Había mucho trabajo que hacer en el establecimiento de la nueva ciudad. Se necesitaría mucho trabajo extra para corregir los errores cometidos por la anterior eistaa, la justificablemente muerta Deeste, y con todo aquello Vaintè se encontró con que sus días estaban completamente ocupados desde las primeras luces hasta la llegada de la oscuridad. Cuando se sumergía en el sueño, a veces envidiaba los botes nocturnos y las demás criaturas cuya vida se desarrollaba por la noche. Si pudiera permanecer despierta sólo un poco más cada noche, podría realizar muchas más cosas. Era una idea anormal pero era la única cosa que ocupaba sus pensamientos casi cada noche, antes de dormirse. Esos pensamientos, por supuesto, no interferían con su sueño, porque el insomnio o los sueños inquietos eran una imposibilidad física para los yilanè. Cuando cerraba los ojos dormía, un sueño completamente inmóvil que, para alguien que lo contemplara desde fuera, tenía un inquietante parecido con la muerte. Sin embargo era un sueño tan ligero que se veía fácilmente interrumpido por cualquier cosa inesperada. Muchas veces, durante las oscuras horas de la noche, los gritos de los animales despertaban suavemente a Vaintè. Sus ojos se abrían, y escuchaba por unos momentos. Si no oía nada más, sus ojos se cerraban de nuevo y reanudaba su sueño.
Sólo la grisácea luz del amanecer la despertaba por completo Aquella mañana —como todas las otras mañanas—, saltó de la cálida cama al suelo, luego dio unos suaves golpecitos a la cama con el pie. Mientras esta se agitaba y estiraba, se volvió hacía el lugar donde uno de los incontables troncos y tallos de la ciudad viviente formaba una protuberancia en forma de calabaza llena de agua. Vaintè colocó los labios sobre su orificio y sorbió la dulzona agua hasta que hubo bebido lo suficiente. Tras ella, la cama se estremeció con lentos espasmos mientras se enrollaba sobre sí misma hasta formar un largo cilindro apretado contra la pared: su cuerpo se enfrió mientras se sumergía en un estado comatoso hasta que fuera reclamada de nuevo.
Había llovido durante la noche, y la humedad del entretejido suelo era incómodamente fría en las plantas de los pies de Vaintè mientras cruzaba una zona al aire libre. Después de eso permaneció a cubierto hasta que llegó al ambesed; las fargi se fueron reuniendo tras ella mientras recorría su camino.
Cada mañana, antes de empezar el trabajo, las líderes del proyecto, como todas las demás ciudadanas de la ciudad, se aseguraban de pasar por el ambesed. Allá se detenían por unos momentos y hablaban entre sí. Esta amplia zona al aire libre en el corazón de la ciudad era el eje en torno al cual giraban todas sus variadas actividades. Vaintè se dirigió al lugar reservado para ella en el lado oeste, donde llegaban primero los rayos del sol naciente, profundamente sumida en sus pensamientos y sin darse cuenta de las ciudadanas que se apartaban a un lado para dejarle pasar. Era la eistaa, la que siempre caminaba en linea recta. La corteza del árbol era ya cálida cuando se reclinó contra ella con satisfacción, contrayendo sus pupilas hasta formar finas líneas mientras el naciente sol la bañaba de pies a cabeza. Contempló con gran satisfacción como Alpèasak se agitaba a la vida. Aquello le trajo un nuevo calor que era aún más agradable. Orgullosa de su lugar, el lugar más alto, porque aquella era su ciudad. Era su misión hacerla crecer, edificarla, ampliarla, crearla a partir de un lugar aislado y salvaje en aquella orilla hostil. La construiría bien. Cuando los fríos vientos soplaran sobre la distante Inegban‹. La nueva ciudad estaría preparada. Entonces vendrían las demás a vivir allí, y la honrarían por lo que había conseguido. Cuando pensaba en aquello siempre surgía el irritante pensamiento en lo más profundo de su mente que el día que aquello ocurriera dejaría de ser la eistaa del lugar. Malsas‹ vendría con las demás; Malsas‹, la eistaa de Inegban‹, destinada a gobernar también la nueva ciudad. Quizá. Vaintè mantenía aquella palabra en el lugar más secreto de su mente, y nunca la pronunciaba en voz alta. Quizá. Ocurrían muchas cosas en el transcurso del tiempo. Malsas‹ ya no era joven, estaban aquellas que empujaban desde abajo; todo cambia con el tiempo. Vaintè cruzaría aquel río cuando llegara a él. De momento era suficiente con construir la nueva ciudad…, y construiría bien.
Etdeerg captó la mirada de Vaintè y acudió rápidamente a su gesto.
—¿Habéis encontrado lo que ha estado matando a los animales de comida?
—Lo hemos encontrado, eistaa. Un gran ustuzou, de color negro, con mortíferas garras y largos y afilados dientes…, unos dientes tan largos que se proyectan fuera de la boca del animal incluso cuando la mantiene cerrada. Stallan ha instalado trampas cerca de la abertura que había practicado en la verja. Lo encontramos allí, muerto, esta mañana. Las trampas había sujetado sus patas de modo que no pudiera huir, y una de ellas se enroscó en su cuello y lo estranguló.
—Decapitadlo. Cuando su cráneo esté limpio, traédmelo.
Vaintè señaló que podía irse y llamó al mismo tiempo la atención de Vanalpè. La bióloga abandonó el grupo con el que estaba hablando y acudió a su lado.
—Infórmame de la nueva playa —dijo Vaintè.
—A punto de terminarse, eistaa. El terreno ha sido limpiado, la barrera de espinos está alta, el coral mar adentro crece bien…, teniendo en cuenta que lleva allí muy poco tiempo todavía.
—Espléndido. Pronto podremos pensar en los nuevos nacimientos. Unos nacimientos que borrarán para siempre el recuerdo de las muertes en la antigua playa.
Vanalpè asintió, pero también expresó una duda culpable.
—Aunque la playa está lista…, no es segura.
—¿Todavía el mismo problema?
—Será resuelto a su debido tiempo. Estoy trabajando en estrecha colaboración con Stallan, y creemos que la solución está al alcance de la mano. Las bestias serán destruidas.
—Deben serlo. Los machos tienen que estar seguros. Lo que ocurrió anteriormente no debe repetirse.
El arrebato de mal humor paso cuando Vaintè habló con las demás, se sumergió en el ingente trabajo que era la nueva ciudad. Pero sus pensamientos nunca se apartaron del todo de la cazadora. Cuando hubo pasado un cierto tiempo y Stallan no apareció, hizo una seña a una fargi y le ordenó que buscara a la cazadora. Era casi mediodía antes de que Stallan llegara y se reuniera con Vaintè a la sombra de las hojas.
—Te traigo buenas noticias, eistaa. Pronto la playa será segura.
—Si eso es cierto, entonces la vergüenza de la ciudad está a punto de terminar.
—Lo mismo que los cocodrilos. Hemos encontrado donde crían. Tengo a las fargi trayendo todos los huevos de allí, capturando a todas las crías. Son deliciosas. —Las he comido, y estoy de acuerdo. ¿Piensas criarlas con el resto del ganado de carne?
—No, son demasiado violentos para eso. Estamos construyendo corrales especiales para ellos al lado del rio.
—Muy bien. ¿Pero qué haces con los adultos?
—Los que son demasiado grandes para ser capturados son muertos. Es una pérdida de buena carne, pero no tenemos elección. Nos acercamos a ellos utilizando botes nocturnos antes de que despierten al día, y los matamos allí mismo.
—Muéstrame dónde crían. Quiero verlo por mi misma. —Vaintè ya tenía suficiente del ambesed. A medida que aumentaba el calor, aquellas que estaban a su alrededor se aletargaban y buscaban la sombra. Pero ella no deseaba descansar; había demasiado que hacer.
Un grupo de fargi las siguió mientras caminaban lentamente hacía la orilla. Hacia calor incluso debajo de los árboles, y más de una vez se sumergieron en los pozos que había sido cavados regularmente al lado del camino para enfriarse. La mayor parte de las charcas aún no había sido limpiadas. Había una auténtica maraña de plantas y maleza, olían mal, y exhibían grandes enjambres de pequeños insectos picadores. Finalmente llegaron a una arenosa orilla con densa maleza a un lado. Había hierba alta y pequeñas palmas, así como unas extrañas plantas aplanadas, armadas todas ellas con muy largas espinas. Aquella tierra de Gendasi era muy diferente del mundo que conocían. Estaba llena con una interminable variedad de cosas nuevas dignas de ver. Y de temer.
Allá delante estaba el rio, una corriente profunda y de lento movimiento. Los botes estaban amarrados a un lado, y acababan de ser alimentados por las fargi a su cargo. La sangre goteaba de sus pequeñas bocas mientras las fargi metían en ellas trocitos de roja carne.
—Cocodrilo —dijo Stallan—. Esto es mejor que tirarlo. Los botes se hallan tan bien alimentados que creo que están listos para reproducirse.
—Entonces haz que pasen un poco de hambre. Los necesitamos todos en condiciones de operar en estos momentos.
Una multitud de árboles crecía a lo largo de las orillas del río, alzándose hacía el cielo en densa profusión. Había algunos grises con enormes troncos, mientras cerca de ellos crecían altos árboles verdes cubiertos con finas agujas, así como otros rojos aún más altos cuyas raíces se arqueaban fuera del suelo en todas direcciones. Entre los árboles el suelo estaba sembrado de flores púrpuras y rosadas, mientras más plantas aún crecían por encima de ellas a lo largo de las ramas. Grandes floraciones multicolores. La jungla estallaba de vida. Los pájaros chillaban en su penumbra, y babosas estriadas de rojo se deslizaban por los troncos dejando su húmedo rastro.
—Es una rica tierra —dijo Vaintè.
—Entoban‹ debió ser así en su tiempo —dijo Stallan mientras sus aletas respiratorias se abrían para oler el aire—. Antes de que las ciudades se extendieran y cubrieran el suelo de un océano al otro.
—¿Crees que pudo ser realmente así? —Vaintè luchó por captar aquella nueva idea—. Es un concepto difícil de abarcar. Una siempre piensa en las ciudades como algo que ha estado allí desde el huevo del tiempo.
—He hablado con Vanalpè al respecto en más de una ocasión. Ella me lo ha explicado. Lo que vemos aquí en esta nueva tierra de Gendasi puede ser muy bien lo que se podía ver en Entoban‹ hace mucho tiempo. Antes de que los yilanè hicieran crecer las ciudades.
Tienes razón, por supuesto. Si hacemos crecer nuestras ciudades aquí, llegará un tiempo en que no habrá más que una sola ciudad. Lo cual conduce al desconcertante pensamiento de que tuvo que haber un tiempo en el que no existía ninguna ciudad. ¿Es posible algo así?
—No lo sé. Tenéis que hablar de esto con Vanalpè, que domina muchos de estos inquietantes conceptos.
—Tienes razón. Se lo preguntaré. —Se dio cuenta entonces de que las fargi estaban arracimadas demasiado cerca de ellas, con las bocas muy abiertas, mientras intentaban esforzadamente comprender la conversación. Vaintè las alejó con un rápido gesto.
Se estaban acercando a los terrenos de cría de los cocodrilos, aunque por aquel entonces la mayor parte de los grandes animales había sido expulsados ya de las orillas. Los supervivientes eran cautelosos, y se sumergieron en el agua y desaparecieron de la vista ante la aparición de los botes. Las hembras fueron las últimas en marcharse, porque sorprendentemente, aquellos primitivos y estúpidos animales se preocupaban por sus huevos y sus crías. Los botes fueron llevados a la orilla, donde un equipo de fargi estaba trabajando al sol. Vararon sus botes al lado de ellas y Vaintè se volvió hacía la supervisora, Zhekakot, que vigilaba desde la sombra de un gran árbol.
—Cuéntame cómo van las cosas —dijo Vaintè.
—Se han hecho grandes progresos, eistaa. Dos botes llenos de huevos han sido enviados a la ciudad. Estamos capturando con redes a todas las crías que podemos. Son muy estúpidas y fáciles de atrapar.
Se inclinó sobre el pequeño corral a su lado e hizo un rápido movimiento, luego se enderezó sujetando al extremo de su brazo extendido una cría de cocodrilo suspendida por su cola. Se retorció y siseó e intentó alcanzarla con sus pequeños dientes.
Vaintè asintió su aprobación.
—Bien, muy bien. Una amenaza eliminada, y nuestros estómagos llenos. Espero que todos nuestros problemas tengan una solución tan agradable —se volvió a Stallan—. ¿Hay otros terrenos de cría?
—Ninguno entre este lugar y la ciudad. Cuando hayamos terminado aquí seguiremos rio arriba y por las marismas. Tomará tiempo, pero hay que hacerlo concienzudamente.
—Bien. Ahora examinaremos los nuevos campos antes de regresar a la ciudad.
—Debo regresar con las otras cazadoras, eistaa. Zhekakot podrá mostrarte el camino, si eso te complace.
—Me complace —dijo Vaintè.
El aire se había vuelto maravillosamente cálido al cesar completamente el viento. Los botes regresaron al rio, y Vaintè observó que el cielo tenía un sorprendente color amarillo que nunca antes había visto. Incluso el clima era distinto allí, en aquella extraña parte del mundo. Mientras regresaban corriente abajo, el viento empezó a soplar de nuevo…, pero había cambiado de dirección y ahora soplaba a su espalda. Vaintè se dio la vuelta y observó la línea oscura que había aparecido en el horizonte. La señaló.
—Zhekakot, ¿qué significa eso?
—No lo sé. Nubes de algún tipo. Nunca había visto nada así antes.
Las negras nubes avanzaban hacía ellas a una velocidad increíble. Por un momento habían sido sólo una mancha encima de los árboles, luego se alzaron, se acercaron oscurecieron el cielo. Y con ellas llegó el viento. Golpeó como un puño repentino, y uno de los botes, cogido de lado, volcó.
Hubo gritos, interrumpidos bruscamente cuando sus ocupantes fueron arrojadas a las agitadas aguas. El bote osciló y chapoteó y consiguió volver a girar por si mismo, mientras las yilanè en el agua nadaban alejándose en todas direcciones para eludir las sacudidas del bote. Ninguna de ellas parecía haber resultado herida cuando, con grandes dificultades, fueron sacadas de las agitadas aguas y subidas a bordo de los otros botes. Todas ellas estaban a muchos años de distancia del océano de su juventud y nadaban torpemente. Vaintè gritó instrucciones hasta que una de las fargi más atrevidas, ansiosa de un estatus superior aunque aquello significara correr el riesgo de resultar herida, nadó hasta el aún agitado bote y consiguió trepar a bordo. Le habló secamente, pateándole en un lugar sensible, y finalmente consiguió controlarlo.
El viento aullaba fuertemente en torno a ellas, amenazando con volcar los demás botes. Todas las yilanè habían cubierto ahora sus ojos con las membranas, y mantenían las aletas respiratorias cerradas ante la sesgada lluvia. Entonces, audible incluso por encima del chillido del viento, se oyó el sonido de un gran crujir en el bosque cuando uno de los gigantescos árboles cayó derribado, llevándose consigo a algunos más pequeños.
La voz de Vaintè era inaudible en el viento, pero todas comprendieron sus instrucciones de mantener los botes alejados de las orillas del rio para evitar ser aplastadas por la caída de algún otro árbol.
Los botes se bamboleaban locamente en las agitadas olas, las yilanè se mantenían apretadas entre si en un intento de conservar el calor bajo la fría y sesgada lluvia. Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que el viento empezara a decrecer un poco. Lo peor de la tormenta parecía haber pasado.
—¡De vuelta a la ciudad! —ordenó Vaintè—. Tan rápido como sea posible.
El increíble viento había desgarrado un sendero a través de la jungla, derribando incluso los árboles más grandes. ¿Hasta dónde había llegado su destrucción? ¿Había golpeado la ciudad? Tenía que haberlo hecho. Y los árboles que formaban la ciudad eran aún jóvenes, todavía estaban creciendo. ¿Pero estaban bien arraigados? ¡Cuánto daño podía haberse producido! Era un pensamiento aterrador, pero no podía eludirse. Vaintè tuvo una terrible visión de destrucción ante sus ojos, y dio una patada a su bote para que aumentara la velocidad.
Stallan sujetó al trabado animal por el cuello mientras soltaba la trampa que sujetaba sus pateantes miembros, luego lo dejó caer en la jaula. Tan enfrascada había estado en aquella operación que no se dio cuenta del cambio en el tiempo hasta que se enderezó. Sus aletas respiratorias se abrieron mientras olía el aire. Había algo familiar en él…, y malo. Había formado parte del primer grupo explorador que había cruzado el océano hasta Gendasi, cuando acudieron en busca de un emplazamiento para la nueva ciudad. Cuando se decidieron por las orillas de Alpèasak, ella había sido uno de los miembros del grupo que se había quedado allí cuando el uruketo regresó a Inegban‹. Estaban armadas y eran fuertes y conscientes de los peligros que se ocultaban en la inexplorada jungla. Pero había sido un peligro desconocido el que casi las destruyó, acabando con sus provisiones de comida y obligándolas a cazar o a morirse de hambre. Había sido una tormenta de viento y lluvia de una ferocidad como nunca antes habían conocido.
Y había empezado exactamente de aquella misma manera, con un cielo amarillo, un aire denso y calmado. Stallan selló la jaula del animal y gritó, tan fuerte como pudo:
—¡Peligro!
Todas las fargi más cercanas se volvieron hacía ella ante el sonido, porque aquella era una de las primeras palabras que habían aprendido.
—Tú, al ambesed, vosotras, dispersaos. Avisad a todas. Una tormenta con fuertes vientos está casi aquí. ¡A las playas, a los campos abiertos, al agua…, lejos de los árboles!
Corrieron, ninguna más aprisa que Stallan. Cuando las primeras ráfagas de viento golpearon, centenares de yilanè se apresuraban a la seguridad de los terrenos despejados. Luego la tormenta golpeó con toda su furia, y los torrentes de agua que caían del cielo ocultaron de la vista la ciudad.
Stallan encontró un grupo de fargi temerosamente apelotonadas en la orilla del río y se metió entre ellas para escapar de la fría lluvia. Permanecieron así mientras el viento estallaba sobre ellas, y algunas de las más jóvenes no dejaron de sisear aterrorizadas hasta que una seca orden de Stallan las silenció. La autoridad de Stallan las mantuvo firmes mientras la tormenta se desencadenaba sobre ellas, obligándolas a aguardar hasta que hubo pasado antes de ordenarles que regresaran a la ciudad.
Cuando el agotado bote de Vaintè llegó a la orilla sembrada de restos, Stallan estaba allí aguardándola. Mucho antes de que pudiera pronunciarse ninguna palabra señaló que las cosas estaban bien. No perfectas, pero bien.
—Cuéntame los daños —indicó Vaintè apenas saltar a tierra.
—Dos fargi muertas y…
Vaintè la silenció con un furioso gesto.
—La ciudad, no las ciudadanas.
—Todavía no se ha informado de nada importante.
Han habido muchos daños menores, ramas arrancadas, algunas partes de la ciudad caídas al suelo. Han sido enviadas fargi a inspeccionar los nuevos campos y el ganado, pero ninguna ha regresado todavía.
—Mucho mejor de lo que esperaba. Que los informes sean llevados al ambesed.
Los daños se hicieron evidentes mientras se abrían camino por la ciudad. El techo viviente se había hundido en muchos lugares, y las pasarelas estaban sembradas de anchas hojas. Se oyó un lamento de uno de los corrales de comida cuando pasaron junto a él, y Stallan vio que uno de los ciervos se había roto la pata a causa de su propio pánico durante la tormenta. Un dardo de su omnipresente hesotsan lo silenció.
—Es malo, pero no tan malo como hubiera podido ser —dijo Vaintè—. Es una ciudad fuerte, y está creciendo bien. ¿Volverá a golpear el viento?
—Probablemente no…, no al menos hasta el próximo año. Hay viento y lluvia en otras épocas, pero sólo en esta época del año sopla así la tormenta.
—Un año es todo lo que necesitamos. Los daños serán reparados y Vanalpè cuidará de reforzar el crecimiento de la ciudad. Este nuevo mundo es duro y cruel… pero nosotras podemos ser tan duras y crueles como él.
—Será como decís, eistaa —dijo Stallan, y sus palabras no fueron un simple asentimiento, sino que fueron fuertemente coloreadas con la comprensión de que Vaintè quería decir exactamente lo que había dicho… y haría todo lo necesario para que se cumpliera.
A cualquier precio.