Las campanas tocaban el Ángelus. Un ligero viento susurraba entre los cipreses contiguos a la ventana, donde trinaban los pájaros antes de dormirse. La voz del mar se debilitaba poco a poco y el bendito silencio de la noche caía sobre la vieja torre.
Estaba sentado en mi «Savonarola», cansado y anhelando el reposo. Wolf dormía a mis pies. Durante días y noches rara vez se había apartado de mí. De vez en cuando abría los párpados y me miraba con ojos tan llenos de amor y de tristeza, que casi se inundaban de lágrimas los míos. A veces se levantaba y ponía su gran cabeza sobre mis rodillas. ¿Sabía lo que yo sabía, comprendía lo que yo comprendía, que se acercaba la hora de la separación? Acaricié su cabeza en silencio; por primera vez no sabía qué decirle, cómo explicarle el gran misterio que no podía explicarme a mí mismo.
—Wolf, me estoy yendo para un largo viaje a una tierra lejana. Esta vez no puedes venir conmigo, amigo mío; debes quedarte donde estás, donde hemos vivido juntos tanto tiempo, compartiendo penas y alegrías. No debes compadecerme, sino olvidarme como harán todos, porque tal es la ley de la vida. Tranquilízate; yo estaré bien, y tú, igual. Cuanto se ha podido hacer por tu bienestar, se ha hecho. Vivirás en los viejos lugares que te son familiares, donde gente amiga velará por ti con mi mismo amoroso cuidado. Tendrás tu abundante comida diaria cuando las campanas toquen mediodía, y tus suculentos huesos dos veces por semana, como siempre. El gran jardín donde retozabas seguirá siendo tuyo, y si te olvidaras de la ley y te dedicases a cazar algún gato bajo los olivos, desde el lugar donde esté seguiré mirando la caza con mi ojo ciego, cerrando el sano, como solía hacer por amistad. Después, cuando tus miembros estén rígidos y velados tus ojos, descansarás para siempre bajo la antigua columna de mármol, en el bosquecillo de cipreses contiguo a la vieja torre, al lado de tus compañeros que se fueron antes que tú. Y, a pesar de todo, ¿quién sabe si aún nos volveremos a ver? Grandes o pequeñas, nuestras probabilidades son las mismas.
—¡No te vayas, quédate conmigo o llévame contigo! —imploraban los fieles ojos.
—Voy a un país del que nada conozco. No sé lo que me sucederá allí y, mucho menos, lo que te pasaría a ti si vinieras conmigo. He leído extrañas fábulas de ese mundo ignoto, pero no son, fábulas, porque ninguno de los que allí han ido ha vuelto para decirnos lo que ha visto. Únicamente un hombre nos lo hubiera podido contar, pero era el Hijo de Dios y volvió a su Padre con los labios sellados, en un silencio impenetrable.
Acaricié la gran cabeza, pero mis manos, entorpecidas, no sentían ya el contacto de su lustroso pelo.
Cuando me inclinaba para darle un beso de despedida, un imprevisto pavor relampagueó en sus ojos. Retiróse aterrorizado y se arrastró a su cama, bajo la mesa frailera. Lo llamé, pero no vino. Yo sabía lo que esto significaba. Lo tenía ya observado. Creí que aún me quedarían uno o dos días de vida. Me levanté y quise ir a la ventana para aspirar una bocanada de aire, pero mis miembros se negaron a obedecerme y me desplomé en la silla. Tendí la mirada en torno. Todo estaba oscuro y silencioso, pero me parecía oír a Artemisa, la austera diosa, que sacaba de la aljaba la ágil flecha, dispuesta a levantar el arco. Una mano invisible tocó mi hombro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Creí desvanecerme, pero no sentía ningún dolor y mi mente estaba clara:
—¡Bien venido, Señor! He oído el galope de tu negro corcel a través de la noche. Has ganado finalmente la carrera, puesto que aún puedo reconocer tu rostro sombrío mientras te inclinas sobre mí. No me eres desconocido. Nos hemos encontrado a menudo desde que estuvimos lado a lado junto a un lecho de la Salle Sainte-Claire. Entonces te llamaba malvado y cruel, verdugo que goza con la lenta tortura de su víctima. No conocía la vida como la conozco ahora. Ahora sé que, de los dos, eres tú mucho más misericordioso; sé que lo que quitas con una mano lo devuelves con la otra; sé que era la vida, no tú, quien encendía de terror aquellos ojos desorbitados, y quien distendía los músculos de aquellos pechos jadeantes para otra angustiosa respiración, para otro minuto de agonía.
»Hoy no lucharé contigo. Su hubieras venido cuando mi sangre era joven, sería otra cosa. Estaba lleno de vida, entonces; hubiera luchado como un buen combatiente y me habría defendido de la mejor manera. Ahora estoy cansado; mis ojos están velados; mis miembros, perezosos, y mi corazón, consumido: sólo me queda la mente, y me dice que es inútil combatir. Por lo tanto, permaneceré tranquilamente en mi “Savonarola” y te dejaré libre para hacer lo que debas. Tengo curiosidad por ver cómo trabajas; me ha interesado siempre la fisiología. Vale más que te advierta que estoy hecho de bonísima estofa; hiere, pues, lo más fuerte que puedas o errarás de nuevo el golpe, como lo erraste ya un par de veces, si no me engaño. ¡Espero, Señor, que no me guardes rencor por los tiempos pasados! ¡Ay de mí! Temo haberte dado mucho quehacer en aquellos días, en la Avenue de Villiers. ¡Por favor, Sire, no soy tan valiente como pretendo!; si antes de empezar quisieras darme algunas gotas de tu eterno beleño[131], te quedaría agradecido.
—Siempre lo hago, y tú debes saberlo; me has visto trabajar con frecuencia. ¿Quieres algún sacerdote? Aún estás a tiempo. Siempre que se me ve venir se manda buscar un cura.
—Es inútil; nada puede hacer ya por mí. Es demasiado tarde para que yo me arrepienta, y para que él me condenase sería demasiado pronto. De todos modos, creo que a ti muy poco te interesará eso.
—Nada. Los hombres, buenos o malos, son todos iguales para mí.
—Oí cantar ayer a una oropéndola en el jardín, y precisamente cuando el sol se ponía vino a gorjear bajo mi ventana un pequeño cantor. ¿No podré volver a oírle?
—Donde hay ángeles hay pájaros.
—Quisiera que una voz amiga pudiera leerme una vez más el Fedón.
—La voz era mortal, las palabras son inmortales; las volverás a oír.
—¿Oiré también el Requiem de Mozart, a mi amado Schubert, y los titánicos acordes de Beethoven?
—Era sólo un eco del cielo lo que oíste.
—Estoy dispuesto. ¡Hiere, amigo!
—No, te dormiré.
—¿Soñaré?
—Sí. Todo es un sueño.
—¿Volveré a despertarme?
No tuvo respuesta mi pregunta.
* * *
—¿Quién eres, hermoso muchacho? ¿Eres Hipnos, el ángel del sueño?
Estaba a mi lado, con la rizada melena enguirnaldada de flores y cargada de sueño la frente pensativa, bello como el genio del amor.
—Soy su hermano, nacido de la misma Madre Noche. Mi nombre es Tanatos. Soy el ángel de la muerte. Tu vida se extingue con la luz de la antorcha que huellan mis pies.
* * *
Soñé que veía a un viejo tambaleándose fatigosamente por su solitario camino. De cuando en cuando miraba a lo alto, como buscando a alguien que le mostrara la senda. A veces caía de rodillas, como si no pudiera proseguir. Los prados y los bosques, los ríos y los mares extendíanse ya a sus pies, y, en breve, también las montañas cubiertas de nieve desaparecían en la niebla de la Tierra lejana. Su camino ascendía más y más. Nubes tempestuosas lo levantaron sobre sus poderosas espaldas, llevándolo con vertiginosa velocidad a través del infinito; las estrellas lo guiaron con señas, cada vez más cerca del país que desconoce noche y muerte. Por último, se halló ante las puertas del Paraíso, de goznes áureos incrustados en diamantina roca. Las puertas estaban cerradas. ¿Fue una eternidad, un día, un minuto, lo que permaneció arrodillado en el umbral, esperando, contra toda esperanza, poder entrar? De pronto, movidas por invisibles manos, abriéronse de par en par las potentes hojas para dar paso a una fluctuante forma con alas de ángel y sereno rostro de niño dormido. El viejo se puso en pie de un salto y, con la audacia de la desesperación, traspuso furtivamente el umbral, en el momento que las puertas volvían a cerrarse.
—¿Quién eres tú, audaz intruso? —clamó una voz severa.
Una alta figura con blanco manto, las llaves de oro en la mano, estaba ante mí.
—Guardián de las puertas del cielo, San Pedro bendito, te lo suplico, ¡déjame quedarme!
San Pedro recorrió rápidamente mis credenciales, los escasos testimonios de mi vida terrena.
—Me parecen malos —dijo—. Muy malos. ¿Cómo has venido aquí? Estoy seguro de que es una equivocación…
Se interrumpió de pronto, mientras un menudo ángel mensajero descendía velozmente ante nosotros. Plegando sus alas purpúreas, se arreglaba la corta túnica de gasa y pétalos de rosa, centelleante del rocío matutino. Sus piernecitas estaban desnudas y eran rosadas como los pétalos; sus piececitos calzaban sandalias de oro. Llevaba un hechicero gorrito de tulipanes y muguetes, inclinado a un lado de su rizada cabeza. Tenía los ojos llenos de brillo solar, y los labios, rebosantes de alegría. En sus manecitas sostenía un iluminado misal, que presentó a San Pedro con risueño aire de importancia.
—Siempre acuden a mí cuando están apurados —refunfuñó San Pedro frunciendo el ceño, mientras leía el misal—. Cuando todo va bien no hacen caso de mis advertencias. Diles —dijo al ángel mensajero— que voy en seguida, que no contesten a ninguna pregunta hasta que yo esté allí.
El ángel mensajero llevóse un dedo rosado al gorro de tulipanes, desplegó las purpúreas alas y se fue veloz y gorjeando como un pájaro.
San Pedro me miró perplejo, con ojos escrutadores. Volviéndose hacia un venerando arcángel que, apoyado en su desnuda espada, guardaba la antepuerta de oro, dijo señalándome:
—Déjalo esperar aquí mi regreso. Es audaz y astuto; su lengua es lisonjera; procura que no te la haga soltar a ti. Todos tenemos nuestras debilidades; conozco la tuya. Hay algo extraño en este espíritu; ni siquiera puedo comprender cómo ha venido aquí. Por lo que sé, podría pertenecer a la misma tribu que con halagos te sacó del cielo para seguir a Lucifer y que causó tu caída. ¡Estate en guardia, calla, vigila!
Se fue. Miré al venerando arcángel, y el venerando arcángel me miró. Pensé que era mejor no decir nada, pero lo vigilaba de reojo. Poco después le vi desceñirse la espada y, con gran precaución, apoyarla contra una columna de lapislázuli. Parecía muy aliviado. Su viejo rostro era tan bondadoso y sus ojos tan dulces, que tuve la certeza de que, como yo, estaba por la paz.
—Venerable arcángel —dije tímidamente—, ¿tendré que esperar mucho a San Pedro?
—He oído las trompetas de la Sala del Juicio. Están juzgando a dos delincuentes especiales, que han llamado a San Pedro para que los ayude a defenderse. —Y añadió, con una risita—: Pero como nada lograrán… No, no creo que hayas de esperar mucho.
—Dios es el Juez Supremo y Dios es misericordioso.
—Sí, Dios es el Juez Supremo y Dios es misericordioso —repitió el arcángel—. Pero Dios reina sobre innumerables mundos mucho más grandes en esplendor y riqueza que la casi olvidada estrellucha de donde vienen esos dos hombres.
El arcángel me cogió de la mano y me condujo ante el arco abierto. Con ojos sobrecogidos vi miríadas de estrellas luminosas y de planetas, todos palpitantes de vida y de luz, que seguían su camino predestinado a través del infinito.
—¿Ves aquella minúscula mancha, débil como una vela de sebo que se apaga? Ése es el mundo del que han venido esos dos hombres, hormigas que se arrastran sobre una pella de tierra.
—Dios ha creado su mundo y los ha creado a ellos —dije.
—Sí, Dios ha creado su mundo. Ha ordenado al sol deshelar las vísceras de su tierra, la ha lavado con ríos y mares, ha revestido la rugosa superficie con bosques y prados, la ha poblado de amistosos animales. Bello era el mundo y todo iba bien. Pero el último día creó al hombre. Quizá habría sido mejor que hubiese descansado el día antes de crearlo, en vez de descansar al día siguiente. Supongo que sabrás cómo fue la cosa. Un día, un mono enorme, enloquecido por el hambre, empezó a trabajar con sus manos callosas en la fabricación de armas para matar a las otras bestias. ¿Qué podían hacer los colmillos del Machaerodus, de quince centímetros de longitud, contra su pedernal, más afilado que el colmillo del tigre? ¿Qué las zarpas como hoces del Ursus Spelaeus contra su rama cubierta de espinas y puntas de mimbre e incrustada de conchas cortantes como cuchillos? ¿Qué su fuerza salvaje contra su astucia, sus engaños y sus trampas? Así crecía un bruto Protanthropos que mataba a amigos y enemigos, un demonio para todas las cosas vivas, un Satanás entre los animales. Erguido sobre sus víctimas, alzaba su ensangrentado estandarte de victoria sobre el mundo de los animales, coronándose rey de la Creación. La selección corregía su ángulo facial y ampliaba su cráneo. Sus roncos gritos de rabia y de pavor convertíanse en sonidos articulados y palabras. Aprendió a dominar el fuego. Lentamente se transformaba en hombre. Sus pequeños chupaban la sangre de la carne, aún palpitante, de los animales muertos por él y luchaban entre sí, como lobeznos hambrientos, por la médula de los huesos que sus formidables mandíbulas habían quebrantado y esparcido por la guarida. Así crecían, fuertes y feroces como él, atentos a la presa, prontos a atacar y devorar cualquier cosa viva que cruzase su camino, aunque fuera uno de sus hermanos de leche. La selva temblaba al acercarse ellos: entre los animales había nacido el miedo al hombre. Muy pronto, enfurecidos por la avidez de matar, empezaron a destruirse mutuamente con sus hachas de piedra. Comenzaba la guerra feroz, la guerra que nunca ha tenido tregua.
»En los ojos del Señor brillaba la ira. Se arrepentía de haber creado al hombre. Decía: “Destruiré al hombre de la faz de la tierra, por ser tan corrompido y violento”.
»Y ordenó a las fuentes del gran abismo romperse, y a las compuertas del cielo abrirse, para tragarse al hombre y a la tierra por él profanada con la sangre y el delito. ¡Ojalá los hubiera ahogado a todos! Pero, en su justa clemencia, quiso que su mundo surgiera de nuevo, lavado y purificado por las aguas del Diluvio. La maldición quedó en la semilla de los pocos de la raza condenada a quienes permitió salvarse en el Arca. Y reanudóse el asesinato, y se dio rienda suelta a la incesante guerra.
»Dios miraba con infinita paciencia, reacio a castigar, dispuesto a perdonar hasta el fin. Hasta envió a Su Hijo al malvado mundo, para enseñar a los hombres la dulzura y el amor, y para rogar por ellos. Ya sabes lo que hicieron. Desafiando al cielo, pronto encendieron su mundo con las llamas del infierno. Con astucia satánica forjaron nuevas armas para matarse, aparejaron a la muerte para arrojarse sobre sus moradores desde el mismo cielo, corrompieron el aire vivificador con vapores del averno. El fragor de las batallas sacude toda la Tierra. Cuando el firmamento se sumerge en la noche, nosotros vemos desde aquí la luz enrojecida de su estrella, cual si estuviera tinta en sangre, y oímos los lamentos de sus heridos. Uno de los ángeles que rodean el trono de Dios me ha contado que los ojos de la Virgen están cada mañana irritados de llorar y que la herida del costado de Su Hijo ha vuelto a abrirse.
—Pero el mismo Dios, que es Dios de misericordia, ¿cómo permite que continúen esos tormentos? —pregunté—. ¿Cómo puede oír impasible esos gritos de angustia?
El venerando arcángel miró en torno con ansia, temiendo que su respuesta fuera oída.
—Dios es muy viejo y está cansado —susurró, como espantado del sonido de sus palabras— y tiene dolorido el corazón. Los que le rodean y velan por Él con infinito amor, carecen de ánimo para perturbar su reposo con esas interminables noticias de horrores y dolores. A menudo se despierta de su difícil sueño y pregunta de dónde procede el estruendo que llega a sus oídos y los relámpagos de lúgubre luz que rasgan las tinieblas. Y los que le circundan le dicen que el trueno es la voz de sus nubes impelidas por la tempestad, y los relámpagos son los de sus rayos. Y sus cansados párpados se cierran de nuevo.
—Más vale así, venerable arcángel, más vale así; porque si sus ojos hubieran visto lo que yo, y sus oídos percibido lo que los míos, habría sentido una vez más haber creado al hombre y vuelto a ordenar a las fuentes del gran abismo que se rompieran para destruirlo. Y esta vez los hubiese ahogado a todos, dejando sólo a los animales en el Arca.
—¡Guárdate de la cólera de Dios! ¡Guárdate de la cólera de Dios!
—No temo a Dios, sino a los que una vez fueron hombres: los severos profetas, los Santos Padres, San Pedro, cuya dura voz me ha ordenado esperar aquí su regreso.
—También yo temo un poco a San Pedro —admitió el viejo arcángel—. ¿Has oído cómo me ha echado en cara el haber sido extraviado por Lucifer? He sido perdonado por Dios mismo y readmitido en su Paraíso. ¿Ignora San Pedro que perdonar significa olvidar? Tienes razón, los Profetas son severos, pero justos; fueron inspirados por Dios y hablan con Su propia voz. Los Santos Padres sólo pueden leer los pensamientos de otro hombre a través de la débil luz de los ojos mortales; sus voces son voces humanas.
—Ningún hombre conoce a su prójimo. ¿Cómo pueden juzgar de cosas que ellos desconocen, que no comprenden? Yo deseo que entre mis jueces esté San Francisco; lo he amado durante toda mi vida, y él me conoce y me comprende.
—San Francisco nunca juzga; sólo perdona, como Cristo mismo, que pone la propia mano en la de él como si fuera su hermano. En la Sala del Juicio, donde pronto irás, no suele verse a San Francisco; no le miran allí con buenos ojos. Entre los mártires y santos abundan los que están celosos de sus sagrados estigmas, y más de uno entre los grandes Padres del cielo se siente a disgusto con el magnífico manto recamado de oro y piedras preciosas, cuando el Poverello aparece entre ellos con su raída túnica hecha jirones de tanto usarla. La Virgen trata continuamente de zurcirla y remendarla lo mejor que puede: dice que es inútil darle una nueva, porque la regalaría en seguida.
—¡Me gustaría tanto verle! ¡Deseo tanto dirigirle una pregunta que me ha inquietado toda la vida y a la que sólo él podría contestar! Tal vez tú, sabio y venerando arcángel, me lo podrías decir: ¿dónde van las almas de los inocentes animales? ¿Dónde está su Paraíso? Quisiera saberlo, porque… tengo…
No me atreví a proseguir.
—«En la casa de mi Padre hay muchas moradas», dijo Nuestro Señor. Dios, que ha creado a las bestias, pensará en ellas. El Paraíso es bastante grande para acogerlas también. Escucha —susurró el venerando arcángel, indicando con el dedo en dirección al arco abierto—. ¡Escucha!
Una suave armonía de arpas y dulces voces de niños llegaba a mis oídos, mientras miraba afuera los jardines del cielo, fragantes del perfume de las flores elisias.
—Alza los ojos y mira —dijo el arcángel, inclinando reverentemente la cabeza.
Antes de que mis ojos pudieran discernir la aureola de pálido oro que circundaba su cabeza, la había reconocido mi corazón. ¡Qué incomparable pintor fue Sandro Botticelli! Hela aquí avanzando precisamente como él la retrató tantas veces, tan joven, tan pura y, sin embargo, con aquella tierna y vigilante mirada de madre. Vírgenes enguirnaldadas de flores, de labios sonrientes y ojos juveniles, rodeábanla de eterna primavera; angelitos con las alas plegadas, púrpura y oro, sostenían su manto, mientras otros extendían una alfombra de rosas a sus pies. Santa Clara, la predilecta de San Francisco, susurró algo al oído de la Virgen, y casi aseguraría que la Madre de Cristo se dignó mirarme un momento, al pasar.
—No temas —dijo suavemente el arcángel—, no temas; la Virgen te ha visto; se acordará de ti en sus oraciones. San Pedro tarda —añadió—: Está librando una fuerte batalla con Savonarola, para la salvación de sus dos cardenales. —Alzó un borde de la cortina de oro y lanzó una mirada al fondo del peristilo—. ¿Ves aquel amable espíritu con una blusa blanca y una flor detrás de la oreja? A menudo charlo un ratito con él; aquí le queremos todos; es simple e inocente como un niño. Yo le miro a menudo por curiosidad; siempre pasea solo, recogiendo las plumas de ángel que caen al suelo; las ata, formando una especie de plumero y, cuando cree que nadie lo ve, se inclina para barrer un poco el polvo de estrellas del áureo pavimento. Parece que no sabe por qué lo hace. Dice que no puede menos de hacerlo. Yo me pregunto qué habrá sido en la vida. Vino aquí hace poco; tal vez pueda él decirte lo que deseas saber del último Juicio.
Miré al espíritu vestido de blanco: ¡era mi amigo Arcangelo Fusco, el barrendero del pobre barrio italiano en París! Los mismos ojos humildes y francos, la misma flor tras de la oreja, la rosa que ofreció con galantería meridional a la Condesa el día que yo la acompañé a ofrecer las muñecas a los niños de Salvatore.
—¡Querido Arcangelo Fusco! —dije tendiendo las manos hacia mi amigo—. Nunca dudé de que vendrías aquí.
Me miró con serena indiferencia, como si no me conociese.
—¿No me reconoces, Arcangelo Fusco? ¿No te acuerdas de mí? ¿No recuerdas cómo cuidaste tiernamente, día y noche, a los hijos de Salvatore cuando tuvieron la difteria; cómo vendiste tu traje dominguero para pagar el ataúd cuando murió la niña mayor, aquella muchachita a quien tú tanto querías?
Una sombra de dolor afloró a su cara.
—No me acuerdo.
—¡Ah, amigo mío, qué tremendo secreto me revelas con esas palabras! ¡Qué peso me quitas del corazón! ¡No te acuerdas! ¿Pero cómo lo recuerdo yo?
—Tal vez no estás muerto de veras; quizá sueñas que lo estás.
—Toda mi vida he sido un soñador, y si esto es un sueño, es el más maravilloso de todos.
—Acaso tu memoria era más fuerte que la mía, lo bastante para sobrevivir un poco a la separación del cuerpo. No sé, no comprendo; todo esto es demasiado profundo para mí. Nada pregunto.
—Por eso estás aquí, amigo mío. Pero dime, Arcangelo Fusco, ¿nadie se acuerda aquí de su vida en la Tierra?
—Dicen que no, que sólo los que van al infierno se acuerdan, y por eso se llama infierno.
—Pero dime, al menos, Arcangelo Fusco: ¿fue laborioso el proceso, fueron severos los jueces?
—Me parecieron algo severos al principio; empecé a temblar; temía que me preguntasen detalles sobre el zapatero napolitano que me robó a la mujer y a quien maté con su propio cuchillo. Pero, por fortuna, nada quisieron saber del zapatero. Sólo me preguntaron si había manejado oro, y yo contesté que nunca tuve más que calderilla en mis manos. Me preguntaron si había acumulado bienes o posesiones de alguna clase, y dije que sólo poseía la camisa con que morí en el hospital. No me preguntaron más, y me dejaron entrar. Después vino un ángel con un gran paquete entre las manos. «Quítate la camisa vieja y ponte el traje dominguero», dijo el ángel. ¿Lo creerás? Era mi ropa de las fiestas, que vendí para pagar a la funeraria, toda recamada de perlas por los ángeles. Me la verás puesta el domingo que viene, si aún estás aquí. Luego, vino otro ángel con una gran hucha en la mano. «Ábrela —dijo el ángel—. Son todos tus ahorros, todos los céntimos que diste a los pobres como tú. Todo lo que se regala en la Tierra se conserva en el cielo; todo lo que se ahorra se pierde». ¿Lo creerás? No había una sola moneda de cobre en la hucha: toda mi calderilla se había convertido en oro. Escucha —añadió en un susurro, para que el arcángel no oyese—. No sé quién eres, pero parece que andas mal trajeado; no te ofendas si te digo que me complacerás si coges todo lo que quieras de mi hucha; dije al ángel que no sabía qué hacer con todo ese dinero, y el ángel me dijo que lo diera al primer mendigo que encontrase.
—Ojalá hubiese seguido yo tu ejemplo, Arcangelo Fusco; no sería tan pobre como soy ahora. ¡Ay! No he regalado mi ropa dominguera y por eso soy ahora un andrajoso. En verdad, es un gran consuelo para mí que no te preguntasen acerca del zapatero napolitano que despachaste al otro mundo. ¡Sabe Dios de cuántas vidas de zapateros tendría que responder yo, que he hecho de médico durante más de treinta años!
Manos invisibles abrieron la cortina de oro y apareció un ángel.
—Te ha llegado el turno de comparecer ante los justos —dijo el venerando arcángel—. Sé humilde y silencioso, sobre todo silencioso. Acuérdate de que la palabra causó mi ruina, y también causará la tuya si sueltas la lengua.
—Oye —susurró Arcangelo Fusco, guiñándome astutamente un ojo—: Será mejor que evites inútiles riesgos. Yo, en tu lugar, nada diría de los demás zapateros de que has hablado. Nada dije yo del mío, ya que nada me preguntaron. Al fin y al cabo, tal vez nunca lo hayan sabido. ¿Quién sabe?
El ángel me cogió de la mano y me condujo por el peristilo a la Sala del Juicio, vasta como la sala de Osiris, con columnas de jaspe y ópalo, y capiteles con áureas flores de loto y fustes de rayos solares, que sostenían su inmensa bóveda, toda salpicada de estrellas.
Alcé la cabeza y vi miríadas de mártires y de santos con vestes blancas. Eremitas, anacoretas y estilitas de facciones toscas y bronceadas por el sol nubiense; desnudos cenobitas de cuerpos demacrados cubiertos de vello, profetas de ojos severos y de largas barbas esparcidas por el pecho, santos apóstoles con ramos de palma en la mano, patriarcas y Padres de todas las tierras y de todas las creencias, algún Papa con brillante tiara, y un par de cardenales con sus vestidos purpúreos. Sentados en semicírculo ante mí, estaban mis jueces, severos e impasibles.
—Me parece que esto va mal —dijo San Pedro, entregándoles mis credenciales—, ¡muy mal!
San Ignacio, el Gran Inquisidor, se levantó del asiento y dijo:
—Su vida está manchada por atroces pecados, su alma es oscura, su corazón, impuro. Como cristiano y como santo, pido su condenación y que los diablos atormenten su cuerpo y su alma por toda la eternidad.
Un murmullo de asentimiento resonó en la sala. Levanté la cabeza y miré a mis jueces. Todos sostenían mi mirada, en severo silencio. Incliné la cabeza sin decir nada, recordando el consejo del venerando arcángel; además, no hubiera sabido qué decir. De pronto, reparé en un santito que, desde el fondo, me hacía frenéticas señas con la cabeza. Pronto vi que se abría paso tímidamente entre los santos más grandes, hasta donde yo me encontraba, cerca de la puerta.
—Te conozco bien —dijo el santito, con amistosa expresión en sus bondadosos ojos—. Te he visto venir —y, llevándose un dedo a los labios, añadió en un susurro—: he visto también a tu fiel amigo, que trotaba tras de ti.
—¿Quién eres, amable Padre? —susurré, a mi vez.
—Soy San Roque, el santo patrón de los perros —anunció el santito—. Quisiera poder ayudarte, pero soy un santo pequeño y no me atenderán —bisbiseaba con una furtiva mirada hacia los Profetas y los Santos Padres.
—Era un descreído —siguió diciendo San Ignacio—, un burlón blasfemo, un mentiroso, un falsario, un hechicero lleno de magia negra, un fornicador…
Varios de los viejos profetas prestaban atento oído.
—Era joven y ardiente —abogó San Pablo—. Es mejor que…
—No lo mejoró la vejez —barbotó un eremita.
—Quería mucho a los niños —dijo San Juan.
—Y también a sus madres —refunfuñó, entre la barba, un patriarca.
—Era un doctor muy laborioso —dijo San Lucas, el «médico queridísimo».
—Me han dicho que el Paraíso está lleno de sus enfermos, y también el infierno —rebatía Santo Domingo.
—Ha tenido la audacia de traer consigo a su can, que le está esperando a las puertas del cielo —anuncio San Pedro.
—No tendrá que esperar mucho a su amo —rezongó San Ignacio.
—¡Un can a las puertas del cielo! —estalló con voz furiosa un torvo y viejo profeta.
—¿Quién es ése? —susurré al santo patrón de los canes.
—Por amor de Dios, no digas nada; acuérdate del consejo del arcángel. Creo que es Habacuc.
—Si Habacuc es uno de mis jueces, estoy perdido: Il est capable de tout[132], dijo Voltaire.
—¡Un can a las puertas del cielo! —aulló Habacuc—, ¡una sucia bestia!
Era demasiado para mí.
—No es una sucia bestia —grité, mirando airado a Habacuc—, lo creó el mismo Dios que nos ha creado a ti y a mí. Si hay un Paraíso para nosotros, debe haber también un Paraíso para los animales. Vosotros, torvos y viejos profetas, tan feroces y duros en vuestra santidad, los habéis olvidado del todo. Y lo mismo hicisteis vosotros, Santos Apóstoles —continué, perdiendo cada vez más la cabeza—; si no, ¿por qué habéis omitido en vuestras Sagradas Escrituras todo dicho de Nuestro Señor en defensa de nuestros mudos hermanos?
—La Santa Iglesia, a la cual pertenecí en la Tierra, nunca se ha interesado por los animales —interrumpió San Anastasio—; y nada queremos saber de ellos en el Paraíso. ¡Loco blasfemador, más te vale pensar en tu alma y no en la de ellos; en tu negra alma, que va a volver a las tinieblas de dónde ha venido!
—Mi alma viene del cielo, no del infierno que vosotros habéis desencadenado sobre la tierra. No creo en vuestro infierno.
—Pronto creerás —jadeaba el Gran Inquisidor, mientras en sus ojos se reflejaban invisibles llamas.
—¡La cólera de Dios caerá sobre él! ¡Es un loco, es un loco! —exclamó una voz.
Un unánime grito de terror resonó en la Sala del Juicio:
—¡Lucifer! ¡Lucifer! ¡Satanás está entre nosotros!
Levantóse de su asiento Moisés, gigantesco y furioso, los Diez Mandamientos en las vigorosas manos y los ojos relampagueantes.
—¡Qué furioso parece! —susurré, atemorizado, al santo patrón de los perros.
—Siempre lo está —bisbiseó, en respuesta, el santito, aterrado.
—No se hable más de este espíritu —tronó Moisés—. La voz que he oído es voz de los humeantes labios de Satanás. ¡Hombre o demonio, fuera de aquí! ¡Jehová, Dios de Israel, extiende tu mano y atérralo! ¡Quema su carne y seca la sangre en sus venas! ¡Tritura sus huesos! ¡Arrójalo del cielo y de la Tierra y restitúyelo al infierno de dónde ha venido!
—¡Al infierno! ¡Al infierno! —bramaba la Sala del Juicio.
Yo intentaba hablar, pero ningún sonido salía de mis labios. Se me helaba el corazón y me sentía abandonado de Dios y de los hombres.
—Cuidaré del perro, si ocurre lo peor —susurró el santito a mi lado.
De pronto, a través del terrible silencio, me pareció oír un trinar de pájaros. Una oropéndola se posó sin miedo en mi hombro y me cantó al oído:
—Salvaste a mi abuela, a mi tía y a mis tres hermanos del tormento y de la muerte, por mano de hombre, en aquella isla rocosa. ¡Bien venido! ¡Bien venido!
En el mismo momento, una alondra me picó un dedo y gorjeó para mí:
—Un reyezuelo que encontré en Laponia me contó que, cuando eras niño, le arreglaste las alas a un antepasado suyo y calentaste su cuerpo helado junto a tu corazón, y mientras abrías la mano para dejarlo en libertad, lo besaste y dijiste: «¡Que Dios te acompañe, hermanito!». ¡Bien venido! ¡Bien venido!
—¡Ayúdame, hermanito! ¡Ayúdame, hermanito!
—Probaré, probaré —trinó la alondra mientras abría las alas y volaba con un gorgorito de alegría—, ¡prrrrobaré!
Mis ojos la seguían mientras volaba hacia las colinas azules que yo entreveía a través del arco gótico. ¡Qué bien las conocía por los cuadros de Fra Angélico! Los mismos olivos gris plata, los mismos oscuros cipreses destacando contra el suave cielo crepuscular. Oía las campanas de Asís tocando el Ángelus, y he aquí que viene el pálido santo de Umbría, descendiendo lentamente por el serpenteante sendero, en medio de Fray León y de Fray Leonardo. Veloces pájaros revoloteaban y cantaban en torno a su cabeza; otros picoteaban en sus manos tendidas; otros anidaban sin temor en los pliegues de su túnica. San Francisco se detuvo a mi lado y miró a mis jueces con sus maravillosos ojos, aquellos ojos que ni Dios, ni hombre, ni bestia podían ver encolerizados.
Moisés se hundió en su sitial, dejando caer sus Diez Mandamientos.
—¡Siempre él! —murmuró amargamente—. ¡Siempre él, el frágil soñador, con su bandada de pájaros y su séquito de mendigos y de parias! Tan frágil y, sin embargo, lo bastante fuerte para detener tu mano vindicadora, oh Señor! ¿No eres, pues, Jehová, el celoso Dios que descendió entre fuego y humo sobre el monte Sinaí para hacer temblar de terror al pueblo de Israel? ¿No fue tu ira lo que me hizo tender la varita vengadora para destruir las hierbas de los campos y abatir los árboles, para que todos, hombres y bestias, perecieran? ¿No fue tu voz la que habló en mis Diez Mandamientos? ¿Quién temerá el fulgor de tu rayo, ¡oh Señor!, si el trueno de tu cólera puede ser aplacado por el gorjeo de un pájaro?
Mi cabeza se abandonó en el hombro de San Francisco.
Estaba muerto y no lo sabía.
FIN