Es mo tarril drepastar, er em so man drija.
Si mi hermano es herido, soy yo el que sangrará.
El cielo del atardecer era tan rojo como el fuego detrás de las negras siluetas de los árboles, mientras por encima del océano aparecían las primeras y brillantes estrellas, tharms de los más fuertes guerreros. Pero los cuatro hombres en la playa no miraban a las estrellas; su vista estaba fija en el oscuro muro de la jungla ante ellos, porque temían las bestias invisibles que estaban ocultas allí. Permanecían acurrucados con la espalda apoyada en el costado de madera de su bote, extrayendo alguna fuerza de su solidez. Los había llevado hasta allí y deseaban fervientemente, los llevaría felizmente de vuelta de aquel lugar lleno de múltiples peligros.
Ortnar no podía seguir manteniendo el silencio, y finalmente expresó en voz alta los pensamientos de todos ellos.
—Puede que haya murgu ahí dentro, espiándonos en estos momentos, listos para atacar. No tendríamos que estar aquí. —Se mordió aprensivamente el labio, sintiendo que su imaginación llenaba la oscuridad con invisibles peligros; era un hombre delgado y nervioso muy propenso a la preocupación.
—Herilak nos dijo que aguardáramos aquí —señaló Tellges, y esto decidió la cuestión. No temía lo que no podía ver, y prefería mucho más recibir órdenes que darlas. Aguardaría pacientemente allí hasta que regresara el sammadar.
—Pero lleva todo el día fuera. Puede que esté muerto, devorado por los murgu. —Ortnar se sentía poseído por el terror de sus propios pensamientos— Jamás hubiéramos debido ir tan al sur. Pasamos junto a rebaños de ciervos, hubiéramos podido cazar…
—Cazaremos a nuestro regreso —dijo Serriak, intentando alejar algo del miedo de Ortnar—. Ahora cállate.
—¿Por qué? Porque digo la verdad, por eso. Todos vamos a morir simplemente porque Herilak busca la venganza. No hubiéramos debido venir…
—Cállate —dijo Henver—. Algo se mueve en la playa.
Se agazaparon aún más, las lanzas preparadas, y sólo las bajaron con alivio cuando la silueta de Herilak fue claramente visible recortada contra el cielo mientras ascendía la duna.
—Has estado fuera todo el día —dijo Ortnar cuando el sammadar llegó a su lado, con un claro reproche en su voz. Herilak prefirió no oírlo, de pie ante ellos y apoyado cansadamente en su lanza
—Traedme agua —ordenó, luego escuchad lo que tengo que decir. Bebió sediento, luego dejó caer la calabaza sobre la arena y se dejó caer él también a su lado. Cuando habló de nuevo, su voz era baja y distante. Empezó por lo que ya sabían.
—El sammad de Amahast ya no existe, todos fueron muertos, habéis visto sus huesos en la orilla. Habéis visto el cuchillo de metal celeste de Amahast en torno a mi cuello, y sabéis que lo tomé de entre sus huesos. Lo que hallé en esa playa, entre esos esqueletos, me condujo a creer que la muerte llegó para ellos desde el sur. Os elegí para que vinierais conmigo para descubrir esa muerte. Llevamos muchos días dirigiéndonos al sur, deteniéndonos solamente para cazar carne con la que llenar nuestros estómagos. Hemos llegado al sur, al país de los murgu, y hemos visto a muchos de ellos. Pero ayer descubrimos algo diferente. Descubrimos huellas que no eran huellas de animales. Seguí esas huellas hasta donde conducían. Os diré lo que encontré.
Había algo en la voz de Herilak que los silenció a todos, incluso a Ortnar. La última luz del atardecer bañó el rostro de Herilak con un rojo de sangre, una máscara de sangre que encajaba con la ira que crispó sus labios sobre sus dientes y encajó su mandíbula tan firmemente que ahogó sus palabras.
—He encontrado a los asesinos. Esos senderos fueron hechos por murgu, de una clase que nunca antes había visto. Hay un gran nido de ellos ahí, donde se amontonan como hormigas en un hormiguero. Pero no son hormigas…, ni tanu, aunque se mantengan erguidos sobre sus patas traseras como los tanu. No son ningún tipo de animal que conozcamos, sino que son murgu de una nueva a especie. Se mueven sobre el agua a lomos de animales como botes, y su nido está protegido por un muro de espinos. Y tienen armas.
—¿Qué estás diciendo? —Había terror en la voz de Ortnar, porque Herilak estaba hablando de pesadillas que habían cobrado vida—. ¿Que hay murgu que caminan como tanu? ¿Que tienen lanzas y arcos y matan como tanu? Tenemos que marcharnos ahora mismo, rápido, antes de que nos alcancen y…
—Silencio. —Había una hosca orden en la voz de Herilak—. Eres un cazador, no una mujer. Si exhibes tu miedo, los animales que caces lo sabrán y se reirán de ti y tus flechas fallarán el blanco.
Incluso Ortnar sabía que aquello era cierto, Y se mordió los labios para asegurar su silencio. Si hablas de ciervos, no importa lo lejos que estén, te oirán y huirán. Peor aún, si un cazador tiene miedo todos los animales lo sabrán, y sus puntas de piedra jamás darán en el blanco. Ortnar se dio cuenta que los otros se alejaban un poco de él, y supo que había hablado con precipitación y sin pensar. Buscó refugio en el silencio.
—Esos murgu son como los tanu pero no como los tanu. Estuve observando todo el día desde mi escondite y les vi hacer muchas cosas que no comprendí. Pero vi algo que es un arma, aunque no es una lanza ni un arco. Es como un palo. Un marag apuntó con una de ellas, y hubo como un ruido, y vi a un ciervo caer muerto. —Alzó la voz, desafiándoles a que no le creyeran, pero ninguno dijo nada—. Esto es lo que vi, aunque no puedo explicarlo. La cosa como un palo es un arma, y hay muchos murgu, muchos palos. Ellos fueron quienes mataron el sammad de Amahast.
Fue Tellges quien rompió el largo silencio que siguió. Creía en lo que Herilak había dicho, pero no podía comprenderlo.
—Esos murgu que matan con palos que hacen ruido. ¿Cómo puedes estar seguro de que fueron ellos los que mataron el sammad?
—Puedo estar seguro. —La voz de Herilak era hosca de nuevo con el siniestro augurio de las palabras que pronunció—. Puedo estar seguro porque conocen a los tanu. Puedo estar seguro de ello porque les vi capturar a un muchacho tanu. Saben de nosotros. Nosotros sabemos ahora de ellos.
—¿Qué vamos a hacer, Herilak? —preguntó Serriak.
—Regresaremos al sammad, porque somos sólo cinco de nosotros contra tantos murgu que no pueden ser contados. Pero no regresaremos con las manos vacías. Los tanu deben ser advertidos de este peligro, hay que mostrarles exactamente cuál es.
—¿Y cómo haremos esto? —preguntó Ortnar, y hubo de nuevo un temblor de miedo en su voz.
—Pensaré en algo antes de dormirme, y os lo diré cuando salga el sol. Ahora vamos todos a dormir, porque hay mucho que hacer mañana.
Herilak no había dicho toda la verdad. Había decidido ya lo que había que hacer, pero no deseaba que los demás permanecieran despiertos y preocupados durante toda la noche. Particularmente Ortnar. Era uno de los mejores cazadores…, pero pensaba demasiado en las cosas antes de que ocurrieran. A veces era mejor no pensar sino simplemente actuar.
Al amanecer estaban todos despiertos, y Herilak ordenó que todas sus pertenencias fueran metidas en el bote, listo para hacerse a la mar.
—Cuando regresemos —dijo—, tendremos que abandonar este lugar sin la menor demora. Puede incluso que seamos seguidos —sonrió ante la repentina aprensión en sus rostros—. Es sólo una pequeña posibilidad. Si hacemos nuestro trabajo como cazadores, no habrá ninguna posibilidad en absoluto. Esto es lo que vamos a hacer. Encontraremos un grupo pequeño de murgu que no esté cerca de los otros. Ayer vi grupos así. Estaban haciendo algo. Los encontraremos y entonces, sin ser vistos, los mataremos. A todos ellos, en silencio. Si mi hermano es herido, soy yo el que sangrará. Si mi hermano es muerto, entonces soy yo el que ha de devolver su muerte. Ahora vámonos.
Herilak observó sus hoscos y silenciosos rostros, los pudo ver sopesar sus palabras. Lo que había propuesto era algo nuevo y peligroso. Pero cazarían y matarían murgu, murgu que habían atacado y masacrado a todo el sammad de Amahast. Habían asesinado a mujeres y niños, habían matado los mastodontes, a todo el mundo. Cuando pensaban en aquello su ira crecía dentro de ellos y estaban preparados. Herilak asintió con la cabeza y tomó sus armas, y ellos tomaron también las suyas y le siguieron a la jungla.
Había oscuridad debajo de los árboles, allá donde el denso follaje bloqueaba por completo el sol, pero el sendero estaba bien hollado y era fácil de seguir. Avanzaron en silencio, con los pájaros de brillantes colores lanzando sus gritos por encima de sus cabezas en el dosel del bosque. Se detuvieron más de una vez, las lanzas preparadas, cuando algo pesado e invisible hizo crujir la maleza cerca de ellos.
El rastro que seguían se retorcía por entre arenosos altozanos llenos con imponentes pinos, que lanzaban un intenso aroma bajo la brisa matutina que agitaba sus agujas. Herilak alzó de pronto la mano, y se detuvieron en rígido silencio. Alzó la cabeza y olisqueó el aire, luego la inclinó para escuchar. Todos ellos pudieron oír ahora el sonido, un débil crujir como ramitas ardiendo o las olas sobre una playa pedregosa. Se arrastraron hacía delante, hasta un lugar donde los árboles se abrían sobre herbosas praderas. Praderas llenas de movimiento.
Murgu, una gigantesca horda de ellos, extendiéndose hasta una gran distancia. Sobre cuatro patas, redondos, cada uno dos veces el tamaño de un hombre, con los pequeños ojos girando mientras arrancaban la hierba y las piñas. Uno de ellos retrocedió para alcanzar una rama con su hocico como el pico de un pato, afiladas garras en sus pequeñas patas delanteras, garras más afiladas aún en sus largas patas traseras. Herilak hizo signo de retirada; tendrían que dar un rodeo. Antes de que pudieran moverse, sin embargo, hubo un grito procedente de la jungla, y un enorme marag apareció entre los árboles, saltando sobre una de las bestias que pastaban. Su piel era escamosa y acorazada, sus dientes como dagas que ahora chorreaban sangre. Sus patas delanteras eran pequeñas e inútiles…, pero las garras de sus enormes patas traseras desgarraron la vida de su presa. El resto de la horda chilló y corrió; los cazadores echaron a correr también antes de que el marag se diera cuenta de su presencia.
El sendero les condujo descendiendo desde los árboles hasta un terreno bajo, cubierto de arbustos. El suelo era más blando, el agua rezumaba entre los dedos de sus pies al andar; el sol ardía en sus espaldas cuando estaban a cielo abierto, lejos de la protección del bosque; el húmedo calor era sofocante. Corrían sudorosos, jadeantes y faltos de aire, cuando Herilak señaló un alto.
—Ahí arriba, delante, ¿lo veis? —Habló en voz tan baja que apenas pudieron captar el sentido de sus palabras—. Esa extensión de agua. Ahí es donde los vi. Sigamos adelante en silencio y no nos dejemos ver.
Avanzaron como sombras. Ni una brizna de hierba, ni una hoja se agitaba para señalar que había pasado. Uno a uno se deslizaron hasta el borde del agua, desde donde miraron sin ser vistos desde la oscuridad. Luego sonó el suave jadeo, apenas contenido, de uno de los cazadores; Herilak miró hacía él con el ceño fruncido.
Aunque el sammadar les había contado lo que había visto, y por supuesto le habían creído, la realidad era algo completamente distinto. Lo único que pudieron hacer fue mirar en horrorizado silencio mientras las dos oscuras formas se deslizaban silenciosamente por encima del agua hacía ellos. La primera de ellas llegó muy cerca, paso delante de los ocultos cazadores.
Un bote…, pero no era un bote, porque se movía sin remos. Había sido decorado con un gran cascarón en la parte frontal. No, no era decorado, el cascarón había crecido allí, era parte de la criatura viviente que era el bote en sí. Y en su lomo transportaba a otras criaturas, murgu. Sólo podían ser aquellos de los que les había hablado Herilak. Pero sus palabras no les habían preparado para la horrible realidad. Permanecían de pie como deformados tanu, o se reclinaban sobre sus gruesas colas de una manera muy poco propia de los tanu. Algunos de ellos sostenían extraños objetos, mientras otros sujetaban oscuros palos que debían ser las armas que Herilak había descrito. Los cazadores observaron en helado silencio mientras las criaturas pasaban, a menos de un tiro de flecha de distancia. Una de ellas emitía sonidos chasqueantes y gruñentes. Toda la escena era en sí misma extraña y repelente.
Tan pronto las oscuras formas hubieron pasado, se detuvieron en la otra orilla, y los murgu saltaron al suelo.
—¿Habéis visto? —dijo Herilak—. Es como os dije. Hicieron lo mismo ayer, luego regresaron. Ahora debéis avanzar sin ser vistos y encontrar lugares a lo largo de la orilla donde haya espacio para tensar vuestros arcos. Dejad vuestras flechas en el suelo delante de vosotros. Aguardad en silencio. Cuando regresen, yo daré la orden de preparados. Elegid vuestros blancos. Aguardad. Tended vuestros arcos pero no soltéis las flechas. Aguardad. Cuando yo de la orden…, matadlos a todos. Ninguno tiene que escapar para advertir a los demás. ¿Habéis comprendido?
Contempló uno por uno los hoscos y tensos rostros, y cada cazador asintió con la cabeza. Ocuparon en silencio sus posiciones, luego, en silencio y sin moverse, aguardaron. El sol trepó hasta muy alto, el calor era intenso, los insectos picaban, sus bocas estaban secas por la sed. Pero ninguno se movió. Aguardaron.
Los murgu estaban haciendo cosas extrañas e incomprensibles, mientras emitían al mismo tiempo fuertes sonidos animales. O bien se mantenían inmóviles como piedras, o se retorcían con repulsivos movimientos. Aquello duró un tiempo insoportablemente largo.
Luego todo terminó tan repentinamente como había empezado. Los murgu metieron sus artefactos en los botes vivientes, luego subieron a ellos. Los que llevaban los palos mortíferos, evidentemente actuando como guardias fueron los primeros. Se apartaron de la orilla.
Los pájaros guardaban silencio en el calor del día, el único sonido era el débil agitar del agua en torno al cascarón de proa de las criaturas que se aproximaban. Se acercaron, se acercaron más, hasta que los multicolores detalles de sus pieles escamosas fueron repulsivamente claros. Estaban muy cerca de la orilla, como si se dirigieran directamente hacía los ocultos cazadores; pasaron por su lado…
—Ahora.
El vibrar de las cuerdas, el silbido de las flechas. Un marag gritó roncamente, el único en emitir un sonido, luego fue silenciado cuando una segunda flecha le alcanzó en la garganta.
Las flechas se habían clavado también en la oscura piel de los botes vivientes; se agitaron en el agua, giraron sobre sí mismos, arrojando fuera de ellos los cuerpos de los murgu muertos. Hubo otro fuerte chapoteo cuando Herilak se sumergió en el agua y nadó hacía la masacre. Regresó arrastrando tras él uno de los cuerpos, fue ayudado a salir del agua por ansiosas manos.
Dieron la vuelta al marag, contemplaron los ojos sin vida, lo tantearon incrédulos con los arcos.
—Muy bien hecho —dijo Herilak—. Todos muertos. Ahora vámonos…, y nos llevaremos esto con nosotros —mostró uno de los mortíferos palos—. También nos llevaremos el cadáver.
Jadearon en silencio, sin comprender. La sonrisa con que les respondió Herilak era la sonrisa de la muerte.
—Los demás tienen que ver lo que nosotros hemos visto. Tienen que ser advertidos. Nos llevaremos el cadáver con nosotros en el bote. Remaremos todo el día y toda la noche si es preciso. Nos alejaremos de este lugar y de los murgu. Luego, antes de que este marag apeste demasiado, lo desollaremos.
—Bien —dijo Tellges—. Conservaremos el cráneo. Curtiremos la piel y la llevaremos con nosotros.
—Correcto —dijo Herilak—. Entonces no habrá la menor duda. Cualquier tanu que vea las cosas que habremos traído sabrá lo que hemos visto.