Fuego

Durante un rato me quedé apoyado en la pared de una casa, haciendo esfuerzos para poder respirar, mortalmente agotado y temblando de frío. Lentamente recobré la conciencia de dónde me hallaba y de lo que sucedía a mi alrededor.

¿Acaso no había jurado Brockendorf a gritos: «¡El coronel va a oírnos, así se despierten todos los demonios del infierno!»? ¡Sí! El coronel nos había oído, y a fe mía que todos los demonios del infierno se habían despertado.

La artillería de la guerrilla lanzaba sin cesar, descarga a descarga, sus bombas incendiarias y sus obuses sobre las calles y casas de la ciudad. Una parte de los edificios que rodeaban al ayuntamiento estaba en llamas; el molino cercano al puente del río Alcar había sido alcanzado por el fuego; por los tragaluces del convento de San Daniel se asomaban espesas nubes de humo negro y venenoso, y desde los tejados puntiagudos de la casa del prelado se alzaban verticalmente hacia el cielo dos haces de fuego.

Las campanas de Nuestra Señora del Pilar y de la Torre de la Gironella aullaban la alarma de incendio. Grupos de granaderos corrían sin rumbo por las calles, pregonando a gritos, en total confusión, que había que atacar, abrir fuego, cargar, formar cuadros e intentar una salida. Aquí y allá se veía la cara pálida de susto de algún aldeano que, cargado con sus enseres, corría por la calle en busca de alguna casa aún respetada por el fuego en cuya bodega pudiera esconderse.

El coronel salió de su casa corriendo y a medio vestirse, llamando sin parar a su asistente y a Eglofstein. Nadie le hacía caso, nadie lo reconocía. A puñetazos y empujones se abrió paso por entre la muchedumbre que gritaba.

Entonces apareció Eglofstein y vi que el coronel le gritaba enfurecido. Eglofstein retrocedió como si hubiera recibido un golpe y se encogió de hombros; otros se interpusieron entre ellos y yo, y los perdí de vista. Un tropel de sombras pasó ante mí vertiginoso y sin ruido: Donop conducía a su compañía a paso de carga hacia el bastión de San Roque, pues allí, al parecer, se había trabado combate; el viento me traía descargas de fusilería, un lejano redoblar de tambores y un confuso griterío.

Cuando hubo pasado la compañía de Donop, volví a ver al coronel; estaba delante del portal del convento, dando órdenes a dos granaderos que, equipados con picos y trapos mojados, se disponían a penetrar en el edificio en llamas. Y al ver al coronel esperando allí con los brazos cruzados, sentí de repente un escalofrío, un terror indomable se apoderó de mí: ¡mi sable, mi pistolón, mis guantes de cuero se habían quedado arriba, en la cripta, sobre las baldosas de piedra o el banco de madera, y lo mismo las armas de Eglofstein, Donop y Brockendorf! El corazón dejó de latirme y grité para mi fuero interno: ¡Cielo santo! ¡Esos dos van a encontrarlo todo, estamos perdidos, se va a saber que la señal la hemos dado nosotros y no el marqués de Bolibar!

Pero al cabo de unos instantes volvían a estar los dos afuera, medio inconscientes, tambaleándose, con los bigotes y las ropas chamuscados, y las caras y las manos ennegrecidas. Uno de los granaderos tenía un brazo envuelto en harapos ensangrentados: se le había metido un trozo de metralla en la muñeca. Al cabo de apenas cien pasos habían tenido que volverse, pues todos los corredores y estancias del convento estaban llenos de humo espeso… Y yo agradecí a Dios su ayuda desde el fondo de mi corazón.

Entretanto, el coronel y Eglofstein habían saltado sobre sus caballos y galopaban a la par del viento y de las llamas por la calle de los Jerónimos, que estaba en llamas, en dirección al hospital de Santa Engracia, pues había llegado la noticia de que también aquel edificio corría peligro de incendio.

Los otros también se habían dispersado, y la calle estaba desierta. Brockendorf y yo nos quedamos allí, y con nosotros mi cabo Thiele y ocho o nueve de mis nombres que no temían o desconocían el peligro que los amenazaba. El fuego había hecho pasto en las provisiones de estopa y paja de avena que estaban almacenadas en la planta baja del edificio, y en cualquier momento podía alcanzar los barriles de pólvora que se hallaban en el refectorio, en la sala capitular y por los corredores. No había medio de evitar el desastre, y lo único que podíamos hacer era intentar que el fuego no se propagara a las casas vecinas al convento.

Brockendorf me ordenó a gritos que retrocediera y cerrara, con mis hombres, el otro extremo de la calle, evitando que nadie pasara el cordón y pudiera acercarse al convento, pues ya habíamos oído dos breves estampidos en rápida sucesión en el interior de la casa: eran dos barriles de pólvora que acababan de saltar por los aires.

El viento aullaba, y me lanzaba a la cara grandes copos de nieve húmeda. En la calle había tanta luz como si fuese de día, y los ventanales del convento en llamas brillaban como si reflejasen el sol del crepúsculo.

La artillería seguía tronando contra las casas de la ciudad, pero aparentemente se había dominado el incendio en la zona vecina al ayuntamiento.

Mientras estaba en mi puesto vi de improviso una escuadrilla de jinetes que se acercaba al galope a mi barrera. A la cabeza cabalgaba Salignac; los cascos de los caballos retumbaban por toda la calle.

No llevaba casco ni capote, y empuñaba el sable desnudo; su bigote gris estaba erizado, y su rostro lívido se estremecía de emoción. Salté adelante y me crucé en su camino.

—Perdone usted, mi capitán. Por aquí no puede usted pasar.

—¡Salga de ahí delante! —me gritó, deteniendo su caballo muy cerca de mí.

—Esta calle está cerrada. No puedo hacerme responsable de su vida.

—¿Y a usted qué diablos le importa mi vida? ¡Cuídese de la suya! ¡Fuera de ahí le he dicho!

Espoleó a su caballo y enarboló el sable por encima de mi cabeza.

—¡He recibido órdenes —exclamé—, y son de que…!

—¡Al carajo sus órdenes! ¡Deje paso!

Me hice a un lado, y él pasó por mi lado como un rayo, con sus hombres.

Ante el portal del convento desmontó de un salto. Tenía la guerrera y las botas totalmente cubiertas de polvo y fango, como si a su lado hubiese estallado una bala de cañón. Echó una mirada furiosa en torno suyo.

Brockendorf llegó corriendo, sin aliento, desde el otro extremo de la calle.

—¡Salignac! —gritó aún desde lejos—. ¿Se puede saber qué está buscando usted aquí?

—¿Está todavía dentro? ¿Lo han visto ustedes?

—¿A quién busca? ¿Al coronel?

—¡Busco al marqués de Bolibar! —gritó Salignac. Nunca antes había percibido yo tanta rabia y odio y desprecio en el sonido de una voz humana.

—¿Al marqués de Bolibar? —balbució Brockendorf desconcertado, y se quedó mirando a Salignac con la boca abierta.

—¿Se ha ido? ¿Se ha escapado?

—No lo sé —profirió Brockendorf, turbado—. Por este portal no ha salido.

—Entonces todavía está ahí arriba —exclamó Salignac con el júbilo del diablo al atrapar un alma—. Esta vez no se me escapa.

Se dirigió a sus dragones:

—¡Ya tenemos al traidor! Pie a tierra y detrás de mí.

Noté inquietud entre los dragones; meneaban las cabezas y miraban indecisos ora a su comandante, ora al convento en llamas.

—¡Salignac! —exclamó Brockendorf, horrorizado por el demencial propósito del capitán—. Va usted a una muerte segura. ¡La pólvora! El fuego va a…

—¡Adelante! —gritó Salignac, sin hacerle caso—. ¡El que no sea un cobarde, que venga conmigo!

Cuatro de los dragones, hombres intrépidos y familiarizados con la muerte, veteranos que desde Marengo habían librado cien batallas, desmontaron de un salto, y uno de ellos dijo:

—Camaradas, para los valientes sólo hay un cielo. Allí nos encontraremos.

—¡Se han vuelto locos! —rugió Brockendorf.

—¡Viva el Emperador! —gritó Salignac, blandiendo su sable. «¡Viva el Emperador!», exclamaron los dragones. Y los cinco se precipitaron por el portal y los vimos desaparecer en un torbellino de brasas encendidas.

Nos quedamos todos inmóviles y mudos.

—Retrocederá en cuanto vea cómo está la cosa —afirmó Brockendorf al cabo de unos instantes.

—Ese no retrocede —dijo el cabo Thiele a mi espalda—. Ese no, mi capitán.

—De ese infierno no hay alma humana que salga viva —exclamó otro.

—Cierto, no hay alma humana —asintió Thiele.

—Allá va, hacia la muerte, persiguiendo a un fantasma —le dije al oído a Brockendorf—. Y la culpa es nuestra.

—Debería haberle dicho la verdad —gimió Brockendorf—. ¡Que Dios me perdone! Debería habérsela dicho.

—¡Salignac! —grité hacia la boca del incendio— ¡Salignac!

Demasiado tarde. No hubo respuesta.

—Parecía —dijo uno— como si ese oficial buscara la muerte.

—¡Aciertas! —exclamó el cabo Thiele—. Aciertas, hijo mío. Conozco al viejo, sé muy bien que busca la muerte. ¡Santo Dios! ¿Qué es eso?

Por unos instantes dejamos de vernos los unos a los otros. Una espantosa nube de humo llenó la calle, pero el viento tempestuoso la disipó enseguida. Y luego una explosión breve e intensa que me arrojó al suelo. Los caballos se espantaron y salieron en desbandada calle abajo con sus jinetes. Y después el silencio, un largo silencio, un silencio sepulcral, hasta que oí bramar a Brockendorf como un demente:

—¡Fuera de aquí! ¡Atrás! ¡Es la pólvora!

Volvía encontrarme bajo el arco del portal de la casa de enfrente, no sé cómo llegué tan rápidamente hasta allí. Oí un impresionante zumbido, un trueno, un silbido, una trepidación que llegaban desde arriba; vigas, piedras, ascuas, trozos de madera ardiendo trazaron un torbellino en el aire y se precipitaron hacia el suelo como una granizada. La pared del convento acababa de reventar, y vi ante mis ojos un mar de llamas.

A través de la calle acudió hacia mí corriendo el cabo Thiele, haciéndome señales con ambos brazos. Se tiró al suelo a mi lado, jadeante. Por todos los lados vi a los hombres aplastados contra la pared de la casa, protegiéndose con los brazos contra el humo y las cenizas ardientes que el viento les lanzaba a los ojos. En medio de la calle había un muerto, estirado debajo de una viga en llamas.

—¡Jochberg! —oí la voz de Brockendorf, pero no lo veía, y tampoco sabía dónde se había refugiado—. ¿Dónde está usted? ¿Está vivo?

—¡Estoy aquí! ¡Aquí! —clamé—. ¿Y usted? ¿Y Salignac? ¿Dónde está? ¿Lo ve usted?

—¡Está muerto! —gritó Brockendorf—. De ese infierno no sale nadie vivo.

—¡Salignac! —grité en medio de aquel estruendo infernal, y nos quedamos todos escuchando unos instantes, pero sin esperanza ni fe.

—¡Salignac! —volví a gritar—. ¡Salignac!

—¡Aquí estoy! ¿Quién me llama? —se oyó responder, y de repente el capitán surgió de entre el humo y las llamas. Sus ropas humeaban, cubiertas de brasas; la venda de la frente estaba consumida por el fuego; la hoja del sable que empuñaba reciamente se había enrojecido hasta el puño. Pero allí estaba él, mis ojos lo veían y se resistían a creerlo, allí estaba, escupido por el fuego y la muerte y el infierno y la destrucción.

Me lo quedé mirando sin articular palabra. Brockendorf prorrumpió en un ruidoso júbilo.

—¡Salignac! ¡Está vivo! —exclamó; en su voz se mezclaban la alegría, el pasmo, la duda y el horror—. ¡Le dábamos por muerto, Salignac!

El capitán irguió la cabeza y rió. Aún hoy resuena escalofriante en mis oídos aquella carcajada.

—¿Dónde están los demás? —gritó Brockendorf.

—Si el marqués de Bolibar estaba ahí arriba, ya no dará la tercera señal.

Entonces una viga se desprendió del techo, giró en el aire y cayó con gran estrépito a los pies de Salignac.

—¡Atrás, Salignac! —oí gritar de nuevo a Brockendorf; después, el estruendo ahogó su voz.

Salignac, tieso y erguido, no se movió. Pero la pared reventada del convento se combó y se vino abajo con un ruido ensordecedor. Brotaron llamas, la calle se cubrió de escombros al rojo vivo. Y, a través de un torbellino de llamas y de lenguas de fuego, por entre vigas que se venían abajo y piedras que reventaban al estrellarse contra el suelo, vi a Salignac caminando lentamente calle abajo, como si, en medio de la muerte y la destrucción, le sobrara el tiempo.