XXXII

HE estado alejado un año entero de San Michele; ¡cuánto tiempo perdido! He vuelto con un ojo menos. Nada tengo que decir; sin duda, para prepararme a tal eventualidad nací con dos ojos. Soy otro hombre. Me parece ver el mundo, con el ojo superviviente, desde un punto de vista distinto. Ya no puedo ver lo que es feo y sórdido; sólo puedo ver lo bello, lo dulce, lo puro. Hasta los hombres y las mujeres que me rodean me parecen diferentes. Por medio de una curiosa ilusión óptica, no puedo verlos ya como son, sino como debieran ser, como ellos mismos habrían deseado ser si hubieran tenido ocasión. Con mi ojo ciego veo aún pavonearse en torno mío una cantidad de imbéciles, pero no parece que me ataquen los nervios como antes, no me fastidian sus chácharas; que digan lo que quieran. Hasta ahora no he pasado de ahí; para llegar a amar a mis semejantes, creo que antes debiera ser cegado también del otro ojo. No puedo perdonar su crueldad con los animales. Creo que en mi mente se verifica una especie de evolución hacia atrás que me aleja cada vez más de los hombres y me acerca a la madre naturaleza y a los animales. Ahora, todos estos hombres y mujeres que me rodean me parecen mucho menos importantes que antes en el mundo. Siento como si hubiera perdido demasiado tiempo con ellos, que habría podido prescindir de ellos, como seguramente ellos pueden ahora prescindir de mí. Sé muy bien que no me necesitan. Vale más filer à l’anglaise[127] antes de ser echado. Tengo otras cosas que hacer y tal vez no me sobre el tiempo. Ha terminado mi vagar por el mundo en busca de felicidad; ha terminado mi vida como médico de moda, ha terminado mi vida marítima. Permaneceré siempre donde estoy y procuraré salir adelante lo mejor posible. Pero ¿me será, al menos, permitido vivir en San Michele? Todo el golfo de Nápoles se extiende a mis pies fulgurante como un espejo; las columnas de las pérgolas, las galerías y la capilla están esplendentes de luz; ¿qué me sucederá si no puedo soportar el deslumbramiento? He dejado de leer y de escribir y me he puesto, en cambio, a cantar: ¡no cantaba cuando todo iba bien! Estoy ahora aprendiendo a escribir a máquina, pasatiempo útil y agradable, me dicen, para un solitario con sólo un ojo. Cada martillazo de la máquina golpea simultáneamente el papel y mi cráneo, abatiendo todo pensamiento que se aventura a salir de mi cerebro. Por lo demás, nunca he sido bueno para pensar; parece que me va mucho mejor cuando prescindo de ello. Había una cómoda carretera real que iba de mi cerebro a la pluma. Cualquier pensamiento que pudiera interesar a los demás, iba a tientas por aquel amplio camino desde que empecé a entendérmelas con el alfabeto. ¡No es, pues, extraño que se pierda en este laberinto americano de ruedas dentadas! Entre paréntesis, advierto al lector que sólo soy responsable de lo que he escrito con mi pluma, no de lo que ha sido tramado en colaboración con la Corona Typewriting Company. Será curioso saber qué es lo que más le gusta.

Pero, por si acaso aprendo a sostenerme en este turbulento Pegaso, quiero cantar una humilde canción a mi predilecto Schubert, el más grande cantor de todos los tiempos, para agradecerle cuanto le debo. Se lo debo todo. Incluso mientras estaba tendido en la oscuridad durante semanas y semanas, con poca esperanza de salir de ella, me canturreaba a mí mismo sus canciones, una tras otra, como el niño que va silbando a través de la oscura selva para hacer creer que no tiene miedo. Diecinueve años tenía Schubert cuando compuso la música para el Erlkönig de Goethe y se la envió con una humilde dedicatoria. Nunca perdonaré al más grande poeta de los tiempos modernos el no haber contestado por lo menos una sola palabra de agradecimiento al hombre que había hecho inmortal su poema, mientras hallaba el tiempo necesario para escribir cartas de gracias a Zelter por su mediocre música. El gusto de Goethe en música era tan pobre como su gusto en arte; pasó un año en Italia sin comprender nada del arte gótico; la severa belleza de los primitivos le era ininteligible; Carlos Dolci y Guido Reni eran sus ideales. Hasta las obras maestras del puro arte griego le dejaban indiferente. El Apolo de Belvedere era su favorito. Schubert nunca vio el mar, pero ningún compositor, ningún pintor, ningún poeta, salvo Homero, nos ha hecho comprender como él su tranquilo esplendor, su misterio y su cólera. No había visto el Nilo, pero los primeros compases de su maravilloso Memnon podrían haber resonado en el Templo de Luxor. Nada sabía del arte y de la literatura helénicos, fuera de lo poco que hubiera podido contarle su amigo Mayerhofer, pero su Die Götter Griechenlands, su Prometheus, su Ganymède, su Fragment aus Aeschylus, son obras maestras de la edad de oro de la Hélada. Nunca fue amado por una mujer, pero nunca ha resonado en nuestros oídos un grito de pasión tan desgarrador como su Gretchen am Spinnrade; ninguna resignación más conmovedora que su Mignon, ninguna canción de amor más dulce que su Ständchen. Tenía treinta y un años cuando murió, ¡tan miserablemente pobre como había vivido! ¡El que había escrito An die Musik ni siquiera tenía piano propio! Después de la muerte, todo cuanto de terrestre poseía, los vestidos, los pocos libros y la cama, fue vendido en subasta por sesenta y tres florines. En una maleta destrozada, debajo del lecho, fueron encontradas una veintena de canciones inmortales, de un valor superior a todo el oro de los Rothschild, en la Viena donde él vivió y murió.

* * *

La primavera ha vuelto una vez más. El aire está lleno de ella; la retama está en flor, el mirto brota, las vides germinan; flores por doquier. Rosas y madreselvas envuelven los troncos de los cipreses y las columnas de la pérgola. Anemones, azafranes, jacintos silvestres, violetas, orquídeas y ciclaminos, surgen de la perfumada hierba. Manchas de Campanula Gracilis y Lithospermum, azules como la Gruta Azul, despuntan en la misma roca. Los lagartos se persiguen entre la hiedra. Las tortugas vagan cantando vigorosamente: ¿no sabíais que las tortugas pueden cantar? La mangosta parece más inquieta que nunca. La lechucita de Minerva bate las alas como si tuviera intención de volar para encontrar un amigo en la Campagna romana. Barbarossa, el gran perro marismeño, ha desaparecido para sus asuntos personales; hasta mi endeble y viejo Tappio da la impresión de que no le disgustaría una escapada a Laponia. Billy va de acá para allá bajo su higuera, con un centelleo en los ojos y el aire de un Don Juan, dispuesto a todo. Giovannina tiene largas conversaciones junto al muro del jardín con su bronceado amoroso: nada de malo; se casarán después de San Antonio. La montaña sagrada sobre San Michele está llena de pajarillos, en viaje de regreso a sus países para casarse y criar a sus pequeñuelos. ¡Qué feliz me hace el que puedan descansar en paz! Ayer cogí una pequeña alondra, tan exhausta por el largo viaje a través del Mediterráneo, que ni siquiera intentó huir; permaneció completamente tranquila en la palma de mi mano, como si comprendiera que era la mano de un amigo, tal vez de un compatriota. Le pregunté si no querría cantarme una cancioncita antes de marcharse, pues ningún otro canto de pájaro me gustaba como el suyo; me respondió que no tenía tiempo; le corría mucha prisa volver a Suecia para anunciar la llegada del verano. Durante más de una semana, las notas aflautadas de la oropéndola han sonado en mi jardín. El otro día vi a su novia escondida en un arbusto de laurel. Hoy he visto su nido, una maravilla de arquitectura «pajaril». Había también un gran batir de alas y un dulce murmullo de pájaros en la espesura del romero, junto a la capilla. Me hice el desentendido, pero estaba seguro de que era algún flirt, y me pregunté qué pájaro sería. Anoche fue revelado el secretó, porque, precisamente cuando iba a acostarme, un ruiseñor empezó a cantar la Serenata de Schubert bajo mi ventana:

Leise flehen meine Lieder.

Durch die Nach zu dir.

In den stillen Hain hernieder.

Liebchen, komm zu mir.[128]

«¿Qué hermosa muchacha se ha hecho Peppinella!? —pensaba, durmiéndome—. Me pregunto si Peppinella»…