Enge hantèhei, agatè embokèka lirubushei kakshèsei, hèawahei; hevai‘ihei, kaksheintè, enpelei asahen enge.
Abandonar el amor del padre y entrar en el abrazo del mar es el primer dolor de la vida… La primera alegría son los camaradas que se reúnen contigo allí.
Los enteesenat cruzaban las olas con rítmicos movimientos de sus grandes aletas como remos. Uno de ellos alzó la cabeza del océano, con el agua chorreando de su oscuro pellejo, levantándola más y más sobre su largo cuello, volviéndola y mirando hacía atrás. Sólo cuando vio la gran forma abajo en el agua detrás de ellos volvió a hundirse bajo la superficie.
Había un banco de calamares delante…, los otros enteesenat hicieron cliquetear sus mandíbulas con alborotadora excitación. Agitaron sus recias colas y se lanzaron hendiendo el agua, gigantescos e imparables, con las bocas ampliamente abiertas. Hacia el centro del banco.
Los calamares huyeron en todas direcciones, escupiendo chorros de agua. La mayoría consiguieron escapar detrás de las nubes de tinta negra que expelieron desesperadamente, pero muchos se vieron atrapados por las mandíbulas de bordes planos y engullidos enteros. Aquello prosiguió hasta que el mar estuvo vacío de nuevo y los supervivientes dispersos y distantes. Una vez saciados, los grandes animales dieron la vuelta y aletearon lentamente de regreso por el mismo camino por el que había venido.
Delante de ellos, una forma aún más grande se movía a través del océano, con el agua surgiendo de su lomo y burbujeando en torno a la gran aleta dorsal del uruketo. Cuando se acercaron, los enteesenat se sumergieron y se volvieron para acompasarse a su firme movimiento a través del mar, nadando junto a él, cerca de su largo y acorazado pico. Entonces debió verles, un ojo se movió lentamente, siguiendo su rumbo, con el negror de la pupila enmarcado por su anillo óseo. El reconocimiento penetró lentamente en el turbio cerebro de la criatura, y el pico empezó a abrirse, primero lentamente, luego de par en par.
Uno tras otro, nadaron hasta la boca completamente abierta e introdujeron sus cabezas en la abertura parecida a una cueva. Una vez en posición, regurgitaron los calamares recién capturados. Sólo cuando sus estómagos estuvieron vacíos retrocedieron y giraron con un movimiento lateral de sus aletas. Tras ellos, las mandíbulas se cerraron tan lentamente como se habían abierto, y la enorme masa del uruketo siguió firmemente su camino.
Aunque la mayor parte del enorme cuerpo del animal estaba por debajo de la superficie, la aleta dorsal del uruketo se proyectaba sobre su lomo por encima de las olas. Su aplastada parte superior era seca y correosa, manchada con blancos excrementos allá donde se habían perchado las aves marinas y con cicatrices allá donde había desgarrado la recia piel con sus afilados picos. Una de esas aves estaba descendiendo ahora hacía la parte superior de la aleta, planeando sobre sus grandes alas blancas, los palmeados pies extendidos. De pronto lanzó un chillido, aleteando para apartarse, sorprendida por el largo corte, como una cuchillada, que había aparecido de repente en la parte superior de la aleta. El corte se ensanchó, luego se extendió hasta alcanzar toda la longitud de la aleta, una gran abertura en la carne viva que se hizo más ancha aún y emitió una bocanada de aire viciado.
La abertura se hizo más y más ancha, hasta que hubo espacio suficiente para que emergiera la yilanè. Era la segunda oficiala a cargo de aquella guardia. Inspiró profundamente el fresco aire mientras trepaba a la amplia plataforma ósea situada en el interior y cerca de la parte superior de la aleta, proyectando hacía delante la cabeza y los hombros, mirando atentamente a su alrededor en un cuidadoso círculo. Satisfecha de que todo estaba en orden, volvió abajo, más allá de la tripulanta a cargo del timón, que en aquellos momentos estaba observando hacía delante a través del disco transparente que tenía ante ella. La oficiala miró por encima de su hombro a la resplandeciente aguja de la brújula, la vio apartarse ligeramente del rumbo fijado. La tripulanta tendió una mano hacía un lugar cerca de la brújula y sujetó el nódulo de la terminación nerviosa entre los pulgares de su mano izquierda, apretando fuertemente. Un estremecimiento recorrió todo el navío cuando el semisensible animal respondió. La oficiala asintió y siguió bajando a la larga caverna del interior, expandiendo rápidamente sus pupilas en la semioscuridad.
Manchas fluorescentes eran la única iluminación allá en la cámara de paredes vivas que se extendía a lo largo de casi toda la longitud de la espina dorsal del uruketo. En la parte de atrás, en medio de una oscuridad casi completa, se hallaban los prisioneros, con los tobillos atados juntos. Cajas de provisiones y varias de agua los separaban de la tripulación y pasajeros en la parte delantera. La oficiala se abrió camino hasta la comandanta para rendir su informe. Erefnais alzó la vista del resplandeciente mapa que sujetaba y asintió su aprobación. Satisfecha, enrolló el mapa y lo devolvió a su nicho, luego trepó ella también a la aleta. Arrastraba ligeramente los pies al caminar, una herida de infancia en la espalda, que mostraba aún una larga y fruncida cicatriz. Sólo su gran habilidad le había permitido alcanzar aquel alto rango con el hándicap de una desfiguración como aquella. Cuando emergió a la parte superior de la aleta, ella también respiró profundamente el fresco aire mientras miraba a su alrededor.
Tras ellos, la costa de Maninle se difuminaba hasta perderse de vista. Había otra tierra apenas visible en el horizonte al frente, una cadena de bajas islas que se extendían hacía el norte. Satisfecha, se inclinó y dijo algo, expresándose de la manera más formal. Cuando daba órdenes era más directa, casi brusca. Pero no ahora. Era educada e impersonal la forma usual de dirigirse alguien de rango inferior a alguien de rango superior. Pero ella estaba al mando de aquella nave viviente…, de modo que su interlocutora tenía que ser indudablemente de elevada posición.
—Para vuestra satisfacción, hay cosas dignas de verse, Vaintè.
Tras decir aquello se retiró hacía la parte de atrás, dejando libre el ventajoso punto de observación de la parte delantera. Vaintè subió cuidadosamente por el nervado interior de la aleta y emergió a la plataforma interior, seguida de cerca por otras dos. Se detuvieron respetuosamente a un lado mientras ella avanzaba. Vaintè se sujetó al borde, abriendo y cerrando sus aletas respiratorias mientras olía el intenso aire salino. Erefnais la contempló con admiración, porque era realmente hermosa. Incluso aunque una no supiera que había sido puesta a cargo de la nueva ciudad, su estatus hubiera quedado completamente claro en cada movimiento de su cuerpo. Aunque inconsciente de la mirada admirativa Vaintè se irguió orgullosamente, la cabeza alta y la mandíbula echada hacía delante, sus pupilas cerradas hasta ser sólo dos estrechas líneas verticales al intenso resplandor del sol. Sus fuertes manos se sujetaron firmemente mientras se equilibraba sobre sus separados pies; una lenta ondulación agitó el brillo anaranjado de su hermosa cresta. Se podía leer en la más pequeña actitud de su cuerpo que había nacido para gobernar.
—Háblame de lo que hay al frente —dijo bruscamente Vaintè.
—Una cadena de islas, Altísima. Su nombre es su esencia. Alakas-aksehent, la sucesión de doradas piedras desplomadas. Sus arenas y el agua a su alrededor son cálidas durante todo el año. Las islas se extienden formando una hilera hasta que alcanzan la tierra firme. Es aquí, en la orilla, donde crece la nueva ciudad.
—Alpèasak. Las hermosas playas —dijo Vaintè, hablando para sí misma, de modo que las otras no pudieron ver ni oír sus palabras—. ¿Es este mi destino? —Se volvió para mirar de frente a la comandanta—. ¿Cuándo llegaremos allí?
—Esta tarde, Altísima. Por supuesto antes de anochecer. Hay aquí una corriente cálida en el océano que nos lleva rápidamente en esa dirección. Hay abundancia de calamares, así que los enteesenat y el uruketo se alimentan bien. Demasiado bien a veces. Esos son algunos de los problemas de dirigir un largo viaje. Debemos observarlos cuidadosamente o irán lentamente y nuestra llegada…
—Silencio. Quiero estar a solas con mi efensele.
—Como gustéis —pronunció Erefnais, retrocediendo al mismo tiempo, desapareciendo abajo con el eco mismo de su última palabra.
Vaintè se volvió hacía las silenciosas observadoras, con calidez en cada uno de sus movimientos.
—Ya estamos aquí. La lucha por alcanzar este nuevo mundo Gendasi, llega a su fin. Ahora empezará la lucha aún más grande para edificar la nueva ciudad.
—Ayudaremos, haremos lo que tú desees —dijo Etdee'rg. Fuerte y sólida como una roca, dispuesta con todas sus energías a ayudar—. Danos tus órdenes…, incluso hasta la muerte. —En otra, aquello hubiera podido sonar pretencioso, pero no con Etdee'rg. Había sinceridad en cada firme movimiento de su cuerpo.
—No te pediré eso —dijo Vaintè—. Pero sí te pediré que sirvas a mi lado, como mi primera ayudante en todo.
—Será un honor para mí.
Entonces Vaintè se volvió a Ikemend, que se irguió, lista para las órdenes.
—La tuya es la más responsable de todas las posiciones. Nuestro futuro se halla entre tus pulgares. Tendrás que hacerte cargo del hanale y los machos.
Ikemend afirmó su plena aceptación su voluntad…, y su firmeza en el empeño. Vaintè sintió el calor de su camaradería y apoyo, luego su humor cambió y se volvió ceñuda.
—Os doy las gracias a las dos —dijo—. Ahora dejadme. Recibiré a Enge aquí. A solas.
Vaintè se sujetó firmemente a la correosa carne del uruketo mientras este remontaba una gran ola y luego descendía. La verdosa agua paso por encima de su lomo y se estrelló contra la negra torre de la aleta. La salina espuma voló por todos lados, azotando el rostro de Vaintè. Las transparentes membranas nictitantes se deslizaron sobre sus ojos, luego se retiraron lentamente. No fue consciente del escozor del agua salada, porque sus pensamientos estaban muy lejos allá delante, siguiendo el mismo rumbo que el gran animal que las transportaba cruzando el mar desde Inegban‹. Allá delante estaba Alpèasak, las doradas playas de su futuro…, o las negras rocas que caerían encima de ella. Sería una cosa o la otra, nada intermedio. En su ambición, había trepado muy alto tras abandonar los océanos de su juventud, dejando atrás a muchas en su efenburu, superando y trepando más allá de otros efenburu muchos años mayores que ella. Si una deseaba alcanzar la cima, tenía que trepar la montaña. Y crearse enemigos a lo largo de todo el camino. Pero Vaintè sabía, como muy pocas otras lo sabían, que crearse aliados era igual de importante. Había convertido en un punto clave de su vida el recordar a todas las demás de su efenburu, incluso aquellas de menor importancia, el verlas siempre que le era posible. De igual o mayor importancia, tenía la habilidad de inspirar respeto, incluso admiración, entre aquellas de los efenburu más jóvenes. Eran sus ojos y sus oídos en la ciudad, su fuerza secreta. Sin su ayuda nunca hubiera sido capaz de embarcarse en aquel viaje, su mayor apuesta. Su futuro… o su fracaso. El gobernar Alpèasak, la nueva ciudad, era un gran paso, una misión que superaba con mucho todas sus anteriores. El peligro residía en que podía fracasar, porque esta ciudad, la más distante que jamás se hubiera construido de Entoban‹, tenía ya problemas. Si se producían retrasos en el establecimiento de la nueva ciudad, era ella la que caería, y caería tan bajo que tal vez no podría levantarse de nuevo. Como Deeste, a la que venía a sustituir como eistaa de la nueva ciudad. Deeste había cometido errores, el trabajo estaba yendo demasiado lento bajo su liderazgo. Vaintè iba a reemplazarla…, y a asumir todos los problemas no resueltos. Si fracasaba, ella también seria reemplazada. Era un peligro, pero también un riesgo que valía la pena correr. Porque si al final conseguia el éxito que todas esperaban, entonces su estrella adquiriría una ascendencia meteórica, y nadie podría detenerla.
Alguien subió tras ella y se detuvo a su lado. Una presencia familiar, y sin embargo agridulce. Vaintè sintió la camaradería de una de su propio efenburu, el mayor lazo existente. Sin embargo, estaba atemperada por el incierto futuro que se abría ahí delante. Vaintè tenía que hacer comprender a su efensele lo que podía ocurrirle una vez llegaran a la orilla. Ahora. Porque aquella podía ser la última oportunidad que tuvieran de hablar en privado antes de desembarcar. Hasta entonces habían habido demasiados oídos escuchando y ojos observando ahí abajo para expresar lo que sentía. Pero tenía que hablar ahora, terminar con aquella estupidez de una vez por todas.
—Ahí tenemos nuestro destino. Eso de ahí delante es Gendasi. La comandanta me ha prometido que estaremos en Alpèasak esta tarde.-Vaintè observaba con el rabillo del ojo, pero Enge no dijo nada, simplemente señaló su conformidad con un movimiento de un pulgar. El gesto no fue insultante…, tampoco reveló ninguna emoción. Aquello no iba bien, pero Vaintè no podía permitirse irritarla o impedirle hacer lo que debía hacer. Se volvió en redondo y miró frente a frente a su efensele.
—Abandonar el amor del padre y entrar en el abrazo del mar es el primer dolor de la vida —dijo Vaintè.
—La primera alegría son los camaradas que se reúnen contigo allí —añadió Enge, terminando la frase familiar—. Me humillo, Vaintè, porque me recuerdas cómo te ha herido mi egoísmo…
—No deseo humillación ni disculpas…, ni siquiera explicaciones de tu extraordinario comportamiento. Considero inexplicable que tú y tus seguidoras no estéis decentemente muertas. No discutiré eso. Y no estoy pensando en mí misma. Tú, sólo tú, esa es mi preocupación. No me preocupan esas descarriadas criaturas de abajo. Si son lo bastante inteligentes como para sacrificar su libertad por indecentes filosofías, entonces serán lo suficientemente listas como para ser buenas trabajadoras. La ciudad puede utilizarlas. También puede utilizarte a ti…, pero no como prisionera.
—No pedí ser liberada.
—No tuviste que hacerlo. Yo lo ordené. Me sentía avergonzada de hallarme en presencia de alguien de mi efenburu encadenada como una criminala común.
—Nunca fue mi deseo avergonzaros a ti o a nuestro efenburu. —Edge ya no estaba disculpándose—. Actué de acuerdo con mis creencias. Unas creencias tan intensas que han cambiado completamente mi vida…, como pueden cambiar la tuya, efensele. Pero es agradable oír que sientes vergüenza, porque la vergüenza es parte del conocimiento de sí misma que es la esencia del creer. —Deténte. Siento vergüenza sólo por nuestro efenburu y la forma en que lo has manchado. En mi misma sólo siento ira, nada más. En estos momentos estamos solas, nadie puede oír lo que digo. Estoy perdida si hablas de ello, pero sé que no me causarás ningún daño. Escúchame. Reúnete con las otras. Irás atada con ellas cuando seas llevada a la orilla. Pero no por mucho tiempo. Tan pronto como esta nave zarpe, te apartaré de ellas, y serás libre para trabajar conmigo. Este Alpèasak será mi destino y necesito tu ayuda. Despliégala. Sabes las cosas terribles que están ocurriendo, los vientos fríos que soplan cada vez más fuertes desde el norte. Dos ciudades ya han muerto…, y no hay la menor duda de que Inegban‹ será la siguiente. Gracias a la previsión de los líderes de nuestra ciudad, antes de que esto ocurra una ciudad nueva y más grande habrá crecido en esta distante orilla. Cuando Inegban‹ muera, Alpèasak estará aguardando. He luchado duro por el privilegio de ser la eistaa de la nueva ciudad. Modelaré su crecimiento y la prepararé para el día que llegue nuestra gente. Necesitaré ayuda para hacerlo. Amigas a mi alrededor que trabajen duro y asciendan conmigo. Te pido que te unas a mí, Enge, que me ayudes en esta gran tarea. Tú eres mi efensale. Entramos juntas en el mar, crecimos juntas, salimos juntas como camaradas en el mismo efenburu. Esto es un vínculo difícil de romper. Únete a mí, asciende conmigo, permanece a mi derecha. No puedes negarte. ¿Estás de acuerdo?
Enge mantenía la cabeza inclinada, las muñecas cruzadas para demostrar que estaba ligada por el vínculo; alzó sus manos unidas ante su rostro antes de levantar los ojos.
—No puedo. Estoy ligada a mis compañeras, las Hijas de la Vida, con un vínculo más fuerte aún que el de mi efenburu. Ellas me han seguido hasta donde las he conducido…
—Las has conducido a la selva y al exilio…, y a una muerte segura.
—Espero que no. Sólo he hablado con la verdad. Les he transmitido la verdad revelada por Ugunenapsa, y que le dio la vida eterna. Para ella, para mí, para todas nosotras. Sois tú y las demás yilanè quienes estáis demasiado ciegas para ver. Sólo una cosa puede restableceros la vista a ti y a ellas. La consciencia del conocimiento de la muerte que os dará el conocimiento de la vida.
Vaintè estaba fuera de sí por la furia, incapaz por el momento de hablar, alzando las manos hacía Enge como una niña a fin de que ella pudiera ver el inflamado rojo de sus palmas, empujándolas delante de su rostro en el más insultante de los gestos. Poniéndose más furiosa aún cuando Enge no se conmovió por ello, ignorando su furia y hablándole con ternura.
—No tiene que ser así, Vaintè. Puedes unirte a nosotras, descubrir lo que es más grande que los deseos personales, más grande que la lealtad al efenburu…
—¿Más grande que la lealtad a tu ciudad?
—Quizá…, porque trasciende a todo.
—No hay ninguna palabra para expresar lo que estás diciendo. Es una traición a todo aquello por lo que vivimos, y no puedo sentir más que una gran repulsión. Los yilanè viven como yilanè, desde el huevo del tiempo. Luego, dentro de este orden, como un parásito anidando en la carne viva, apareció vuestra despreciable Farneksei, predicando esas estupideces rebeldes. Se le tributó una gran paciencia, pese a lo cual persistió, y fue advertida, y siguió persistiendo…, hasta que no hubo más solución que expulsarla de la ciudad. Y no murió, la primera de los muertos-en-vida. De no ser por Olpesaag la salvadora, aún seguiría viva y predicando la disensión.
—Su nombre era Ugunenapsa, porque a través de ella fue revelada esta gran verdad. Olpesaag fue la destructora que destruyó su carne, pero no su revelación.
—Vosotras le disteis un nombre, y ese fue Farneksei, inquiridora-más-allá-de-la-prudencia, y murió por ese crimen. Y ahí es donde terminaréis vosotras también, junto con vuestra creencia infantil, sucios pensamientos que pertenecen a las profundidades, entre los corales y las algas marinas.-Inspiró profunda y temblorosamente, luchando por mantenerse controlada. ¿No comprendes lo que te estoy ofreciendo? Una última oportunidad. La vida en vez de la muerte. Únete a mí y subirás muy alto. Si esta creencia ofensiva es importante para ti consérvala, pero no me hables de ella, ni lo hagas con las demás yilanè, manténla bajo tu capa donde nadie pueda verla. Puedes hacerlo.
—No puedo. La verdad está ahí y debe ser expresada en voz alta…
Rugiendo de rabia, Vaintè agarró a Enge por el cuello, retorciendo cruelmente su cresta con los pulgares, empujándola hacía abajo y rascando su rostro contra la dura superficie de la aleta.
—¡Esta es la verdad! —gritó, tirando del rostro de Enge a cada palabra de modo que pudiera entenderlas claramente—. La mierda de ave que restriego contra tu estúpida cara de luna, esa es la realidad y la verdad. Ahí fuera está la verdad de la nueva ciudad al borde de la inexplorada selva, trabajo duro y suciedad y ninguna de las comodidades que conoces. Ese es tu destino, y tu muerte segura, te lo prometo, si no abandonas tu actitud de superioridad, tu débil lloriqueo…
Vaintè giró en redondo cuando oyó el discreto sonido carraspeante, para ver a la comandanta subir para reunirse con ellas, luego intentar bajar de nuevo precipitadamente para ponerse fuera de su vista.
—Sube aquí —gritó Vaintè, arrojando a Enge contra la plataforma—. ¿Qué significa esta interferencia, este espionaje?
—No pretendía…, no fue mi intención, Altísima, ya me voy. —La voz de Erefnais sonó llana, sin sutileza ni afectación, tan grande era su azoramiento.
—¿Qué te ha traído aquí, entonces?
—Las playas. Sólo deseaba mostraros las playas blancas, las playas del nacimiento. Justo al lado del punto de desembarco que podéis ver ahí delante.
Vaintè se alegró de la excusa que la apartaba de aquella desagradable escena que acababa de tener lugar. Desagradable para ella, puesto que había perdido el control. Algo que raras veces le ocurría, porque sabía que eso colocaba armas en manos de las demás. Aquella comandanta, ahora, podía hacer circular rumores, y nada bueno resultaría de ellos. Todo era culpa de Enge, de la ingrata y estúpida Enge. Ahora seguiría su propio destino, y tendría exactamente lo que se merecía. Vaintè sujetó fuertemente el reborde de la aleta mientras su ira se desvanecía, su respiración se calmaba, mientras contemplaba la verde orilla ahora tan al alcance de la mano. Consciente de Enge poniéndose en pie, tan ansiosa como todas las demás por ver la playa.
—Nos acercaremos a la orilla tanto como podamos —estaba diciendo Erefnais.
Nuestro futuro, pensó Vaintè, el primer glorioso apareamiento con los machos, la puesta de los primeros huevos, los primeros nacimientos, el primer efenburu creciendo en el mar. Su ira había desaparecido ya, y casi sonrió ante el pensamiento de los gordos y torpes machos tendidos perezosamente al sol, las crías felizmente seguras en sus bolsas caudales. Los primeros nacimientos, un momento memorable para aquella nueva ciudad.
Bajo la guía de las tripulantas, el uruketo se acercaba cada vez más a la playa, casi junto a las rompientes. La orilla se agitaba, las playas estaban a la vista. Las hermosas playas.
Enge y la comandanta se sintieron enmudecidas ante lo que vieron. Fue Vaintè quien lanzó el agudo grito, un sonido de terrible y torturado dolor.
Un grito que brotó de lo más profundo de su ser ante la visión de los desgarrados y desmembrados cadáveres que sembraban la lisa arena.