XXV

LAS Hermanitas de los Pobres de San Pedro Advíncula, unas cincuenta, en su mayoría francesas, eran todas amigas mías, y algo semejante ocurría con los viejos y viejas asilados en el enorme edificio. El doctor italiano que se suponía cuidaba de todas aquellas personas no me demostró nunca la menor señal de celos profesionales, ni siquiera cuando, con gran alegría de las Hermanitas, fue tendida sobre el helado pavimento pétreo de la capilla la alfombra del millonario de Pittsburgo, sacada del Grand Hôtel y debidamente desinfectada. Era para mí un verdadero misterio cómo aquellas monjas se arreglaban para suministrar comida y ropa a todos sus huéspedes. Su desvencijada carreta, que iba de fonda en fonda para recoger los desperdicios que pudiera haber, era un espectáculo muy familiar, en aquel tiempo, a todos los visitadores de Roma. Veinte Hermanitas, por parejas, iban de un lado a otro desde la mañana a la noche con su enorme cuévano y su cepillo. Por regla general, dos de ellas estaban en un rincón de mi antesala a las horas de visita; sin duda, se acordarán de ellas muchos de mis antiguos enfermos.

Como todas las monjas, eran muy alegres y aceptaban con gusto la charla cuando se presentaba ocasión. Ambas eran jóvenes y bastante guapas; la Madre Superiora me había confiado, tiempo atrás, que las monjas viejas y feas no servían para recaudar dinero.

A cambio de su confidencia, le dije que era mucho más probable que mis pacientes obedecieran a una enfermera joven y atractiva que a una fea, y que una enfermera ceñuda no podía ser buena enfermera. Aquellas monjas, que conocían tan poco del mundo exterior, sabían mucho de la naturaleza humana. Intuían a primera vista quién dejaría algo en su cepillo y quién no. Me decían que, en general, los jóvenes daban más que los viejos; los niños, desgraciadamente, rara vez daban algo, y sólo cuando se lo decían sus nurses[105]. Los hombres daban más que las mujeres, y los peatones más que los que iban en coche. Los mejores clientes eran los ingleses; después venían los rusos. Turistas franceses había pocos. Los yanquis y los alemanes eran más reacios a separarse de su dinero; los italianos de la buena sociedad eran aún peores, pero los pobres eran muy generosos. Los príncipes y los sacerdotes de todas las naciones no se mostraban, en general, buenos parroquianos. Los ciento cincuenta viejos de quienes cuidaban eran, en conjunto, fáciles de tratar; mas no las ciento cincuenta viejas, que disputaban y peleaban continuamente entre sí.

Con frecuencia se desarrollaban terribles dramas pasionales entre las dos alas de la casa, y las Hermanitas trataban de extinguir el fuego oculto bajo las cenizas lo mejor que podían, dada su limitada experiencia. El favorito de la casa era Monsieur Alphonse, el francés más pequeño que se haya visto. Vivía tras un par de cortinas celestes, en el ángulo de la gran sala de sesenta camas. Ningún otro lecho tenía cortinas: era un privilegio concedido sólo a Monsieur Alphonse, como el más viejo de toda la casa. Él mismo decía que tenía setenta y cinco años, pero las Hermanitas creían que pasaba de los ochenta; a juzgar por el estado de sus arterias, yo hubiera dicho que no estaba lejos de los noventa. Había llegado allí unos años antes, con un maletín, un redingote raído y una chistera, nadie sabía de dónde. Pasaba el día detrás de sus cortinas, completamente aislado de los demás huéspedes, para aparecer sólo los domingos, cuando, muy arrogante, iba a la capilla chistera en mano. Lo que podía hacer detrás de las cortinas nadie lo sabía. Decían las monjas que cuando le llevaban la escudilla de sopa o la taza de café, otro privilegio, estaba siempre sentado en el lecho, registrando atentamente el montón de papeles del viejo maletín o cepillándose la chistera. Monsieur Alphonse era muy meticuloso para recibir visitas. Primero había que dar unos golpecitos en la mesita de junto al lecho. Entonces, cerraba cautamente con llave los papeles en el maletín, decía con voz trémula: Entrez, Monsieur, y os invitaba con un digno ademán a sentaros junto a él en la cama. Parecía que le gustaban mis visitas, y no tardamos en ser grandes amigos. Todos mis esfuerzos por saber algo de su vida fueron inútiles: sólo sabía que era francés, pero no hubiera asegurado que fuese parisiense. No hablaba una palabra de italiano y parecía no conocer nada de Roma. Ni siquiera había estado en San Pietro; pero pensaba ir un de ces quatre matins, apenas tuviese tiempo. Las Hermanitas decían que nunca iría; a ningún sitio quería ir, aunque era perfectamente capaz de andar todo cuanto quisiera. La verdadera razón de quedarse en casa los jueves, día de salida de los hombres, era la irremediable ruina de su chistera y del redingote, a fuerza de tanto cepillarlos.

El memorable día en que le hicimos probarse la chistera y el flamante redingote, última moda americana, del millonario de Pittsburgo, se inició el último capítulo de la vida de Monsieur Alphonse, tal vez el más feliz. Todas las Hermanitas, incluso la Madre Superiora, estaban en la puerta de entrada el jueves siguiente, mientras montaba en mi elegante coche, quitándose solemnemente la nueva chistera para saludar a sus admiradores.

Est-il chic! —reían, mientras partíamos—. Parece un milord inglés.

Pasamos por el Corso e hicimos una breve aparición en el Pincio antes de detenernos en la Piazza di Spagna, donde Monsieur Alphonse había sido invitado a comer conmigo.

Quisiera conocer al hombre que hubiera podido resistir el no hacer válida para todos los jueves esta invitación. A la una en punto de cada jueves de aquel invierno, mi victoria dejaba a Monsieur Alphonse en el número 26 de la Piazza di Spagna. Una hora después, cuando empezaban las visitas, iba, escoltado por Anna, hasta el coche, que le esperaba para su habitual paseo por el Pincio. Luego, parada de media hora en el Caffè Aragno, donde Monsieur Alphonse se sentaba en un rincón reservado, con la taza de café, el Figaro y un aire de viejo embajador. Después, al cabo de otra media hora de glorioso paseo en coche por el Corso, buscando con ansiedad a alguno de sus conocidos de la Piazza di Spagna, a quien hubiera querido saludar con su nueva chistera, volvía a desaparecer tras las cortinas de su cama hasta el jueves siguiente, en que reanudaba la cepilladura de la chistera al amanecer, según me referían las monjas. A menudo participaban de nuestra comida uno o dos amigos, con gran júbilo de Monsieur Alphonse. Seguramente, más de uno de ellos se acordará aún de él.

Nadie tuvo nunca la menor sospecha de su procedencia. Por lo demás, parecía muy atildado y vivaracho con su largo y elegante redingote y el nuevo sombrero de copa, del que era reacio a separarse incluso cuando estaba a la mesa. No sabiendo yo mismo qué pensar de Monsieur Alphonse, acabé por transformarlo en un diplomático jubilado. Todos mis amigos le llamaban Monsieur le ministre, y Anna le llamaba invariablemente Vostra Eccellenza —¡si hubieseis visto su cara!—. Por fortuna, era muy sordo y la conversación se limitaba, generalmente, a algunas corteses observaciones sobre el Papa o el siroco. De todos modos, debía estar yo con los ojos y oído atentos, dispuesto a intervenir en cualquier instante para alejar la botella, o ayudarle en alguna pregunta embarazosa o en alguna respuesta que aún lo era más, después del segundo vaso de frascati. Monsieur Alphonse era un ardiente realista, decidido a derribar la República francesa a toda costa. Todos los días esperaba noticias de fuente muy confidencial, para volver a París de un momento a otro. Mientras estábamos en seguro, ya había oído yo a muchos franceses derribar la República. Pero cuando empezaba a hablar de los asuntos de familia, debía estar muy atento para que no dejase escapar el secreto de su pasado, celosamente oculto en él maletín. Por fortuna, siempre me ponía en guardia su cuñado: «Mon beau-frère le sous-préfet». Habíamos convenido tácitamente mis amigos y yo en que, apenas mencionase a aquel misterioso personaje, debía retirarse la botella, sin poner en la copa de Monsieur Alphonse ni una gota más de vino.

Lo recuerdo muy bien: Waldo Storey, el conocido escultor americano, que era amigo particular de Monsieur Alphonse, almorzó con nosotros aquel jueves. Monsieur Alphonse estaba de bonísimo humor e insólitamente locuaz. Antes de terminar la primera copa de frascati discutía con Waldo la probabilidad de reclutar un ejército de exgaribaldinos para invadir a Francia, marchar sobre París y derrocar la República. Al fin y al cabo, sólo era cuestión de dinero; cinco millones de francos serían más que suficientes; él, por su parte, era capaz de suministrar un millón, en la peor hipótesis.

Me pareció bastante congestionado; estaba seguro de que su cuñado no se hallaba muy lejos. Hice a Waldo la acostumbrada señal para no darle ni una gota más de vino.

—Mon beau-frère le sous-préfet[106]… —dijo, con una risita.

Se detuvo de pronto, mientras yo alejaba la botella, y se puso a mirar el plato, como hacía siempre que estaba algo molesto.

—No se la quitaré —dije—: he aquí otro vaso de vino a su salud; siento haberle ofendido, y ¡abajo la República!, ya que así lo quiere usted.

Con gran sorpresa mía, no tendió la mano hacia el vaso. Permaneció completamente inmóvil, mirando el plato. Estaba muerto.

Nadie sabía mejor que yo lo que habría significado para Monsieur Alphonse y para mí si hubiera seguido la vía normal y hecho llamar a la Policía, según la ley. Reconocimiento del cadáver por el médico forense, tal vez una autopsia, e intervención del consulado francés; además, y esto era lo peor, hubiera sido arrancada al muerto su única propiedad, es decir, el secreto de su pasado.

Mandé bajar a Anna para que dijese al cochero que echase la capota; Monsieur Alphonse se había desmayado y yo mismo le acompañaría a casa. Cinco minutos después, Monsieur Alphonse estaba sentado junto a mí en el coche, en su rincón habitual, con el redingote del millonario de Pittsburgo subido hasta las orejas, la chistera calada en la cabeza, como era su costumbre. Tenía el aspecto de siempre: sólo parecía, como todos los muertos, mucho más pequeño que cuando vivía.

—¿Por el Corso? —preguntó el cochero.

—Sí, naturalmente, por el Corso; es el paseo favorito de Monsieur Alphonse.

Al principio se inquietó bastante la Madre Superiora, pero mi certificado de morte per paralisi cardiaca, fechado en el Asilo, la puso en regla con la Policía. Por la tarde fue metido en el ataúd Monsieur Alphonse, con su maletín como almohada y la llave siempre colgada al cuello con una cinta. Las Hermanitas no hacen preguntas a los vivos ni a los muertos. De los que allí acuden a buscar protección, sólo quieren saber si son viejos y tienen hambre. Lo demás concierne a Dios, no a ellas ni a nadie. Saben muy bien que muchos de sus huéspedes viven y mueren entre ellas con nombre falso. Me hubiera gustado dejarle llevar su querida chistera en el ataúd, pero las Hermanas dijeron que no era posible. Lo lamenté; estaba seguro de que se hubiera sentido feliz.

* * *

Una noche fui despertado por una llamada urgente de las Hermanitas de los Pobres. Todas las crujías del enorme edificio estaban oscuras y silenciosas, pero oí a las Hermanas rezar en la capilla. Fui admitido en un cuartito del departamento de las monjas, donde no había estado aún. Yacía en el lecho una Hermana todavía joven, con el rostro tan blanco como la almohada, los ojos cerrados, el pulso casi imperceptible. Era La Mère Générale des Petites Soeurs des Pauvres, que había llegado aquella misma tarde de Nápoles, de regreso a París; hacía un viaje de inspección alrededor del mundo. Se hallaba en inminente peligro de muerte por una grave enfermedad del corazón. He estado junto al lecho de reyes y reinas y de hombres famosos cuando su vida se hallaba en peligro, quizás en mis manos, mas nunca he sentido tanto el peso de mi responsabilidad como entonces, cuando aquella mujer abrió lentamente sus maravillosos ojos y me miró:

Faites ce que vous pouvez, monsieur le docteur —murmuró—, car quarante mille pauvres dépendent de moi[107].

* * *

Las Hermanitas de los Pobres trabajan desde la mañana a la noche, en la más útil e ingrata forma de beneficencia que yo conozco. No es necesario que vayáis a Roma para encontrarlas; la vejez y la pobreza están esparcidas por todo el mundo, y también las Hermanitas, con su cuévano y su cepillo vacíos. Os ruego que pongáis en el cuévano vuestro traje viejo, cualquiera que sea la medida; todos los tamaños van bien para las Hermanitas de los Pobres. Ya no están tan de moda las chisteras, de modo que también podéis darles la vuestra. Siempre habrá en sus salas algún viejo Monsieur Alphonse, oculto tras un par de cortinas azules, ocupado en cepillar su raído sombrero de copa, último vestigio de la prosperidad pasada. Mandadlo también, os lo ruego, en su día de salida, a dar un paseo por el Corso en vuestra elegante victoria. A vuestro hígado le sentará mejor que deis un largo paseo a pie por la Campagna, con vuestro perro. Invitadlo a comer el próximo jueves; no hay mejor estimulante para el apetito que ver a un hombre hambriento comer hasta saciarse. Dadle un vaso de frascati para ayudarle a olvidar, pero, cuando empiece a recordar, quitad la botella.

Meted parte de vuestros ahorros en el cepillo de las Hermanitas; todo céntimo es útil; creedme, nunca haréis una inversión más segura. Recordad lo que he escrito en otra página de esta obra: lo que guardáis está perdido, lo que dais se conserva siempre. Además, no tenéis derecho a conservar ese dinero para vosotros, no os pertenece. El dinero no es de nadie de este mundo. Todo pertenece al demonio, que está sentado a su mostrador día y noche, detrás de sus sacos de oro, traficando con las almas humanas. No tengáis demasiado tiempo la sucia moneda que él pone en vuestra mano; desembarazaos de ella en cuanto podáis, porque el maldito metal os quemará pronto los dedos, penetrará en vuestra sangre, cegará vuestros ojos, infectará vuestros pensamientos y endurecerá vuestro corazón. Echadlo en el cepillo de las Hermanitas o arrojadlo al primer arroyo; ése es su sitio. ¿Qué ventaja tenéis en acumular dinero? Pronto os lo quitarán, en todo caso. La muerte tiene otra llave de vuestra caja de caudales.

«Los dioses venden todas las cosas a un justo precio», dijo un viejo poeta. Hubiera debido añadir que venden sus mejores cosas al precio más módico. Lo verdaderamente indispensable puede comprarse con poco dinero; sólo lo superfluo se vende caro. Lo verdaderamente bello nunca se vende, sino que es ofrecido como don por los dioses inmortales. Está permitido ver salir y ponerse el sol, vagar las nubes por el cielo, las selvas y los prados, el maravilloso mar, todo sin gastar un céntimo. Los pájaros cantan de balde, y podemos coger a lo largo del camino flores silvestres mientras paseamos. Nada se paga por entrar en la sala estrellada de la noche. El pobre duerme mejor que el rico. La comida sencilla prueba, a la larga, más que la del Ritz. El contentamiento y la paz del espíritu prosperan mejor en una casita de campo que en un suntuoso palacio de la ciudad. Pocos amigos, pocos libros, poquísimos, y un perro es todo cuanto necesitáis en torno vuestro, mientras os tengáis a vosotros mismos. Pero deberíais vivir en el campo. La primera ciudad fue proyectada por el diablo: por eso Dios quería destruir la torre de Babel.

¿Habéis visto al diablo? Yo, sí. Estaba con los brazos apoyados en el parapeto de la torre de Notre-Dame, las alas plegadas y la cabeza descansando en las palmas de las manos. Tenía las mejillas demacradas y sacaba la lengua por entre los puercos labios. Pensativo y grave, contemplaba París a sus pies. Inmóvil y rígido como si fuese de piedra, llevaba allí casi mil años mirando con codicia su ciudad predilecta, como si no pudiera apartar los ojos de lo que veía. ¿Era aquél el demonio, cuyo solo nombre me llenaba de espanto siendo yo niño; el formidable campeón del mal en la lucha eterna contra el bien? Lo miré con sorpresa. Pensé que parecía mucho menos malo de lo que me había imaginado; había visto rostros peores que el suyo. No había resplandor de triunfo en aquellos ojos de piedra: parecía viejo y cansado, cansado de sus fáciles victorias, cansado de su infierno.

¡Pobre viejo Belcebú! Acaso, en fin de cuentas, no tengas tú toda la culpa de que las cosas vayan tan mal en nuestro mundo. No fuiste quien le dio vida, no fuiste quien desencadenó el dolor y la muerte entre los hombres. Naciste con alas, no con garras; Dios fue quien te transformó en diablo y te arrojó a su infierno para custodiar a sus condenados. Ciertamente, no hubieras permanecido aquí durante mil años, en la cúspide de Notre-Dame, en la tempestad, bajo la lluvia, si te gustase tu oficio. Seguro estoy de que no le es fácil ser diablo a quien ha nacido con alas. Príncipe de las Tinieblas, ¿por qué no extingues el fuego en tu reino subterráneo y vienes a establecerte entre nosotros en una gran ciudad (el campo no es para ti, créeme), como un señor acaudalado, sin más quehacer en todo el día que comer, beber y acumular dinero? O, si debes aumentar tus capitales y echar mano a cualquier nuevo placentero trabajo, ¿por qué no abres otro infierno de juego en Montecarlo, o instalas un prostíbulo, o te haces usurero para pobres, o propietario de un circo ambulante de animales salvajes indefensos, muertos de hambre entre rejas? O, si deseas cambiar de aires, ¿por qué no vas a Alemania a abrir otra fábrica de tu último gas venenoso? ¿Quién, si no tú, dirigió su ciego bombardeo sobre Nápoles y dejó caer su bomba incendiaria sobre el Asilo de las Hermanitas de los Pobres, en medio de sus trescientos viejos?

Pero ¿me permitirás hacerte una pregunta a cambio de los consejos que te he dado? ¿Por qué sacas de ese modo la lengua? Yo no sé cómo se interpretará esa actitud en el infierno, mas, con todo el respeto que te es debido, entre nosotros se toma como una señal de desafío y de falta de respeto. Perdóname, Sire: ¿a quién enseñas continuamente la lengua?