MUCHOS de mis enfermos de aquel tiempo recordarán seguramente a Miss Hall; en verdad, una vez vista no era fácil olvidarla. Sólo la Gran Bretaña (Gran Bretaña en su mejor inspiración) pudo producir ese tipo único de muchacha de los primeros años de la época victoriana, de seis pies y tres pulgadas de altura, enjuta y rígida como una baqueta, arida nutrix[108] de lo menos dos generaciones de escoceses aún por nacer. Durante los quince años que conocí a Miss Hall, no vi variación alguna en su aspecto: siempre la misma espléndida cara, encuadrada por los mismos bucles de oro pálido; el mismo vestido de colores vivos, la misma guirnalda de rosas en el sombrero. No sé los años de vida uniforme que había pasado Miss Hall en los varios pupilajes romanos de segunda clase, en busca de aventuras; pero sé que el día que nos encontró a Tappio y a mí en la Villa Borghese, empezó su verdadera misión en la vida; se encontró, finalmente, a sí misma. Pasaba las mañanas cepillando y peinando a los perros en mi glacial salita, bajo los escalones de la Trinità dei Monti, y volvía a su casa sólo para comer. A las tres salía de la casa de Keats, cruzando la Piazza en medio de Giovannina y Rosina, que le llegaban a la cintura, con sus zuecos y los pañuelos rojos en la cabeza, rodeada de todos mis perros, que ladraban alegremente saboreando por anticipado el paseo en la Villa Borghese: era, en aquellos días, un espectáculo familiar a toda la Piazza di Spagna. Giovannina y Rosina formaban parte del personal de San Michele. Nunca he tenido mejores criadas: ligeras de manos y pies, pasaban todo el día cantando mientras trabajaban. Claro está que sólo yo podía atreverme a traer de Anacapri a Roma aquellas muchachas medio salvajes. Esto no habría ocurrido de no llegar a tiempo Miss Hall, que se convirtió para ellas en una especie de ama seca, con la solicitud de una gallina vieja para sus polluelos. Miss Hall decía que no podía comprender por qué no permitía a las muchachas andar solas por la Villa Borghese: ella había paseado por toda Roma completamente sola durante muchos años, sin que nadie lo notase o le dirigiera la palabra. Fiel a su tipo, Miss Hall nunca había conseguido pronunciar una sola palabra inteligible en italiano, pero las muchachas la comprendían muy bien y se habían encariñado con ella, aunque temo que no la tomasen más en serio que yo.
Miss Hall me veía muy poco y yo la veía aún menos y evitaba lo más posible el mirarla. En las raras ocasiones en que la invitaba a comer conmigo, siempre había entre los dos, sobre la mesa, un gran jarrón de flores. Aunque le estaba rigurosamente prohibido mirarme, conseguía, sin embargo, levantar de vez en cuando la cabeza sobre el florero y echarme una mirada con el rabillo del ojo. Parecía no darse cuenta de lo horriblemente egoísta e ingrato que era yo a cambio de todo cuanto ella hacía por mí. No obstante sus limitados medios de comunicación (le estaba prohibido hacerme pregunta alguna), lograba descubrir mucho de lo que sucedía en la casa y de las personas que yo veía. Estaba ojo avizor sobre mis enfermas; rondaba por la plaza horas enteras para verlas entrar y salir durante las visitas. Con la apertura del Grand Hôtel, Ritz había dado la puntilla a la sencillez, ya decadente, de la vida romana. Comenzó la última invasión de los bárbaros; la ciudad eterna se puso de moda. El gran albergue estaba repleto de la sociedad mundana londinense y parisiense, de millonarios americanos y de los principales rastaquouères de la Riviera. Miss Hall conocía de nombre a todas aquellas personas. Las había seguido durante años en los ecos mundanos del Morning Post. Para la aristocracia inglesa, Miss Hall era una perfecta enciclopedia. Sabía de memoria el nacimiento y la mayoridad de sus hijos y herederos, los noviazgos y las bodas de sus hijas, los vestidos con que habían hecho su presentación en Corte, sus bailes, sus cenas y los viajes al extranjero. Muchas de aquellas personas chic acababan por ser enfermos míos, queriendo o sin querer, con gran alegría de Miss Hall. Otras, que no podían estar solas ni un momento, me invitaban a comer o cenar. Otras venían a la Piazza di Spagna para ver el cuarto donde había muerto Keats. Otras detenían el coche en Villa Borghese para acariciar a mis perros, con algún cumplido para Miss Hall por lo bien que los cuidaba. Poco a poco, Miss Hall y yo empezamos a emerger, mano a mano, de nuestra normal oscuridad hasta las altas esferas sociales. Frecuenté bastante la sociedad aquel invierno. Tenía todavía mucho que aprender de aquellos holgazanes; su capacidad de no hacer nada, su buen humor y su buen sueño me confundían. Miss Hall llevaba entonces una agenda especial de los acontecimientos mundanos de mi vida cotidiana. Radiante de orgullo, iba con su mejor vestido, dejando a diestro y siniestro mis tarjetas de visita. La luz de nuestra ascendente estrella resplandecía cada día más; a mayor altura cada vez, seguía nuestro camino; ya nada podía detenernos. Un día, mientras Miss Hall paseaba por Villa Borghese con los perros, una señora, con un perro de lanas negro en el regazo, le hizo señas de que se acercara a su coche. La señora acarició al perro lapón y dijo que ella había regalado Tappio al doctor, cuando el can era cachorro. A Miss Hall le temblaban las rodillas: ¡aquella señora era S. A. R. la Princesa heredera de Suecia! Un hermoso señor, sentado a su ilustrísimo lado, le tendió la mano con una bella sonrisa y, cosa increíble, dijo:
—Hola, Miss Hall, he oído hablar mucho de usted al doctor.
¡Era S. A. R. el Príncipe Max de Baden, nada menos que el marido de la sobrina de su querida Reina Alejandra! Desde aquel memorable día, Miss Hall dejo la sociedad mundana del Grand Hôtel para dedicar todo su tiempo libre a los personajes de sangre real; había lo menos media docena en Roma, aquel invierno. Pasaba horas enteras ante sus hoteles, esperando la oportunidad de verlos entrar o salir; los observaba, con la cabeza inclinada, mientras paseaban en coche por el Pincio o por Villa Borghese; los seguía, como un polizonte, en las iglesias y en los museos. Los domingos se sentaba en la capilla inglesa de la calle del Babbuino, lo más cerca posible del banco del Embajador, con un ojo en el devocionario y otro en una Alteza Real, aguzando su viejo oído para percibir el particular sonido de la voz regia en el coro de la congregación, y rezaba por la familia real y por sus parientes de todos los países, con el fervor de un cristiano primitivo.
Pronto empezó Miss Hall otro diario, dedicado enteramente a nuestras relaciones con la Realeza. El lunes anterior había tenido el honor de llevar una carta mía a S. A. R. la Gran Duquesa de Weimar, en el Hôtel Quirinale. El portero le dio una respuesta, adornada con la corona del gran ducado de Sajonia y Weimar. El sobre se lo regaló el doctor como un precioso recuerdo. El miércoles se le confió una carta para S. A. R. la Infanta Eulalia de España, en el Grand Hôtel. Por desgracia, no había contestación. Una tarde, mientras estaba con los perros en Villa Borghese, vio una señora alta vestida de negro que caminaba rápidamente, arriba y abajo, por un paseo lateral. La reconoció en seguida: era la misma señora a quien había visto en el jardín de San Michele, inmóvil junto a la Esfinge, mientras contemplaba el mar con sus bellos ojos tristes. Al pasar por delante de ella, la señora dijo algo a su compañero y tendió la mano para acariciar a Gialla, la galga rusa del doctor. Figuraos la consternación de Miss Hall cuando se le acerca un detective y le dice que prosiga inmediatamente su camino con los perros: ¡era S. M. I. la Emperatriz de Austria, con su hermana la Condesa de Trani! ¿Cómo había sido tan cruel el doctor no diciéndoselo durante el verano? Sólo por pura casualidad supo que, una semana después de la visita de la señora a San Michele, el doctor recibió una carta de la Embajada de Austria en Roma con una oferta para comprar San Michele, y que el eventual comprador era nada menos que la Emperatriz de Austria. Por fortuna, el doctor rechazó la oferta; habría sido una verdadera lástima que vendiera San Michele; ¡se hubiera terminado la oportunidad de ver personajes reales! ¿No había podido observar por sí misma, a respetable distancia, el verano pasado, durante semanas enteras, a una nieta de su querida reina Victoria pintando bajo la pérgola? ¿No era cierto que una prima del mismo Zar había veraneado allí un mes entero? ¿No había tenido el honor de estar detrás de la puerta de la cocina para ver pasar, a un brazo de distancia, a la Emperatriz Eugenia, la primera vez que fue a San Michele? ¿No había oído a S. M. I. decir al doctor que nunca había visto mayor parecido con el gran Napoleón que la cabeza de Augusto desenterrada por él en su jardín? ¿No había oído también, unos años después, la voz dominadora del mismo Kaiser discutir con su séquito sobre las varias antigüedades y obras de arte, mientras pasaban acompañados por el doctor, que casi no abría la boca? Cerca de ella, escondida detrás de los cipreses, S. M. I. indicó un torso femenino medio cubierto de hiedra, y dijo a su séquito que lo que estaban viendo era digno de un puesto de honor en el Museo de Berlín; según sus conocimientos, podía muy bien ser una ignorada obra maestra del mismo Fidias. Horrorizada, oyó Miss Hall decir al doctor que era el único fragmento de San Michele que no valía gran cosa. Se lo había regalado, con la mejor intención, uno de sus enfermos que lo había comprado en Nápoles; era un Canova del peor período.
Con gran disgusto de Mis Hall, la compañía partió, casi inmediatamente, hacia la Marina, para embarcar en su aviso Sleipner hacia Nápoles.
A propósito de la Emperatriz de Austria debo decir que Miss Hall era Comendador de la Orden Imperial de San Esteban. Esta alta distinción se la concedí yo mismo, un día en que mi conciencia debía de sentirse muy afligida, en recompensa a su fiel devoción a mis perros y a mí. Por qué me la habían concedido a mí, nunca he logrado comprenderlo. Miss Hall recibió aquella distinción de mis manos con la cabeza inclinada y los ojos llenos de lágrimas. Afirmó que la llevaría consigo a la tumba. Dije que no veía inconveniente en ello; estaba seguro de que, de todos modos, iría al Paraíso. Pero no preví que pudiera llevarla consigo a la Embajada inglesa. Conseguí obtener para ella, del amable lord Dufferin, una invitación para la recepción de la Embajada en honor del cumpleaños de la Reina. Había sido invitada toda la colonia inglesa de Roma, excepto la pobre Miss Hall. Sofocada por la anticipada alegría, permaneció invisible varios días, trabajando en su toilette. Imaginad mi consternación cuando, mientras presentaba a Miss Hall a su Embajador, vi a lord Dufferin que, acomodándose el monóculo en el ojo, miraba el esternón de Miss Hall sin decir una palabra. Por fortuna, no en balde era irlandés lord Dufferin. Se limito a llamarme aparte, estallar en una carcajada y hacerme prometer que tendría a Miss Hall alejada de su colega austríaco. Cuando volvimos a casa, Miss Hall me contó que aquél era el día más soberbio de su vida. Lord Dufferin fue muy amable con ella; todos le sonrieron y estaba segura del gran éxito de su toilette.
Sí, está muy bien chancearse de Miss Hall. Pero quisiera saber lo que sucederá a la realeza cuando no haya Miss Hall alguna que lleve un diario de todos sus hechos, que no la contemple, con las rodillas temblorosas y la cabeza inclinada, mientras pasea en coche por el Pincio y por Villa Borghese; que no rece por ella en la capilla inglesa de la calle Babbuino. ¿Qué será de sus estrellas y cintas cuando no juegue ya la humanidad con esos juguetes? ¿Por qué no dárselos todos a Miss Hall y acabar de una vez? Siempre quedará la Cruz Victoria[109]; todos nos descubrimos ante el valor frente a la muerte. ¿Sabéis por qué es tan rara la Cruz Victoria en el ejército inglés? Porque el valor en su más alto grado, le courage de la nuit de Napoleón, recibe muy pocas veces la Cruz Victoria, y porque el valor, no ayudado de la fortuna, muere bañado en sangre, sin recompensa.
Inmediatamente después de la Cruz Victoria, la condecoración inglesa más codiciada es la de la Jarretera: sería un mal día para Inglaterra si se revocase esta orden.
«Me gusta la Liga —dijo lord Melbourne— porque, al menos, no presupone ningún mérito».
Mi amigo el ministro sueco en Roma me enseñó el otro día la copia de una carta mía escrita hace casi veinte años. Decía que el original lo había enviado al Ministerio del Exterior sueco para su lectura y meditación. Era una respuesta mía, retrasada, a una reiterada demanda oficial de la Legación sueca diciendo que, por lo menos, debería tener yo el decoro de acusar recibo de la medalla de Mesina que me había concedido el Gobierno italiano por algo que se suponía había hecho durante el terremoto. La carta decía así:
Excelencia: El principio que me ha guiado hasta ahora en cuestión de condecoraciones ha sido el de aceptarlas sólo cuando nada he hecho para merecerlas. Una ojeada al Libro Rojo le hará comprender los notables resultados obtenidos por haber seguido estrictamente durante años este principio. El nuevo método que vuestra Excelencia me sugiere en su carta, o sea buscar un reconocimiento público por el poco trabajo útil que yo haya intentado hacer, me parece una peligrosa empresa de dudoso valor práctico. Sólo traería confusión a mi filosofía y podría irritar a los dioses inmortales. Me escabullí, inadvertido, de los barrios bajos de Nápoles, atacados de cólera; pienso hacer otro tanto con las ruinas de Mesina. No necesito de ninguna medalla conmemorativa para recordar lo que he visto.
* * *
Incidentalmente, debo confesar que esta carta es una gran fanfarronada. El ministro sueco no devolvió la medalla de Mesina al Gobierno italiano: la debo de tener en algún cajoncito, con mí conciencia limpia y sin mayor confusión en mi filosofía que anteriormente. En realidad, ninguna razón había para que no aceptase la medalla, porque lo que hice en Mesina fue muy poco, comparado con lo que he visto hacer, con peligro de su vida, a cientos de personas nunca nombradas ni recordadas. Yo no corrí otro peligro que el de morir por hambre o por estupidez. Es verdad que, por medio de la respiración artificial, devolví la vida a cierto número de personas casi ahogadas, pero son pocos los médicos, enfermeros y aduaneros que no hicieran otro tanto sin ninguna recompensa. Sé que por mí mismo arrastré a una vieja para sacarla de lo que había sido su cocina, pero sé también que la abandoné en la calle con las piernas fracturadas, pidiendo socorro a gritos. Claro que nada más podía hacer hasta la llegada del primer buque hospital, porque no había material sanitario ni medicinas disponibles. A una niña desnuda que encontré en las primeras horas nocturnas en un patio, la llevé a mi bodega, donde durmió tranquilamente toda la noche, tapada con mi abrigo y chupándome el dedo, de vez en cuando, durante el sueño. Por la mañana la llevé a las monjas de Santa Teresa; en lo que quedaba de su capilla había ya más de una docena de niños tendidos en el suelo, que chillaban de hambre, porque durante una semana no fue posible hallar una gota de leche en Mesina. Siempre me maravillaba el número de niños ilesos recogidos entre las ruinas o encontrados por las calles. Parecía como si Dios Omnipotente se hubiese mostrado algo más misericordioso con ellos que con los adultos. Como estaba roto el acueducto, no había siquiera agua, a no ser en algún pozo fétido contagiado por millares de cuerpos putrefactos esparcidos por toda la ciudad. Nada de pan, nada de carne, casi nada de macarrones, nada de legumbres, nada de pescado: la mayoría de las barcas de pesca se habían hundido o las había destrozado la marejada, que había barrido la playa llevándose más de mil personas acurrucadas allí en busca de salvación. Muchos de aquellos cuerpos fueron arrojados a la arena, donde yacieron días enteros, corrompiéndose al sol. Incluso el mayor tiburón que he visto en mi vida (el estrecho de Mesina está lleno) fue arrojado a la arena, vivo aún. Asistí con ojos de famélico a su despedazamiento, esperando agarrar también una tajada. Siempre había oído decir que la carne de tiburón es muy buena. En su vientre había una pierna entera de mujer, con una media de lana roja y una gruesa bota, como si hubiera sido amputada por un cirujano. Es muy posible que en aquellos días hubiera otros, además de los tiburones, que probasen la carne humana, pero cuanto menos se hable de ello, mejor. Desde luego, no vivían de otra cosa los millares de perros y gatos que erraban de noche por entre las ruinas, hasta que eran cazados y devorados por los vivos, siempre que se presentaba la ocasión. Yo mismo asé un gato en mi lámpara de alcohol. Por fortuna, había en abundancia naranjas, limones y mandarinas que coger en los jardines. También abundaba el vino; el pillaje en los millares de bodegas y comercios de vino empezó el mismo día; por la noche, casi todos estaban más o menos ebrios, incluso yo; era una verdadera bendición; hacía desaparecer la extenuante sensación de hambre y pocos se habrían atrevido a dormir estando serenos. Casi cada noche había sacudidas, seguidas del estruendo de las casas que se derrumbaban y de los renovados gritos de terror en las calles.
Por lo demás, dormí bien en Mesina, a pesar de la molestia de tener que cambiar constantemente mi alojamiento nocturno. Como es natural, las bodegas eran los sitios más seguros, si se conseguía vencer el acosador miedo de quedar cogidos como ratas al hundirse algún muro. Era aún mejor dormir bajo un árbol en un naranjal, pero, al cabo de dos días de torrencial lluvia, las noches volviéronse demasiado frías para un hombre cuyo equipaje estaba todo en el morral que llevaba a la espalda. Procuraba consolarme de la pérdida de mi predilecta capa escocesa pensando que, probablemente, cubriría ropas aún más gastadas que las mías. Pero no las habría cambiado por otras mejores aunque hubiese podido. Sólo un hombre muy valeroso se hubiera encontrado a sus anchas con un traje decente entre todos aquellos supervivientes en camisa de dormir, enloquecidos de terror, de hambre y de frío; por otra parte, no hubiera podido conservarlo mucho tiempo. No es de extrañar que antes de la llegada de las tropas y de la publicación de la ley marcial, ocurrieran con frecuencia robos a los vivos y a los muertos, asaltos y hasta asesinatos. En cualquier país hubiera acaecido lo propio en semejantes indescriptibles circunstancias. Para empeorar las cosas, quiso la ironía de la suerte que (mientras de los ochocientos carabinieri que había en el Collegio Militare sólo escaparon con vida catorce) la primera sacudida abriese las celdas de la prisión, inmediata a los Capuchinos, a más de cuatrocientos asesinos y ladrones profesionales ilesos, condenados a cadena perpetua. Cierto que aquellos pájaros de cuenta, después de saquear los comercios para vestirse y las armerías para armarse, se entregaron a la más loca alegría con lo que quedaba de la rica ciudad; hasta forzaron la caja del Banco de Nápoles, matando a dos guardias nocturnos. Pero era tal el terror que dominaba a todos, que muchos de aquellos bandidos prefirieron entregarse para ser encerrados en las bodegas de un buque, en el puerto, que permanecer en la condenada ciudad, a pesar de la oportunidad única de libertarse. Yo, personalmente, nunca fui molestado por ninguno; al contrario, todos fueron amables conmigo de un modo conmovedor y me ayudaron como se ayudaban entre sí. Los que se habían apoderado de vestidos y alimentos se complacían siempre en compartirlos con quienes no los tenían. Un ladrón de tiendas desconocido, hasta llegó a regalarme una elegante bata acolchada de señora, uno de los regalos más gratos que he recibido en mi vida. Una tarde, cuando pasaba ante las ruinas de un palacio, observé a un hombre bien vestido que echaba unos mendrugos de pan y un manojo de zanahorias a dos caballos y un borriquillo, prisioneros en su cuadra subterránea. A través de una estrecha rendija del muro, apenas pude ver a los animales condenados. Me dijo que iba allí dos veces al día, con cualesquiera de los residuos de comida que podía encontrar. El espectáculo de aquellos pobres animales muriéndose de hambre y de sed le era tan doloroso que preferiría matarlos a tiros de revólver si tuviese valor, pero nunca lo había tenido para matar a un animal, ni siquiera a una codorniz[110]. Miré con sorpresa su rostro hermoso, inteligente y más bien simpático, y le pregunté si era siciliano. Me respondió que no, pero que había vivido en Sicilia varios años. Empezó a llover a cántaros y nos fuimos. Me preguntó dónde vivía y, al decirle que en ningún sitio particularmente, miró mis empapados vestidos y se ofreció para hospedarme durante la noche: vivía allí cerca, con dos amigos. Anduvimos a tientas por entre inmensos bloques de mampostería y montones de destrozados muebles de todas clases, bajamos una gradería y nos hallamos en una gran cocina subterránea, débilmente iluminada por una lámpara de aceite bajo un cromo de la Madonna pegado al muro. Había en el suelo tres colchones; el signor Amedeo dijo que tendría mucho gusto en que yo durmiera en el suyo; él y sus dos amigos permanecerían fuera toda la noche para buscar algunas cosas bajo las ruinas de su casa. Hubo una cena excelente, la segunda comida decorosa que tuve desde mi llegada a Mesina. La primera fue un par de días antes, al llegar inopinadamente al jardín del Consulado norteamericano durante un alegre almuerzo presidido por mi antiguo amigo Winthrop Chanler, que había llegado aquella misma mañana con su yate cargado de provisiones para la ciudad hambrienta.
Dormí profundamente toda la noche en el colchón del signor Amedeo, y me desperté por la mañana con el regreso de mi huésped y sus dos amigos de su peligrosa expedición nocturna, peligrosa de verdad, porque las tropas tenían orden de hacer fuego contra quien intentase llevarse algo, aunque fuera de las ruinas de la propia casa. Arrojaron sus líos bajo la mesa y se tendieron en los colchones. Cuando me marche estaban profundamente dormidos. Aunque parecía muerto de cansancio, no se olvidó mi amable huésped de decirme que podía quedarme con él todo el tiempo que quisiera; naturalmente, yo no deseaba otra cosa. La noche siguiente volví a cenar con el signor Amedeo; sus dos amigos estaban ya dormidos en sus colchones; los tres debían ponerse de nuevo a la tarea nocturna después de medianoche. Nunca he visto un hombre más amable que mi huésped. Cuando supo que estaba sin blanca se ofreció en seguida a prestarme quinientas liras, y siento tener que confesar que aún se las debo. No pude menos de expresar mi sorpresa porque prestase dinero a un desconocido de quien nada sabía. Me respondió, con una sonrisa, que no estaría sentado junto a él si no tuviera confianza en mí.
El día siguiente, al anochecer, mientras me arrastraba a gatas entre las ruinas del Hôtel Trinacria buscando el cadáver del cónsul sueco, me afrontó, de pronto, un soldado apuntándome con la carabina. Fui arrestado y conducido al puesto de guardia más próximo. Vencida la dificultad preliminar de identificar mi obscuro país y, tras de ojear mi permiso firmado por el Prefecto, el oficial de servicio me dejó libre, puesto que mi único corpus delicti consistía en un libro registro consular sueco medio carbonizado. Dejé el puesto algo intranquilo, porque noté la mirada algo confusa del oficial cuando le dije que no podía darle mis señas precisas, pues ni siquiera sabía el nombre de la calle en que vivía mi amable huésped. Era ya noche cerrada y pronto empecé a correr, porque me parecía oír pasos furtivos detrás de mí, como si me siguiera alguien; pero llegué sin más contratiempos a mi refugio nocturno. El signor Amedeo y sus dos amigos estaban ya dormidos en sus colchones. Hambriento como siempre, me senté para devorar la cena que mi amable huésped me había dejado sobre la mesa. Pensaba estar despierto hasta que ellos se marchasen para ofrecer mi ayuda al signor Amedeo en sus rebuscas de aquella noche, creyendo que era lo menos que podía hacer para pagarle sus atenciones; cuando, de pronto, oí un agudo silbido y ruido de pasos. Alguien bajaba por la escalera. En un instante, los tres hombres dormidos se pusieron de pie. Oí un disparo; desde lo alto de la escalera cayó al suelo, a mis pies, un carabiniere. Mientras me inclinaba rápidamente sobre él para ver si estaba muerto, vi con claridad al signor Amedeo apuntándome con su revólver. En el mismo instante se llenó de soldados la estancia, oí otro disparo y, tras una desesperada lucha, fueron dominados los tres hombres. Mientras mi huésped pasaba por delante de mí maniatado, con una sólida cuerda alrededor de brazos y piernas, alzó la cabeza y me miró con un relámpago salvaje de odio y de reprobación que me heló la sangre en las venas. Media hora después estaba yo de nuevo en el puesto de guardia, donde quedé encerrado con llave durante la noche. A la mañana siguiente volví a ser interrogado por el mismo oficial, a cuyas inteligencia y bondad debo, probablemente, la vida. Me contó que aquellos tres hombres eran malhechores condenados a cadena perpetua, fugados de la prisión próxima a los Capuchinos, todos pericolosissimi. Amedeo era un famoso bandido que había aterrorizado durante muchos años los alrededores de Girgenti, con un balance de ocho homicidios. Él y su cuadrilla fueron también los que forzaron el Banco de Nápoles la noche antes, matando a los guardianes, mientras yo dormía profundamente en su colchón. Los tres hombres habían sido fusilados al amanecer. Pidieron un sacerdote, confesaron sus pecados y murieron sin miedo. El oficial de policía quiso felicitarme por la parte importante que yo había tenido en su captura. Le miré a los ojos y dije que no estaba orgulloso de mi obra. Hacía mucho tiempo que tenía la convicción de no ser apto para el papel de delator, y menos aún para el de ejecutor. No era asunto mío; tal vez lo fuese suyo, o acaso tampoco lo fuera. Dios sabe cómo castigar cuando quiere; sabe quitar una vida como sabe darla.
Por desgracia para mí, llegó mi aventura a oídos de algunos periodistas que rondaban fuera de la Zona militare (ningún periodista podía entrar en la ciudad en aquellos días, con justo motivo) en busca de noticias sensacionales, tanto más gratas cuanto más increíbles. Seguramente esta historia parecerá bastante increíble a los que no estuvieron en Mesina durante la primera semana después del terremoto. Sólo una afortunada mutilación de mi nombre me salvó en convertirme en famoso. Pero cuando los que conocían bien el largo brazo de la Mafia me dijeron que aquello no me salvaría de ser asesinado si permanecía en Mesina, me embarqué al día siguiente con algunos aduaneros, a través del estrecho, hacia Reggio.
También Reggio, donde habían muerto en el acto veinte mil personas por efecto de la primera sacudida, era indescriptible e inolvidable.
Aún más aterrador era el espectáculo de las pequeñas ciudades de la costa diseminadas entre naranjales, Scilla, Canitello, Villa San Giovanni, Gallico, Archi, San Gregorio, antes tal vez el lugar más bello de Italia, ahora un vasto cementerio de más de treinta mil muertos, y algunos miles de heridos que yacieron entre las ruinas durante dos noches de lluvia torrencial seguida de una tramontana heladora, absolutamente sin asistencia, y con millares de seres medio desnudos que corrían como locos por las calles, gritando de hambre. Más al Sur, la intensidad de la convulsión sísmica parecía haber alcanzado su grado máximo. En Pellaro, por ejemplo, donde de sus cinco mil habitantes sólo se salvaron unos doscientos, ni siquiera pude distinguir dónde habían estado las calles. La iglesia, pletórica de gente aterrorizada, se hundió a la segunda sacudida, matando a todos. El cementerio estaba sembrado de ataúdes hendidos, literalmente lanzados de las fosas; el mismo horrendo espectáculo había ya visto en el cementerio de Mesina. En los montones de ruinas de la iglesia sentábanse una docena de mujeres, temblando en sus andrajos. No se lamentaban, no hablaban; permanecían tranquilas, con la cabeza inclinada y los ojos entreabiertos. De vez en cuando alguna de ellas alzaba la cabeza y miraba con ojos inexpresivos a un viejo y andrajoso sacerdote que gesticulaba entre un grupo de hombres allí cerca, levantando a veces el puño con una terrible maldición hacia Mesina, a través del Estrecho: Mesina, la ciudad de Satanás; Sodoma y Gomorra juntas; la causa de toda su miseria. ¿No había siempre predicho él que la ciudad de los pecadores acabaría con…? Una serie de gesticulaciones sobresaltadas y ondulantes, con ambas manos por el aire, no dejaba duda alguna acerca de lo que había predicho. Castigo di Dio! Castigo di Dio!
Di un panecillo duro, sacado de mi morral, a la mujer que estaba junto a mí con un niño en el regazo. Lo aferró sin decir una palabra, sacó en el acto una naranja del bolsillo, me la dio, separó de un mordisco un trozo del panecillo para metérselo en la boca a la mujer que estaba detrás de ella, próxima a ser madre, y empezó a devorar el resto con voracidad, como un animal hambriento. En voz baja y monótona me dijo que ella, con el niño al pecho, se había salvado sin saber cómo, cuando la casa se desplomó con la primera staccata; que había trabajado hasta la madrugada para intentar sacar de las ruinas a sus otros dos hijos y al padre, cuyos gemidos estuvo oyendo hasta que se hizo de día. Vino luego otra staccata y todo quedó en silencio. Tenía un feo corte en la frente, pero, gracias a Dios, su creatura, la conmovedora palabra con que las madres designan aquí a sus hijitos, estaba completamente en salvo. Mientras hablaba puso a mamar al nene, un magnífico muchachito totalmente desnudo, fuerte como Hércules niño y nada molesto por cuanto sucedía. En un cesto, a su lado, dormía otro niño bajo un sombrajo de paja podrida: lo había recogido en la calle; nadie sabía de quién era. Al levantarme para irme, empezó a agitarse el niño sin madre; ella lo sacó del cesto y se lo puso al otro seno. Miré a la humilde campesina calabresa, de fuertes miembros y amplio pecho, con los dos espléndidos niños mamando vigorosamente en sus senos y, de pronto, recordé su nombre: era Démeter, de la Magna Grecia, donde había nacido; la Magna Mater de los romanos. Era la Madre Natura: de su ancho pecho corría, como en otro tiempo, el río de la vida sobre las fosas de los cien mil muertos. ¡Oh Muerte!, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh Tumba!, ¿dónde está tu victoria?
* * *
Volvamos a Miss Hall. Con toda aquella realeza entre las manos, cada vez se le hacía más difícil inspeccionar la llegada y la partida de mis enfermas. Mi esperanza de haber acabado de una vez con las mujeres neuróticas al dejar a París no se había realizado: mi sala de consulta en la Piazza di Spagna estaba llena. Algunas eran viejas y temidas conocidas de la Avenue de Villiers, otras me habían sido endosadas, en legítima defensa y en número siempre creciente, por diversos especialistas de los nervios, ya agotados. Sólo las docenas de indisciplinadas y desquiciadas señoras de toda edad que me transmitía el profesor Weir-Mitchell bastarían para probar la solidez cerebral de cualquier hombre, y también su paciencia. El profesor Kraft-Ebing, de Viena, famoso autor de Psicopatia Sexualis, me enviaba asimismo continuamente enfermos de ambos sexos y de ningún sexo, todos más o menos difíciles de tratar, especialmente las mujeres. Con gran sorpresa y satisfacción mías, también había curado últimamente a algunos con diversos trastornos nerviosos, enviados, sin duda, por el maestro de la Salpêtrière, si bien nunca con una palabra escrita. Muchos de estos enfermos eran casos límite mal definidos, más o menos irresponsables. Algunos eran nada menos que locos disimulados, capaces de cualquier cosa. Es fácil tener paciencia con los locos, y confieso que me inspiran cierta simpatía. Con un poco de tacto no es difícil salir adelante, con la mayor parte de ellos. Mas no es fácil tener paciencia con las mujeres histéricas, y en cuanto a ser amable con ellas, hay que pensarlo dos veces antes de serlo demasiado, pues no desean otra cosa. Generalmente, puede hacerse muy poco por estos enfermos, al menos fuera del hospital. Se puede aturdir sus centros nerviosos con sedantes, pero no curarlos. Permanecen siendo lo que son, un confuso complejo de desórdenes mentales y físicos, una peste para sí mismos y para sus familias, una maldición para sus médicos. El tratamiento hipnótico, tan beneficioso en muchas enfermedades mentales hasta ahora incurables, está, por lo general, contraindicado en las mujeres histéricas de cualquier edad —el histerismo no tiene límites de edad—. En todo caso, debiera circunscribirse la sugestión de Charcot à l’état de veille; aunque tampoco es necesario, porque esas pobres desequilibradas están ya, por lo común, demasiado dispuestas a ser influidas por su doctor; confían excesivamente en él, creen que es el único capaz de comprenderlas y lo idolatran. Tarde o temprano, empiezan a llegar los retratos; es inevitable. Il faut passer par là[111], decía Charcot, con triste sonrisa. Mi antipatía por las fotografías data de mucho tiempo; personalmente, nunca me he sometido a hacerme fotografiar desde que tenía dieciséis años, con excepción de las inevitables instantáneas para el pasaporte cuando serví en la Cruz Roja durante la guerra. Tampoco me han interesado nunca las fotografías de mis amigos. Queriendo, podría reproducir fielmente sus facciones en mi retina con mucha mayor exactitud que el mejor fotógrafo. Para el estudiante de psicología tienen poco valor las acostumbradas fotografías de un rostro humano. Pero a la vieja Anna le gustaban mucho. Desde el memorable día en que dejó de ser la más humilde de todas las floristas de la Piazza di Spagna para convertirse en portera de mi consultorio de la casa de Keats, habíase vuelto una entusiasta coleccionista de fotografías. Con frecuencia, después de reñirla demasiado severamente por algunas de sus numerosas faltas, le enviaba a su cuchitril, bajo la escalera de la Trinità dei, Monti, la paloma de la paz con una fotografía en el pico. Cuando, finalmente, agotado por el insomnio, dejé para siempre la casa de Keats, Anna se apoderó de todo un cajón de mi escritorio lleno de fotografías de todos tamaños y clases. A decir verdad, debo confesar que me alegré mucho de desprenderme de ellas. Anna es completamente inocente; el único culpable soy yo. Durante una breve visita a Londres y a París en la primavera siguiente, me chocó el retraimiento, por no decir frialdad, con que me acogían muchos de mis anteriores enfermos y sus parientes. Al pasar por Roma, en mi viaje de regreso a Capri, apenas tuve tiempo de cenar en la Legación de Suecia. Me pareció que el ministro estaba un poco raro. También mi encantadora huéspeda estaba extraordinariamente silenciosa. Al irme para tomar el tren nocturno de Nápoles, mi viejo amigo me dijo que, realmente, era ya hora de que volviese a San Michele para permanecer allí durante el resto de mis días, entre los perros y los monos. No era propio para otra sociedad; había batido mi propio record con mi última hazaña al dejar la casa de Keats. Con voz furibunda continuó contándome que la víspera de Navidad, al cruzar la Piazza di Spagna repleta de turistas, como es costumbre en aquel día, vio a Anna ante una mesa cubierta de fotografías a la puerta de la casa de Keats, gritando con voz chillona a los transeúntes:
Venite a vedere questa bellissima signorina coi capelli ricci: ultimo prezzo due lire.
Guardate la signora americana, guardate che collana di perle, guardate che orecchini con brillanti, ve la do per due e cinquanta, una vera occasione!
Non vi fate scappare questa nobile marchesa, tutta in pelliccia!
Guardate questa duchessa, tutta scollata, in veste di ballo e con la corona in testa, quattro lire, un vero regalo!
Ecco la signora Bocca Aperta, prezzo ridotto: una lira e mezzo.
Ecco la signora Mezza Pazza, rideva sempre, ultimo prezzo: una lira!
Ecco la signora Capa Rossa che puzzava sempre di liquore, una lira e mezzo.
Ecco la signorina dell’Albergo di Europa che era impazzita per il signor dottore: due lire e mezzo.
Vedete la signora francese, che nascondeva il porta-sigarette sotto il mantelo, povera signora, non era colpa sua, non aveva la testa a posto; prezzo ristretto: una lira.
Ecco la signora russa, che voleva ammazzare la civetta, due lire, neanche un soldo di meno.
Ecco la baronessa mezzo uomo mezzo donna, mamma mia, non si capisce niente, il signor dottore diceva che era nata cosi, due lire e venticinque, una vera occasione.
Ecco la contessa bionda che il signor dottore le voleva tanto bene, guardate com’è carina, non meno di tre lire!
Ecco la…[112]
En medio de todas aquellas señoras estaba también su fotografía en gran formato, con uniforme de gala, condecoraciones, sombrero de tres picos y, en una esquina, esta dedicatoria: «A A. M. de su viejo amigo C. B.». Anna dijo que la cedería gustosa al precio de una lira, pues comerciaba principalmente con fotografías de señoras. La Legación recibió paquetes de cartas de algunas de mis exenfermas, de sus padres, maridos y novios, protestando indignados contra aquel escándalo. Un francés furibundo que, durante su luna de miel en Roma, descubrió un gran retrato de su novia en el escaparate de un peluquero de Via Croce, inquirió mis señas; quería desafiarme a pistola para que me batiese con él en la frontera. El ministro esperaba que el francés fuese un buen tirador; por lo demás, él siempre había predicho que yo no moriría de muerte natural.
La vieja Anna sigue vendiendo flores en la Piazza di Spagna. Compradle un ramo de violetas, a no ser que prefiráis darle vuestra fotografía. Los tiempos son duros y, además, la vieja Anna tiene cataratas en ambos ojos.
En mi opinión, no hay modo de desembarazarse de tales enfermas; a quien me hubiese dado una sugestión en ese sentido, se lo hubiera agradecido muchísimo. Era inútil escribir a sus familias para que vinieran a recogerlas y llevárselas a casa. Todos sus parientes estaban hartos de ellas y no hubieran retrocedido ante ningún sacrificio para que permanecieran conmigo el mayor tiempo posible. Recuerdo muy bien a un hombre pequeño, con aire abatido, que entró un día en mi sala de consulta cuando ya se habían marchado los demás enfermos. Se abatió sobre una silla y me entregó su tarjeta. Su nombre me era odioso: «Mr. Charles W. Washington Longfellow Perkins, Jr». Se disculpó por no haber contestado a mis dos cartas y al cablegrama; había preferido venir personalmente para dirigirme una última súplica. Repetí mi demanda; dije que no era justo echar sobre mis espaldas todo el peso de Mistress Perkins Junior; no podía más. Respondió que él tampoco, y añadió que era un hombre de negocios y quería tratar el asunto desde este punto de vista; estaba dispuesto a sacrificar la mitad de su renta anual, pagadera por adelantado. Repliqué que no era cuestión de dinero, sino de que yo necesitaba descansar. ¿No sabía que ella llevaba más de tres meses bombardeándome con cartas, un promedio de tres al día, y que me obligaba a descolgar el teléfono todas las noches? ¿No sabía que había comprado los más veloces caballos de Roma y me seguía por toda la ciudad, y que había tenido que renunciar a mis paseos vespertinos por el Pincio? ¿No sabía que había tomado un piso en la casa de enfrente, esquina de Via Condotti, para observar con un potente telescopio a las personas que yo recibía en la mía?
Sí, era un telescopio muy bueno. El doctor Jenkins, de St. Louis, había tenido que mudarse de casa por ese telescopio.
¿No sabía que había sido llamado tres veces de noche al Grand Hôtel para un lavado gástrico por dosis excesivas de láudano?
Él dijo que ella había usado siempre el veronal con el doctor Lippincott; me sugirió que, cuando volviera a llamarme, no la visitase hasta la mañana; tenía siempre mucho cuidado con las dosis. ¿Había algún río en aquella ciudad?
Sí, lo llamábamos el Tíber. El mes anterior se arrojó desde el puente Sant’Angelo; un guardia que la seguía la salvó.
Dijo que no hubiera sido necesario; era una nadadora excelente; se había mantenido a flote fuera de Newport durante más de media hora. Le sorprendía saber que su mujer continuaba en el Grand Hôtel; generalmente, nunca permanecía más de una semana en el mismo sitio.
Dije que era su última esperanza; ya había estado en todos los hoteles de Roma. Precisamente, el director me había dicho que era imposible tenerla más tiempo; todo el día se lo pasaba discutiendo con los camareros y las camareras, y por la noche cambiaba los muebles de su salita. ¿No podía dejar de mandarle dinero? Sólo teniendo que ganarse el pan con un trabajo duro podría quizá salvarse.
Tenía diez mil dólares suyos al año, y otros diez mil del primer marido, que se había librado de ella a buen precio.
¿No podía hacerla recluir en América?
En vano lo había intentado; suponían que no estaba bastante loca; quisiera él saber qué más querían. ¿No se la podría encerrar en Italia?
Temía que no.
Nos miramos con creciente simpatía.
Me dijo que, según las estadísticas del doctor Jenkins, nunca había estado enamorada del mismo médico más de un mes; el término medio era quince días; pronto terminaría mi período, en todo caso. ¿No me compadecería de él, teniéndola hasta la primavera?
¡Ay de mí!; las estadísticas del doctor Jenkins demostraron estar equivocadas; ella siguió siendo mi atormentadora principal durante mi estancia en Roma. En el verano invadió Capri. Quiso ahogarse en la Gruta Azul. Se encaramó al muro del jardín de San Michele; exasperado, por poco la arrojo al precipicio. Creo que lo hubiese realizado si su marido no me hubiera advertido antes que una caída desde mil pies nada le habría hecho. Tenía yo buenas razones para creerlo: un par de meses antes, una señorita alemana medio loca se arrojó desde el famoso muro del Pincio y no se produjo más daño que la fractura de una tibia. Después de haber agotado uno tras otro a todos los doctores alemanes residentes en Roma, fui yo su presa. Era un caso particularmente difícil, porque Fräulein Frida tenía una sorprendente facilidad para escribir poesías; su producción literaria era de diez páginas diarias, por término medio, dedicadas todas a mí. La soporté durante todo un invierno. Al llegar la primavera (siempre empeoran en primavera, estos casos), dije a su estúpida madre que si no volvía con la señorita Frida al lugar de donde había venido, nada podría disuadirme de hacerla encerrar. Debían partir para Alemania por la mañana. Durante la noche me despertó la llegada de los bomberos a la Piazza di Spagna; el primer piso del Hotel de l’Europe, allí al lado, ardía. La señorita Frida, en camisa de dormir, pasó el resto de la noche en mi salita, de muy buen humor, escribiendo versos. Había conseguido lo que deseaba: aún debía permanecer una semana en Roma para las investigaciones de la Policía y para calcular los daños, puesto que el incendio se produjo en su salita. Había prendido fuego a una toalla impregnada de petróleo y arrojádola dentro del piano.
Un día, al salir de casa, fui detenido en el umbral por una bellísima muchacha americana, el verdadero retrato de la salud; gracias a Dios, esta vez no se trataba de ningún trastorno nervioso. Dije que, a juzgar por su aspecto, podíamos aplazar la visita hasta el día siguiente, pues tenía prisa. Respondió que ella también, añadiendo que había venido a Roma para ver al Papa y al doctor Munthe, el cual había tenido tranquila a la tía Sally durante todo un año, cosa que no había logrado ningún otro médico. Le ofrecí una hermosa estampa en color de La Primavera de Botticelli si se llevaba a la tía a América consigo. Dijo que no lo haría aunque le ofreciese el original. No podía uno fiarse de la tía. No sé si la Sociedad Keats, que compró la casa cuando yo la dejé, pondría puertas nuevas en el cuarto donde murió el poeta y donde quizá habría muerto yo también de no haber sido afortunado. Si la vieja puerta continúa allí tendrá un agujerito de bala en el lado izquierdo, más o menos a la altura de mi cabeza, que yo mismo obturé con estuco y repinté.
Otra constante visitadora de mi sala de consultas era una señora de aspecto tímido y de buenas maneras, que un día, con una amable sonrisa, clavó un largo alfiler de sombrero en la pierna del inglés que estaba a su lado, en el sofá. La reunión contaba también con un par de cleptómanos que, bajo los abrigos, se llevaban cuantos objetos podían, con gran consternación de mis criados. Algunos de mis enfermos no se hallaban en estado de ser admitidos en la sala de espera, y eran instalados en la biblioteca o en la sala posterior, bajo el ojo vigilante de Anna, que tenía con ellos una maravillosa paciencia, mucha más que yo. Para ganar tiempo, algunos de ellos eran admitidos en el comedor, para que me contasen su desgracia mientras comía. El comedor daba a un patinillo bajo la escalera de la Trinità dei Monti, que yo había transformado en una especie de enfermería y casa de convalecencia para mis diversos animales. Había entre éstos una adorable lechucita, descendiente directa de la lechuza de Minerva. La encontré en la Campagna, con un ala rota, medio muerta de hambre. Curada el ala, la llevé dos veces al lugar donde la hallé y le di libertad; dos veces voló hacia mi coche para posarse en mi hombro; no quería separarse de mí. Desde entonces, la lechucita permaneció en su alcándara, en un rincón del comedor, mirándome amorosamente con sus grandes ojos dorados. Incluso prescindió de dormir durante el día para no perderme de vista. Cuando acariciaba su mórbido cuerpecito, entornaba los ojos de gusto y me mordisqueaba suavemente los labios con el minúsculo y afilado pico, único beso que puede dar una lechuza. Entre los enfermos admitidos en el comedor había una señorita rusa muy excitable y que me daba mucho quehacer. No lo creeréis, pero esta señorita se volvió tan celosa de la lechuza y la miraba con tal ferocidad, que ordené severamente a Anna no la dejase sola en la estancia. Un día, cuando entré para comer, me contó Anna que la señorita rusa había estado hacía poco con un ratón muerto envuelto en un pedazo de papel. Lo cogió en su cuarto y estaba segura de que a la lechuza le gustaría mucho comérselo. Pero la lechuza era muy lista: después de arrancarle la cabeza de un mordisco, como hacen esas aves, se negó a comerlo. Lo llevé al farmacéutico inglés y contenía suficiente cantidad de arsénico para matar a un gato.
Por complacer a Giovannina y a Rosina, invité a su anciano padre a pasar la Pascua en Roma. Pacciale era mi querido amigo desde hacía muchos años. En tiempos pretéritos fue pescador de coral, como casi todos los capreses de entonces. Después de varias vicisitudes acabó siendo el sepulturero oficial de Anacapri, mal negocio en un lugar donde nadie muere mientras está lejos del médico. Aun después de haberse instalado él y sus hijos en San Michele, no quiso dejar su profesión de sepulturero. Sentía un placer especial en manejar a los muertos, y casi parecía que le tomase gusto a enterrarlos. El viejo Pacciale llegó el jueves de Pascua, en un estado de completo aturdimiento. Nunca había viajado en tren, nunca había estado en una ciudad, nunca se había sentado en un coche. Se levantaba todas las mañanas a las tres y bajaba a la plaza a lavarse cara y manos en la fuente de Bernini, bajo mis ventanas. Después de llevarle Miss Hall y las muchachas a besar el broncíneo dedo del pie de San Pedro, a arrastrarse por la Santa Escalera y a inspeccionar los varios camposantos de Roma con su colega Giovanni, del cementerio protestante, dijo que no quería ver más. Pasó el resto de su estancia sentado junto a la ventana que daba a la plaza, con su largo gorro frigio de pescador, que nunca se quitaba; dijo que era la más hermosa vista de Roma; nada podía superar a la Piazza di Spagna. También era yo de este parecer. Le pregunté por qué la Piazza di Spagna le gustaba más que todo.
—Porque pasan muchos entierros —me contestó el viejo Pacciale.