CAPÍTULO 12

La comida de aquella noche fue especial, una ocasión formal de dar la bienvenida a Malsas‹ y su equipo. Los acontecimientos de esa clase eran tan raros que la mayor parte de las fargi más jóvenes nunca había presenciado ninguno; durante todo el día fueron, excitadas, de un lado a otro hablando sin parar entre si…, aunque pocas escuchaban. Aquello era algo muy nuevo y poco habitual para ellas. En su existencia cotidiana, aunque disfrutaban con su comida, esperando el irse a dormir con el estómago lleno, el alimentarse era en si un acto solitario. Cada una presentaba una ancha hoja a una de las preparadoras de la carne y recibía una porción de la deliciosa carne tratada con enzimas, que comía en algún lugar tranquilo. Así era la forma en que se comía, y no podían imaginar que se hiciera de otra manera. Aquel día se hizo muy poco trabajo mientras las habitantes de la ciudad llenaban el ambesed, se apretaban contra las paredes, trepaban a las ramas inferiores de la empalizada en su ansia por observar.

Tras su inspección de la ciudad y los campos, Vaintè y Malsas‹ se dirigieron al ambesed. Allí Malsas‹ fue presentada, una tras otra, a todas las responsables del crecimiento de Alpèasak, y paso la mayor parte del tiempo con Vanalpè. Cuando se sintió satisfecha con lo que había oído, Malsas‹ las despidió a todas y se dirigió a Vaintè:

—El calor del sol y el crecimiento de esta ciudad se ha llevado el invierno de detrás de mis ojos. Regresaré a Inegban‹ con estas noticias. Hará que el próximo invierno sea menos frío para nuestros habitantes de allí. Erefnais informa que el uruketo ha sido cargado y que está bien alimentado y listo para nadar en cualquier momento. Comeremos, luego partiré.

Vaintè comunicó su pesar por la repentina partida. Malsas‹ le dio las gracias, pero desechó cualquier pensamiento de quedarse más tiempo.

—Comprendo tus sentimientos. Pero ya he visto lo suficiente para saber que el trabajo aquí está en buenas manos. El uruketo es lento: no debemos malgastar ni un solo día. Comamos. Ya conoces a Alakensi, mi primera consejera y efensale. Ella te servirá tu comida esta vez.

—Me siento honrada, altamente honrada —dijo Vaintè, pensando sólo en el privilegio de aquella ofrenda, sin permitir que se desarrollaran sus pensamientos acerca de Alakensi, a la que conocía de antiguo: una criatura de mente retorcida y aviesos complots.

—Bien. —Malsas‹ hizo un gesto a Vanalpè—. Ahora comeremos. Alakensi, que es la más cercana a mi en todas las cosas, servirá la comida a Vaintè. Tú, Vanalpè, por lo que has hecho por el crecimiento de esta ciudad, diseñándola y desarrollándola tan bien, eres elegida para servirme a mí.

Vaintè permaneció tan silenciosa como una joven recién salida del océano ante aquello, radiando orgullo con cada movimiento de su cuerpo.

—Para esta ocasión especial hay dos tipos de carne —dijo Vaintè—. Una del viejo mundo, una del nuevo.

—Viejo y nuevo se mezclarán en nuestro interior, de la misma forma que Inegban‹ se mezclará en Alpèasak —dijo Malsas‹.

Ante aquello hubo exclamaciones de apreciación de las que estaban más cerca, porque había hablado tan bien y la idea era tan nueva que iban a comentarlo durante largo tiempo. Vaintè no dijo nada hasta que aquellas que permanecían más cerca hubieron repetido lo que Malsas‹ había dicho para que todas lo supieran.

—La carne de Entoban‹ es urukub, nacido del huevo traído cuidadosamente hasta estas orillas, eclosionado al sol de Gendasi, crecido con la hierba de Gendasi. Hay otros, pero este es el más grande, todas lo habéis visto cuando habéis pasado junto a los pastos al lado de las marismas. Todas habéis admirado la lisura de su piel, la arqueada extensión de su cuello, la carnosidad de sus flancos. Lo habéis visto.

Hubo murmullos de apreciación ante aquello, porque todas habían visto la pequeña cabeza al extremo de aquel largo cuello alzarse mucho sobre el agua con un gran bocado de chorreante vegetación verde colgando entre sus labios.

—El primer urukub en ser sacrificado, pero uno tan grande que todas aquí comerán de él hasta saciarse. Luego, para Malsas‹ y aquellas que han viajado con ella desde Inegban‹, he aquí un animal que nunca han comido antes, ciervo de afiladas patas del tipo que sólo puede hallarse en este lugar. La comida puede empezar.

Las dos que iban a servir se alejaron apresuradamente para regresar con los trozos de carne, arrodillándose cada una delante de la eistaa a la que iba a servir. Malsas‹ tendió un brazo y tomó un largo hueso con un pequeño y negro casco a su extremo, con la fría y dulce carne colgando suelta de él, arrancó un largo bocado, luego lo alzó muy arriba para que todas pudieran ver. Urukub exclamó, y todas las que la oyeron comentaron su humor. Porque el hueso más pequeño de un urukub era más grande que todo aquel animal.

Vaintè se sintió complacida. La comida iba bien. Cuando hubieron terminado, se lavaron las manos en calabazas de agua que les tendieron sus servidoras, la ceremonia terminó, y las demás fueron a comer antes de que llegara la oscuridad.

Sin nadie que escuchara u observara por el momento Malsas‹ pudo hablar confidencialmente con Vaintè. Su voz era suave, y los movimientos de sus miembros meros asomos de movimiento.

—Todo lo dicho aquí hoy es más que cierto. Todo el mundo ha trabajado duramente, tú más que todas. En consecuencia se que puedes usar el trabajo de las Hijas de la Muerte que traje conmigo.

—Las vi. Serán usadas.

—¡Usalas hasta que mueran! —Los dientes de Malsas‹ chasquearon fuertemente con la fuerza de su expresión—. Hay más y más de ellas, como termitas devorando la base de nuestra ciudad. Vigila que no intenten devorar también esta ciudad.

—No hay ninguna posibilidad, ni la más ligera, de que esto pueda ocurrir aquí. Tengo un trabajo duro y peligroso para todas ellas. Ese es su destino. —Entonces pensamos lo mismo. Bien. ¿qué hay contigo, trabajadora e incansable Vaintè? ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?

—Nada, tenemos todo lo que necesitamos.

—No hablas de ayuda personal, pero se que puedes utilizar ayuda. En consecuencia es mi deseo que la fuerza de mi mano, la más cercana a mi en todo, mi efensale Alakensi, se una a tu séquito. Para ser tu primera ayudante y compartir tu trabajo.

Vaintè no se permitió ni el más ligero movimiento, ni la más suave de las palabras, porque eso hubiera revelado el estallido de la instantánea ira que la abrumó. Pero no tenía que hablar. Malsas‹ la miraba directamente a los ojos, y ojo a ojo ambas comprendieron. Malsas‹ se permitió tan sólo un ligero gesto burlón de victoria, luego se volvió y condujo a sus seguidoras al uruketo.

Si en aquel momento hubiera tenido un arma a mano, Vaintè hubiese enviado un dardo de muerte hacía aquella espalda que se alejaba. Malsas‹ debía haber planeado cada movimiento de aquello antes incluso de llegar. Tenía sus espías en Alpèasak informándola de todo lo que ocurría allí. Había sabido que, como eistaa del lugar, Vaintè se mostraría reacia a entregar el poder. En consecuencia había llevado hasta allí a la repulsiva Alakensi. Se sentaría al lado de Vaintè y observaría y espiaría…, e informaría de todo lo que ocurriese. Su presencia sería un recuerdo constante del destino cierto de Vaintè. Trabajaría y construiría esta ciudad…, y al final seria arrojada a un lado. Porque en aquel aciago día todo pasaría a poder de Malsas‹. Ahora se daba cuenta de cómo habían ido las cosas, su futuro estaba tan claro como su pasado. Malsas‹ lo había planeado todo desde un principio. Dejemos que Vaintè trabaje y luche y construya la ciudad…, y en su construcción construirá su propio destino.

Sin darse cuenta de ello, Vaintè arañó el suelo con el pie, desgarrando con sus gruesas y afiladas uñas la madera. ¡No! No iba a permitir que todo ocurriera así. Al principio sólo había deseado alzarse por encima de su propio trabajo, unirse a aquellas que dirigían la ciudad. Pero ahora ya no. Malsas‹ jamás gobernaría allí. Alakensi moriría; su nombramiento había sido su sentencia de muerte. Los detalles no estaban aún claros…, pero el futuro si. Mientras el invierno se cerraba sobre Inegban‹, el sol brillaba en Alpèasak. La debilidad gobernaba allí mientras la fuerza crecía aquí. Alpèasak era suya…, y nadie se la arrebataría.

Furiosa, Vaintè abandonó la presencia de las demás, cruzó la ciudad por el camino más tortuoso, donde sólo unas pocas fargi podían verla…, y además verla huir de la rabia que irradiaba de cada uno de los impactos de sus pasos. La muerte estaba en cada movimiento de su cuerpo.

Había un puesto de guardia, ahora abandonado, muy arriba encima del puerto. Vaintè fue hasta allí y se detuvo entre las cada vez más alargadas sombras mientras se completaba la carga del uruketo. Lo último en ser cargado fueron los fláccidos cuerpos de un cierto número de ciervos. Vanalpè había mejorado la toxina utilizada normalmente para atontar a los grandes animales a fin de poder ser trasladados. La nueva droga no atontaba —tampoco mataba—, sino que más bien conducía a los animales hasta el borde mismo de la muerte. Apenas podía detectarse el latir de su corazón, su respiración se veía enormemente retardada. Tratados de este modo podían cruzar el océano hasta Inegban‹, sin necesidad de comida ni de agua, a fin de proporcionar la carne necesaria a las hambrientas ciudadanas de allí. El más ferviente deseo de Vaintè, y lo expresó ahora en voz alta, sabiendo que nadie podía oírla, era que Malsas‹ recibiera aquel mismo tratamiento. Permanecer tendida muerta pero no muerta hasta el fin de los tiempos.

Cuando el uruketo partió al anochecer Vaintè regresó en silencio y a solas por la creciente oscuridad y, pese a la furia que aún la poseía, se durmió de inmediato.

El sueño limpió su mente de odio, pero por la mañana aún acechaba allí agazapado al borde de sus pensamientos. Para aquellas que la vieron en el ambesed parecía como siempre. Pero tuvo un atisbo de Alakensi al otro lado del ambesed y tuvo que desviar la vista, rígida por el odio. Su humor era terrible, como muchas descubrieron. Enge tuvo la mala suerte de acercarse a ella en aquel momento.

—Tengo que hacerte una pequeña petición, eistaa —dijo.

—Denegada. De ti y de tus muertas vivientes sólo deseo trabajo.

—Nunca antes fuiste cruel sin una razón —dijo Enge suavemente—. Tengo entendido que para la eistaa todas las ciudadanas son iguales.

—Exactamente. Es mi decisión que las Hijas de la Muerte ya no sean ciudadanas. Sois bestias de trabajo. Trabajaréis hasta que muráis, ese es vuestro destino. —El recuerdo, mantenido a un lado durante largo tiempo por las presiones del trabajo, volvió ahora a su mente, atraído por la visión de Enge de pie delante de ella—. Los ustuzou a los que tenías que enseñar a hablar. ¿Qué hay con ellos? Ha pasado el tiempo…, mucho tiempo.

—Se necesita más tiempo aún, y esta es la petición que tengo para ti. Más tiempo…, o nada de tiempo.

—Explícate.

—Cada mañana empiezo a trabajar con los ustuzou con la esperanza de que este sea el día de la comprensión. Cada noche los abandono con la intensa sensación de que todo ha sido trabajo malgastado. La hembra es inteligente…, ¿pero se trata sólo de la inteligencia de un elinou que merodea la ciudad persiguiendo y matando ratones? Las acciones parecen inteligentes, pero en realidad no lo son.

—¿Qué hay con el macho?

—Estúpido, como todos los machos. No responde, ni siquiera cuando se le golpea. Se limita a permanecer sentado y a mirar en silencio. Pero la hembra, como un elinou, responde a la amabilidad, y es agradable estar con ella. Pero, después de todo este tiempo, sólo puede hablar algunas pocas frases, normalmente equivocadas, y siempre mal. Tiene que haberlas aprendido del mismo modo que aprende un bote, y seguramente para ella no tienen el menor significado.

—No me complacen estas noticias —dijo Vaintè, y era cierto. Enge podía haber estado trabajando en los campos durante todo aquel tiempo; su trabajo se había perdido. Las razones de intentar comunicarse con los ustuzou ya no eran importantes. No había habido ninguna otra amenaza de las criaturas…, mientras que los problemas de otras fuentes eran bastante malos. Pero aunque el peligro había desaparecido, el interés intelectual aún seguía allí. Expresó la cuestión en voz alta.

—Si las criaturas no pueden aprender el yilanè…, ¿has aprendido al menos tú su lenguaje?

Enge señaló desesperación y duda con un movimiento convulsivo de su cuerpo.

—Esta es otra cuestión a la que no puedo responder. Al principio pensé en ellos como ambenin, cosas carentes de habla incapaces de comunicarse. Pero ahora los veo como ugunin…

—¡Imposible! —Vaintè rechazó de plano la idea—. ¿Cómo puede una criatura de cualquier tipo comunicarse pero no dar o recibir información? Estás ofreciéndome enigmas…, no respuestas.

—Lo se, y lo siento, pero no veo ningún otro nombre para ellos. Sus sonidos y movimientos no revelan ningún esquema en absoluto, y digo esto sabiendo que debo haber memorizado miles de sus movimientos y sonidos: Todos carecen de significado. Fue difícil, son tan cerúleos y se mueven tan poco. Al final, llegué a creer, sólo como una teoría, que tienen que poseer otro nivel de comunicación que permanece cerrado para nosotros. No se cuál puede ser. He oído hablar de la teoría de la radiación mental, donde un cerebro le habla directamente a otro. O quizás ondas de radio. Si tuviéramos alguna física en la ciudad, quizá pudiera respondernos a eso.

Guardó silencio mientras Vaintè expresaba desesperación, duda e incredulidad.

—Nunca dejas de sorprenderme, Enge. Una mente de primera clase se perdió para esta ciudad cuando dedicaste tu existencia a tu repelente filosofía. Pero ahora creo que tus experimentos y expectativas han llegado a su fin. Veré a tus ustuzou y decidiré lo que hay que hacer. —Vaintè vio a Stallan cerca de ella y le hizo un signo de que fuera con ellas.

Abrió camino, con Enge y Stallan a sus talones. Cuando se acercaron a la estancia-prisión, Stallan se apresuró a pasar delante para abrir la asegurada puerta. Vaintè cruzó la entrada y miró a los jóvenes ustuzou, mientras Stallan permanecía tras ella preparada ante la eventualidad de cualquier ataque. La hembra estaba acuclillada, pero tenía los labios crispados enseñando los dientes, y Vaintè sintió crecer su furia ante lo que obviamente era un gesto de amenaza. El pequeño macho permanecía apoyado contra la pared del fondo, en un cerúleo e inmóvil silencio. Vaintè llamó a Enge.

—Haz que me muestren sus trucos —ordenó.

Cuando Kerrick oyó el ruido del pasador que aseguraba la puerta por el otro lado saltó para apoyarse de espaldas contra la pared, seguro como siempre de que aquel iba a ser el día de su muerte. Ysel estaba empezando a reírse de él por aquello.

—Estúpido muchacho —decía, rascándose las cicatrices de su pelado cráneo. Siempre asustado como un niño. El marag nos trae comida y juega con nosotros…

—Los murgu traen la muerte, y algún día nos matarán.

—Estúpido. —Le arrojó una peladura de fruta y se volvió con una sonrisa para enfrentarse al que los visitaba.

Fue un marag desconocido quien entró primero, pisando fuerte, y su sonrisa se borró. Pero el otro marag con el que estaban familiarizados estaba inmediatamente detrás, junto con el brutal y la sonrisa regresó. Simplemente era otro día como todos los anteriores.

Era una muchacha lenta y no demasiado brillante.

—Háblame —ordenó Vaintè, de pie delante del ustuzou. Luego, enfatizando cada silaba, lenta y claramente como si se dirigiera a una joven fargi—: ¡Ha… bla… me!

—Te lo suplico, déjame probar a mí primero —pidió Enge—. Puedo conseguir una respuesta.

—No, ya no puedes. Si la criatura no puede hablar entonces este es el fin de todo. Ya se ha malgastado demasiado tiempo.

Vaintè se volvió de nuevo hacía el ustuzou hembra y se expresó claramente, con una claridad absoluta y directa.

—Esta es mi petición personal…, y es muy urgente.

Hablarás ahora, y hablarás tan bien como cualquier yilanè. Si lo haces, seguirás viviendo y, creciendo. Hablar significa crecer…, hablar significa vivir…, ¿comprendes?

Ysel comprendió —al menos fue consciente de la emoción de la amenaza—, y el miedo, mantenido a raya durante demasiado tiempo, volvió.

—Me resulta difícil hablar, por favor. —Pero las palabras tanu no suscitaron ninguna respuesta de la enorme y fea criatura que se cernía sobre ella. Tenía que recordar lo que le había enseñado. Lo intentó, lo intentó tan intensamente como le fue posible, haciendo algunos de los movimientos mientras pronunciaba las palabras—: «has leibe ene uu…».

Vaintè se sintió desconcertada.

—¿Es eso hablar? ¿Qué está diciendo? No puede querer decir: «La vieja hembra crece mañosa».

Enge estaba también desconcertada.

—Es posible que quiera dar a entender que crecer hábil acumula años sobre las hembras.

Incluso mientras Vaintè intentaba entender aquella posible interpretación, la furia creció dentro de ella. Quizá, algún otro día, hubiera tomado ese intento, por lamentable que fuera, como una indicación de que la ustuzou estaba aprendiendo a hablar. Pero no hoy. No después de los insultos de ayer y la enfurecedora presencia de Alakensi. Aquello era demasiado…, y después de haber intentado incluso ser educada con la aborrecible bestia peluda. Se inclinó, la agarró por sus dos antebrazos y la alzó en el aire ante ella, sacudiéndola y aullándole con rabia a la estúpida criatura, ordenándole que hablara.

La miserable cosa ni siquiera efectuó un intento. En vez de ello, se limitó a cerrar los ojos y a hacer brotar agua por ellos, echó la cabeza hacía atrás, abrió la boca muy grande y emitió un chillido animal que golpeó dolorosamente contra el cráneo de Vaintè.

Vaintè estaba más allá de todo raciocinio, la mente llena de ciego odio. Se inclinó hacía delante, hundió las largas hileras de afilados dientes cónicos en la garganta del ustuzou y mordió fuerte, desgarrándole la vida.

Su boca se lleno de caliente sangre, y sintió una fuerte arcada ante el sabor, y arrojó el cadáver lejos de ella al tiempo que escupía con fuerza la sangre. Stallan avanzó un poco, radiando silenciosa aprobación.

Había una calabaza de agua delante de su rostro, y la tomó de Enge y se enjuagó la boca, escupiendo y dominando las violentas arcadas, y acabó echándose el resto por la cara.

La furia cegadora había desaparecido, ahora podía volver a pensar, y pudo sentir la satisfacción de lo que había hecho. Pero aún no había terminado. El otro ustuzou seguía vivo…, y con su muerte se extinguirían definitivamente todos. Se volvió rápidamente hasta situarse frente a Kerrick, y le miró con ojos llameantes.

—Ahora tú, el último —dijo, y tendió los brazos hacía él. El ustuzou no podía retroceder más. Su cuerpo se agitó cuando habló:

—… esekakurud… esekyilshan… elel leibeleibe…

Al principio aquello tuyo poco sentido, y se inclinó hacía delante. Luego se detuvo y miró más de cerca a la criatura. Había una inclinación allí, al menos un torpe intento de inclinación. Pero ¿por qué se movía de lado a lado de aquel modo? No tenía sentido. Luego le llegó la comprensión…, aquella cosa, por supuesto, no tenía cola, así que no podía hacer correctamente el gesto de alzarse. Pero si aquello quería ser realmente un alzar la cola, entonces podía estar intentando comunicar mucho-disgusto-sensación al mismo tiempo que mucha-habla-volición. Los fragmentos empezaban a unirse entre si, y Vaintè lanzó finalmente un grito.

—¿Lo comprendes, Enge? Mira…, lo está haciendo de nuevo.

De una forma torpe, pero ahora claramente, lo bastante claro como para comprenderlo, el ustuzou estaba hablando.

—No deseo mucho morir. Deseo mucho hablar. Muy largo, muy fuerte.

—No lo mataste —dijo Enge cuando abandonaron la estancia y Stallan aseguró la puerta tras ellas—. Y sin embargo, no tuviste ninguna piedad para el otro…

—El otro no tenía ningún valor. Ahora entrenarás a este último para que pueda sernos útil algún día. Otros grupos de esas criaturas pueden estar merodeando por ahí fuera. Pero tú me dijiste que nunca había hablado.

—Nunca. Debe haber sido más inteligente que el otro. No dejaba de mirarme durante todo el tiempo, pero nunca habló.

—Eres mejor maestra de lo que te crees, Enge. —Satisfecha, Vaintè se sentía ahora magnánima—. Tu único error fue enseñarle al ustuzou equivocado.