Alpèasak creció…, curando al mismo tiempo sus heridas. Durante días Vanalpè y sus ayudantas recorrieron toda la ciudad tomando cuidadosa nota de los daños causados por la tormenta. Aplicaciones de hormonas aceleraron los nuevos crecimientos hasta que las hojas del techo extendieron de nuevo sus entrecruzados esquemas superpuestos, al tiempo que troncos adicionales y raíces aéreas reforzaban las paredes. Pero la simple reconstrucción no era suficiente para Vanalpè. Recias enredaderas resistentes y elásticas, trenzaron sus refuerzos por entre las paredes y cruzando los techos.
La ciudad no sólo era más fuerte, sino que crecía más segura a cada día que pasaba, mientras la limpieza de los campos recortaba la jungla circundante. Aquella expansión, aunque parecía al azar, era silenciosa y eficiente, cuidadosamente planeada.
La parte más peligrosa, el esparcir las larvas por la jungla, era efectuada por las Hijas de la Muerte. Aunque estaban protegidas de la mayor parte de las criaturas salvajes por fargi armadas, no había protección contra las heridas y accidentes, los arañazos causados por los espinos…, o las mordeduras de las serpientes ocultas entre la maleza. Muchas resultaban heridas, algunas gravemente, unas pocas morían. La ciudad se despreocupaba tanto como Vaintè de su suerte. La ciudad estaba primero. Una vez sembradas las larvas, la muerte de la jungla era segura. Las voraces orugas que emergían había sido manipuladas genéticamente para aquella única finalidad. Pájaros y animales hallaban su sabor amargo y repelente, las orugas encontraban a su gusto cualquier materia vegetal. Ciegas e insaciables, se arrastraban subiendo los troncos y por entre la hierba, destruyéndolo todo a su paso. Tras su paso sólo quedaban los esqueletos de los árboles y el suelo lleno de sus excrementos. A medida que comían crecían hasta convertirse en unos animales repulsivos, cubiertos de púas, tan largos como un brazo yilanè.
Y entonces morían, porque la muerte estaba allí aguardando en sus genes, cuidadosamente implantada para asegurar que aquellas criaturas no devoraran el mundo. Morían y se pudrían sobre el lecho de sus propios excrementos. El hábil diseño de Vanalpè y las demás ingenieras genéticas resultaba evidente incluso allí. Los gusanos nematodos ya estaban allí, convirtiendo la repulsiva masa en fertilizante, ayudados por las bacterias de sus intestinos. Antes incluso de ello, los escarabajos había devorado los árboles muertos, la hierba había sido sembrada y las barreras de espinos plantadas. Un nuevo campo había sido arrancado a la jungla, empujándola un poco más allá de la ciudad, formando una barrera más a los peligros que se ocultaban allí.
Sin embargo, no había nada antinatural o cruel en su lento avance. Los yilanè vivían integrados en su entorno, formaban parte de lo que les rodeaba y se entrelazaban inextricablemente con ello: cualquier otra cosa hubiera sido impensable. Los propios campos no tenían regularidad de plan o diseño. Sus formas y tamaños dependían sólo de la resistencia del follaje y del apetito de las orugas. Los arbustos espinosos formaban una barrera protectora de grosor variable, dejando atrás algunas zonas de la jungla original para añadir variedad al paisaje.
Los rebaños que pastaban en los campos eran igualmente variados. Cada vez que el uruketo regresaba de Inegban‹ traía huevos fertilizados o jóvenes recién nacidos. Las especies más indefensas se hallaban en los campos más cercanos al centro de la ciudad, en los campos primitivos donde había alcanzado su madurez el urukub y el onetsensast. Esos acorazados —pero plácidos— omnívoros pastaban ahora en tranquila seguridad al borde de la jungla, con dos veces el tamaño de un mamut y aún creciendo, con sus grandes cuernos y blindada piel haciéndoles inmunes a todos los peligros.
Vaintè se sentía complacida con los progresos efectuados. Cuando se dirigía diariamente al ambesed lo hacía con la seguridad de que no surgiría ningún problema que no pudiera resolver. Pero aquella mañana tuvo la corazonada de que algo no iba bien cuando la fargi corrió hacía ella con un mensaje, apartando bruscamente a las demás para indicar la importancia de las noticias que traía.
—Eistaa, el uruketo ha regresado. Yo estaba en un bosque de pesca, lo vi por mi misma…
Vaintè silenció a la estúpida criatura con un corto signo, luego señaló a sus ayudantas.
—Iremos a recibirles al muelle. Quiero noticias de Inegban‹.
Recorrió el camino en medio de un profundo silencio con sus amigas y ayudantas detrás, una multitud de fargi cerrando la marcha. Aunque nunca hacía frío en Alpèasak, llovía mucho y había bastante humedad en aquella época del año, de modo que, como muchas otras, caminaba envuelta en una manta, tanto para procurarse calor como protección de la llovizna.
El lento dragado de las garras de las planas patas delanteras del eisckol había hecho más profundo el rio y el puerto adyacente. La carga del uruketo ya no tenía que ser transbordada, porque el enorme animal podía ahora arrimarse a la orilla. Estaba emergiendo del océano barrido por la lluvia cuando Vaintè y su séquito llegaron al lugar de amarre. La jefa de puerto estaba dirigiendo a las fargi que situaban pescado fresco en el borde bajo el agua para alimentar al uruketo. La estúpida criatura aceptó la ofrenda, situándose así en la posición correcta para ser amarrada al muelle. Vaintè contempló satisfecha la eficiencia de la operación. Una buena ciudad era una ciudad eficiente. La suya era una buena ciudad. Sus ojos recorrieron la inmensidad de la enorme forma negra ascendieron por la aleta donde Erefnais, de pie, dirigía la operación. Junto a la comandanta estaba Malsas‹.
Vaintè se envaró al verla, porque había apartado por completo de su mente la existencia de la otra eistaa. Pero el recuerdo y la realidad se apoderaron ahora de nuevo de ella, enviando una cuchillada de dolor a través de su cuerpo más aguda que la producida por cualquier hoja física.
Malsas‹, la eistaa de Inegban‹. Para la cual había sido construida esta ciudad. Que traería a su gente aquí una vez estuviera terminada y gobernaría en lugar de Vaintè. Malsas‹, erguida y alerta, con una expresión de absoluta autoridad en sus ojos. No estaba enferma ni parecía vieja. Sería la eistaa de Alpèasak.
Vaintè permaneció inmóvil para que sus pensamientos no se revelaran en sus movimientos mientras Malsas‹, con sus seguidoras y ayudantas, descendía del uruketo y se encaminaba hacía ella. Vaintè sólo pudo esperar que la formalidad enmascarara sus auténticos sentimientos.
—Bienvenida a Gendasi, eistaa, bienvenida a Alpèasak —dijo Vaintè, dejando que el placer ante la presencia de la eistaa y la gratitud emocional colorearan sus palabras de bienvenida.
—Es un placer para mi estar en Alpèasak —respondió Malsas‹, con la misma formalidad. Pero la última sílaba de placer requería que abriera la boca para mostrar los dientes…, no la cerró hasta después de unos largos segundos. Aquella ligera indicación de desagrado fue una advertencia suficiente para Vaintè, y no iba a ser repetida. Vaintè era respetada por el trabajo que estaba haciendo…, pero podía ser reemplazada rápidamente. Vaintè forzó todos los pensamientos de celos y traición fuera de su mente y bajó brevemente los ojos en aceptación de la advertencia.
Aquel breve intercambio fue tan sutil que paso inadvertido para las otras yilanè. Las cuestiones a este nivel no eran asunto suyo. Malsas‹ hizo que las ayudantas y las fargi se apartaran aún un poco más con un movimiento de rechazo antes de hablar de nuevo, de modo que su futura conversación no fuera ni vista ni oída mientras caminaban de regreso a la ciudad.
—El último invierno fue frío y este aún es más frío. Este verano no han habido jóvenes o fargi de Soromset buscando ser admitidas en Inegban‹. Cuando el tiempo fue más cálido envié a un grupo de cazadoras para ver cómo iba la ciudad. Estaba muerta. Soromset ya no existe. Murió del mismo modo que murió Eretpe. Las hojas de la ciudad están muertas, los cuervos carroñeros picotean los huesos de las yilanè que vivieron allí. En las playas y las cálidas aguas del mar de Iseenel, rodeado de tierras, las yilanè vivieron en tres grandes ciudades…
Interrumpió allí su pensamiento, Vaintè lo terminó por ella:
—Ergetpe ha muerto por el frío. Soromset ha seguido su mismo camino. Sólo queda Inegban‹.
—Sólo queda Inegban‹, y a cada invierno el frío se acerca más. Nuestros rebaños se hacen más y más pequeños, y pronto aparecerá el hambre.
—Alpèasak aguarda.
—Debe hacerlo, por supuesto…, cuando llegue el momento. Pero ahora hay una mayor necesidad de ampliar los campos e incrementar la cría de los animales. Por nuestra parte debemos desarrollar más uruketo, pero es una labor lenta que empezamos demasiado tarde. Afortunadamente, parece que la nueva variedad es un éxito. Son más pequeños que el animal con el que vine, pero se desarrolla mucho más rápido. Tenemos que disponer de los suficientes para trasladar toda la ciudad en un verano. Ahora muéstrame lo que encontraran cuando lleguen a Alpèasak.
—Encontrarán esto —dijo Vaintè, señalando los troncos y las nervudas paredes y los enrejados suelos de la ciudad que se extendía por todos lados alrededor de ellas. La lluvia había cesado, el sol había salido y brillaba en las gotas entre el follaje. Malsas‹ señaló su aprobación. Vaintè movió su brazo en un circulo.
—Más allá de la ciudad…, los campos. Llenos ya de animales de todas clases, que complacen al ojo y al estómago.
Vaintè señaló a las guardianas armadas que las precedieran mientras cruzaban los prados de animales que pastaban en dirección a los campos exteriores. A través de la pared de alto arco de gruesos troncos y espinos podían ver las gigantescas formas de los urukub devorando las hojas verdes al borde de la jungla, mientras incluso a aquella distancia podían oír el retumbar de las grandes rocas en sus segundos estómagos que trituraban y ayudaban a la digestión de las inmensas cantidades de comida que consumían. Malsas‹ admiró la vista en silencio durante algún tiempo antes de volverse e iniciar el regreso al corazón de la ciudad.
—Has construido bien, Vaintè —dijo cuando sus seguidoras pudieron oírlas de nuevo—. Lo has hecho muy bien.
El gesto de agradecida aceptación de Vaintè estaba lleno de sinceridad tras los movimientos rituales. La aceptación y alabanza de la eistaa, ante todas las demás, era una marca de tal distinción que en su cabeza no podía haber ningún pensamiento de celos o rebelión. En aquel momento hubiera seguido sinceramente a Malsas‹ a una muerte cierta. Dejaron que las demás se agruparan ahora más cerca de ellas mientras seguían andando, para escuchar y aprender, porque esa era la única forma de aprender y recordar. Sólo cuando cruzaron la abertura en el Muro de la Historia volvió su charla a asuntos más oscuros, puesto que la historia en el muro es la de la muerte.
Entre el círculo del ambesed y el circulo de las playas del nacimiento se erguía el espinoso Muro de la Historia. Encajadas en él estaban las simbólicas defensas que en un tiempo había tenido significado e importancia. ¿Podían los yilanè haber blandido realmente alguna vez cangrejos gigantescos como los conservados allí, haberlos manejado en pleno océano como armas para defender a los machos reproductores? Se decía que era cierto, pero desde el huevo del tiempo nadie había sabido con certeza que lo fuera. Las afiladas ortigas, los propios espinos, todo aquello había sido utilizado a buen seguro en el pasado como era utilizado ahora. Pero ¿y los cascarones de los escorpiones gigantes? Nadie sabía realmente nada…, y sin embargo aquellos antiguos exoesqueletos eran cuidadosamente conservados y admirados, había sido tomados con gran delicadeza del muro de Inegban‹ y traídos hasta aquí como signo de la continuidad de la ciudad.
Puesto que el muro era también historia viviente en la entrada, en la parte más cercana a las playas, se hallaban entretejidos los cuerpos conservados de los hesotsan muertos. Cerca de ellos, los colmilludos cráneos de los atacantes a los que había matado.
Al extremo había un cráneo de redondeada bóveda, de órbitas vacías, blanqueado por el sol. Estaba rodeado de puntas de lanza y afiladas hojas de piedra. Malsas‹ se detuvo delante de él e indicó curiosidad y la necesidad de una explicación.
—Uno de los ustuzou que ensucian esta tierra. Todos los cráneos que ves aquí pertenecen a asquerosos ustuzou, llenos de pelo, hediondos y calientes, que nos amenazaron y a los que matamos. Pero la especie sin nombre a la que pertenece este era la peor de todas. Con esas piedras de afilados bordes cometieron el sacrilegio peor de todos los sacrilegios.
—Asesinaron a los machos y también a las crías —Malsas‹ pronunció sus palabras con la frialdad de la propia muerte.
—Eso hicieron. Los hallamos y los matamos.
—Por supuesto. ¿Ya no te sientes trastornada por ellos?
—No. Todos están bien muertos. Esta especie no es local, sino que vino del norte. Los rastreamos y los matamos, hasta el último de ellos.
—Entonces, ¿las playas son ahora seguras?
—En todos los aspectos excepto en lo que se refiere a los arrecifes de coral. Pero están creciendo rápido, y cuando sean lo bastante altos celebraremos los primeros nacimientos. Entonces las playas del nacimiento serán seguras en todos los aspectos. —Vaintè paso las garras de una mano sobre la blancura del cráneo—. A salvo en particular de estos asesinos de niños. Nunca volveremos a ser molestados por ellos.