Aunque el cielo sobre sus cabezas tenía un color azul claro, una fina nieve soplaba fuertemente a través del paso de la montaña. El penetrante viento del norte que cruzaba las montañas la alzaba de las laderas de abajo y la enviaba torbellineando a través del paso en grandes y frías oleadas.
Herilak luchó contra su furia, casi valiéndose de ella mientras daba los últimos y tambaleantes pasos a través de los densos torbellinos. Parte de su raqueta izquierda para la nieve se había roto, y eso frenaba su marcha. Sin embargo, si se detenía para repararla, podía quedarse muerto antes de terminar. Así que siguió tambaleándose hacía delante, un hombre robusto al que las capas de pieles que envolvían su cuerpo hacían aún más robusto. Ahora podía sentir el cambio en la ladera mientras entraba en el paso, lo cruzaba, tropezando y cayendo una y otra vez, pero alzándose de nuevo cada vez para sacudirse la nieve y seguir su tambaleante andadura. Cuando paso junto a las escarpadas rocas, con los grandes bloques de piedra alzándose por encima de los torbellinos y libres de nieve por el viento, notó que la fuerza de este disminuía. Lo había cruzado. Unos pocos pasos más y estuvo completamente fuera del viento, escudado por las rocas. Se dejó caer con un suspiro, la espalda apoyada contra la áspera piedra, porque la ascensión se había llevado la mayor parte de sus fuerzas.
Sus guantes exteriores estaban cubiertos de hielo y nieve, y tuvo que golpearlos fuertemente uno contra otro antes de que volvieran a estar lo suficientemente blandos como para quitárselos. Se limpió con los cálidos guantes interiores la escarchada nieve de sus cejas y pestañas y parpadeó hacía el valle que se abría debajo de él.
Era un lugar resguardado donde aún invernaban algunos grandesciervos, podía ver las oscuras manchas de sus rebaños al otro lado, valle arriba. Debajo de él había un grupo de árboles altos que ofrecía protección a la pradera junto al torrente. Un torrente que nunca se helaba, puesto que su fuente brotaba de debajo del suelo. Era un lugar espléndido para acampar e invernar, y era conocido como el levrelag Amahast, el lugar de acampada del sammad de Amahast. Amahast estaba casado con la hermana de Herilak.
Pero el valle allá abajo estaba desierto.
Herilak había oído aquello de un cazador de su propio sammad, que se había encontrado con un cazador del sammad Ulfadan que juraba que había estado allí, y que sólo decía la verdad. Herilak sabía que tenía que verlo por si mismo. Había tomado su lanza y su arco y sus flechas, se había frotado el cuerpo abundantemente con grasa de ganso, luego se había puesto las suaves pieles de castor con el pelo contra su cuerpo, luego el traje de recia piel de granciervo encima. Con las raquetas para la nieve atadas a las pesadas botas de piel, estaba preparado para el invierno. Viajó ligero porque tenía que viajar rápido, y el saco que colgaba de su hombro contenía poco más que una provisión de carne seca y algunas nueces y bayas trituradas del ekkotaz.
Ahora había encontrado lo que buscaba, y se sintió decepcionado. Chupó un puñado de nieve mientras se inclinaba para reparar su raqueta. De tanto en tanto alzaba la vista de su trabajo hacía el vacío valle de abajo, como para recordarse a si mismo la desagradable verdad. Seguía vacío.
Era mediodía antes de que hubiera terminado. Masticó un poco de carne seca mientras meditaba qué hacer a continuación. No tenía elección. Se puso en pie cuando hubo terminado de comer, un hombre alto y corpulento, el más alto del sammad, frotando la grasa de su barba que fluye y mirando abajo del valle en la dirección él debe ir. Al sur. Él comenzó esa manera, a lo largo de la cuesta, y una vez que él comenzara a caminar él nunca miraba detrás, al lugar que acampaba, vacío. Caminó durante todo el día, y sólo se detuvo cuando las primeras estrellas empezaron a brillar en la oscuridad. Se envolvió apretadamente en sus pieles y alzó la vista hacía el cielo nocturno antes de cerrar los ojos para dormir. Pero entonces pensó en algo y los abrió de nuevo, y buscó entre los esquemas familiares. El Mastodonte cargando contra el Cazador que sujetaba su lanza lista para lanzarla. La curvada hila de estrellas en el cinturón del Cazador. ¿Había allí una nueva, cerca de la estrella central? No tan brillante como las otras, pero tan clara como ellas en la fría transparencia del cielo invernal. No podía estar seguro. Tenía que ser el tharm de un fuerte guerrero para situarse en aquel lugar de honor, añadiendo fuerza al Cazador. No estaba seguro de si había estado allí antes. Mientras pensaba en ello, cerró de nuevo los ojos y se durmió.
Por la mañana del tercer día, tres días de marcha desde la primera luz del amanecer hasta los últimos restos de la tarde, Herilak atravesó los árboles junto a un río de fuerte curso, una corriente tan rápida que todavía mantenía un canal abierto en su centro. Se inmovilizó, como hace siempre un cazador, al sorprender un pequeño rebaño de ciervos, que se alejaron saltando rápidamente entre los árboles, alzando surtidores de nieve en torno a sus patas. Uno al menos hubiera sido una presa fácil… pero ahora no estaba cazando. No ciervos. Al pasar junto a unos arbustos se detuvo de pronto, luego se inclinó para mirar al suelo. A la trampa para conejos hecha con tripas colocada entre dos arbustos. Después de eso cantó mientras seguía avanzando, y dejó que su lanza golpeara ruidosamente contra las ramas bajas. Aquello era algo nuevo que había empezado con los inviernos helados. En ninguna de las historias que contaban los viejos había ninguna mención de la necesidad. Pero ahora la necesidad existía. Los tanu se habían matado entre sí. El mundo ya no era el lugar libre que había sido antes, donde los cazadores no temían a los cazadores.
Al cabo de poco tiempo pudo sentir bajo sus pies un sendero que había sido hollado en la nieve. Cuando llegó al siguiente claro del bosque se detuvo, hundió su lanza en un montículo de nieve como un estandarte, y se acuclilló sobre sus talones a su lado. No tuvo que aguardar mucho rato.
Silencioso como una voluta de humo, apareció un cazador por el otro lado del claro. Tenía la lanza preparada, pero la bajó cuando vio la acuclillada figura de Herilak. Herilak se puso lentamente en pie mientras el otro cazador clavaba también su lanza en la nieve y avanzaba. Se encontraron en el centro del claro.
—Estoy aquí en tus terrenos de caza pero no cazo —dijo Herilak—. Aquí es donde caza el sammad de Ulfadan. Tú eres el sammadar.
Ulfadan asintió. Como su nombre, su barba rubia era larga, le llegaba casi hasta la cintura.
—Tú eres Herilak —dijo—. Mi sobrina está casada con Alkos de tu sammad —meditó sobre el lazo familiar luego señaló hacía atrás por encima de su hombro con una mano—. Tomemos nuestras lanzas y vayamos a mi tienda. Se está más caliente que en la nieve.
Caminaron lado a lado en silencio, porque un cazador nunca charlotea como un pájaro cuando va de camino. El río avanzaba rápido a su lado mientras seguían el sendero a lo largo de su helada orilla. Llegaron al lugar donde el río giraba en una amplia curva, y en la curva estaba el campamento de invierno del sammad, doce grandes y recias tiendas. En el prado más allá de las tiendas, los mastodontes cavaban en la nieve con sus colmillos, mientras sus alientos se alzaban en nubes de vapor, para alcanzar la seca hierba oculta debajo. De cada tienda se alzaba también una tenue columna de humo hacía el cielo sin nubes. Se oían los gritos de los niños que corrían entre las tiendas jugando a algo. Era una escena pacífica muy familiar a Herilak, aquel hubiera podido ser su propio sammad. Ulfadan apartó a un lado el faldón de piel y entró en la oscuridad de su tienda.
Se sentaron en silencio mientras la vieja que había allí echaba nieve derretida del cubo de corteza al lado del fuego a jarras de madera, añadiendo hierbas secas para darle algo de sabor a la bebida. Los dos cazadores calentaron sus manos en las jarras y dieron unos sorbos al brebaje mientras las mujeres charlaban entre sí al tiempo que se envolvían en gruesas pieles y salían discretamente de la tienda, una tras otra.
—Comerás —dijo Ulfadan cuando estuvieron solos.
—La hospitalidad de Ulfadan es conocida en las tiendas de los tanu desde el mar hasta las montañas.
Las formales palabras no tenían demasiada relación con la generosidad de las porciones de comida, unas pocas tiras de pescado seco que olían muy fuertemente a rancio. El invierno era largo y la primavera estaba aún muy lejos. Habría hambre en las tiendas antes de que llegara.
Herilak apuró las últimas gotas de líquido con ruidosa apreciación, e incluso consiguió emitir un ligero eructo para demostrar lo buena que había sido la comida. Sabía que ahora debería hablar de la caza, del clima, de los rebaños migratorios, y sólo mucho más tarde abordar el tema de su visita. Pero esta lenta costumbre de perder el tiempo estaba cambiando también.
—La madre de la esposa de mi primer hijo es la esposa de Amahast —dijo Herilak. Ulfadan asintió, porque aquel hecho le era conocido. Todos los sammads de aquellos valles montañosos estaban unidos por el matrimonio, de una u otra forma—. He estado en el lugar de acampada de Amahast, y el lugar está vacío.-Ulfadan asintió también a aquello.
—La última primavera fueron al sur, y su sendero les llevó siempre hacía abajo por este valle. Se vio que la mitad de sus mastodontes habían muerto. Fue un mal invierno.
—Es sabido que ahora los inviernos siempre son malos.
Ulfadan gruñó en hosco asentimiento.
—No regresaron después de eso.
Herilak dio vueltas al pensamiento en su cabeza, trazando mentalmente el camino a través de los valles hacia las tierras llanas, luego al este, hacía el mar.
—Entonces, ¿fueron al mar?
—Cada año, ahora, acampan en el río junto al mar.
—Pero este año no regresaron.
No hubo más respuesta a eso que un silencioso asentimiento. Había ocurrido algo que no sabían. Quizás el sammad había hallado un nuevo campamento de invierno; más de un sammad había sido destruido por el frío y sus campamentos estaban vacíos. Cabía esa posibilidad. Cabía una posibilidad aún mayor de que les hubiera ocurrido algo peor de lo que no tenían ninguna noticia.
—Los días son cortos —dijo Herilak, poniéndose en pie—, y el camino largo.
Ulfadan se puso también en pie y sujetó los recios brazos del cazador con sus manos, en un gesto apreciativo.
—Es un largo y solitario camino hasta el mar en invierno. Que Ermanpadar guíe tus pasos durante todo él.
No había nada más que decir. Herilak apretó de nuevo sus pieles en torno a su cuerpo y apuntó una vez más su lanza hacía el sur. Hasta que no hubo alcanzado las llanuras no pudo ir más rápido, porque allí la nieve estaba helada y dura. El invierno era ahora su único enemigo, porque las heladas tierras estaban vacías de vida. Sólo una vez en sus muchos días de marcha vio un granciervo, y era un pobre y enflaquecido animal perseguido por una pequeña manada de hambrientos dienteslargos. Los vio avanzar a través de la llanura en su dirección. Había allí una pequeña elevación con un bosquecillo de árboles sin hojas, y Herilak se detuvo junto a ellos para observar.
El agotado granciervo estaba perdiendo el resto de sus escasas fuerzas, sus flancos estaban desgarrados y goteaban sangre. Se detuvo tambaleante cuando alcanzó la ladera, demasiado falto de aliento para seguir corriendo y se volvió para enfrentarse a su destino. Los hambrientos dienteslargos llegaron desde todos lados, ignorando el peligro ante el olor de la cálida sangre. Uno de ellos fue ensartado por los afilados y puntiagudos cuernos y arrojado a un lado. Pero aquella era la oportunidad que necesitaba el jefe de la manada para saltar y derribar al granciervo, desgarrando los tendones de sus patas traseras. El animal cayó berreando, y aquello fue su final. El jefe de la manada, un gran animal negro con un denso mechón de pelo en torno a su cuello y pecho, se apartó como para dejar que los demás comieran primero. Había suficiente para todos.
Al apartarse a un lado fue consciente por primera vez de unos ojos que miraban. Su instinto salvaje le dijo que el observado era él. Se irguió gruñendo y miró directamente colina arriba a Herilak; las dos miradas se encontraron. Entonces se agazapó y avanzó en aquella dirección, hasta la mitad de la ladera, tan cerca que Herilak pudo ver claramente la amarilla y fija mirada de sus ojos.
La mirada de Herilak era casi tan fija como la del animal. No se movió ni apuntó su lanza, pero en su silencio comunicó un no expresado mensaje. Podían seguir cada cual su camino; aceptaría eso. Pero si era atacado, mataría; el dienteslargos sabía lo que podían hacer las lanzas. Los ojos amarillos escrutaron fijamente, y el animal debió comprender, porque repentinamente dio media vuelta y regresó ladera abajo. Ahora iba a comer, y los demás se apresuraron a hacerle sitio. Pero antes de hundir su hocico en la cálida carne miró por última vez colina arriba. Nada aguardaba entre los árboles. El animal-lanza se había ido. Bajó la cabeza y comió.
Una ventisca atrapó a Herilak dentro de sus pieles durante dos días completos. Durmió la mayor parte del tiempo, intentando no comer demasiado de sus cada vez más escasas provisiones. Pero era comer o morir de frío. Cuando finalmente cesó, siguió su camino. Más tarde, aquel mismo día tuvo la buena suerte de hallar el rastro reciente de un conejo. Metió la lanza bajo la correa que cruzaba su espalda Y metió una flecha en su arco. Aquella noche se dio un festín de carne fresca junto a su fuego. Comió hasta saciarse y más aún, despierto hasta tarde, dando cabezadas medio dormido, mientras asaba lo que había quedado sobre las brasas.
Había menos nieve en el suelo tan al sur, pero el frío del pleno invierno era igual de intenso. La helada hierba de la orilla del río crujía bajo sus pies. Se detuvo cuando creyó oír algo, puso las manos formando copa en su oído y escuchó atentamente. Sí, el distante susurro estaba allí. El rumor de la resaca, olas golpeando contra la playa. El mar.
La hierba no crujió ahora bajo sus pies mientras avanzaba, la lanza dispuesta, los ojos examinándolo todo. Listo para enfrentarse a cualquier peligro.
Pero el peligro había desaparecido hacía mucho. Bajo el gris cielo invernal, llegó al prado con los huesos de los mastodontes aún descansando en él. Un viento frío, frío como la muerte, suspiraba a través de los altos y arqueados costillares. Los carroñeros habían hecho su trabajo, luego los grajos y las aves marinas habían seguido y habían tenido su festín. Allí mismo, un poco más allá de los mastodontes, encontró el primero de los esqueletos tanu. Con la mandíbula fuertemente encajada, los ojos convertidos apenas en unas rendijas, comprobó que más y más esqueletos sembraban la orilla del río. Había sido una carnicería, aquel era un lugar de muerte.
¿Qué había ocurrido allí? Muertos, todos muertos, el sammad entero, eso resultaba claro desde un principio. Los esqueletos de adultos y niños yacían allá donde habían caído. ¿Pero qué los había matado? ¿Qué enemigo había caído sobre ellos y los había masacrado? ¿Otro sammad? Imposible, porque se hubiera llevado armas y tiendas, hubiera robado los mastodontes, no se hubiera limitado a matarlos junto con sus propietarios. Las tiendas estaban aún allí, la mayoría envueltas y cargadas en las rastras al lado de los esqueletos de los mastodontes. Aquel sammad había levantado su campamento de verano, estaba preparándose para marcharse cuando la muerte había caído sobre él. Herilak siguió buscando, y fue entre los huesos del esqueleto de constitución más robusta que vio un destello de metal. Apartó respetuosamente a un lado los huesos y tomó la forma rojiza por el óxido de un cuchillo de metal celeste. Frotó el óxido y contempló los dibujos en el metal, dibujos que conocía muy bien. Su lanza cayó sobre el helado suelo mientras sujetaba con las dos manos el cuchillo, lo arrojaba al cielo y aullaba de pesar. Las lágrimas llenaron sus ojos mientras seguía gritando su dolor y su furia.
Amahast, muerto. Su esposa, que era su hermana, muerta. Sus hijos, las mujeres, los robustos cazadores. Todos muertos, muertos. El sammad de Amahast ya no existía. Herilak se sacudió las lágrimas de los ojos, gruñendo con rabia mientras la ira quemaba y hacía desaparecer el pesar. Ahora tenía que encontrar a los asesinos. Atentamente inclinado, examinó los alrededores, buscando no sabía el qué. Pero buscando cuidadosamente y muy de cerca, como sólo puede hacer un cazador. La oscuridad le detuvo, y se tendió para pasar la noche junto a los huesos de Amahast, Y buscó el tharm de Amahast entre las estrellas. Tenía que estar allí, de eso estaba seguro, y tenía que ser una de las estrellas más brillantes.
A la mañana siguiente encontró lo que estaba buscando. Al principio parecía ser sólo otra tira de retorcida piel, una entre muchas. Pero cuando apartó los helados fragmentos negros vio que había huesos dentro. Cuidadosamente, como para no molestarlos excesivamente, apartó el correoso pellejo. Mucho antes de terminar ya era obvio qué era lo que había hallado, pese a lo cual siguió hasta que todos los diminutos huesos quedaron al descubierto.
Una larga y delgada criatura, con pequeñas e inutilizables patas. Muchas costillas, demasiadas costillas, y más huesos en la columna vertebral de los que parecían posibles.
Un marag de algún tipo, no había error al respecto, porque había visto otros de su clase antes. No pertenecía a aquel lugar, los murgu no podían vivir tan lejos del cálido sur.
¿El sur? ¿Tenía algún significado aquello? Herilak se puso en pie y miró hacía el oeste, de donde había venido. No había murgu allí, eso era imposible. Se volvió lentamente para enfrentarse al norte, y pudo ver dentro de su cabeza el frío hielo y la nieve extendiéndose interminablemente. Allí vivían los paramutan, muy parecidos a los tanu, aunque hablaban de un modo distinto. Pero eran muy pocos, raras veces bajaban al sur, y sólo luchaban contra el invierno, no contra los tanu o entre sí. Al este, océano adentro…, no había nada allá.
Pero los murgu podían venir del sur, del cálido sur. Podían traer la muerte y marcharse de nuevo. Al sur.
Herilak se arrodilló en la helada arena y estudió cuidadosamente el esqueleto del marag, memorizó todos sus detalles hasta que pudo ser capaz de dibujarlo en la arena, y supo que recordaría para siempre hasta el más pequeño de sus huesos.
Luego se levantó y enterró los pequeños fragmentos bajo su pie. Se volvió en redondo y, sin mirar ni una sola vez atrás, inició el camino de regreso.
Kerrick nunca llegó a darse cuenta de que era sólo su edad lo que había salvado su vida. No porque Vaintè le hubiera perdonado por ser tan joven; sentía la mayor repugnancia hacía los ustuzou de cualquier edad, y los vería alegremente muertos a todos. Ysel había sido lo bastante mayor como para responder de forma natural a un nuevo lenguaje, particularmente uno tan complejo en su construcción como el yilanè. Para ella, el marbak era la única forma de hablar, y acostumbraba a reírse con las mujeres cuando los cazadores de las Montañas de Hielo visitaban sus tiendas y hablaban tan mal que apenas podían hacerse entender. Para ella eso sólo era estupidez, cualquier tanu inteligente podía por supuesto hablar marbak. En consecuencia, no había demostrado ningún interés en aprender el yilanè, y se contentó con memorizar por rutina algunos de los curiosos sonidos, simplemente para contentar al marag y conseguir algo de comida de él. A veces incluso recordaba que debía hacer algunos movimientos con su cuerpo para acompañar las palabras. Todo aquello no era más que un juego estúpido…, y murió por creerlo así.