ERA pleno estío; largo, ininterrumpido día de sol. La Embajada Británica se había ido de Roma, trasladando su cuartel general a Sorrento. En el balcón del Hôtel Victoria estaba sentado el Embajador con un gorro de marino, escrutando atentamente el horizonte a través del monóculo, en espera del maestral que había de encrespar las brillantes aguas del golfo. A sus pies, en el puertecito, su amada Lady Hermione caracoleaba en torno al ancla, tan impaciente como él por partir. Él mismo, con ingeniosidad y habilidad técnica maravillosa, la había diseñado y equipado como un veloz barco de crucero, de modo que un hombre solo podía maniobrarla. Solía decir que no repararía en gobernarla a través del Atlántico. Estaba más orgulloso de ella que de cualquiera de sus brillantes éxitos diplomáticos. Pasaba todo el día en la embarcación y su faz estaba bronceada como la de un pescador sorrentino. Conocía la costa, desde Civitavecchia hasta Punta Licosa, tan bien como yo. Una vez me desafió a una carrera hasta Mesina, y, regocijado, me venció fácilmente con viento en popa y mar gruesa.
—Ya verá usted cuando yo tenga mi nueva gavia y mi spinnaker de seda —dije.
Amaba a Capri y creía que San Michele era el lugar más hermoso que había visto en su vida, y había visto muchos. No conocía bien la larga historia de la isla, pero estaba ansioso como un escolar por saberla mejor.
En aquélla época exploraba yo la Gruta Azul. Dos veces me había sacado semidesvanecido mastro Nicola del famoso pasaje subterráneo que, según la tradición, conducía, a través de las entrañas de la tierra, hasta la quinta de Tiberio, doscientos metros más arriba, eh la llanura de Damecuta, corrupción, tal vez, de Domus Augusta. Pasaba días enteros en la gruta, y a menudo venía también Lord Dufferin en su botecito a visitarme, mientras yo trabajaba. Después de una deliciosa natación en las aguas azules, nos sentábamos horas enteras fuera del misterioso túnel, hablando de Tiberio y de las orgías de Capri. Decía al Embajador que, como las demás desagradables chácharas de Suetonio, era un absurdo lo del pasaje subterráneo por cuyo medio suponían que Tiberio descendía a la gruta para jugar con sus muchachos y muchachas antes de estrangularlos. El túnel no había sido hecho por la mano del hombre, sino por la lenta infiltración del agua marina a través de la roca. Llegué a gatas hasta una profundidad de ochenta metros y, con riesgo de mi vida, me convencí de que el túnel no conducía a ningún sitio. Que la gruta era conocida de los romanos probábanlo las numerosas huellas de albañilería romana. Como desde entonces la isla se había sumergido cerca de cinco metros, para entrar en la gruta en aquellos tiempos se pasaba por la gran bóveda sumergida, visible ahora a través del agua clara. La pequeña abertura por donde él había entrado con su botecito fue en sus orígenes una ventana para la ventilación de la gruta que, a la sazón, naturalmente, no era azul, sino como las otras docenas de grutas de la isla. La información del Baedeker de que la Gruta Azul fue descubierta en 1826 por el pintor alemán Kopisch no es exacta. La gruta era conocida en el siglo XVII como Grotta Gradilla, y fue descubierta de nuevo en 1822 por el pescador caprés Angelo Ferraro, al cual se le concedió una pensión vitalicia por su hallazgo. En cuanto a la siniestra tradición de Tiberio, traspasada a la posteridad en los Annali de Tácito, dije a Lord Dufferin que la Historia nunca había cometido tan gran error como cuando condenó a este gran Emperador a la infamia, por el testimonio de su acusador principal, «detractor de la Humanidad», como lo llamó Napoleón. Tácito fue un espléndido escritor, pero sus Annali son novelas históricas, no Historia.
Debió de añadir, al azar, sus veinte líneas sobre las orgías de Capri para completar el cuadro del típico tirano de la escuela retórica, a la cual él pertenecía. No es difícil rastrear la fuente, más que sospechosa, de donde sacó sus repugnantes fábulas. Además, en mi «Estudio psicológico sobre Tiberio» he indicado que ni siquiera se refieren a la vida del Emperador en Capri. Que el propio Tácito no creía en las orgías de Capri es evidente en su misma narración, porque no disminuye siquiera un grado su general concepto de Tiberio como gran emperador y como gran hombre, «de carácter admirable y muy apreciado», para emplear sus mismas palabras. Hasta su mucho menos inteligente secuaz, Suetonio, refiere sus más sucias historias haciendo observar que «apenas es admisible que sean contadas y, menos aún, creídas». Antes de aparecer los Annali —ochenta años después de la muerte de Tiberio—, no había habido en la historia romana hombre público alguno con una vida más noble e irreprensible que la del viejo Emperador. Ninguno de los que han escrito sobre Tiberio (algunos de los cuales eran contemporáneos suyos, con la espléndida oportunidad, por lo tanto, de recoger todos los chismes de las malas lenguas de Roma) ha dicho una sola palabra de las orgías de Capri. Filón, el pío y culto hebreo, habla claramente de la vida pura y simple a que Calígula veíase obligado cuando estaba en Capri con su abuelo adoptivo. Hasta el chacal Suetonio, olvidando el sabio dicho de Quintiliano de que un embustero debe tener buena memoria, comete el desatino de contar que Calígula, cuando deseaba entregarse a la disolución en Capri, debía disfrazarse con una peluca para burlar la severa vigilancia del viejo Emperador. Séneca, el fustigador de los vicios, y Plinio —ambos contemporáneos suyos— hablan de la austera soledad de Tiberio en Capri. Cierto que Dion Casio hace algunas casuales observaciones respecto a aquellas sucias voces, y no puede por menos de notar las inexplicables contradicciones en que incurre. Hasta Juvenal, apasionado de las habladurías, habla de la tranquila vejez del Emperador en su morada de la isla, rodeado de amigos sabios y de astrónomos. Plutarco, severo sostenedor de la moralidad, habla de la digna soledad del viejo durante los últimos diez años de su vida. Ya Voltaire comprendió lo absolutamente ilógica que era, desde el punto de vista de la psicología científica, la historia de las orgías de Capri. Tiberio tenía sesenta y ocho años cuando se retiró a Capri con una fama intacta de vida severa y moral, no atacada ni aun por sus peores enemigos. La posible diagnosis de una siniestra demencia senil queda excluida, porque todos los escritores aseguran que el anciano permaneció en plena posesión de sus facultades mentales y de su vigor físico hasta la muerte, que acaeció cuando tenía setenta y nueve años. Además, la vena de locura que atraviesa la rama de Juliano no existe en la de Claudio. Su vida en la isla fue la de un viejo solitario, gobernante hastiado de un mundo ingrato; de un taciturno idealista, dolorido y amargado (hoy podríamos llamarlo hipocondríaco), pero de magnífico intelecto y de raro sentido del humor superviviendo aún a su confianza en la Humanidad. Nada tiene de extraño que desconfiase de sus contemporáneos y que los despreciara, porque casi todos los hombres y mujeres en que había tenido confianza hiciéronle traición. Tácito cita sus palabras cuando, el año antes de retirarse a Capri, rechaza la petición de construir un templo en donde adorarle, como se había hecho con Augusto. ¿Qué otro que el compilador de los Annali, brillante maestro del sarcasmo y de la sutil insinuación, hubiera tenido la audacia de citar, en tono burlón, el grave llamamiento del viejo emperador a la posteridad para un juicio equitativo?
«… Y de que yo soy un simple mortal que sólo cumple los deberes de los hombres, y de que me basta con mantener dignamente el primer supuesto, os hago testigos a vosotros, oh Padres Conscriptos, y quiero que lo recuerden mis sucesores, los cuales honrarán bastante, y aun demasiado, mi memoria si creyeran que fui digno de mis antepasados, vigilante de vuestros intereses, fuerte en el peligro y no temeroso de las enemistades que me he creado en el servicio público. Éstos serían mis templos en vuestros corazones, las bellísimas efigies que deberán durar, pues las que se esculpen en piedra, si el juicio de los venideros se inclina al odio, no son sino sepulturas profanadas. Ruego, pues, a mis aliados, a los ciudadanos y a los mismos dioses; a éstos, para que me concedan hasta el término de la vida una mente serena y capaz de comprender mis deberes para con ellos y para con la Humanidad; a aquéllos, para que, cuando deje este mundo, honren mi vida y mi nombre con loas y buenos recuerdos».
Trepamos a Damecuta. El viejo Emperador sabía bien lo que hacía cuando construyó allí su más grande quinta. Cerca de San Michele, se goza desde Damecuta la más bella vista de la isla de Capri. Dije al Embajador que muchos de los fragmentos encontrados allí habían pasado por las manos de su colega sir William Hamilton, embajador británico en Nápoles en los tiempos de Nelson, y ahora se hallaban en el British Museum. Muchos estaban aún escondidos bajo las vides; el próximo verano pensaba yo empezar seriamente a practicar excavaciones, pues ya era mío el viñedo. Lord Dufferin recogió un botón mohoso de soldado entre los fragmentos de mosaico y las lastras de mármol rojo. ¡Cazadores de Córcega! Sí, doscientos soldados de aquéllos acamparon aquí en 1808, pero, desgraciadamente, la mayor parte del ejército inglés en Anacapri consistía en tropas maltesas, que se retiraron en desorden cuando los franceses atacaron el campo. Mirando abajo los acantilados de Orico, enseñé al Embajador el punto en que los franceses habían desembarcado y desde el cual se encaramaron a la escarpada roqueda, y los dos estuvimos de acuerdo en reconocer que fue, realmente, una hazaña maravillosa. Los ingleses se batieron con su habitual caballerosidad, pero tuvieron que retirarse, protegidos por la noche, a lo que hoy es San Michele, donde el comandante, major Hamill, irlandés como él, murió de sus heridas. Yace en un rincón del cementerio de Anacapri. El cañoncito que al día siguiente tuvieron que abandonar, en su precipitada retirada por la escalera fenicia, continúa en mi jardín. Al amanecer, los franceses hicieron fuego sobre Capri desde las alturas del Monte Solaro; el que llevaran un cañón hasta allí, parece casi incomprensible. El comandante británico, instalado en la Casa Inglese, en Capri, no pudo hacer más que firmar el documento de rendición. Apenas se había secado la tinta en el papel, cuando la flota inglesa, entretenida por la bonanza cerca de las islas de Ponza, apareció en el horizonte. El documento de rendición llevaba la firma de un hombre excepcionalmente desgraciado, el futuro carcelero del Águila prisionera en otra isla: sir Hudson Lowe.
Mientras, regresando a San Michele, cruzábamos el pueblo, indiqué al Embajador una casita rodeada de un jardincillo y le dije que la propietaria era la tía de la Bella Margherita, la beldad de Anacapri. La tía se había casado con un milord inglese que, salvo error, era pariente suyo. Sí, el Embajador recordaba muy bien que un primo suyo, con gran espanto de la familia, había contraído matrimonio con una campesina italiana y hasta la había llevado a Inglaterra; pero él nunca la había visto y no sabía dónde había ido a parar, después de la muerte del marido. Estaba tremendamente interesado y quería que le contase todo cuanto supiera de ella, añadiendo que lo que sabía del marido le bastaba. Le dije que el hecho había ocurrido mucho antes de mi llegada. La conocí ya viuda, mucho después de su vuelta de Inglaterra; era ya una vieja. Sólo podía contarle lo que sabía por el anciano don Crisóstomo, que había sido su confesor y su tutor. Naturalmente, no sabía leer ni escribir, pero con su viveza capresa, supo pronto asimilarse bastante el idioma de su marido. Para prepararla a la vida de Inglaterra, como esposa de un milord, don Crisóstomo, que era hombre instruido, se encargó de darle algunas lecciones sobre varios temas para extender su limitada esfera de conversación. La gracia y los buenos modales los poseía innatos, como todas las muchachas de Capri. Y en cuanto a belleza, según don Crisóstomo, a quien yo siempre he considerado como un gran experto en la materia, había sido la muchacha más hermosa de Anacapri. Fallado todo esfuerzo para despertar su interés sobre cualquier tema que no concerniese a su isla, decidió limitar su educación a la historia de Capri, para darle, al menos, un argumento sobre el cual pudiera hablar con sus parientes. Escuchaba gravemente las terribles historias: cómo Tiberio arrojaba a sus víctimas desde el Salto, cómo arañó el rostro de un pescador con las bocas de un cangrejo, cómo estrangulaba a muchos niños en la Gruta Azul, cómo su nieto Nerón ordenó a sus remeros que golpeasen hasta matarla a la propia madre, no lejos de la isla; cómo su descendiente Calígula ahogó a millares de personas en Pozzuoli. Al fin dijo ella, en su inimitable dialecto.
—Debía de ser muy mala toda aquella gente; todos camorristas…
—¡Ya lo creo! —dijo el profesor—; ¿no me has oído decir que Tiberio estrangulaba a los niños en la Gruta Azul, y que…?
—¿Han muerto todos?
—De seguro; hace casi dos mil años.
—Entonces ¿por qué demonio nos ocupamos de ellos? Dejémoslos en paz —dijo con su encantadora sonrisa.
Así terminó su educación.
Después de morir su marido se retiró a la isla y, poco a poco, volvió a la vida sencilla de sus antepasados, con un linaje dos mil años más antiguo que el del milord inglés. La encontramos sentada al sol bajo su pequeña pérgola, con un rosario en la mano y un ato en el regazo, digna matrona romana, majestuosa como la mare de los Gracos. Lord Dufferin le besó la mano con la galantería de un viejo cortesano. Ella había olvidado casi del todo el inglés y había vuelto al dialecto de su infancia; no conseguía entender mejor que yo el clásico italiano del Embajador.
—Dígale —me dijo Lord Dufferin cuando nos levantamos para irnos—, dígale de mi parte que es, por lo menos, tan gran señora como su milord inglés era caballero.
¿Quería el Embajador ver a su sobrina, la Bella Margherita? Sí, no deseaba otra cosa.
La Bella Margherita nos recibió con su encantadora sonrisa y un vaso del mejor vino del párroco, y el viejo y galante señor se sintió felicísimo de reconocer su parentesco con un estrepitoso beso en la rosada mejilla.
La esperada regata debía verificarse el próximo domingo, con un recorrido triangular: Capri, Posilipo, Sorrento, donde el vencedor recibiría la copa de manos de lady Dufferin. Mi bellísimo cúter «Lady Victoria» era uno de los mejores bateles que Escocia podía construir con teca y acero, dispuesto para todo y seguro con cualquier tiempo si era bien pilotado; y si algo he sabido yo hacer bien en este mundo es dirigir un batel. Los dos pequeños yates eran gemelos y llevaban los nombres de las dos hijas de Lord Dufferin. Nuestras chances eran, poco más o menos, iguales. Con fuerte brisa y mar agitado perdería yo, probablemente; pero confiaba en mi nueva gavia y en el nuevo spinnaker de seda para ganar la copa con viento ligero y mar tranquilo. Las nuevas velas habían llegado de Inglaterra cuando yo me hallaba todavía en Roma, y estaban colgadas, a salvo, en el depósito de velas, custodiado sólo por el viejo Pacciale, el más digno de confianza de toda la casa. Sabía bien la importancia de su cargo; dormía con la llave bajo la almohada y a nadie permitía entrar en el santuario. Aunque en los últimos años se había convertido en un apasionado sepulturero, siempre tenía el corazón en el mar, donde desde niño había vivido y sufrido como pescador de coral. En aquellos tiempos, antes de que cayera sobre Capri la maldición de América, casi todos los hombres iban a pescar coral a «Barbaria», en el mar de Túnez y de Trípoli. Era un trabajo terrible, lleno de privaciones y de penas; también peligroso, porque muchos no volvían a su isla. Pacciale había empleado veinte años de su vida para ahorrar las trescientas liras que necesitaba un hombre para casarse; cien para la barca y las redes de pesca, doscientas para el lecho, un par de sillas y un traje para la boda; en lo demás ya pensaría la Virgen. La muchacha esperaba durante años, hilando y tejiendo la ropa blanca para la casa, que ella debía suministrar. Como todos los demás, también Pacciale había heredado de su padre una faja de tierra que, en su caso, era una simple faja de roca desnuda a la orilla del mar, trescientos metros bajo Damecuta. Año tras año, con cestos colmados a la espalda, llevó la tierra, hasta que hubo suficiente para plantar unas pocas cepas y jichi d’India (chumberas). Nunca producía una gota de vino, porque la uva temprana era siempre quemada por las salpicaduras del mar durante el lebeche. De vez en cuando volvía a casa con unas pocas patatas nuevas, las primeras en madurar de la isla, y me las ofrecía con orgullo. Todo el tiempo libre lo pasaba en su masada, raspando la roca con el pesado azadón, o sentado en una piedra con la pipa de barro en la boca, mirando el mar. De cuando en cuando bajaba yo las precipitosas rocas, donde una cabra hubiera vacilado en arriesgarse, para hacerle, con gran alegría suya, una visita. Precisamente a nuestros pies había una gruta inaccesible desde el mar y desconocida aún hoy de casi todos, semioscura y con enormes estalactitas. Según Pacciale, en tiempos pasados estaba habitada por un hombre-lobo, misterioso y terrorífico ser que vive aún hay en la imaginación de los isleños casi como el mismo Tiberio. Sabía yo que el diente fosilizado que encontré bajo la arena en la caverna pertenecía a un gran mamífero que se había tendido allí para morir, cuando la isla estaba aún unida a la tierra firme, y que los trozos de pedernal y de obsidiana eran fragmentos de herramientas del hombre primitivo. Quizá también un dios había vivido allí, porque la gruta se abría hacia levante, y Mitra, el dios Sol, fue a menudo adorado en esta isla.
Pero entonces no era tiempo de explorar la gruta; todos mis pensamientos estaban concentrados en la próxima regata. Había mandado decir a Pacciale que iría a examinar mis nuevas velas después del desayuno. El depósito estaba abierto, pero me sorprendió no encontrar allí a Pacciale esperándome. Por poco me desmayo al desplegar una a una las nuevas velas. En la gavia había un gran desgarrón: el spinnaker de seda, que debía hacerme ganar la copa, estaba casi partido en dos; y el foque, manchado y convertido en un harapo. Apenas recobré el uso de la palabra, llamé gritando a Pacciale. No vino. Salí corriendo y, por último, lo encontré de pie recostado en el muro del jardín. Loco de rabia, alcé la mano para pegarle: no se movió, no dijo nada, no hizo más que inclinar la cabeza y extender los brazos horizontalmente, a lo largo del muro. Bajé la mano; sabía lo que aquello significaba; no era la primera vez que lo veía. Significaba que lo sufriría todo, pero que era inocente. Su ademán reproducía la crucifixión de Nuestro Señor, con los brazos tendidos y la cabeza inclinada. Le hablé lo más amablemente que pude, pero no me contestó, no se movió de su cruz de agonía. Me guardé la llave del depósito en el bolsillo y llamé a todo el personal. Nadie había entrado en el depósito, nadie tenía nada que decir; pero Giovannina se tapó con el delantal la cara y se echó a llorar; la conduje a mi cuarto y, con gran trabajo, conseguí que hablase. Quisiera poder repetir la lastimosa historia palabra por palabra, como me la contó entre sollozos la hija de Pacciale. Poco faltó para que me echase también yo a llorar al recordar que había estado a punto de pegar a su viejo padre.
Sucedió dos meses antes, el 1.º de mayo, cuando estábamos aún en Roma. Quizá recordaréis el famoso 1.º de mayo de hace muchos años, cuando debía estallar una revolución social en todos los países de Europa, un asalto a los ricos, la destrucción de sus malditos bienes. Al menos, eso era lo que decían los periódicos; cuanto más pequeño el periódico, más grande la amenazadora calamidad. El más pequeño de todos era La Voce di San Gennaro, que Maria Portalettere llevaba dos veces por semana, en la cesta del pescado, al párroco, que lo hacía después circular entre los intelectuales del pueblo: ligero eco de los acontecimientos del mundo, que resonaba en la arcaica paz de Anacapri. Pero aquella vez no era un ligero eco lo que llegaba a los oídos de los intelectuales, a través de las columnas de La Voce di San Gennaro. Era un rayo del cielo azul que sacudía a todo el pueblo. Era el cataclismo predicho hacía mucho tiempo, que debía desencadenarse el 1.º de mayo. Reclutadas por el demonio, las hordas salvajes de Atila debían saquear los palacios de los ricos y quemar y destruir sus bienes. Era el principio del fin, Il castigo di Dio! Castigo di Dio! La noticia se esparció por todo Anacapri con la rapidez del relámpago. El párroco escondió las joyas de San Antonio y los sagrados vasos de la iglesia debajo de la cama; los notables arrastraron cuanto pudieron a las bodegas. El pueblo corrió a la plaza pidiendo a voz en grito que el Santo Patrón fuese sacado del altar y llevado en procesión para que lo protegiera. La víspera del día fatal, Pacciale fue a consultar al párroco. Ya había estado Baldassare y se había ido tranquilizado por cuanto le había asegurado el cura: que seguramente los bandidos no tendrían ningún interés por los trozos de piedra, loza y roba antica del señor doctor. Baldassare podía dejar tranquilamente toda aquella basura donde se hallaba. En cuanto a Pacciale, responsable de las velas, estaba en mucho peores condiciones. Si los bandidos invadían la isla, tendrían que llegar con barcas y las velas eran un botín muy precioso para los hombres de mar. Esconderlas en la bodega era correr un riesgo demasiado grande, porque a los hombres de mar les gusta también el buen vino. ¿Por qué no bajarlas a su solitaria masada, bajo los acantilados de Damecuta? Era el sitio más adecuado; seguramente los bandidos no querrían exponerse a romperse la crisma bajando al precipicio para cogerlas.
Apenas oscurecido, Pacciale, su hermano y dos compañeros de confianza, armados de gruesos palos, arrastraron mis nuevas velas hasta la masada. La noche era tempestuosa; poco después empezó a llover a torrentes: la linterna se apagó; con peligro de la vida, a tientas, bajaron por las resbaladizas rocas. A medianoche llegaron a la masada y depositaron su carga en la gruta del hombre lobo. Todo el 1.º de mayo permanecieron ambos sentados sobre el mojado montón de velas, haciendo guardia por turno en la entrada de la caverna. Al anochecer, Pacciale se decidió a enviar a su reacio hermano a explorar el pueblo, sin exponerse a ningún peligro. Volvió al cabo de tres horas para decirles que no había señales de bandidos; todo seguía como de costumbre. Toda la gente estaba en la plaza: en la iglesia, los cirios estaban encendidos sobre los altares; San Antonio debía ser sacado fuera para recibir el reconocimiento de Anacapri por haber salvado, una vez más, al pueblo del exterminio. A medianoche la comitiva salió furtivamente de la gruta y trepó de nuevo hasta el pueblo con mis velas empapadas. Cuando Pacciale se enteró del desastre quería ahogarse. Sus hijas no se atrevieron a perderlo de vista durante varios días con sus noches. Desde entonces no fue el mismo; apenas hablaba. Me di cuenta de su silencio y le pregunté varias veces qué tenía. Mucho antes de que Giovannina terminase su confesión, ya no sentía yo el menor enfado; busqué en vano a Pacciale por todo el pueblo para decírselo. Por último lo encontré en su masada, sentado en la acostumbrada piedra, contemplando el mar, como hacía con frecuencia. Le dije que me avergonzaba de haber levantado la mano para pegarle. Toda la culpa era del párroco. Me importaba un pepino de las velas nuevas; las viejas eran bastante buenas para mí. Pensaba partir al día siguiente para un largo crucero; debía venir conmigo y lo olvidaríamos todo. Él sabía que su trabajo de sepulturero me había disgustado siempre; sería mejor que cediera el puesto a su hermano y que él volviese al mar. A partir de aquel momento le nombraba mi marinero. Gaetano se había emborrachado perdidamente dos veces en Calabria y casi nos había hecho naufragar; en todo caso, había decidido despedirlo. Cuando volvimos a casa le hice ponerse la nueva camiseta, recién llegada de Inglaterra, con «Lady Victoria R. C. Y. C.» en letras rojas sobre el pecho. Nunca se la quitó; con ella vivió y murió con ella. Cuando conocí a Pacciale era ya viejo; de qué edad, él mismo no lo sabía, ni lo sabían sus hijas, ni nadie. En vano intenté averiguar la fecha de su nacimiento en el registro oficial del Municipio. Había sido olvidado desde que nació. Pero yo nunca le olvidaré. Lo recordaré siempre como el hombre más honrado, el más cándido, el más sincero de cuantos haya podido conocer en cualquier país y en cualquier clase social; dulce como un niño. Sus hijos me contaron que nunca le habían oído decir una palabra violenta o fea, ni a su madre ni a ellos mismos. También era bueno con los animales; llevaba los bolsillos llenos de migas de pan, que echaba a los pájaros en su viñedo; era el único hombre en la isla que no había cazado un pájaro o pegado a un burro. Un criado fiel y viejo anula el nombre de amo. Se convirtió en mi amigo, siendo el honor para mí, pues era mucho mejor que yo. Aunque pertenecía a un mundo distinto del mío, un mundo casi desconocido para mí, nos entendíamos perfectamente. Durante los largos días y las noches que estuvimos juntos y solos en el mar, me enseñó muchas cosas que yo no había leído en los libros ni oído a otros hombres. Era un taciturno; hacía mucho tiempo que el mar le había enseñado su silencio. Pensaba poco, y tanto mejor para él; pero sus dichos estaban llenos de poesía, y era griega pura la arcaica simplicidad de sus comparaciones. Griegas eran también muchas de sus palabras; las recordaba del tiempo en que navegó a lo largo de aquella costa, formando parte de la chusma en la nave de Ulises. Cuando estábamos en casa continuaba su vida habitual, trabajando en mi jardín o en su querida masada, a la orilla del mar. No me gustaban mucho aquellas expediciones arriba y abajo por las escarpadas rocas; pensaba que sus arterias se endurecían mucho, y con frecuencia regresaba de su larga escalada algo jadeante.
Siempre tenía el mismo aspecto; nunca se quejaba de nada; comía los macarrones con el habitual apetito y estaba en pie desde el alba al ocaso. De pronto, un día, se negó a comer; procuramos tentarlo con toda clase de cosas, pero dijo que no. Confesó que se sentía un poco stanco, algo cansado, y pareció contentísimo de estar sentado un par de días bajo el emparrado, contemplando a lo lejos el mar. Luego, pidió con insistencia bajar a la masada y me costó gran trabajo persuadirle de que se quedase con nosotros. No creo que él supiera por qué deseaba ir allí, pero yo lo sabía muy bien. Era el instinto del hombre primitivo, que le impulsaba a esconderse de las miradas de sus semejantes y tenderse detrás de una roca para morir, o bajo un arbusto, o en la gruta donde, muchos millares de años antes, otros hombres primitivos se habían tendido para fallecer. Hacia el mediodía quiso acostarse un rato, él, que no se había acostado en la cama un solo día de su vida. Durante la tarde le pregunté varias veces cómo estaba; respondía que estaba muy bien, gracias. Hacia el anochecer hice acercar su lecho a la ventana, donde podía ver el sol descender sobre el mar. Cuando volví después del Avemaría, todo el personal, su hermano, sus compañeros, estaban en la alcoba, sentados a su alrededor. Nadie les había dicho que vinieran; ni siquiera yo sabía que el fin estuviera tan próximo.
No hablaban, no rezaban; permanecieron allí, muy tranquilamente sentados, toda la noche. Como es costumbre aquí, nadie se acercaba al moribundo. Pacciale estaba en la cama, inmóvil y sereno, con los ojos vueltos al mar. Todo era simple y solemne, tal como debía ser cuando una vida se apaga. Llegó el sacerdote con los últimos Sacramentos, Dijeron al viejo Pacciale que confesara sus pecados y pidiera perdón. Dijo que sí con la cabeza y besó el Crucifijo. El sacerdote le dio la absolución. Dios Omnipotente aprobó con una sonrisa y dijo que el viejo Pacciale era bien venido al Paraíso. Creía yo que ya estaba allí, cuando, de pronto, alzó la mano y, con amabilidad, casi tímidamente, me acarició la mejilla.
—Siete buono come il mare[126] —murmuró.
¡Bueno como el mar!
No escribo aquí estas palabras con presunción, las escribo con maravilla. ¿De dónde venían estas palabras? Seguramente de muy lejos, como el eco de una edad de oro, cuando vivía Pan, cuando los árboles de la selva sabían hablar, las ondas del mar cantar y el hombre escuchar y comprender.