por dentro.
—¿Qué es esto, qué está sucediendo? Habla, te lo ordeno —dijo, terriblemente irritado.
Inlènu*‹ volvió unos redondos y vacíos ojos hacía él.
—No nosotras —dijo, luego lo repitió—. No nosotras —no consiguió obligarle a decir nada más. Pensó en aquel extraño suceso durante algún tiempo, pero al cabo de poco olvidó el incidente, lo apartó a un lado como simplemente otro hecho inexplicable en aquella ciudad de muchos secretos.
Poco a poco su exploración de Alpèasak prosiguió, porque sentía curiosidad hacía todo. Puesto que todo el mundo sabía que se sentaba cerca de la eistaa todo el tiempo no había nadie que le cortara el camino. No intentaba abandonar la ciudad, las guardianas e Inlènu*‹ se lo hubieran impedido, pero iba libremente por todas partes. Aquello le resultaba de lo más natural, pues los niños en el sammad hacían lo mismo. Pero ahora recordaba cada vez menos y menos su anterior existencia, realmente, no había nada allí que le recordara su antigua vida. No había tardado mucho tiempo en adaptarse a la paz oceánica de la existencia yilanè.
Cada día empezaba de la misma manera. La ciudad nacía a la vida con la primera luz. Como todo el mundo, Kerrick se lavaba, pero al contrario de todo el mundo tenía sed por la mañana…, y también hambre. Los yilanè comían solamente una vez al día, a veces incluso se saltaban algún día, y bebían hasta saciarse al mismo tiempo. El no. Él siempre bebía abundantemente de la fruta de agua, quizá un recuerdo inconsciente de sus breves días como cazador. Luego comía algo de fruta que había reservado la tarde antes. Si había otros asuntos de importancia ordenaba a una fargi que se encargara de aquello ir a buscar la fruta por él pero intentaba hacerlo él mismo siempre que le resultaba posible. Las fargi, no importaba lo cuidadosamente que les diera sus instrucciones, siempre regresaban con frutas dañadas o podridas. Para ellas todas eran lo mismo, forraje para los animales… criaturas que comían todo lo que se les daba sin importarles su condición. De hecho, si había algunas fargi presentes mientras comía, las veía reunirse a su alrededor, observándole con estúpida intensidad, hablando entre ellas e intentando comprender lo que estaba haciendo. Las más osadas probaban la fruta…, luego la escupían, cosa que las otras encontraban de lo más divertido. Al principio Kerrick intentaba despedir a las fargi, le irritaba su constante presencia, pero siempre regresaban. Al final sufría pacientemente sus atenciones, apenas era consciente de ellas como las demás yilanè, despidiéndolas solamente cuando tenía que ser discutido algo privado e importante.
Lentamente empezó a ver, a través del aparente desorden de Alpèasak, el orden y el control naturales que lo gobernaban todo. Si hubiera sido de mentalidad introspectiva hubiera podido comparar el movimiento de las yilanè en su ciudad al de las hormigas en sus hormigueros subterráneos. Aparentemente un insensato ir y venir, pero en realidad una división del trabajo con obreras reuniendo comida, niñeras cuidando a los jóvenes, guardianas armadas y con garras impidiendo las invasiones… y en el corazón de todo ello la reina, produciendo el interminable flujo de la vida que garantizaba la existencia del hormiguero. No era una analogía exacta, pero sí la más aproximada en que podía pensarse. Pero él era sólo un muchacho, adaptándose a unas circunstancias extraordinarias, así que como los demás no hacía comparaciones y, sin pensar, hundía el hormiguero bajo su pie y seguía su camino.
Muchas mañanas acompañaba a la fargi a la que había ordenado que le trajera fruta de los huertos que rodeaban la ciudad. Era algo agradable de hacer antes del calor del mediodía, y su cuerpo en pleno crecimiento necesitaba el ejercicio. Podía caminar aprisa, incluso correr, con la pesada traílla de Inlènu*‹ agitándose tras él, deteniéndose muchas veces sólo porque ella se acaloraba demasiado y no podía seguir más. Entonces se sentía muy superior, chorreando sudor, sabiendo que podía seguir y seguir corriendo mientras que incluso una yilanè tan fuerte como Inlènu*‹ no podía.
En torno a la ciudad, los bosques de árboles y los campos verdes se extendían en círculos cada vez más amplios de una diversidad que cambiaba constantemente. Las ayudantas de Vanalpè y sus colaboradoras estaban siempre desarrollando nuevas plantas y árboles. Algunas de las nuevas frutas y verduras eran deliciosas, otras olían mal y sabían peor. Las probaba todas porque sabía que su toxicidad había sido comprobada antes de plantarlas.
La gran variedad de plantas estaba allí para alimentar a la variedad aún mayor de animales. Kerrik no tenía conocimiento del profundamente enraizado conservadurismo yilanè, de sus millones de años de cultura que se basaba únicamente en el cambio a corto plazo que no podía afectar la estabilidad y la continuidad de la existencia. El futuro tenía que ser como el pasado, inmutable e incambiable. Nuevas especies eran añadidas al mundo mediante cuidadosa manipulación genética; ninguna había sido eliminada nunca. Los bosques y junglas de Gendasi contenían excitantes nuevas plantas y animales que eran una constante fuente de fascinación para Vanalpè y sus ayudantas. Kerrick estaba familiarizado con la mayor parte de ellas, de modo que no le ofrecían ningún interés. Lo que sí le fascinaban eran las enormes y torpes bestias de sangre fría que él acostumbraba a llamar murgu; una palabra marbak que ahora había olvidado junto a todas las demás.
Del mismo modo que Alpèasak crecía de Inegban‹ igual la vida del viejo mundo florecía aquí en el nuevo. Kerrick podía pasar medio día contemplando al nenitesk con sus tres cuernos, arrancar el follaje con automática hambre. Sus acorazadas pieles y enormes placas acorazadas delante de sus cráneos se habían desarrollado para mantener a raya a unos predadores extintos ahora hacía millones de años, aunque quizá también ellos fueran conservados en pequeño número en alguna de las ciudades más antiguas en Entoban‹. Las memorias raciales de su amenaza aún estaban impresas en los cerebros de los gigantescos animales, y a veces embestían y arrancaban grandes terrones de suelo con sus cuernos cuando algo hacía que percibieran algún posible peligro. Pero esta era la excepción; normalmente arrancaban plácidamente grandes bocados de maleza, consumiendo diariamente grandes cantidades de ella. Si avanzaba lentamente Kerrick descubría que podía llegar muy cerca de las inmensas criaturas, porque no veían ninguna amenaza posible en su diminuta forma. Sus pellejos estaban enormemente arrugados, mientras pequeños y multicolores lagartos corrían por sus lomos, arrastrándose entre los pliegues de su piel para devorar los parásitos que anidaban allí. Un día, pese a los preocupados tirones de la traílla de Inlènu*‹, se aventuró lo bastante cerca como para tender la mano y tocar la fría y rasposa piel de uno de ellos. El efecto fue inesperado, porque tuvo una instantánea visión de otro gran animal gris, Karu el mastodonte, con la trompa alzada para arrojar tierra sobre su espalda y un brillante ojo mirando fijamente a Kerrick. La visión desapareció tan rápidamente como vino, y el muro gris de la piel del nenitesk estuvo de nuevo ante él. Repentinamente odió al animal, una roca insensata, inmóvil y estúpida. Se volvió de espaldas a él, y se hubiera marchado entonces de no ser por el hecho de que algo pareció inquietarlo. Por alguna razón, confundió al otro nenitesk con un merodeador y al instante se produjo una embestida de los dos gigantescos cuerpos, el choque de armaduras y cuernos. Kerrick contempló el espectáculo con placer, mientras los pequeños árboles eran aplastados y el suelo se veía desgarrado por todos lados antes de que perdieran interés el uno por el otro y se separaran.
Una cosa que a Kerrick no le gustaba era el matadero donde cada día eran sacrificados y descuartizados gran número de animales. Las muertes eran rápidas e indoloras; a la entrada del recinto una guardiana simplemente disparaba contra los animales a medida que eran conducidos hasta allí. Cuando caían eran arrastrados al interior del recinto por otros grandes animales que eran inmensamente fuertes y estúpidos, y al parecer indiferentes al hecho de que sus patas estaban constantemente empapadas en sangre. Porque el espectáculo en el interior del recinto era horriblemente sanguinario, mientras las aún calientes carcasas eran despedazadas y luego arrojadas a grandes tinas llenas de enzimas. Aunque Kerrick estaba ahora acostumbrado ya a la carne medio digerida, parecida a jalea, deseaba realmente olvidar el proceso que la conducía hasta delante de él.
Los laboratorios donde trabajaban Vanalpè, Zhekak y sus ayudantas estaban más allá de su comprensión y, por lo tanto, eran aburridos. Kerrick raras veces iba allí. Prefería mucho más examinar el increíble detalle del creciente modelo de la ciudad…, o hablar con los machos. Los descubrió después de haber sido alejado de las playas del nacimiento. No se permitía que nadie se acercara allí excepto las guardianas y asistentas. Por lo que pudo ver a través de la barrera de espinos que rodeaba las playas, parecían aburridos más allá de toda consideración. Sólo gordos machos haraganeando al sol.
Pero los machos en el hanale eran algo distinto. Por aquel entonces había olvidado la profunda impresión que había recibido cuando descubrió por primera vez que todos los yilanè que había conocido, incluso terribles criaturas como Stallan eran hembras. Ahora aceptaba esto como un hecho de la vida, hacía tiempo que había olvidado los papeles de hombre y mujer entre los tanu. Simplemente se sentía curioso acerca de una parte de la ciudad que nunca había visto. Tras ser alejado muchas veces del hanale, había interrogado a Vaintè al respecto. Ella se había mostrado divertida ante aquello, aunque no le había explicado por qué. Decidió que, como macho, no había ninguna razón por la que no pudiera ser admitido. Pero Inlènu*‹ no podía entrar…, en consecuencia él tenía prohibida también la entrada. Pensó en aquello durante largo tiempo, hasta que encontró la obvia respuesta. Cruzó la puerta…, que fue cerrada a sus espaldas, dejando a Inlènu*‹ en la parte exterior, con su irrompible vínculo aún uniéndoles.
Aquello significaba que no podía abandonar la zona alrededor de la puerta, así que no pudo ver todo el interior del hanale. Pero no importaba. Los machos acudieron a él, inmensamente alegres ante la novedad de su presencia en su cerrada y aburrida existencia.
Superficialmente no había ninguna forma en la que Kerrick pudiera distinguir los machos de las hembras. Era lo suficientemente joven como para no creer que aquello tuviera ninguna importancia, y sólo fue la curiosidad de los propios machos una vez hubo pasado la novedad de su presencia, la qué les hizo revelar su naturaleza.
Aunque la mayor parte de los machos hablaban con él o le hacían preguntas en uno u otro momento, era Alipol quien acudía siempre ansiosamente a recibirle a la puerta cada vez que aparecía. Aunque Ikemend ordenaba todos los asuntos y operaciones del hanale, era Alipol quien gobernaba puertas adentro. Había sido seleccionado en Inegban‹ para aquella posición de responsabilidad y liderazgo. Era mucho más viejo que los demás, todos los cuales habían sido seleccionados simplemente por su juventud y su buena salud. Además, Alipol era un artista, un hecho que Kerrick no descubrió hasta después de mucho tiempo. Esto ocurrió en una visita, cuando Alipol no apareció y Kerrick tuvo que llamar a uno de los otros.
—Alipol está atareado con su arte como siempre —dijo este, y se apresuró a hablar de otra cosa. Kerrick no comprendió la expresión, la mayor parte de los machos eran peores que las fargi en la tosquedad de su lenguaje, pero lo que había dicho el macho tenía que ver con belleza, con hacer cosas, con objetos nuevos. Alipol no apareció aquel día, de modo que en su siguiente visita Kerrick mostró su curiosidad.
—El arte es lo más importante, quizá la cosa más grande que haya aquí —dijo Alipol—. Pero esos estúpidos machos jóvenes no lo saben, y por supuesto las brutales hembras no tienen ni idea de su existencia.
Alipol y los demás machos siempre se referían de este modo a las hembras con una mezcla de miedo y respeto que Kerrick nunca llegó a entender. Ni tampoco le fue explicado nunca, por lo que al cabo de un tiempo dejó de preguntar.
—Por favor, cuéntame —dijo Kerrick con curiosidad e interés, cosa que Alipol aceptó con una cierta suspicacia.
—Una rara actitud —dijo, luego pareció pensárselo mejor—. Quédate aquí y te mostraré lo que hago. —Se alejó, luego regresó. ¿Has visto alguna vez un nenitesk?
Kerrick no comprendió la relevancia de la pregunta, aunque admitió que efectivamente había visto los grandes animales. Alipol se fue y regresó con un objeto ante el que Kerrick expresó una no oculta alegría y placer. El placer de Alipol, en respuesta, fue increíble.
—Tú ves lo que otros no ven —dijo simplemente—. No tienen ojos, no comprenden.
Alipol mantenía las manos juntas delante suyo, los cuatro pulgares vueltos hacía arriba para formar un bol. Descansando en ellas había la delicadamente formada imagen de un nenitesk que resplandecía brillante a la luz del sol, entretejida al parecer con rayos de luz. Los ojos eran de un rojo brillante, mientras que cada línea de cola y cuernos, gran coraza y recias patas parecía atrapada en una resplandeciente radiación. Kerrick se inclinó para observar más de cerca, y vio que la pequeña criatura estaba formada por delgadas hebras de algún brillante material, entretejidas para formar el intrincado objeto. Avanzó un inquisitivo dedo y lo halló duro al tacto.
—¿Qué es? ¿Cómo lo haces? Nunca había visto nada así antes.
—Alambre entretejido, alambre de plata y de oro. Dos metales que nunca se ponen mates. Los ojos son pequeñas gemas que traje conmigo de Inegban‹. Se encuentran en los arroyos y en las orillas arcillosas, y yo tengo la habilidad de saber pulirlas.
Después de eso Alipol le mostró a Kerrick otras cosas que había hecho: todas ellas eran maravillas. Kerrick sabía apreciar el arte y deseó tener una de ellas, pero no se atrevió a expresar su deseo por temor a interferir en la amistad que habían establecido.
A medida que la ciudad crecía y florecía, sólo seguía existiendo un problema importante: los ustuzou. Durante los meses lluviosos, cuando hacía frío en el norte, la ciudad permaneció guardada y rodeada de defensas. Cuando el calor regresó al norte, Stallan encabezó incursiones a la costa. Sólo una vez descubrieron un grupo importante de ustuzou; mataron a todos los que no huyeron. En otras ocasiones fueron atacados y muertos pequeños grupos, y en una ocasión regresaron con un prisionero herido. Kerrick fue con las demás a ver a la sucia criatura cubierta de pelo, Y no experimentó ningún sentimiento de identificación. La criatura no llegó a recobrar nunca el conocimiento, y murió pronto. Aquella fue la única vez que los enfrentamientos entre yilanè y ustuzou interfirieron en el orden de la vida de la ciudad. Todos los demás encuentros tuvieron lugar a bastante distancia, y fueron sólo de la incumbencia de Stallan y de las que iban con ella.
Sin el ritmo de las estaciones, el paso del tiempo apenas era notado en Alpèasak. La ciudad crecía con el reposado ritmo de una criatura viva, animal o planta, adentrándose en el bosque y en la jungla hasta que cubrió una vasta área tierra adentro a partir del río y del mar. Los informes de Inegban‹ tenían la irrealidad del clima no sentido, una tormenta no experimentada. Los últimos inviernos habían sido lo suficientemente suaves como para que algunas esperaran que el tiempo frío hubiera terminado, aunque las científicas que sabían de esas cosas insistían en que la condición era sólo temporal. Hablaban de medidas de temperatura del aire y del agua hechas en la estación estival en Teskhets, y señalaban el número creciente de famélicos ustuzou salvajes que habían sido empujados hacía el sur desde sus hábitats normales en el norte.
En Alpèasak, las noticias de este tipo eran por supuesto de gran interés, pero siempre se trataba de relatos de cosas ocurridas en una tierra distante. Se estaban criando más uruketos, era bueno oír aquello, y un día Inegban‹ acudiría a Alpèasak, y la ciudad quedaría completa. Algún día. Mientras tanto, había mucho que hacer aquí, y el sol era siempre cálido.
Para Kerrick, el mundo era un verano eterno. Sin la llegada del otoño, nunca esperaba las nieves del invierno. Desde su lugar privilegiado cerca de la eistaa, contemplaba crecer la ciudad…, y él crecía con ella. Los recuerdos de la vida que había llevado antes se hacían cada vez más imprecisos, se desvanecían casi por completo excepto en ocasionales sueños confusos. Su mente, si no su cuerpo, era yilanè, y nadie se atrevía a expresar otra cosa en su presencia. Ya no era un ustuzou. Ya no era Ekerik. Cuando Vaintè le llamaba por su nombre, cambiaba la forma en que era pronunciada la palabra, y todas las demás la copiaban. Ya no era Ekerik, lento y estúpido sino Kerikik, cerca del centro.
Era necesario el nuevo nombre porque estaba creciendo, primero alto como una yilanè. Luego aún más alto. Ahora había tanto pelo sobre su cuerpo que el unutakh murió, quizá de sobrealimentación, y le fue proporcionado un nuevo unutakh, más grande y voraz. Pero sin el frío del invierno para terminar el año, el verde de la primavera para iniciar el nuevo, no había ninguna forma de medir el paso del tiempo.
Kerrick no lo sabía, pero tenía quince años cuando Vaintè ordenó que se presentara ante ella.
—Cuando el uruketo se marche por la mañana, iré con él a Inegban‹.
Kerrick mostró un abstracto interés, pero poco más, aunque mintió y dijo que lamentaba verse separado de ella. Inegban‹, para él, sólo era una palabra.
—Se están produciendo importantes cambios. Los nuevos uruketos alcanzan la madurez, y en un verano más, dos a lo sumo, Inegban‹ será abandonada. Están tan preocupadas allí por el temor al futuro y los cambios que traerá que no aprecian los auténticos problemas que tenemos aquí. No se preocupan por los ustuzou que nos amenazan, ni siquiera se dan cuenta de las Hijas de la Muerte que minan nuestras fuerzas. Se me presenta un gran trabajo por delante, y tú tienes que ayudarme. Es por eso por lo que vendrás conmigo a Inegban‹.
Entonces el interés de Kerrick se vio realmente despertado. Un viaje dentro del uruketo, a través del océano, una visita a un nuevo lugar. Se sintió a la vez excitado y asustado, y Vaintè se dio cuenta de ello puesto que estaba demasiado trastornado para mentir.
—Llamarás la atención de todo el mundo, y cuando haya conseguido esa atención las convenceré de lo que hay que hacer. —Le miró curiosamente—. Pero ahora eres demasiado yilanè. Tenemos que recordarles a todas que en una ocasión fuiste ustuzou, y aún sigues siéndolo.
Se dirigió a la abertura donde había colocado, hacía muchos años, el pequeño cuchillo, y lo tomó. Zhekak lo había examinado, había dictaminado que era un burdo artefacto hecho a partir de hierro meteorítico, luego lo había cubierto con una capa antióxido. Vaintè se lo tendió a Etdeerg, su primera ayudanta, y le ordenó que lo colocara en torno al cuello de Kerrick. Etdeerg lo hizo, utilizando un trozo de retorcido hilo de oro, que fijó al brillante hierro de su collar, mientras la fargi escuchaba y observaba desde el umbral.
—Eso parece lo suficientemente extraño para hacer que te miren dos veces —dijo Vaintè, tendiendo una mano para aplanar el puntiagudo extremo del cable. Sus dedos tocaron la piel de él, la primera vez en años, y se sintió sorprendida ante lo cálida que era.
Kerrick contempló el mate cuchillo con una total falta de interés, sin ningún recuerdo de él.
—Los ustuzou se envuelven con pieles, eso ha sido observado muchas veces, y tú tenías una envolviendo parte de tu cuerpo cuando fuiste traído aquí.-Hizo una seña a Etdeerg de que abriera un fardo, y agitó una suave piel de ciervo. La fargi castañeteó los dientes con desagrado, e incluso Kerrick se apartó involuntariamente de ella. —Para ya con eso, ordenó Vaintè—. No se trata de una pieza piojosa. Ha sido esterilizada y limpiada y se hará de nuevo cada día. Etdeerg, quita la falsa bolsa y ponle esto en su lugar.
Luego Vaintè ordenó a las fargi que se fueran y a Inlènu*‹ que bloqueara la puerta, puesto que recordó por qué se había instalado originalmente aquella bolsa.
Etdeerg arrancó la bolsa e intentó encajar en su lugar la piel, pero las costuras estaban en mal lugar. Se inclinó para colocarlas bien, y Vaintè miró a Kerrick con interés. Había cambiado, había crecido, y le miró ahora con una mezcla de atracción y disgusto. Cruzó la estancia y se inclinó hacía él, y Kerrick se estremeció ante su contacto. Vaintè rio con placer.
—Eres un macho, muy parecido a nuestros machos. Sólo que con uno en vez de dos…, ¡pero respondes del mismo modo que ellos!
Kerrick se sintió incómodo ante lo que ella estaba haciendo, intentó apartarse, pero ella lo sujetó firmemente con su otra mano y lo acercó más.
Vaintè se sintió entonces excitada, agresora como todas las hembras yilanè, y él estaba intentando apartarse pero respondiendo al mismo tiempo, como cualquier macho.
Kerrick no tenía la menor idea de lo que le estaba ocurriendo, ni cuál era la extraña sensación que sentía. Pero Vaintè sí era muy consciente de ella. Era la eistaa podía hacer todo lo que le apeteciera. Con experimentados movimientos, lo arrojó al suelo y lo montó, mientras Etdeerg observaba con interés.
Su piel era fría sobre la de Kerrick, pero él estaba caliente, extrañamente caliente, y luego ocurrió. No tuvo ninguna idea de lo que era, sólo que fue la cosa más grande y maravillosa que le hubiera ocurrido nunca en toda su vida.