I

AQUÍ acaba de improviso «La historia de San Michele», insignificante fragmento, precisamente cuando iba a empezar. Acaba con el batir de alas, la algarabía de los pájaros y el aire lleno de primavera.

Quisiera que también la estólida historia de mi vida terminara así, con los pájaros cantando bajo mi ventana y el cielo fulgurante de luz. En estos últimos tiempos he pensado mucho en la muerte, no sé por qué. Aún está lleno de flores el jardín; abejas y mariposas revolotean en torno mío; los lagartos toman aún el sol entre la hiedra, y la tierra hierve de vida de todo lo reptante. Ayer, sin ir más lejos, oí cantar a pleno pulmón a un gorjeador retrasado bajo mi ventana. ¿Por qué pensar en la muerte? Dios, en su misericordia, ha hecho la muerte invisible a los ojos del hombre. Sabemos que está ahí, a nuestra espalda, como nuestra sombra; que nunca nos pierde de vista y, sin embargo, nunca la vemos y rara vez pensamos en ella. Más extraño es todavía el que cuanto más nos acercamos a la tumba, más la muerte se aleja de nuestro pensamiento. Realmente, era preciso un Dios para obrar tal milagro.

Rara vez hablan de la muerte los viejos. Sus velados ojos parecen no querer ver más que lo pasado y lo presente. Poco a poco, mientras la memoria se debilita, lo pasado se va haciendo más indistinto y se vive casi por entero en lo presente. De ahí que, si sus días son tolerablemente indolentes, como quiere la naturaleza, los viejos sean, por regla general, menos infelices de lo que creen los jóvenes. Sabemos que debemos morir. En realidad es lo único que sabemos de lo que nos aguarda. Todo lo demás es pura suposición, la mayor parte de las veces equivocada. Como niños perdidos en el bosque, vamos a tientas por el camino de nuestra vida en la feliz ignorancia de lo que nos espera de un instante a otro, sin saber qué penas habremos de afrontar, qué aventuras más o menos emocionantes encontraremos antes de la Gran Aventura, la más emocionante de todas, la aventura de la muerte. De vez en cuando, perplejos, arriesgamos una tímida pregunta a nuestro destino, pero sin obtener respuesta, porque las estrellas están demasiado lejanas. Cuanto antes nos percatamos de que nuestro sino está en nosotros mismos y no en las estrellas, tanto mejor para nosotros. Sólo en nosotros mismos podremos hallar la felicidad. Es tiempo perdido esperarla de los otros, pues pocos son los que tienen para dar. Tenemos que sufrir solos las penas lo mejor que podamos; no está bien intentar echarlas sobre los demás, sean hombres o mujeres. Solos debemos librar nuestras batallas y herir lo más fuerte posible, puesto que somos combatientes natos. La paz vendrá un día para todos, paz sin deshonor, aun para el vencido si ha intentado desempeñar su papel hasta el fin.

Para mí la batalla está terminada y perdida. He sido arrojado de San Michele, obra de una vida. Lo construí con mis manos, piedra sobre piedra, con el sudor de mi frente; lo construí de rodillas para hacer un santuario al Sol, donde habría buscado la sabiduría y la luz del glorioso dios al que había adorado toda la vida. El fuego que ardía en mis ojos me advirtió muchas veces de que no era digno de vivir allí, de que mi puesto estaba en la sombra; pero no escuché la advertencia. Como los caballos que vuelven a la cuadra incendiada, para perecer entre las llamas, volví un verano tras otro al cegador sol de San Michele.

«¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz!».

Finalmente, he aceptado mi destino. Soy demasiado viejo para luchar con un dios. Me he retirado a mi fortaleza, en la vieja torre, donde intento oponer una última resistencia. Aún vivía Dante cuando los monjes empezaron a construir la Torre di Materita, mitad monasterio, mitad fortaleza, sólida como la roca en que descansa. «Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria[129]». ¡Cuántas veces este amargo grito suyo ha resonado a través de sus muros, desde que vine aquí! Mas, a pesar de todo, ¿tenía razón el profeta florentino? ¿Es verdad que no hay mayor dolor que recordar la pasada felicidad en la desgracia? No lo creo. Mis pensamientos vuelven con alegría, no con dolor, a San Michele, donde he vivido los años más felices de mi vida. Pero es cierto que no me gusta volver allí: me siento como un intruso en tierra sagrada, sagrada de un pasado que no puede volver, cuando el mundo era joven y el sol era mi amigo.

Es grato vagar en la mórbida luz, bajo los olivos de Materita. Es dulce sentarse a soñar en la vieja torre, acaso lo único que yo puedo hacer ahora. La torre mira a Occidente, donde el sol se pone. Pronto el sol se sumergirá en el mar, después vendrá el crepúsculo y, por último, la noche.

Ha sido un hermoso día.