CAPÍTULO 1

Isizzo fa klabra massik, den sa rinyur meth alpi.

Escupe en los dientes del invierno, porque siempre muere en la primavera.

Amahast ya estaba despierto cuando las primeras luces del próximo amanecer empezaron a extenderse por encima del océano. Sobre su cabeza aún eran visibles las estrellas más brillantes. Sabía lo que eran: la sustancia de los cazadores muertos, que subía a los cielos cada noche. Pero ahora incluso estas, la sustancia de los mejores rastreadores, los cazadores más espléndidos, huían ante el naciente sol. Aquel era un sol feroz, allá a lo lejos al sur, y ardía de una forma completamente distinta del sol septentrional al que estaban acostumbrados, aquel que se alzaba débil en un cielo pálido por encima de los bosques cubiertos de nieve y de las montañas. Este podría ser otro sol completamente distinto. Sin embargo, poco antes del amanecer hacía allí un frío casi agradable, cerca del agua. No duraría. Con la luz del sol volvería el calor. Amahast se rascó las mordeduras de insectos en su brazo y aguardó al amanecer.

La silueta de su bote de madera emergió lentamente de la oscuridad. Había sido varado en la arena, bastante más allá de la línea de conchas y algas secas que señalaban el alcance de la marea alta. A su lado apenas podía ver las oscuras formas de los miembros dormidos de su sammad, los cuatro que habían venido con él en aquel viaje. Sin pedirlo, el amargo recuerdo de que uno de ellos, Diken, se estaba muriendo, volvió a él; pronto sólo serían tres.

Uno de ellos se estaba poniendo en pie, lenta y dolorosamente, apoyándose de una forma pesada en su lanza. Debía ser el viejo Ogatyr; sufría en sus brazos y piernas el envaramiento y dolores que aparecen con la edad, la humedad del suelo y la fría presa del invierno. Amahast se levantó también, sujetando igualmente su lanza. Los dos hombres se juntaron mientras caminaban hacía las pozas de agua.

—El día va a ser caluroso, kurro —dijo Ogatyr.

—Todos los días son calurosos aquí, viejo. Un niño podría adivinarlo. El sol horneará el calor de tus huesos.

Caminaron lenta y cautelosamente hacía el negro muro del bosque. La alta hierba susurraba a la brisa del amanecer; los primeros pájaros cantaron su despertar en los árboles. Algún animal del bosque se había comido los cogollos de las palmas bajas, luego había cavado el blando suelo al lado de ellas para encontrar agua. Los cazadores habían profundizado los agujeros la tarde antes, y ahora las improvisadas pozas rezumaban agua clara.

—Bebe todo lo que quieras —ordenó Amahast, volviéndose para observar el bosque. Tras él, Ogatyr resolló mientras se dejaba caer de rodillas, se inclinaba y sorbía ruidosa y ávidamente.

Era posible que algunos de los animales nocturnos pudiera emerger aún de la oscuridad de los árboles, de modo que Amahast se mantuvo en guardia, con la lanza preparada y apuntando olisqueando el húmedo aire, cargado con los intensos olores de la descomposición vegetal pero endulzado con el débil perfume de las flores abiertas durante la noche. Cuando el viejo hubo terminado se puso en pie para vigilar mientras Amahast bebía. Hundió profundamente el rostro en la fría agua, se volvió a alzar, jadeante, se echó agua en abundancia, con la mano formando cuenco, por todo su desnudo cuerpo, y lavó parte de la mugre y el sudor del día anterior.

—Donde nos detengamos esta noche será nuestro último campamento. Mañana deberemos volver y desandar nuestro camino —dijo Ogatyr, hablando por encima del hombro mientras sus ojos permanecían clavados en los arbustos y árboles que tenía delante.

—Eso me has dicho. Pero no creo que unos cuantos días más constituyan ninguna diferencia.

—Ya es tiempo de regresar. He hecho un nudo en mi cuerda cada anochecer. Los días son más cortos, tengo formas de saber eso. Cada anochecer llega más rápido, cada día el sol se hace más débil y no puede trepar hasta tan alto en el cielo. Y el viento está empezando a cambiar, incluso tú tienes que haberte dado cuenta de ello. Todo el verano ha estado soplando del sudeste. Ya no lo hace. ¿Recuerdas el año pasado, la tormenta que casi hundió el bote y derribó todo un bosque de árboles? La tormenta vino en esta época. Tenemos que regresar. Puedo recordar esas cosas, las tengo anudadas en mi cuerda.

—Sé que puedes, viejo. —Amahast se paso los dedos por los húmedos mechones de su pelo sin cortar. Le llegaba hasta más abajo de los hombros, mientras su rubia barba descansaba mojada sobre su pecho—. Pero también sabes que nuestro bote no está lleno.

—Hay mucha carne seca…

—No la suficiente. Necesitamos más que eso para pasar el invierno. La caza no ha sido buena. Por eso hemos ido más al sur de lo que nunca habíamos llegado antes. Necesitamos la carne.

—Un solo día más, luego regresaremos. Sólo uno. El camino a las montañas es largo y difícil.

Amahast no respondió. Respetaba a Ogatyr por todas las cosas que sabía el viejo, por su conocimiento de la forma correcta de construir herramientas y de encontrar las plantas mágicas. El viejo conocía los rituales necesarios para prepararse para la caza, así como los cantos que podían mantener alejados los espíritus de los muertos. Poseía todo el conocimiento de su propia vida y de las vidas de los que habían venido antes que él, las cosas que le habían dicho y que recordaba, que podía relatar desde la salida del sol por la mañana hasta su puesta por la noche y aún no terminarlas. Pero había cosas nuevas que el viejo no sabía, y esas eran las que turbaban a Amahast y exigían nuevas respuestas.

Los inviernos eran la causa de ello, los duros inviernos que no terminaban. Dos veces ya había surgido la promesa de la primavera mientras los días se hacian más largos, el sol más brillante…, pero la primavera no había llegado. La nieve profunda no se había derretido, el hielo en los arroyos había seguido helado. Luego había aparecido el hambre. El ciervo y el granciervo se habían mudado al sur, lejos de sus habituales valles y prados montanos que ahora permanecían cercados por el férreo puño del invierno. De modo que había conducido a su sammad siguiendo a los animales, habían tenido que hacerlo o morir de hambre lejos de las montañas, en las amplias llanuras de más allá. Sin embargo la caza no había sido buena, porque las manadas había sido diezmadas por el terrible invierno. Ni su sammad había sido el único que había tenido problemas. Otros sammads estaban cazando también allí, no sólo aquellos a los que su gente se había unido por matrimonio, sino sammads que nunca antes había visto. Hombres que hablaban el marbak de una forma extraña o no lo hablaban en absoluto, y les apuntaban furiosos con sus lanzas. Sin embargo, todos los sammads eran tanu, y los tanu nunca luchan con los tanu. Nunca hasta entonces, al menos. Pero ahora lo hicieron, y hubo sangre tanu en las afiladas puntas de piedra de las lanzas. Aquello turbó a Amahast tanto como el interminable invierno. Una lanza para cazar, un cuchillo para desollar, un fuego para cocinar. Así era como había sido siempre. Los tanu no mataban a los tanu. Antes que verse enfrentado a cometer ese crimen, prefirió conducir su sammad lejos de las colinas, avanzando día tras día hacía el sol de la mañana, sin detenerse hasta alcanzar las saladas aguas del gran mar. Sabia que el camino al norte estaba cerrado, porque el hielo allí llegaba hasta el borde del océano y sólo los paramutan, el pueblo de los botes de cuero, podía vivir en aquellas tierras heladas. El camino al sur estaba abierto, pero allí, en los bosques y junglas donde nunca caía la nieve, estaban los murgu. Y donde ellos estaban estaba la muerte.

Así que sólo quedaba el mar lleno de olas. Su sammad conocía desde hacía tiempo el arte de construir botes de madera para pescar en verano, pero nunca antes se habían aventurado fuera de la vista de la tierra o lejos de su campamento en la playa. Este verano había sido necesario. Pero el calamar seco no duraría todo el invierno. Si la caza era tan mala como lo había sido el invierno anterior entonces ninguno de ellos llegaría vivo a la primavera. De modo que sólo quedaba el sur, y esa fue la dirección que tomaron. Cazando a lo largo de la orilla y en las islas cercanas a la costa, siempre con miedo a los murgu.

Los otros ya se habían despertado. El sol estaba por encima del horizonte, y los primeros chillidos de los animales resonaban en las profundidades de la jungla. Era tiempo de encaminarse al mar.

Amahast asintió solemnemente cuando Kerrick le trajo la bolsa de piel de ekkotaz, luego extrajo un puñado de la densa masa de granos molidos y bayas machacadas. Revolvió con su otra mano la espesa mata de pelo de la cabeza de su hijo. Su primogénito. A punto de ser un hombre y tomar un nombre de hombre. Pero aún un muchacho, aunque crecía fuerte y alto. Su piel normalmente pálida, estaba ahora teñida de oro, desde que, como todos los demás en aquel viaje, sólo llevaba un taparrabo de piel de ciervo atado a su cintura. Alrededor de su cuello, colgando de una tira de cuero, había una versión más pequeña del cuchillo de metal del cielo que Amahast llevaba también. Un cuchillo no era tan afilado como una piedra, pero era atesorado por su rareza. Esos dos cuchillos, el grande y el pequeño, eran el único metal del cielo que poseía el sammad. Kerrick sonrió a su padre. Tenía ocho años, y aquella era su primera cacería con los hombres. Era lo más importante que le había sucedido nunca.

—¿Has bebido hasta saciarte? —preguntó Amahast. Kerrick asintió. Sabía que no iba a haber más agua hasta la caída de la noche. Aquella era una de las cosas importantes que un cazador tenía que aprender. Mientras había permanecido con las mujeres —y los niños— había bebido agua siempre que había sentido sed, o si había sentido hambre había ido a mordisquear unas cuantas bayas o había comido algunas raíces frescas recién desenterradas. Así de simple. Pero ahora estaba entre los cazadores, hacía lo que ellos hacían, se pasaba sin comer ni beber desde antes de la salida del sol hasta después que se había hecho oscuro. Aferró orgulloso su pequeña lanza, e intentó no sobresaltarse de miedo cuando algo crujió fuertemente en la jungla a sus espaldas.

—Empujad el bote —ordenó Amahast.

Los hombres no necesitaban ser animados; los sonidos de los murgu se estaban haciendo más fuertes, más amenazadores. Había poco que cargar en el bote, sólo sus lanzas, sus arcos y carcajes de flechas, sus bolsas de gamuza y sus saquitos de ekkotaz. Empujaron el bote hasta el agua, y el enorme Hastila y Ogatyr lo sujetaron firmemente mientras el muchacho trepaba a él, sosteniendo con cuidado una gran concha que contenía las resplandecientes brasas del fuego.

Detrás de ellos, en la playa, Diken se esforzaba en levantarse para unirse a los otros, pero hoy todavía no estaba lo bastante fuerte. Su piel estaba pálida por el esfuerzo y grandes gotas de sudor perlaban su rostro. Amahast se acercó y se arrodilló a su lado, alzó una punta de la piel de gamuza sobre la que estaba tendido y secó el rostro del hombre herido.

—Descansa. Te pondremos en el bote.

—Hoy no, si no puedo subir por mi pie a bordo, no. —La voz de Diken era ronca, jadeaba con el esfuerzo para hablar—. Será más fácil si aguardo aquí vuestro regreso. Será mejor para mi mano.

Su mano izquierda estaba ahora muy mal. Dos dedos había sido arrancados de un mordisco cuando una enorme criatura de la jungla había saltado a su campamento una noche, una forma apenas entrevista a la que habían herido con las lanzas, haciéndola retroceder de nuevo a la oscuridad. Al principio la herida de Diken no había parecido demasiado seria, muchos cazadores habían sobrevivido a cosas peores, e hicieron por él todo lo que estuvo a su alcance. Lavaron la herida con agua de mar hasta que sangró libremente, luego Ogatyr la vendó con una cataplasma hecha con musgo benseel recogido en los pantanos de la alta montaña. Pero esta vez no había sido suficiente. La carne se había puesto roja, luego negra, y finalmente el negror se había extendido hacía arriba por todo su brazo; su olor era horrible. Moriría pronto. Amahast alzó la vista del hinchado brazo al muro verde de la selva de más allá.

—Cuando los animales lleguen, mi tharm ya no estará aquí para ser consumido por ellos —dijo Diken, siguiendo la dirección de la mirada de Amahast. Su mano derecha estaba crispada en un apretado puño; la abrió y cerró brevemente para revelar la lasca de piedra que ocultaba allí. El tipo de piedra plana y afilada que usaban para abrir y despellejar un animal. Lo bastante afilada para abrirle las venas a un hombre.

Amahast se levantó lentamente y se sacudió la arena de sus desnudas rodillas.

—Te veré en el cielo —dijo, con una voz tan baja e inexpresiva que solamente el hombre agonizante pudo oírla.

—Siempre fuiste mi hermano —dijo Diken. Cuando Amahast se hubo alejado, volvió su rostro hacía otro lado y cerró los ojos para no ver a los otros alejarse y quizás hacerle alguna seña de despedida.

El bote estaba ya en el agua cuando Amahast llegó a él, agitándose ligeramente en las suaves olas. Era una buena y sólida embarcación hecha con el tronco ahuecado de un gran cedro. Kerrick estaba en la proa, soplando al pequeño fuego que descansaba sobre las rocas dispuestas allí. Chisporroteó y llameó cuando le añadió algunos trocitos de madera. Los hombres habían deslizado ya sus remos entre los toletes, listos para partir. Amahast se izó por el lado y encajó su remo timón en su lugar. Vio los ojos de los hombres trasladarse de él al cazador que se quedaba allá atrás en la playa, pero nadie dijo nada. Como era preceptivo. Un cazador no mostraba dolor…, ni mostraba compasión. Cada hombre tenía el derecho a elegir cuándo liberar su tharm para que ascendiera al erman, el cielo nocturno para recibir la bienvenida de Ermanpadar, el padre-cielo que gobernaba allí. Allá el tharm del cazador se uniría a los demás tharms entre las estrellas. Cada cazador tenía este derecho, y ningún otro podía disuadirle de ello o interponerse en su camino. Incluso Kerrick sabía eso, y permaneció tan silencioso como los demás.

—Hacia la isla— ordenó Amahast.

La baja isla cubierta de hierba se hallaba cerca de la costa y protegía allí la playa de la fuerza de las olas del océano. Más al sur se elevaba, por encima de las salpicaduras saladas del mar, y era allí donde empezaban los árboles. Con hierba y refugio, había la promesa de una buena caza. A menos que los murgu estuvieran también allí.

—¡Mirad, en el agua! —exclamó Kerrick, señalando hacía el mar. Un inmenso banco de hardalt estaba pasando debajo de ellos, arrastrando los tentáculos, con sus innumerables cuerpos desprovistos de huesos protegidos por sus cascarones. Hastila sujetó su lanza por el extremo del mango y la apuntó hacía el agua. Era un hombre corpulento, más alto incluso que Amahast, pero muy rápido para todo aquello. Aguardó un momento…, luego hundió la lanza en el mar, profundamente, hasta que incluso su brazo quedó sumergido en el agua, y volvió a alzarla.

Su punta había acertado su blanco, penetrando en el blando cuerpo detrás del cascarón, y el hardalt fue izado fuera del agua y arrojado al fondo del bote, donde se estremeció, con los tentáculos agitándose débilmente y la negra tinta rezumando de su horadado saco. Todos rieron ante aquello. Hastila había recibido merecidamente su nombre, Lanza-en-mano. Una lanza que nunca fallaba.

—Buena comida —dijo Hastila, apoyando su pie en el cascarón y liberando su lanza del cuerpo.

Kerrick se sentía excitado. Qué fácil parecía. Un simple golpe rápido…, y ahí estaba un gran hardalt, comida suficiente para alimentarlos a todos durante todo un día. Tomó su propia lanza por el extremo, tal como Hastila había hecho. Tenía sólo la mitad de la longitud de la lanza del cazador, pero la punta era igual de afilada. Los hardalt seguían aún allí, más densos que nunca, y uno de ellos estaba debajo mismo de la superficie al lado de la proa.

Kerrick golpeó hacía abajo, fuerte. Notó que la punta se hundía en carne. Aferró el mango con ambas manos y tiró hacía arriba. El mango de madera se agitó y se estremeció entre sus manos, pero, ceñudamente, lo mantuvo sujeto, tirando con todas sus fuerzas.

Hubo un gran chapoteo y mucha espuma en el agua cuando la chorreante y reluciente cabeza se alzó por el lado del bote. La lanza se soltó de la carne del animal y Kerrick cayó hacía atrás en el momento en que las mandíbulas se abrían, mostrando hileras de dientes ante él, con un chirriante rugido tan cercano que el hediondo aliento de la criatura le cubrió por completo. Unas afiladas garras rasgaron el bote, arrancando astillas de la madera. En aquel mismo momento Hastila ya estaba allí, hundiendo su lanza entre aquellas terribles mandíbulas, una vez, dos veces. El marag chilló agudamente, y un chorro de sangre salpicó al muchacho. Luego las mandíbulas se cerraron y, por un instante, Kerrick contempló de frente aquel ojo redondo, fijo sin parpadear, delante de su rostro.

Un momento más tarde había desaparecido, y la superficie del agua bajo la cual se había sumergido quedó cubierta de espuma sanguinolenta.

—Directos hacía la isla —ordenó Amahast—. Tiene que haber más de estas bestias, y más grandes, siguiendo a los hardalt. ¿Está herido el muchacho?

Ogatyr lanzó un puñado de agua sobre el rostro de Kerrick y lo limpió.

—Sólo asustado —dijo, contemplando el tenso rostro.

—Ha tenido suerte —dijo hoscamente Amahast—. La suerte sólo viene una vez. Nunca volverá a arrojar una lanza a ciegas.

¡Nunca!, pensó Kerrick, casi gritando la palabra en voz alta, contemplando la desgarrada madera allá donde las garras de la bestia la habían hendido profundamente. Había oído hablar de los murgu, había visto sus garras formando las cuentas de un collar, incluso había tocado una suave bolsa multicolor hecha con la piel de uno de ellos. Pero las historias nunca había llegado a asustarle; altos como el cielo, dientes como lanzas, ojos como piedras, garras como cuchillos. Pero ahora estaba asustado. Se volvió para mirar hacía la orilla, seguro de que había lágrimas en sus ojos y deseando que los otros no las vieran, mordiéndose los labios mientras se acercaban lentamente a tierra. El bote fue de pronto un delgado cascarón sobre un mar de monstruos, y deseó desesperadamente hallarse de nuevo sobre tierra firme. Casi gritó cuando la proa rozó contra la arena. Mientras los demás empujaban el bote fuera del agua, acabó de lavarse todas las huellas de la sangre del marag.

Amahast emitió un bajo sonido sibilante entre los dientes, una señal de cazador, y todos se inmovilizaron, silenciosos y casi sin respirar. Amahast se tendió entre la hierba más arriba de ellos, observando por encima de la elevación. Hizo un gesto con la mano para que todos se echaran también al suelo, luego les señaló que avanzaran hasta situarse a su lado. Kerrick hizo lo mismo que los demás, sin alzar la cabeza por encima de la hierba sino separando cuidadosamente los tallos con los dedos para poder ver entre ellos.

Ciervos. Una horda de los pequeños animales estaba pastando justo a un tiro de flecha de distancia. Rechonchos por la lujuriante hierba de la isla, se movían lentamente, agitando sus largas orejas contra las moscas que zumbaban a su alrededor. Kerrick ensanchó las aletas de su nariz y olisqueó, y pudo captar el dulce olor de sus pieles.

—Avancemos silenciosamente a lo largo de la orilla —dijo Amahast—. El viento sopla desde ellos hacía nosotros, no nos olerán. Podremos acercarnos.-Abrió camino, corriendo acuclillado, y los demás le siguieron. Kerrick cerraba la marcha.

Prepararon sus flechas mientras permanecían aún agazapados tras la prominencia de la orilla, tensaron sus arcos, luego se alzaron y dispararon a la vez.

La lluvia de flechas dio en el blanco; dos de los animales cayeron, y un tercero quedó herido. El pequeño ciervo podía recorrer una buena distancia con una flecha en su cuerpo. Amahast corrió rápido tras él y le cortó el camino. El animal se estremeció, bajó amenazador sus diminutos cuernos, y Amahast rio y saltó contra él, agarró los cuernos con ambas manos y los retorció. El animal bufó y se tambaleó, luego berreó mientras caía, impotente. Amahast arqueó su cuello hacía atrás mientras Kerrick corría hacía él.

—Utiliza tu lanza, tu primera presa. En la garganta… a un lado, clava profundo y retuerce.

Kerrick hizo lo que le indicaba su padre, y el ciervo berreó agónicamente mientras la roja sangre brotaba a borbotones y empapaba las manos y brazos de Kerrick. Sangre de la que sentirse orgulloso. Hundió la lanza más profundamente en la herida hasta que el animal se estremeció y murió.

—Una buena muerte —dijo orgulloso Amahast. La forma en que habló hizo que Kerrick confiara que el incidente del marag en el bote no fuera mencionado de nuevo.

Los cazadores rieron complacidos mientras abrían y evisceraban sus presas. Amahast señaló al sur, hacía la parte más alta de la isla.

—Los llevaremos a los árboles, donde podamos colgarlos para que se sequen.

—¿Cazaremos de nuevo? —preguntó Hastila.

Amahast agitó negativamente la cabeza.

—No, si tenemos que regresar mañana. Nos tomará todo el día y toda la noche descuartizar y ahumar lo que ya tenemos.

—Y comer —dijo Ogatyr, haciendo chasquear ruidosamente los labios—. Comer hasta hartarnos. ¡Cuánto más metamos en nuestros estómagos, menos tendremos que transportar sobre nuestras espaldas! Aunque se estaba más fresco entre los árboles, pronto estuvieron rodeados de picantes moscas. Lo único que podían hacer era darles manotazos y suplicar a Amahast empezar lo antes posible con el ahumado para mantenerlas a raya.

—Despellejad las presas —ordenó, luego pateó un tronco caído; se hizo pedazos—. Demasiado húmedo. La madera aquí debajo de los árboles está demasiado mojada para que arda. Ogatyr, trae el fuego del bote y aliméntalo con hierba seca hasta que regresemos. Me llevaré al muchacho y traeremos un poco de madera seca de la playa.

Dejó su arco y sus flechas detrás, pero tomó su lanza y echó a andar por entre los árboles hacía la costa. Kerrick hizo lo mismo y se apresuró tras él.

La playa era amplia, con una fina arena casi tan blanca como la nieve. En la línea de rompientes las olas se quebraban con un rumor de burbujeante espuma que se alzaba playa arriba hacía ellos. En el borde del agua había trozos de madera y esponjas rotas, interminables conchas multicolores, caracolas violetas, grandes ristras verdes de algas con pequeños cangrejos aferrados a ellas. Los pocos trozos de madera eran demasiado pequeños para molestarse por ellos, así que caminaron hacía el promontorio que formaba como una pequeña península rocosa que penetraba en el mar. Tras subir la fácil pendiente pudieron observar entre los árboles para ver que el promontorio se curvaba hacía fuera formando una pequeña y recogida bahía. En la arena, al otro extremo, unas formas oscuras, que podían ser focas, se calentaban al sol.

En aquel mismo momento fueron conscientes de que había alguien de pie debajo de un árbol cercano, observando también la bahía. Otro cazador, quizás. Amahast había abierto ya la boca para llamarle cuando la figura dio un paso adelante, a la luz del sol.

Las palabras se helaron en su garganta; todos los músculos de su cuerpo se tensaron.

No era ni un cazador ni un hombre, nada de aquello. Su forma era humanoide, pero repelentemente distinta en todos sus aspectos.

La criatura estaba desprovista de pelo e iba desnuda, con una cresta coloreada que recorría la parte superior de su cabeza y descendía por toda su espina dorsal. Era brillante a la luz del sol, obscenamente marcada por una piel escamosa y multicolor. Un marag. Más pequeño que los gigantes de la jungla, pero un marag pese a todo. Como todos los de su especie, permanecía completamente inmóvil en su actitud de descanso, como tallado en piedra. Luego volvió su cabeza hacía un lado, con una serie de pequeños movimientos bruscos, hasta que pudieron ver su redondo e inexpresivo ojo, la enorme y prominente mandíbula. Se mantuvieron tan inmóviles como los propios murgu, aferrando fuertemente sus lanzas, sin ser vistos, porque la criatura no había vuelto lo suficiente la cabeza como para divisar sus silenciosas formas entre los árboles.

Amahast aguardó hasta que su mirada volvió al océano antes de moverse. Se deslizó hacía delante sin un sonido, alzando su lanza. Había alcanzado el borde de los árboles antes de que la criatura le oyera o captara su aproximación. Giró la cabeza hacía él, mirando directamente a su rostro.

El cazador hundió la punta de piedra de su lanza en el ojo sin párpado, atravesándolo y hundiéndola profundamente en el cerebro que había detrás.

Se estremeció una sola vez, un espasmo que agitó todo su cuerpo, y cayó pesadamente. Muerto antes de golpear el suelo. Amahast liberó la lanza antes incluso de eso, giró sobre sí mismo y paseó su mirada por la ladera y la playa más allá. No había ninguna otra de aquellas criaturas por allí.

Kerrick se reunió con su padre y se detuvo silencioso a su lado mientras contemplaban el cadáver.

Era una burda y desagradable parodia de la forma humana. La roja sangre seguía manando por la órbita del destrozado ojo, mientras el otro les miraba ciegamente, su pupila una negra raja vertical. No tenía nariz; sólo unas aberturas con una especie de aletas allá donde hubiera debido estar la nariz. Su prominente mandíbula había caído en la agonía de la repentina muerte, revelando blancas hileras de afilados y puntiagudos dientes.

—¿Qué es? —preguntó Kerrick, casi atragantándose con las palabras.

—No lo sé. Un marag de alguna especie. Uno pequeño, nunca antes había visto a otros como él.

—Se mantenía sobre sus patas traseras y caminaba como si fuese un humano, un tanu. Un murgu, padre, pero tiene manos como las nuestras.

—No como las nuestras. Cuenta. Uno, dos, tres dedos y un pulgar. No; sólo tiene dos dedos…, y dos pulgares.

Los labios de Amahast se entreabrieron sobre sus dientes mientras contemplaba la criatura. Sus piernas eran cortas y arqueadas, los pies planos, con los dedos rematados en garras. Tenía una cola pequeña y gruesa. Ahora permanecía acurrucado en la muerte, con un brazo debajo de su cuerpo. Amahast metió un pie y le dio la vuelta. Más misterio, porque aferrado en su mano pudo ver ahora lo que parecía ser un trozo de nudosa madera negra.

—¡Padre…, la playa! —exclamó Kerrick.

Buscaron refugio bajo los árboles y observaron desde su escondite, mientras las criaturas emergían del mar justo debajo del lugar donde ellos estaban.

Eran tres murgu. Dos de ellos muy parecidos al que habían matado. El tercero era más grande, grueso y de movimientos mucho más lentos. Permanecía tendido medio dentro y medio fuera del agua, flotando sobre su espalda, los ojos cerrados y los miembros inmóviles. Burbujeó por las aletas de sus hendiduras respiratorias, luego se rascó el estómago con las garras de uno de sus pies, lenta y perezosamente. Uno de los murgu más pequeños agitó sus zarpas en el aire y emitió un sonido como un agudo cloqueo.

La rabia ascendió por la garganta de Amahast atragantándole de tal modo que no pudo evitar un jadeo. El odio casi le cegó mientras casi sin intervención de su voluntad, se lanzó ladera abajo enarbolando la lanza ante él.

Estuvo sobre las criaturas en un momento, alanceando a la más cercana. Pero esta se echó hacía un lado mientras se volvía y la punta de piedra sólo desgarró su costado, atravesando sus costillas. La boca de la criatura se abrió enormemente, y siseó con fuerza mientras intentaba huir. El siguiente golpe de Amahast le acertó de lleno.

Amahast liberó su lanza, se volvió para ver a la otra criatura abalanzarse al agua para huir. Abriendo espasmódicamente los brazos al caer, mientras la lanza más pequeña de Kerrick silbaba por el aire y le alcanzaba en plena espalda.

—Un buen golpe —dijo Amahast, asegurándose de que estaba muerta antes de arrancar la lanza y devolvérsela a Kerrick.

Sólo quedaba el marag más grande. Sus ojos estaban cerrados, y parecía no haberse dado cuenta de nada de lo que acababa de ocurrir a su alrededor.

La lanza de Amahast se hundió profundamente en su costado, y emitió un gruñido casi humano. La criatura estaba envuelta en grasa, y tuvo que golpear de nuevo, una y otra vez, antes de que quedara inmóvil. Cuando hubo terminado Amahast se apoyó en su lanza, jadeando fuertemente, contemplando con asco las criaturas muertas, poseído aún por el odio.

—Cosas así tienen que ser destruidas. Los murgu no son como nosotros; mira sus pieles: escamas. Ninguno de ellos tiene pelo, temen el frío, su carne es venenosa. Cuando los encontramos tenemos que destruirlos.-Pronunció despectivamente las palabras, y Kerrick sólo pudo asentir, sintiendo la misma profunda e innata repulsión.

—Bien, vayamos a por los otros —dijo Amahast—. Rápido. Mira; allí, al otro lado de la bahía, hay más. Tenemos que matarlos a todos.

Su mirada captó un movimiento, y echó hacía atrás su lanza, creyendo que la criatura aún no estaba muerta. Su cola se movía.

¡No! La cola en sí no se movía, pero algo se agitaba obscenamente bajo la piel de su base. Había como una raja allí, una abertura de algún tipo. Una bolsa en la base de la gruesa cola de la criatura. Amahast la rasgó con la punta de su lanza abriéndola, luego luchó contra el deseo de vomitar ante la visión de las pálidas criaturas que cayeron sobre la arena.

Arrugadas, ciegas, pequeñas imitaciones de los adultos. Debían ser sus crías. Rugiendo furiosamente, las pisoteó.

—¡Destruirlas todas, destruirlas! —Farfulló las palabras una y otra vez, y Kerrick huyó entre los árboles.