XXVII

FINALIZABA la primavera y acercábase el estío romano. Los últimos forasteros desaparecían de las sofocantes calles. Las marmóreas diosas de los museos vacíos gozaban de la vacación, frescas y cómodas con sus hojas de parra. San Pedro sesteaba a la sombra de los jardines del Vaticano. El Foro y el Coliseo habían vuelto a sus sueños fantasmales. Giovannina y Rosina parecían pálidas y cansadas; las rosas del sombrero de Miss Hall languidecían. Los perros jadeaban; los monos, bajo la escalera de la Trinità dei Monti, invocaban, aullando, un cambio de aire y de escenario. Mi hermoso y pequeño cúter danzaba alrededor de su ancla fuera de Porto d’Anzio, esperando la señal para desplegar la vela hacia Capri, donde mastro Nicola y sus tres hijos escrutaban el horizonte desde el parapeto de San Michele para avistar mi regreso.

Mi última visita, antes de dejar a Roma, fue al cementerio protestante, fuera de Porta San Paolo. Aún cantaban los ruiseñores para los muertos, que no parecía disgustarles el ser olvidados en un sitio tan dulce, tan fragante de lirios, rosas y mirtos en plena floración. Los ocho niños de Giovanni, el sepulturero, tenían todos la malaria (había mucho paludismo entonces por los suburbios de Roma, a pesar de lo que decía el Baedeker). La hija mayor, María, estaba tan flaca por los repetidos ataques de fiebre, que dije a su padre no pasaría del verano si la dejaba en Roma. Ofrecí llevarla a San Michele, con mi personal. Al principio vaciló; los italianos pobres son muy reacios a separarse de sus hijos enfermos; prefieren dejarlos morir en casa antes que llevarlos al hospital. Por fin aceptó cuando le propuse que acompañara él mismo a su hija a Capri, para ver por sus propios ojos lo bien que la cuidaría mi gente. Miss Hall, con Giovannina y Rosina y todos los perros, partió para Nápoles en tren, como de costumbre. Yo, con Billy el zambo, la mangosta y la lechucita, hice una magnífica travesía en el yate. Pasamos bajo el Monte Circeo cuando salía el sol, aspiramos la brisa matutina en la bahía de Gaeta, volamos a una velocidad de carrera bajo el castillo de Isquia, y anclamos en la Marina de Capri cuando las campanas tocaban mediodía. Dos horas después trabajaba, medio desnudo, en el jardín de San Michele.

Al cabo de cinco largos veranos de incesante labor, desde el alba al ocaso, estaba más o menos terminado San Michele, pero aún había mucho que hacer en el jardín. Debía extenderse una nueva terraza detrás de la casa; otra galería debía construirse sobre las dos pequeñas estancias romanas que habíamos descubierto en el otoño. En cuanto al patio del claustro, dije a mastro Nicola que sería mejor derribarlo; ya no me gustaba. Mastro Nicola me suplicó que lo dejase así; lo habíamos demolido dos veces, y si se continuaba derribándolo todo apenas construido, San Michele nunca se terminaría. Dije a mastro Nicola que el modo mejor de construir la casa era derribarlo todo cuantas veces fuera preciso, y empezar de nuevo hasta que los ojos dijesen que todo estaba bien. Los ojos conocen la arquitectura bastante mejor que los libros; son infalibles mientras se fía uno de los propios, no de los ajenos. Al volver a verlo, aún me pareció San Michele más hermoso. La casa era pequeña; las habitaciones, pocas, pero había galerías, azoteas y pérgolas en torno, para poder contemplar el sol, el mar y las nubes; el alma necesita más espacio que el cuerpo. Pocos muebles en las habitaciones, pero lo que en ellas había no sólo con dinero se podía comprar. Nada de superfluo, nada de feo, nada de bric-à-brac[113], nada de bagatelas. Algún primitivo, un aguafuerte de Durero y un bajorrelieve griego sobre las paredes blanqueadas. Un par de alfombras antiguas en el suelo de mosaico, pocos libros sobre las mesas, flores por doquier en brillantes mayólicas de Faenza y de Urbino. Los cipreses procedentes de Villa d’Este, que conducían a la capilla, habían crecido ya, formando un camino de árboles soberbios, los más nobles del mundo. También la capilla que había dado el nombre a mi casa era, por último, mía. Debía ser mi biblioteca. En torno a los blancos muros había hermosas sillas de coro y, en el centro, una gran mesa frailera cargada de libros y de fragmentos de terracota. Sobre una columna acanalada, de giallo antico, había un enorme Horo de basalto, el mayor que he visto en mi vida, traído de la tierra de los faraones por algún coleccionista romano, acaso por el mismo Tiberio. Encima del escritorio me miraba la marmórea cabeza de Medusa del siglo IV (antes de Jesucristo). La encontré en el fondo del mar. Sobre la gran chimenea florentina del siglo XVI estaba la Victoria Alada. Sobre una columna de mármol africano, cerca de la ventana, la cabeza mutilada de Nerón miraba el golfo donde hizo golpear mortalmente a la madre por sus remeros. Sobre la puerta de entrada esplendía la bellísima Ventana de vidrio pintado, del siglo XVI, que la ciudad de Florencia había regalado a Eleonora Duse y que ella me dio a mí en recuerdo de su última estancia en San Michele. En una pequeña cripta, cinco pies bajo el pavimento romano de mármol rojo, dormían en paz dos frailes. Los encontré inesperadamente, cuando se excavaba para la base de la chimenea. Yacían allí cruzados de brazos, tal como fueron sepultados bajo la capilla casi quinientos años antes. Sus túnicas estaban casi reducidas a polvo; los cuerpos resecos eran ligeros como pergamino, pero las facciones se conservaban bien; las manos estrechaban aún los crucifijos; uno tenía graciosas hebillas de plata en los zapatos. Me dolía haber turbado su sueño; con infinitas precauciones los recluí de nuevo en la pequeña cripta.

La esbelta columnata gótica en torno a la capilla estaba muy bien, a mi parecer. ¿Dónde podían encontrarse hoy columnas parecidas? Mirando desde el parapeto la isla a mis pies, dije a mastro Nicola que se debía empezar en seguida el basamento para la esfinge; no había tiempo que perder. Se alegró mucho: ¿por qué no se traía ya la esfinge de dónde estaba? Dije que estaba bajo las ruinas de una quinta desconocida de un emperador romano, en un lugar del Continente, esperándome desde hacía dos mil años; me lo dijo un hombre con capa encarnada la primera vez que miré el mar lejano, precisamente desde donde nos hallábamos; hasta entonces sólo la había visto en sueños. Miré mi pequeño y blanco yate en la Marina, a mis pies, y dije que estaba seguro de que en el momento oportuno encontraría la esfinge. La dificultad sería traerla a través del mar; en efecto, sería una carga demasiado grande para mi barco, pues era de granito y pesaba no sé cuántas toneladas. Mastro Nicola se rascó la cabeza y me preguntó quién la arrastraría hasta San Michele. Él y yo, naturalmente.

Los dos pequeños aposentos romanos bajo la capilla estaban aún llenos de escombros del derrumbado techo, pero los muros permanecían intactos hasta la altura de un hombre. Las guirnaldas de flores y las ninfas danzantes sobre el revoque rojo parecían pintadas el día anterior.

¿Roba di Timberio? —preguntó mastro Nicola.

—No —repliqué mirando atentamente el delicado dibujo del pavimento de mosaico, orillado graciosamente de hojas de vid en nero antico—. Este pavimento fue hecho antes de su época; se remonta a Augusto. También el viejo emperador sentía gran pasión por Capri; empezó a construir una quinta aquí, sólo Dios sabe en qué lugar; pero murió en Nola, regresando a Roma, antes de que estuviera terminada. Fue un gran hombre y un gran emperador, pero, créame, Tiberio fue el más grande de todos.

La pérgola estaba ya cubierta de tiernas vides: rosas, madreselvas y epítimos enroscábanse en torno a la larga fila de blancas columnas. Entre los cipreses del pequeño claustro estaba el fauno danzante sobre la columna de cipolino; en el centro de la gran galería hallábase el Hermes broncíneo de Herculano. En el patinillo de mármol, todo fulgurante de sol, contiguo al comedor, estaba Billy el zambo atento a buscarle las pulgas a Tappio, rodeado de todos los demás perros, que esperaban soñolientos su turno para el acostumbrado complemento de la toilette matutina. Billy tenía una mano maravillosamente diestra en cazar pulgas; ninguna cosa saltante o reptante podía escapar a sus vigilantes ojos. Los perros lo sabían muy bien y se divertían tanto como él con aquel deporte, único tolerado por las leyes de San Michele. La muerte era fulmínea y, probablemente, sin dolor: Billy se tragaba su presa antes de que ésta previera el peligro. Había dejado Billy el Vicio de beber, convirtiéndose en un mono respetable en el pleno desarrollo de su madurez. Se parecía de un modo alarmante a un ser humano; observaba buena conducta, aunque era bastante escandaloso cuando no estaba bajo mi vigilancia, y dispuesto a burlarse de todos. A menudo me preguntaba qué pensarían de él los perros. Creo más bien que le temían; generalmente, volvían los ojos cuando los miraba. Billy a nadie temía, más que a mí. Siempre leía en su rostro cuando tenía la conciencia sucia, lo cual ocurría con bastante frecuencia. Sí, creo que también temía a la mangosta, que erraba furtivamente por el jardín con pies inquietos, silenciosa y curiosa. Había, indudablemente, algo de varonil en Billy; no tenía él la culpa; su Creador lo había hecho así. No era, en modo alguno, insensible a las atracciones del otro sexo. Al verla por vez primera, le tomó gran simpatía a Elisa, la mujer de mi jardinero, que se pasaba horas enteras contemplándolo, fascinada, mientras él estaba sentado en su higuera particular, chascando los labios y mirándola. Elisa, como de costumbre, esperaba un niño. Siempre la he conocido en ese estado. No sé por qué, pero no me gustaba mucho aquella improvisada amistad con Billy; incluso le dije que más le valdría mirar cualquier otra cosa.

El viejo Pacciale había bajado a la Marina para recibir a su colega Giovanni, el sepulturero de Roma, que debía llegar, con su hija, al mediodía, en la barca de Sorrento. Como tenía que estar de regreso en el cementerio protestante a la tarde siguiente, le llevarían después de comer a inspeccionar los dos cementerios de la isla. Por la noche, el personal de servicio debía ofrecer una cena en la azotea del jardín, con vino a discreción, en honor del distinguido huésped de Roma.

Las campanas de la capilla tocaban el Ángelus. Había yo estado trabajando en el jardín, bajo el sol abrasador, desde las cinco de la mañana. Cansado y hambriento, me senté ante mi frugal cena en la galería superior, satisfecho de haber pasado otro día feliz. En la terraza, a mis pies, estaban mis huéspedes endomingados, sentados en torno a un inmenso plato de macarrones y un gran piretto del mejor vino de San Michele. En el puesto de honor, a la cabecera de la mesa, estaba el sepulturero romano entre sus dos colegas de Capri; al lado, Baldassare, mi jardinero; Gaetano, mi marinero, y mastro Nicola con sus tres hijos, hablando todos a voz en cuello. Alrededor de la mesa, en admiración, estaban sus mujeres, a usanza napolitana. El sol se ponía lentamente sobre el mar. Por primera vez en mi vida sentí alivio cuando, al fin, desapareció detrás de Isquia. ¿Por qué deseaba el ocaso y las estrellas, yo, el idólatra del sol, que desde niño temía tanto a la oscuridad y a la noche? ¿Por qué ardían tanto mis ojos cuando miraba al glorioso dios Sol? ¿Estaría, acaso, encolerizado conmigo e iba a volverme el rostro y dejarme a oscuras, a mí, que trabajaba de rodillas para construirle otro santuario? ¿Era verdad lo que veinte años antes me dijo el tentador de la capa encarnada, mientras contemplaba por primera vez, desde la capilla, la hermosa isla? ¿Era verdad que el exceso de luz daña a los ojos mortales?

«¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz!».

Resonaba en mis oídos su siniestro aviso.

Había aceptado el pacto, había pagado el precio, había sacrificado mi porvenir para ganar San Michele. ¿Qué más quería de mí? ¿Cuál era el otro grave precio que, según dijo, debía pagar antes de morir?

De pronto, descendió sobre el mar y el jardín una nube oscura. Mis ardientes párpados se cerraron con terror…

—¡Escuchad, compañeros! —gritaba el sepulturero de Roma desde la azotea inferior—. ¡Escuchad lo que os digo! Vosotros, aldeanos, que sólo le veis en este miserable villorrio andar descalzo y no mejor vestido que vosotros, sabed que por las calles de Roma pasea en coche de dos caballos. Dicen también que visitó al Papa cuando tuvo el trancazo. Os digo, compañeros, que no hay ninguno como él; es el más grande doctor de Roma; ¡venid a mi cementerio y veréis! ¡Siempre él! ¡Siempre él! En cuanto a mí y a mi familia, no sé qué haríamos sin él; él es nuestro bienhechor. ¿A quién creéis que mi mujer vende todas las coronas y las flores, sino a los clientes de él? Todos esos forasteros que llaman a la cancela y dan céntimos a mis hijos para que los hagan entrar, ¿por quién creéis que vienen? ¿Qué creéis que desean? Claro que mis chicos no comprenden lo que dicen y, a veces, dan vueltas por todo el cementerio antes de encontrar lo que quieren. Ahora, apenas los forasteros tocan la campanilla, mis hijos saben en seguida lo que desean y los conducen inmediatamente a su hilera de fosas; así quedan siempre contentos y dan más céntimos a los niños. ¡Siempre él! ¡Siempre él! Casi no pasa mes sin que despedace a alguno de sus enfermos, en la capilla mortuoria, para intentar descubrir lo que tenía, y luego me da cincuenta liras por volver a meterlo en el ataúd. ¡Os digo, compañeros, que no hay ninguno como él! ¡Siempre él! ¡Siempre él!

Ya se había alejado la nube, y el mar volvía a irradiar fulgurante luz; había desaparecido mi miedo. Ni el mismo demonio puede nada contra un hombre que sepa reír.

Terminó la cena. Encantados de vivir y con la cabeza llena de vino, nos fuimos todos a la cama, a dormir el sueño de los justos.

* * *

Apenas dormido, me encontré en una llanura solitaria, sembrada de escombros, de enormes bloques de travertino y fragmentos de mármol semiocultos por la hiedra, el romero y la madreselva silvestre, el cisto y el tomillo. Sobre un muro derruido de opus reticulatum sentábase un viejo pastor, tocando para su rebaño de cabras la flauta de Pan. Su feroz rostro, con luenga barba, estaba tostado por el sol y el viento; sus ojos ardían como brasas bajo las tupidas cejas; su largo cuerpo descarnado estremecíase bajo la larga capa azul de pastor calabrés. Le ofrecí un poco de tabaco; me dio una lonja de queso fresco de cabra y una cebolla. Le entendía con dificultad.

¿Cómo se llamaba aquel extraño lugar?

No tenía nombre.

¿De dónde venía él?

De ningún sitio, siempre había estado allí; aquello era su morada.

¿Dónde dormía?

Indicó con su largo cayado una gradería bajo un arco derruido; bajé los escalones tallados en la roca y me encontré en una oscura estancia abovedada. En un ángulo había un jergón de paja, con un par de pieles de oveja como manta. Colgadas del techo, y por las paredes, ristras de cebollas y tomates secos; en la rústica mesa, una botija de agua. Aquélla era su casa; allí estaba cuanto poseía. Allí había vivido toda su vida; allí se tendría un día que morir. Ante mí abríase un oscuro pasaje subterráneo, casi obstruido por cascotes caídos del techo en ruinas. ¿Adónde conducía?

Él no lo sabía, nunca había estado allí; siendo niño le dijeron que conducía a una caverna frecuentada por un espíritu maligno que había vivido allí miles de años, bajo la forma de un gran hombre-lobo que devoraría a todo cristiano que se acercara a su caverna.

Encendí una antorcha y me aventuré a tientas por una escalera de mármol. El pasaje se ensanchaba poco a poco; un soplo de aire helado me azotaba el rostro. Oí un gemido extraño que me heló la sangre en las venas. Súbitamente, me encontré en una sala espaciosa. Dos grandes columnas de mármol africano sostenían aún parte de la bóveda; otras dos que el terremoto había arrancado de sus pedestales, estaban tendidas sobre el pavimento de mosaico. Centenares de enormes murciélagos pendían, en racimos negros, de los muros; otros revoloteaban confusamente alrededor de mi cabeza, cegados de pronto por la luz de la antorcha. En el centro de la sala había una gran esfinge de granito que me miraba con sus pétreos ojos desorbitados.

Me sobresalté en el sueño. El sueño se desvaneció. Abrí los ojos; apuntaba el día.

De pronto sentí el reclamo del mar, imperioso, irresistible, como una orden. Me puse en pie de un salto, me vestí rápidamente y corrí al parapeto de la casilla para izar la señal a fin de que el yate se dispusiera a partir. Dos horas más tarde abordaba a la embarcación con provisiones para una semana, rollos de cuerda fuerte, picos, azadones, un revólver, todo el dinero disponible y un fajo de antorchas de madera resinosa, de las que emplean los pescadores para la pesca nocturna. Un momento después izábamos la vela para la aventura más sensacional de mi vida. La noche siguiente anclamos en una ensenada solitaria, conocida sólo por algunos pescadores y contrabandistas. Gaetano debía esperarme allí, con el yate, una semana, e ir a resguardarse al puerto más próximo en caso de mal tiempo. Conocíamos muy bien aquella peligrosa costa, sin ningún fondeadero seguro a lo largo de cien millas. También conocía yo al dedillo su maravilloso interior, en un tiempo la Magna Grecia de la edad de oro del arte y de la cultura helénicas, ahora la más desolada provincia de Italia, abandonada por el hombre al paludismo y al terremoto.

Tres días después me encontraba en la misma solitaria llanura de mi sueño, sembrada de escombros, de enormes bloques de travertino y de fragmentos de mármol medio ocultos por la hiedra, el romero, la madreselva silvestre, el cisto y el tomillo. Sobre el muro derruido de opus reticulatum estaba sentado el pastor, tocando la flauta de Pan para su rebaño de cabras. Le ofrecí un poco de tabaco; me dio una lonja de fresco queso de cabra y una cebolla. El sol se había ya puesto tras las montañas; la mortal niebla del paludismo arrastrábase lentamente por la desolada llanura. Le dije que había perdido el camino y no me atrevía a errar solo por aquel yermo; ¿podría pasar la noche con él? Me condujo a su alojamiento subterráneo, que reconocí al instante. Me tendí sobre las pieles de oveja y me quedé dormido.

Todo lo que sucedió es demasiado sobrenatural y fantástico para ser interpretado con palabras escritas; además, no me creeríais si intentase hacerlo. Yo mismo no sé dónde terminaba el sueño y dónde empezaba la realidad. ¿Quién dirigió el yate hacia aquella escondida y solitaria ensenada? ¿Quién me condujo, a través de aquel yermo sin senderos, a las ignotas ruinas de la quinta de Nerón? ¿Era de carne y hueso el pastor, o era el mismo Pan, vuelto a su viejo lugar favorito para tocarle la flauta a su rebaño de cabras?

No me lo preguntéis; no puedo responderos; no me atrevo a responderos. Interrogad a la gran esfinge de granito, que está agazapada en el parapeto de la capilla de San Michele. Pero interrogaréis en vano. La esfinge ha guardado su secreto durante cinco mil años. Guardará también el mío.

* * *

Volví de la gran aventura extenuado por el hambre y toda clase de penalidades, y temblando por el paludismo. Una vez me raptaron los bandidos —en aquel tiempo aún había muchos en Calabria— y mis harapos me salvaron. Dos veces fui detenido por los aduaneros como contrabandista. Varias veces me picaron los escorpiones, y mi mano izquierda aún estaba vendada por la mordedura de una víbora. Más allá de la Punta Licosa, donde está enterrada Leucosia, la sirena hermana de Parténope, una fuerte ráfaga del sudoeste nos hubiera echado a pique con nuestra pesada carga si San Antonio no hubiese cogido el timón en el momento oportuno. Cuando volví a San Michele ardían aún cirios votivos ante su altar, en la iglesia de Anacapri. Por toda la isla había corrido la voz de que habíamos naufragado durante la tempestad. Todo mi personal se alegró muchísimo de poder darme la bienvenida.

Sí, todo iba bien en San Michele, gracias a Dios. Nada había ocurrido en Anacapri; como de costumbre, nadie había muerto. El párroco se había dislocado una tibia; algunos decían que había resbalado al bajar del púlpito el domingo anterior; otros, que el párroco de Capri, que todos sabían era jettatore[114], le había hecho mal de ojo. El día anterior, el canónigo Don Giacinto había sido encontrado muerto en su lecho, abajo, en Capri. Se acostó muy bien y murió durante el sueño. A prima noche yacía en la iglesia ante el altar Mayor; debía ser enterrado con gran pompa a la mañana siguiente; desde el alba sonaban las campanas.

En el jardín continuaba el trabajo como siempre. Mastro Nicola había encontrado otra testa di cristiano al derribar el muro del claustro, y Baldassare había descubierto otra vasija de barro llena de monedas romanas, al recoger las patatas nuevas. El viejo Pacciale, que estaba cavando en mi viñedo de Damecuta, me llevó aparte con aire de gran misterio y de importancia. Después de asegurarse de que nadie podía oírnos, sacó del bolsillo una quebrada pipa de barro negra de humo, que quizá habría pertenecido a algún soldado del regimiento maltés acampado en Damecuta en 1808.

¡La pipa di Timberio! —me dijo.

Los perros se habían bañado diariamente a mediodía, y se les había dado huesos dos veces por semana, según lo prescrito. La lechucita estuvo de buen humor. La mangosta había permanecido en pie día y noche, siempre a la busca de algo o de alguien. Las tortugas parecían muy felices, a su tranquila manera.

—¿Ha sido bueno Billy?

—Sí —se apresuró a contestar Elisa—, Billy ha sido muy bueno, un vero angelo.

No me parecía en modo alguno un ángel mientras me miraba gesticulando, desde la cima de su higuera particular. Contrariamente a su costumbre, no bajó a darme la bienvenida. Estaba seguro de que había hecho alguna trastada; no me gustaba su expresión. ¿Era realmente cierto que Billy había sido bueno?

Poco a poco fue abriéndose camino la verdad. El mismo día de mi partida, Billy arrojó una zanahoria a la cabeza de un forastero que pasaba al pie de la tapia del jardín, rompiéndole los anteojos. El forastero se enfadó mucho y quería presentar una denuncia en Capri. Elisa protestó enérgicamente: toda la culpa era de él, que no tenía derecho a reírse de aquel modo de Billy; todos sabían que éste se enfadaba cuando se burlaban de él. Al siguiente día hubo una terrible lucha entre Billy y el fox-terrier; todos los perros intervinieron en el zafarrancho; Billy luchó como un demonio, y hasta intentó morder a Baldassare cuando pretendía separar a los contendientes. La batalla terminó de improviso con la llegada de la mangosta; Billy se encaramó a su árbol y todos los canes se escabulleron, como hacían siempre que llegaba el animalito. Desde entonces los perros y Billy eran enemigos; éste se negó incluso a seguir atrapándoles las pulgas. Billy había dado caza por todo el jardín al gatito siamés y, por último, se lo llevó a la copa de la higuera y le arrancó todos los pelos. Billy había molestado continuamente a las tortugas. Amanda, la tortuga mayor, había puesto siete huevos, grandes como de paloma, que habían de ser incubados por el sol, cual acostumbran las tortugas, y Billy se los tragó en un abrir y cerrar de ojos. ¿Habían tenido cuidado, al menos, de no dejar botellas de vino al alcance de su mano? Hubo un siniestro silencio. Pacciale, el de más confianza del personal, acabó por declarar que en dos ocasiones había sido visto Billy salir furtivamente de la bodega con una botella en cada mano. Tres días antes habían sido descubiertas otras dos botellas en un rincón de la casa de los monos, cuidadosamente sepultadas bajo la arena. Según las instrucciones, Billy había sido encerrado en seguida a pan y agua en la casa de los monos, en espera de mi regreso. A la mañana siguiente la casa de los monos estaba vacía; Billy se había escapado durante la noche de un modo inexplicable; los barrotes estaban intactos, la llave del candado la tenía Baldassare en el bolsillo. Todos buscaron inútilmente a Billy por todo el pueblo. Por último, lo cogió Baldassare aquella misma mañana en la cima de la montaña de Barbarossa, profundamente dormido y con un pájaro muerto en la mano. Durante este interrogatorio, estaba Billy sentado en lo alto de su árbol, mirándome con aire de desafío; no cabía duda de que lo comprendía todo. Hacían falta severos procedimientos disciplinarios. Los monos, como los niños, deben aprender a obedecer hasta que puedan aprender a mandar. Billy empezó a parecer inquieto. Sabía que yo era el amo, sabía que podía cazarlo a lazo, como había hecho otras veces; sabía que el látigo en mi mano era para él. También lo sabían los perros y sentábanse alrededor del árbol de Billy, meneando la cola con la conciencia pura y gozando plenamente de la situación. A los perros no les disgusta presenciar la paliza que se da a cualquier otro.

De pronto, Elisa se llevó las manos al vientre con un agudo chillido, y Pacciale y yo apenas tuvimos tiempo de llevarla al lecho en la casita, mientras Baldassare corría a llamar a la comadrona. Cuando volví hacia el árbol, Billy había desaparecido. Tanto mejor para él y para mí, pues detesto el castigar a los animales.

Además, no me faltaban otras cosas en que pensar. Siempre me había interesado mucho el canónigo Don Giacinto. Tenía verdadero deseo de saber algo más de su muerte; de su vida ya sabía bastante. Don Giacinto gozaba fama de ser el hombre más rico de la isla; decían que poseía una renta de veinticinco liras cada hora de su vida, anche quando dorme[115]. Le había observado durante muchos años sacar hasta el último céntimo a sus pobres arrendatarios, echarlos de las casas cuando era mala la cosecha de aceitunas y no podían pagar la renta, dejarlos morir de hambre cuando envejecían y no tenían ya fuerzas para trabajar. Ni yo ni ningún otro habíamos oído decir nunca que hubiese regalado un céntimo. Por eso yo habría dejado de creer en toda divina justicia en este mundo si Dios omnipotente hubiera concedido a aquel viejo vampiro la más grande bendición que puede concederse a los vivos: la de morir durmiendo. Decidí ir a ver a mi viejo amigo Don Antonio, el párroco de Anacapri, que seguramente podría decirme cuanto deseaba saber. Don Giacinto había sido su mortal enemigo durante medio siglo. El párroco estaba sentado en la cama, el pie envuelto en un enorme fajo de mantas de lana y el rostro radiante. El cuarto estaba lleno de sacerdotes; en el centro se hallaba María Portalettere con la lengua casi colgando, por la excitación. Durante la noche había estallado el fuego en la iglesia de San Constanzo, mientras Don Giacinto yacía majestuosamente en el catafalco; el ataúd había sido devorado por las llamas. Unos decían que il demonio había derribado los candelabros de cera sobre el catafalco para pegar fuego a Don Giacinto; otros, que había sido una cuadrilla de bandidos que iban a robar la estatua de plata de San Constanzo. El párroco estaba seguro de que había sido il demonio: siempre había creído que Don Giacinto acabaría entre llamas.

El relato de María Portalettere sobre la muerte de Don Giacinto parecía bastante plausible: il demonio se le apareció en la ventana mientras leía sus oraciones del atardecer; pidió socorro y, casi desmayado, lo llevaron a la cama, donde murió de miedo poco después.

Muy interesado, pensé que lo mejor era ir yo mismo a Capri para indagar. La plaza estaba llena de gente que gritaba a voz en cuello. En el centro hallábanse el alcalde y los concejales, esperando ansiosamente la llegada de los carabinieri de Sorrento. En la escalinata de la iglesia había una docena de sacerdotes gesticulando como locos. La iglesia estaba cerrada, en espera de la llegada de las autoridades. Sí, dijo el alcalde acercándose con cara seria, ¡todo era cierto! Cuando el sacristán fue a abrir la iglesia por la mañana, la encontró llena de humo. El catafalco hallábase medio consumido por el fuego, el mismo ataúd estaba muy chamuscado, el precioso paño de terciopelo bordado y una docena de coronas de la parentela del canónigo habían quedado reducidos a un montón de cenizas, aún candentes. Tres de los enormes candelabros de cera alrededor del catafalco estaban todavía encendidos; el cuarto había sido, sin duda alguna, derribado por una mano sacrílega para prender fuego al paño. Hasta entonces era imposible saber con seguridad si había sido obra del demonio o de algún criminal, pero el alcalde observó agudamente que el hecho de no faltar ninguna de las preciosas joyas que llevaba al cuello San Constanzo, le hacía inclinarse, hablando con rispetto, a la primera suposición. A medida que proseguía en sus indagaciones, el misterio se hacía más oscuro. El suelo del café Zum Hiddigeigei, cuartel general de la colonia alemana, estaba sembrado de vasos rotos, de botellas y de toda clase de loza; sobre una mesa había una botella de whisky medio vacía. En la farmacia, docenas de tarros de Faenza que contenían preciosas drogas y mixturas secretas, habían sido tirados de los estantes; por todas partes había aceite de ricino. El professore Parmigiano me enseñó personalmente la devastación de su nueva sala de Exposiciones, orgullo de la plaza. Su Vesubio in eruzione, su Processione di San Constanzo, su Salto di Tiberio y su Bella Carmela, estaban todos amontonados en el suelo, con los marcos rotos y los lienzos rajados. Su Tiberio nuotante nella Grotta Azzurra estaba aún en el caballete, pero todo embadurnado de ultramar. El alcalde me informó de que todas las investigaciones hechas hasta entonces por las autoridades locales no habían dado resultado alguno. El partido liberal había abandonado la hipótesis de los bandidos al saber que no había desaparecido ningún objeto de valor. Hasta los dos peligrosos malhechores napolitanos, de «veraneo» en la prisión de Capri desde hacía más de un año, habían podido probar su coartada. Se había demostrado que, a causa de la fuerte lluvia, habían permanecido toda la noche en la prisión, en vez de dar su acostumbrado paseo por el pueblo después de las doce. Además, eran buenos católicos y muy populares, y no era probable que se molestasen por semejantes pequeñeces.

El partido clerical había desechado la hipótesis de il demonio por respeto a la memoria de Don Giacinto. ¿Quiénes eran, pues, los autores de tan viles ultrajes? Sólo quedaba una hipótesis. A las puertas de Capri estaba su enemigo secular: ¡Anacapri! ¡Naturalmente, aquello era obra de los anacapreses! Eso lo explicaba todo. El canónigo era enemigo mortal de los anacapreses, que nunca le habían perdonado el haber tomado a broma el último milagro de San Antonio en su famoso sermón del día de San Constanzo. El feroz odio entre el Zum Hiddigeigei y el Café de Anacapri, recién abierto, era un hecho notorio. En tiempo de César Borgia, Don Petruccio, el boticario de Capri, lo hubiera pensado mucho antes de aceptar la invitación de su colega de Anacapri para comer juntos los macarrones. La competencia entre el profesor Raffaele Pergamigiano de Capri y el profesor Michelangelo de Anacapri por el monopolio de Tiberio nuotante nella Grotta Azzurra, se había convertido últimamente en una guerra furiosa. La apertura de la sala de Exposiciones había sido un rudo golpe para el profesor Michelangelo; la venta de su Processione di Sant’Antonio casi se había interrumpido. Naturalmente, Anacapri era la causa de todo. Abasso Anacapri! Abasso Anacapri!

Pensé que era mejor volverme por donde había venido; empezaba a sentirme inquieto. Yo mismo no sabía qué creer. La acerba guerra entre Capri y Anacapri, que existía desde la época de los virreyes españoles en Nápoles, continuaba con indómita furia en aquellos días. Los dos alcaldes no se saludaban. ¡Los campesinos se odiaban, los notables se odiaban, los curas se odiaban, los dos santos patronos, San Antonio y San Constancio, se odiaban! Dos años antes, cuando una enorme roca, caída del monte Barbarossa, arruinó el altar y la estatua de San Antonio, vi con mis propios ojos a una multitud de capreses bailar alrededor de nuestra perjudicada capillita.

En San Michele se había suspendido ya el trabajo. Toda mi gente, vestida de fiesta, habíase encaminado a la plaza, donde debía tocar la Banda para celebrar el acontecimiento. Más de cien liras se habían ya reunido para los fuegos artificiales. El alcalde me había mandado decir que esperaba que yo asistiera, en mi calidad de ciudadano honorario: en efecto, esta rara distinción me había sido concedida el año precedente.

En medio de la pérgola estaba Billy, al lado de la tortuga más grande, demasiado absorto en su juego favorito para advertir que me acercaba. El juego consistía en una serie de golpes rápidos dados a la puerta de servicio de la casa de la tortuga, por donde asomaba la cola. A cada golpe, la tortuga sacaba la cabeza soñolienta por la puerta principal para ver lo que ocurría, y recibía de Billy, con fulmínea rapidez, un atontador puñetazo en la nariz. Este juego estaba prohibido por las leyes de San Michele. Billy lo sabía muy bien, y chilló como un chiquillo cuando yo, por una vez más rápido que él, lo agarré por la correa que le rodeaba el vientre.

Billy —dije severamente—, tendré una entrevista privada contigo bajo la higuera; hemos de ajustar los dos unas cuentas. Es inútil que hagas muecas; te corresponde una buena azotaina y la recibirás. Billy, de nuevo te has dado a la bebida. En un rincón de la casa de los monos han sido encontradas dos botellas de vino vacías, y falta una botella de Black and White, whisky de Buchanan. Tu conducta durante mi permanencia en Calabria ha sido deplorable. Has roto con una zanahoria los lentes de un forastero. Has desobedecido a mis criados. Has disputado y te has pegado con los perros, y te has negado a buscarles las pulgas. Has insultado a la mangosta. Has faltado al respeto a la lechucita. Has golpeado repetidamente a la tortuga. Has casi estrangulado al gatito siamés. ¡Y por último, y sobre todo, te has escapado de casa completamente borracho! La crueldad con los animales pertenece a tu naturaleza, de lo contrario no serías un candidato a la Humanidad; pero sólo los señores de la Creación tienen derecho a embriagarse. Te digo que estoy harto de ti; te enviaré a América con tu viejo y borrachón amo, el doctor Campbell; no eres apto para la buena sociedad. Eres la vergüenza de tus padres. Billy, eres un hombrecillo desacreditado, un empedernido borrachón, un…

Se hizo un terrible silencio.

Me calé los lentes para observar mejor sus uñas teñidas de azul y su cola chamuscada. Por último dije:

Billy, me han gustado bastante tus retoques al Tiberio nuotante nella Grotta Azzurra; hasta me parece que hemos mejorado el original. Me han recordado un cuadro que vi el año anterior en el salón de los futuristas, en París. Tu anterior amo me hablaba con frecuencia de tu llorada madre; tengo entendido que era una mona excepcional. Imagino que el talento artístico lo habrás heredado de ella. La hermosura y el humorismo supongo que proceden de tu padre, cuya identidad ha quedado plenamente demostrada por los recientes sucesos: no puede ser otro que el mismo diablo. Dime, Billy, para satisfacer mi curiosidad: ¿has sido tú o tu padre quién derribo el candelabro y pegó fuego al ataúd?