XXVIII

LA improvisada partida para el otro mundo, entre fuego y llamas, del reverendo canónigo Don Giacinto tuvo el más corroborante efecto sobre las condiciones físicas y morales de nuestro párroco Don Antonio. Su tibia dislocada mejoró rápidamente, y en breve pudo reanudar sus habituales paseos matutinos a San Michele para asistir a mi almuerzo. Siempre le invitaba, según la usanza napolitana, a comer conmigo; pero rehusaba invariablemente mi taza de té con un cortés: No, grazie, sto bene[116]. El único objeto de su visita era sentarse a la mesa frente a mí, y mirarme mientras comía. Don Antonio no había visto hasta entonces un forestiero de cerca, y casi todo lo que yo decía y hacía era para él continua fuente de maravillas. Sabía que era protestante, pero después de algunas vagas tentativas para discutir de religión, nos pusimos de acuerdo para excluir de nuestras conversaciones la Teología y dejar en paz a los protestantes. Fue, realmente, una gran concesión por su parte, porque una vez por semana, desde su púlpito, enviaba al infierno, con las más terribles invectivas, a todos los protestantes vivos y muertos. Los protestantes eran la especialidad de Don Antonio, el áncora de salvación en todos sus naufragios oratorios. No sé lo que hubiera hecho sin los protestantes. La memoria del viejo párroco era algo insegura, y el débil hilo de sus argumentaciones se rompía en los momentos más penosos; en lo mejor del sermón caía en un embarazoso silencio. Sus feligreses lo sabían de sobra y no se preocupaban; continuaban meditando tranquilamente en sus propios asuntos: sus olivares y sus viñedos, sus vacas y sus cerdos. Sabían también lo que venía luego. Don Antonio se sonaba, con una serie de truenos semejantes a las trompetas del Juicio Final, y salía del paso.

Ma questi maledetti protestanti, questo camorrista di Lutero[117]! ¡Que el demonio les arranque las malditas lenguas, que les quebrante los huesos y que los tueste vivos! In aeternitatem![118]

Un domingo de Pascua sucedió que me detuve a la puerta de la iglesia con un amigo en el preciso momento en que el párroco perdía el hilo del discurso; se hizo el acostumbrado silencio. Susurré al oído de mi amigo: «Ahora nos toca a nosotros».

Ma questo camorrista di Lutero, questi maledetti protestanti! Che il demonio…

De pronto, Don Antonio me vio en el umbral. El puño, que se había levantado para golpear a los malditos infieles, abrióse en una amistosa señal de salutación y de excusa hacia mí: «Excluyendo, naturalmente, al signor dottore».

Casi nunca dejaba yo de ir a la iglesia el domingo de Pascua para detenerme en mi acostumbrado sitio de la puerta, junto al viejo Cecatiello, mendigo oficial de Anacapri. Los dos tendíamos la mano a los que entraban, él por su limosna y yo por los pajarillos que los hombres llevaban en los bolsillos, las mujeres en los pliegues de la mantilla y los niños en la palma de la mano. Esto demuestra bastante bien la posición excepcional que yo disfrutaba entre los anacapreses, para que aceptasen sin resentimiento mi intervención en su modo de celebrar la Resurrección de Nuestro Señor, consagrado por la tradición de casi dos mil años y estimulado siempre por sus sacerdotes. Desde el primer día de la Semana Santa se ponían trampas en todas las viñas y bajo todos los olivos. Durante días enteros centenares de pajarillos eran arrastrados por las calles por todos los chicos del pueblo, con un cordel atado al ala. Después, símbolos mutilados de la Santa Paloma, debían ser libertados en la iglesia para que participasen en la jubilosa conmemoración del regreso de Cristo al cielo. Pero los pájaros nunca volvían al suyo; revoloteaban un poco, impotentes y aturdidos, rompiéndose las alas contra las ventanas, antes de caer al suelo para morir. Al amanecer había yo estado en el tejado de la iglesia con mastro Nicola, mi ayudante involuntario, que me sostenía la escalera, para romper algunos de los vidrios; pero sólo poquísimos de los pájaros condenados encontraron la salida.

¡Los pájaros! ¡Los pájaros! ¡Cuánto más feliz hubiera sido mi vida en la hermosa isla si no los hubiera querido tanto! Gustábame verlos llegar cada primavera a millares y millares; era una alegría para mis oídos oírlos cantar en el jardín de San Michele. Pero llegó un tiempo en que casi deseaba que no vinieran; hubiera querido poder hacerles una seña, cuando aún estaban lejos sobre el mar, para advertirles que continuasen con la bandada de patos silvestres, alta en el cielo, hacia mi lejano país nórdico, donde estarían seguros del hombre. Pues yo sabía que la hermosa isla, para mí un paraíso, era para ellos un infierno, como aquel otro que les esperaba más lejos en su Vía Crucis, Heligoland. Llegaban precisamente antes de salir el sol. No pedían más que descansar un poco del largo vuelo a través del Mediterráneo; ¡la meta del viaje, la tierra dónde habían nacido y dónde criarían a sus pequeños, estaba aún tan lejana! Llegaban a millares: palomas torcaces, tordos, tórtolas, zancudas, codornices, oropéndolas, alondras, ruiseñores, nevatillas, pinzones, golondrinas, herreruelos, petirrojos y otros mil minúsculos artistas, en camino para dar conciertos primaverales en los silenciosos campos y florestas del Norte. Dos horas después revoloteaban impotentes en las redes que la astucia del hombre había tendido por toda la isla, desde los acantilados marinos hasta las faldas de los montes Solaro y Barbarossa. Por la noche eran embalados a centenares en cajitas de madera, sin alimento y sin agua, y expedidos por barco a Marsella, para ser comidos con delicia en los elegantes restaurantes de París. Era un comercio lucrativo. En Capri, desde hacía siglos, tenía su sede un obispado exclusivamente sostenido mediante la venta de los pájaros cazados con redes. En Roma lo llamaban il vescovo delle quaglie. ¿Sabéis cómo son cogidos esos pajarillos? Escondidos bajo los arbustos, entre los sostenes de la red, están enjaulados pájaros de reclamo, que incesantemente, automáticamente, repiten su monótono llamamiento. No pueden cesar; continúan llamando noche y día hasta que mueren. Mucho antes de que la ciencia aprendiera algo sobre la localización de los varios centros nerviosos en el cerebro humano, el diablo había revelado a su mejor discípulo, el hombre, su horrendo descubrimiento: que cegando a un pájaro con una aguja candente, canta de modo automático el animal. Es una vieja historia ya conocida por los griegos y los romanos, y aún se practica esto a lo largo de todas las costas meridionales de España, de Italia[119] y de Grecia. Sólo un tanto por ciento muy escaso de pájaros sobrevive a la operación, pero es un buen negocio: una codorniz ciega vale hoy en Capri veinticinco liras. Durante seis semanas de primavera y otras tantas del otoño, toda la falda del Monte Barbarossa estaba cubierta de redes, desde las ruinas del castillo, en la cumbre, hasta el muro del jardín de San Michele, al pie de la montaña. Estaba considerado como el mejor cazadero de toda la isla; con frecuencia eran aprisionados allí más de mil pájaros en un solo día. La montaña pertenecía a un hombre de tierra firme, un exmatarife, famoso especialista en el cegamiento de pájaros, mi único enemigo en Anacapri además del médico. Desde que empecé a construir San Michele hubo guerra entre él y yo. Apelé a la Prefectura de Nápoles, al Gobierno de Roma; me dijeron que nada se podía hacer; la montaña era suya y tenía la ley en su favor. Obtuve una audiencia de la dama más influyente del país, me sonrió con su encantadora sonrisa, que le había ganado el corazón de toda Italia; me honró invitándome a comer: las primeras palabras que leí en la minuta eran: Pâté d’alouettes farcies.[120]. Recurrí al Papa, y un grueso cardenal me dijo que, precisamente aquella mañana, al amanecer, Su Santidad se había hecho conducir en silla de manos a los jardines del Vaticano para asistir a las redadas de pájaros, que habían sido buenas; se habían cogido más de doscientos. Raspé la herrumbre del cañoncito que los ingleses abandonaron en mi jardín en 1808 y empecé a disparar un cañonazo cada cinco minutos, desde medianoche hasta el alba, con la esperanza de alejar de la montaña fatal a los pajaritos. El exmatarife me denunció por intromisión en el legal ejercicio de su comercio; hube de pagar doscientas liras de multa. Enseñé a mis perros a ladrar toda la noche, renunciando al poco sueño que me restaba. A los pocos días murió de improviso mi gran perro marismeño. Le encontré señales de arsénico en el estómago. A la noche siguiente vi al asesino al acecho tras la tapia del jardín y lo derribé a puñetazos. Me denunció de nuevo y hube de pagar quinientas liras por agresión. Vendí mi magnífico jarrón griego y mi querida Madonna de Desiderio de Settignano para reunir la enorme suma que él me pedía por la montaña, varios centenares de veces su verdadero valor. Cuando fui con el dinero, empezó de nuevo su vieja táctica y, con una mueca, me dijo que había doblado el precio. Conocía a su hombre. Había llegado a tal punto mi exasperación que tal vez hubiera renunciado a cuanto poseía para ser propietario de la montaña. La matanza de los pájaros continuaba. Había perdido el sueño; no podía pensar en otra cosa. Desesperado, huí de San Michele; partí en mi yate para Montecristo y no regresé hasta haber pasado sobre la isla el último pájaro.

Lo primero que oí, a mi vuelta, fue que el matarife se estaba muriendo. Dos veces al día se decían en la iglesia misas, a treinta liras cada una, por su salvación; era uno de los hombres más ricos del pueblo. Al anochecer llegó el párroco, rogándome en nombre de Cristo que visitase al moribundo. El médico del pueblo sospechaba que tuviese pulmonía; el farmacéutico estaba seguro de que era un ataque fulminante; el barbero pensaba en un colpo di sangue[121]; la comadrona insistía en que era una paura[122]. El mismo párroco, que siempre pensaba en el mal’occhio[123], se decidió por esto. Me negué a ir. Dije que en Capri nunca había sido yo médico más que para los pobres, y que los médicos titulares de la isla estaban perfectamente capacitados para luchar contra cualquiera de aquellos males. Iría sólo con una condición: que el hombre jurase sobre el Crucifijo que, de sobrevivir, no volvería a cegar un pájaro y me vendería la montaña al exorbitante precio de un mes antes. Se negó. Por la noche le administraron los últimos Sacramentos. Al amanecer volvió de nuevo el párroco. Había aceptado mi ofrecimiento; había jurado sobre el Crucifijo. Dos horas después le sacaba de la pleura izquierda medio litro de pus, con gran consternación del médico titular y para gloria del santo del pueblo, pues contrariamente a mis previsiones, el hombre curó.

—¡Milagro! ¡Milagro!

Ahora la montaña de Barbarossa es un santuario de los pájaros.

Cada primavera y cada otoño millares de pajarillos cansados reposan en sus laderas, a salvo de hombres y bestias. A los perros de San Michele les está prohibido ladrar mientras los pájaros reposan en el monte. A los gatos no se les permite salir de la cocina sin un cascabel de alarma al cuello. Billy, el vagabundo, está encerrado en la casa de los monos; nunca se sabe lo que puede hacer un mono o un escolar.

Hasta ahora nada he dicho aún para menoscabar el último milagro de San Antonio, que, por lo menos, ha salvado durante mucho tiempo la vida de quince mil pájaros cada año. Pero cuando para mí haya terminado todo, pienso susurrar al ángel más próximo que, con todo el respeto debido a San Antonio, fui yo quien sacó el pus de la pleura izquierda del matarife, y suplicaré al ángel que interceda por mí, si no lo hace ningún otro. Estoy seguro de que Dios Todopoderoso quiere bien a los pájaros; de lo contrario, no les hubiera dado las mismas alas que a sus ángeles.