—He pensado en tu estatus durante largo tiempo —dijo Enge—. He llegado a la inevitable conclusión de que eres el más bajo de entre los más bajos.
—Soy el más bajo de entre los más bajos —admitió Kerrick, intentando concentrarse en el habla e ignorar el unutakh que se arrastraba húmedamente sobre su cráneo. Aquel era sólo el tercer día que el animal limpiaba de pelo su cuerpo, y aún seguía sintiéndolo como algo repulsivo. No pensaba más que en lavarse sus babosas huellas apenas hubiera terminado. Pero también empezaba a sentir un creciente respeto hacía el pequeño animal. Cuando había intentado apartarlo la mañana anterior se había adherido a su dedo. Y había consumido la mayor parte de una de sus uñas. Ahora estaba arrastrándose hacía la parte de atrás de su cabeza, de modo que pudo secarse sus ojos sin cejas ni pestañas con el dorso de su mano.
—¿Me estás prestando toda tu atención? —preguntó Enge.
—Toda. Soy el más bajo de entre los más bajos.
—Pero no lo pronuncias de ese modo. Nunca has aprendido a hacerlo correctamente. Ahora debes hacerlo. Dilo así. El más bajo de entre los más bajos.
Kerrick observó su postura inclinada, la cola metida debajo de su cuerpo, e hizo todo lo posible por imitarla.
—Mejor. Tienes que practicar. Porque pronto estarás en compañía de aquellas que están en lo más alto aquí, y no aceptarán insultos de lenguaje.
—¿Cómo sabes que soy el más bajo de entre los más bajos? —dijo Kerrick. Fraseándolo como una pregunta formulada por alguien de baja mentalidad…, cuando en realidad estaba empezando a sentirse a la vez irritado y aburrido por su charla.
—Vaintè es la eistaa y gobierna aquí en Alpèasak. Es la más alta. Debajo de ella e infinitamente por encima de ti y de mí están Stallan y Vanalpè Y otras que ordenan la ciudad. Tienen a sus ayudantas, y por supuesto a las fargi, que se preparan para su servicio. Aunque ahora hables mejor que muchas fargi, tienes que seguir siendo muy inferior que ellas, puesto que ellas son yilanè y tú eres un simple ustuzou, un animal que habla, pero pese a todo un animal.
A Kerrick no le importaba en absoluto la estructura de sus complicadas relaciones de rango y privilegio. Simplemente sentía curiosidad acerca de la palabra que nunca antes había oído.
—¿Qué son las fargi?
—Bueno, son, simplemente…, fargi.
Tan pronto como lo hubo dicho Enge se dio cuenta de lo vacío de su afirmación. Se sentó rígida y sin moverse durante largo rato mientras se debatía buscando una definición. Era difícil expresarse con claridad puesto que, como cualquier hecho aceptado de la vida, una lo daba por sentado y nunca se cuestionaba la existencia del hecho. Es como preguntar: ¿Qué es el sol?
Es el sol. Su propia existencia lo define. Sabía que las físicas podían contarle muchos hechos sobre el sol, muchos más de los que nunca podía llegar a desear saber. Pero si debía entrenar a este ustuzou a aparecer en público tenía que saber todas las cosas comunes que sabían las demás. Incluyendo, al parecer, lo que era una fargi. Para explicárselo tenía que empezar por el principio.
—Cuando los jóvenes abandonan las playas del nacimiento entran en el mar. Viven en el océano durante varios años, creciendo y madurando. Es una época feliz porque los peces son fáciles de capturar y los peligros pocos. Todos aquellos que entran en el océano al mismo tiempo pertenecen al mismo efenburu. Son efensele unos de otros, y eso crea un lazo que dura toda la vida. Finalmente maduran y emergen del océano para vivir en tierra firme. Los machos son separados y conducidos a la ciudad, puesto que son demasiado estúpidos para defenderse por sí mismos. Esta es una época muy difícil porque cada cual debe descubrir su propio camino en la vida. La comida es abundante, pero también hay peligros. La vida está en la ciudad, y las jóvenes acuden allí. Escuchan y aprenden, y aquellas que aprenden a hablar, se convierten en parte de la ciudad en su nivel más inferior. Son las fargi. Tú eres inferior a ellas.
—Puedo entender eso, pero no entiendo lo referente a los machos. ¿Las fargi son todas hembras?
—Por supuesto.
—Pero tú eres macho…
—No seas insultante. Nunca has visto a un macho, puesto que todos ellos se hallan cuidadosamente protegidos en el hanale.
Kerrick se sintió abrumado por aquella información. Hembras…, ¡todos los murgu eran hembras! Incluso el repelente…la repelente Stallan. Por supuesto, nada de lo relativo a los murgu tenía sentido. Todos los tanu podían hablar, incluso los más jóvenes. Esos murgu tenían que ser estúpidos.
—¿Qué ocurre con aquellos que no aprenden a hablar? —preguntó.
—Eso no te concierne. Simplemente recuerda que incluso frente a la más inferior de las fargi, una que sea yileibe, es decir que hable con la más terrible de las dificultades, tú eres aún más inferior.
—Soy el más bajo de entre los más bajos —admitió Kerrick, e intentó no bostezar. Un poco más tarde su lección se vio interrumpida por el abrirse de la puerta. Kerrick compuso sus facciones para ocultar el intenso odio que siempre sentía cuando entraba Stallan. Ahora llevaba un contenedor sellado.
—Es el momento —dijo Stallan—. Vaintè desea la presencia del ustuzou. He traído esto para controlar a la criatura —Kerrick no protestó cuando Enge retiró el unutakh, luego lo frotó de cabeza a pies con agua. Stallan pareció poco complacida con la criatura parecida a una cuerda que mantenía sujetas sus muñecas, y la reemplazó por otra nueva. Luego extrajo del contenedor una cosa larga y oscura que se retorció lentamente cuando la sujetó por un extremo.
—No queremos problemas con este ustuzou —dijo Stallan, haciendo que Kerrick se pusiera en pie y enrollando al animal en torno a su cuello, luego haciendo que cerrara su boca sobre su propio cuerpo, formando un seguro lazo. Sujetó con firmeza el otro extremo—. Dile que te siga —indicó a Enge, negándose aún a aceptar el hecho de que Kerrick era algo más que un animal entrenado. Los dos eran iguales en su odio mutuo.
Pero a Kerrick no le importaba en aquellos momentos; por primera vez desde que había sido capturado iba a ver lo que había más allá de la puerta. Tenía sólo vagos recuerdos de dolor, bosque y árboles cuando había sido traído hasta allí. Ahora estaba alerta y preparado, mientras intentaba con todas sus fuerzas parecer dócil y manejable. Enge abrió la puerta de par en par y él la siguió, las manos atadas ante su cuerpo, Stallan caminando detrás sujetando con firmeza su traílla viviente.
Un túnel débilmente iluminado por una luz verdosa se extendía ante ellos. El suelo era entretejido como su estancia-prisión, pero las paredes eran más insustanciales. Estaban formadas por excrecencias de varios tipos, troncos de árbol finos y más gruesos, tallos de plantas trepadoras, flores, así como muchas extrañas plantas que le eran desconocidas. Hojas que se sobreponían entre sí formaban el techo. Había corredores que desembocaban a aquel, y por los que tuvo rápidos atisbos de figuras moviéndose, luego emergieron a una abertura iluminada por la luz del sol. Tuvo que fruncir los ojos ante el resplandor tras su largo confinamiento. La luz le dolía, pero pese a todo miró a su alrededor con ojos acuosos, fijándose en cada detalle.
¿Era esto Alpèasak?, pensó. Cuando Enge le habló de ella, imaginó un campamento gigante con incontables tiendas extendiéndose hasta tan lejos como el ojo podía ver. Hubiera debido saber que los murgu no sabían nada respecto a lo que era un auténtico campamento. Sin embargo, aquella maraña de corredores y árboles parecía realmente muy grande. Y mirara donde mirara, había murgu. Demasiados de ellos a la vez; era como caer en un pozo lleno de ellos. Su piel se erizó cuando se apiñaron a su alrededor, empujándose entre sí para ver al ustuzou, luego siguiéndoles cuando hubieron pasado. También eran estúpidos muchos de ellos apenas sabían hablar. Debían ser las fargi de las que le había hablado Enge.
El corredor terminó bruscamente en un espacio abierto, mucho mayor que los que habían cruzado hasta entonces. Los ojos de Kerrick empezaban a acostumbrarse ahora a la luz, y pudo ver los grupos de yilanè por todas partes. Stallan lanzó una seca orden, y las fargi se apartaron, dejando paso abierto ante ellos. Cruzaron el apisonado suelo hasta la otra pared, donde aguardaba un pequeño grupo. Dos de ellas (tenía que empezar a pensar en femenino) eran muy importantes, puesto que incluso a aquella distancia la actitud acuclillada de aquellas que estaban a su alrededor era obvia. A medida que se acercaban, Kerrick reconoció a Vaintè, nunca la olvidaría. Al lado de la eistaa había una yilanè muy gruesa, de piel muy tensa, como a punto de estallar. Vaintè les hizo seña de que se detuvieran y se volvió hacía la gorda.
—Aquí lo tienes, Zhekak, uno de los ustuzou que cometieron los crímenes que ya conoces.
—Haz que se acerque —ordenó Zhekak con voz aguda y movimientos ahogados por la grasa—. No parece demasiado peligroso.
—Todavía es joven. Los maduros son gigantescos.
—Interesante. Déjame ver su dentadura.
Mientras Kerrick seguía aún preguntándose acerca del significado de la nueva frase, Stallan sujetó su cabeza y le forzó a abrir las mandíbulas, arrastrándole hacía delante para que Zhekak pudiera ver el interior de su boca. Zhekak se mostró interesada por lo que vio.
—Muy similar a los especímenes conservados que tiene Vanalpè. Hay mucho que estudiar aquí, es muy interesante. Ya veo el día en el que Alpèasak irá por delante de todas las demás ciudades en su conocimiento de los ustuzou y sus costumbres.
Vaintè radiaba complacencia.
—Hay algo más respecto a esta criatura que debes saber. Habla.
Zhekak se echó hacía atrás, expresando sorpresa, maravilla, incredulidad y respeto; su grueso cuerpo se agitó en su esfuerzo por decirlo todo al mismo tiempo.
—Demuéstralo —ordenó Vaintè.
Stallan tiró de Kerrick para que se acercase más, y Enge se situó a un lado, donde él pudiera verla.
—Di tu nombre a aquellas de alto rango que tienes delante de ti —indicó.
—Soy Kerrick, el más bajo de entre los más bajos.
Zhekak fue abiertamente generosa en su apreciación.
—Una maravillosa muestra de entrenamiento. Nunca antes había visto una bestia que pudiera pronunciar su nombre.
—Hay más que eso —dijo Enge con respetuosa aclaración…, no corrección—. Puede hablar casi como si fuese yilanè. Puedes conversar con él, si lo deseas.
El regocijo, la incredulidad y la sorpresa de Zhekak fueron enormes. Cuando hubo terminado, se inclinó hacía delante y habló muy lenta y claramente:
—Encuentro esto difícil de creer. Realmente no puedes hablar.
—Puedo. Puedo hablar muy rápido y muy claramente.
—Has sido entrenado para decir esto.
—No. Aprendí como aprenden las fargi.
—¿En el océano?
—No. No sé nadar. Aprendí a hablar escuchando a Enge.
Zhekak no miró a Enge, y sus palabras estuvieron llenas de desdén.
—Eso está muy bien. Palabras amables dichas por una que causó tantas dificultades en la distante y encantadora Inegban‹. Es lógico que una bestia tosca como esta hable bien de una Hija de la Muerte —se volvió a Vaintè—. Hay que felicitarte por haber conseguido algo de nada, una ciudad de una jungla, alguien que habla de un ustuzou una maestra de una inmortal. Seguro que el futuro de Aipeasak será siempre cálido.
Vaintè despidió a Enge y Kerrick con un gesto mientras hablaba a Zhekak:
—Recordaré siempre estas palabras. Un nuevo mundo significa nuevas cosas, y estamos haciendo todo lo mejor que podemos. Y ahora…, ¿quieres un poco de carne? Tenemos algunas nuevas variedades aquí que nunca antes has probado.
Zhekak hizo chasquear su mandíbula en ruidosa apreciación.
—Eso es lo que me dijeron y eso es lo que pretendo descubrir por mí misma.
Gorda murgu, come y revienta.
Esos fueron los pensamientos de Kerrick, pero ni un asomo de ellos se reflejó en su sumiso porte.
—Devolvedlo a su lugar —dijo Vaintè, volviendo a despedirles. Stallan tiró de la traílla e hizo que Kerrick caminara tras ella. Kerrick tropezó, estuvo a punto de caer, pero no emitió ninguna protesta. Abandonaron el gran espacio abierto y regresaron a los verdes túneles de la ciudad. Enge giró por un túnel distinto, y Kerrick miró cuidadosamente a su alrededor. Cuando observó que había pocas murgu a la vista, y ninguna de ellas cerca, lanzó un grito de dolor.
—Ayudadme. Qué dolor. Esta cosa en mi cuello… Me estoy asfixiando.
Stallan se volvió y lanzó un puñetazo contra el lado de la cabeza de Kerrick por molestarla. Pero sabía que querían conservar el animal vivo. Había que aflojar la traílla. Soltó el extremo libre y tendió una mano hacía la cabeza del animal.
Kerrick se dio la vuelta y echó a correr, sin apenas oír el rugido de rabia que resonó tras él.
Corre, muchacho, corre, tan rápido como te lleven tus piernas, más rápido que todos los murgu. Había dos allá delante, fargi que no comprendían nada.
—¡Apartaos! —ordenó…, ¡y lo hicieron!
Estúpidas, estúpidas criaturas. La traílla golpeaba sobre su hombro, y alzó las manos y la sujetó para que no le molestara. Mientras corría a través de uno de los espacios abiertos miró por encima de su hombro y vio que Stallan estaba muy lejos detrás de él. Estaba en lo cierto, aquellas criaturas no podían correr.
Entonces disminuyó un poco su marcha, corrió más sosegadamente, más libre. Podía correr de aquella manera todo el día. El aire llegaba fuerte a sus pulmones, sus pies golpeaban firmes el entretejido suelo mientras huía para salvar su vida.
No podía ser detenido. Cuando veía grupos de murgu delante tomaba un camino distinto. Las fargi se apartaban a un lado cuando les ordenaba que lo hicieran. Una marag no se movió, en vez de ello intentó sujetarle, pero fintó eludiendo el torpe esfuerzo y siguió corriendo. Cuando se encontró solo al fin en una cámara rodeada de hojas hizo una pausa para recuperar el aliento…, y para trazar un plan.
La ciudad estaba aún a su alrededor. El sol se filtraba a través de las hojas, y lo miró parpadeante. Ultima hora de la tarde, el mar debía estar detrás de él, la tierra firme delante, en dirección al sol poniente. Hacia allí era hacia donde debía ir.
La ciudad se fundía con los campos sin ninguna clara distinción. Ahora avanzaba a un trote corto, corriendo solamente cuando era visto. La primera dificultad a superar era un denso muro vegetal lleno de largos espinos. Su corazón dio un vuelco. Si era descubierto allí estaba atrapado. Corrió velozmente a lo largo de él, buscando alguna abertura, consciente de que dos murgu lo habían visto y estaban gritando tras él. Sí, allí estaban, recias plantas trepadoras que se curvaban hacía uno y otro lado cruzando la abertura. Tenía que haber alguna forma de abrirlas, pero no se molestó en buscarlas. En vez de ello se dejó caer plano al suelo y se arrastró por debajo de la tira más baja. Un rebaño de pequeños ciervos le miró, luego huyó presa del pánico por la alta hierba. Lo siguió, se mantuvo en línea recta cuando giró a un lado en el siguiente muro espinoso. Ahora que sabía cómo buscar la abertura cubierta de plantas trepadoras fue fácil de encontrar. Esta vez, cuando se dejó caer al suelo para deslizarse por debajo, miró hacía atrás y vio que había un grupo de murgu en el otro extremo del campo, empezando apenas a abrir la última puerta por debajo de la que se había deslizado. ¡Nunca podrían atraparle ya!
Luego llegó al último campo. Tenía que ser el último porque el alto muro verde de la jungla estaba justo al otro lado. Había pasado ya algunos trozos aislados de jungla, pero esos habían sido rodeados de muros de espinos y campos. Más allá, la jungla era interminable, oscura y aterradora. Pero fueran cuales fuesen los peligros que contuviera, no eran nada comparados con los de la ciudad que estaba dejando atrás. Se deslizó bajo las lianas al interior del campo y se puso en pie…, y vio los grandes animales que le observaban desde el otro lado.
El miedo se apoderó tan salvajemente de él que fue incapaz de moverse. Eran enormes, más grandes que los mamuts, murgu salidos de sus peores pesadillas. Grises, de piel arrugada, con patas como troncos de árboles grandes escudos óseos alzándose más y más arriba, cuernos en sus hocicos apuntando directamente hacía él. El corazón de Kerrick latía tan estruendosamente en su pecho que pensó que le iba a estallar.
Sólo entonces se dio cuenta de que no se movían hacía él. Los pequeños ojos en sus arrugadas órbitas miraban pero no parecían ver. Las imponentes cabezas descendieron, y las afiladas mandíbulas desgarraron la hierba. Lentamente, paso a paso, caminó rodeándolos hacía el parcialmente crecido muro de espinos que aún presentaba enormes aberturas que se abrían a la oscuridad del bosque.
¡Libre! ¡Había escapado! Apartó algunas colgantes lianas y dio un paso sobre la fresca tierra del suelo de la jungla. Apartó a un lado las pegajosas lianas, una y otra vez.
Entonces se dio cuenta de que se habían adherido a sus brazos, de que estaban cerrándose lentamente a su alrededor.
No eran lianas, sino trampas vivientes. Tiró de ellas en un intento de romperlas, probó de morderlas, sin conseguir nada. Había estado cerca, tan cerca. Mientras se volvía en su frío abrazo, vio a los murgu que avanzaban hacía el a través del campo. Tan cerca.
Se volvió de nuevo hacía el bosque, colgando fláccido, ya sin luchar, apenas capaz de reaccionar cuando las manos con dos pulgares le aferraron cruelmente. Miró hacía los árboles y la libertad. Y hacía el atisbo del movimiento de algún animal allí.
Las hojas encima de él se apartaron por un instante, y vio un rostro barbudo. Desapareció tan rápidamente como había aparecido. Luego fue arrastrado hacía atrás de vuelta al cautiverio.