XXIV

CUANDO el doctor Pilkington se me presentó como decano de los médicos extranjeros de Roma, usurpaba el título, que pertenecía a otro nombre muy superior a todos nosotros. Dejadme escribir aquí su verdadero nombre con todas las letras, como está escrito en mi memoria con letras de oro: el viejo doctor Erhardt, uno de los mejores médicos y uno de los hombres más buenos que he conocido. Superviviente de la desaparecida Roma de Pío IX, su reputación había resistido más de cuarenta años de ejercicio en la ciudad eterna. Aunque pasaba de los setenta, estaba en plena posesión de su vigor físico y mental; iba de un lado a otro día y noche, siempre dispuesto a la ayuda; ricos y pobres eran iguales para él. Era el tipo clásico del médico de familia de los tiempos pasados, hoy casi extinguido, con grave daño de la humanidad doliente. Imposible no quererlo, no confiar en él. Estoy seguro de que no tuvo un enemigo durante su larga vida, salvo el profesor Baccelli. Era alemán de nacimiento, y si en su país hubiera habido muchos como él, no habría estallado la guerra de 1914. Siempre será un misterio para mí el que tantas personas, entre ellas también expacientes suyos, se amontonaran en la casa de Keats para pedirme consejo, habitando en la misma plaza un hombre como el viejo Erhardt. Era el único de mis colegas a quien consultaba, en mis dudas, y siempre acababa por tener razón, mientras que yo me equivocaba a menudo; pero nunca me delataba, antes bien me defendía siempre que hallaba ocasión, lo cual acaecía con bastante frecuencia. Tal vez no estaba muy familiarizado con los últimos ardides de nuestra profesión, y permanecía alejado de muchas de nuestras más nuevas y milagrosas drogas patentadas, procedentes de todas las tierras y de todas las escuelas. Pero manejaba con magistral pericia su vieja y bien probada farmacopea; sus ojos penetrantes descubrían el mal donde acechaba; no quedaban secretos en los pulmones ni en el corazón en cuanto aplicaba su viejo oído al estetoscopio. Ningún descubrimiento moderno de importancia escapaba a su atención. Interesábase vivamente por la Bacteriología y la sueroterapia, ciencia casi nueva entonces. Conocía muy bien a Pasteur, por lo menos como yo. Fue el primer médico que usó en Italia el suero antidiftérico de Behring, no salido aún del período experimental ni puesto todavía al servicio del público, y que ahora salva la vida a cientos de miles de niños cada año.

No es fácil que yo olvide este experimento suyo. Un atardecer fui llamado al Grand Hôtel por un mensaje urgente de un señor americano, acompañado de una carta de recomendación del profesor Weir-Mitchell. Me salió al encuentro en el atrio un hombrecillo de aspecto furibundo, que con gran agitación me dijo que acababa de llegar en el tren de lujo de París. En vez del mejor departamento que había mandado reservar, él y su familia habían sido metidos en dos habitaciones pequeñas, sin salita, sin siquiera cuarto de baño. El telegrama del director comunicándole que estaba lleno el hotel había sido expedido demasiado tarde y no lo recibió. Acababa de telegrafiar al Ritz protestando contra este tratamiento. Para complicar las cocas, su niño hallábase resfriado y con fiebre; la mujer había velado toda la noche en el tren, para asistirlo; ¿tendría yo la amabilidad de ir en seguida a verlo? En una cama había dos niños durmiendo, cara contra cara, casi labios contra labios. La madre me miró, inquieta, y dijo que el niño no había podido ingerir la leche; temía que le doliese la garganta. El enfermito respiraba fatigosamente, con la boca del todo abierta y el rostro cianótico. Puse a la niña, dormida aún, en el lecho de la madre y le dije que el niño tenía difteria y que debía llamar en seguida a una enfermera. Contestó que quería asistir por sí misma a su hijo. Pasé la noche desprendiendo las membranas diftéricas de la garganta del niño, que estaba casi ahogado.

Hacia el amanecer mandé llamar al doctor Erhardt para ayudarme en la traqueotomía, pues el niño se ahogaba. La acción del corazón estaba ya tan comprometida que no se atrevió a darle cloroformo; titubeábamos en operar, temiendo que el niño muriese bajo el bisturí. Mandé llamar al padre; apenas oyó la palabra difteria escapó de la alcoba. El resto de la conversación se desarrolló a través de la puerta entornada. No quería operación y habló de mandar llamar a todos los principales médicos de Roma para saber su opinión. Dije que no hacía falta y que, además, sería demasiado tarde; Erhardt y yo éramos quienes teníamos que decidir si se operaba o no. Envolví a la niña en una manta y se la hice llevar a su cuarto. Decía que daría un millón de dólares por salvar la vida de su hijo; le respondí que no era cuestión de dólares y le di con la puerta en la cara. La madre permanecía junto al lecho, mirándonos con ojos aterrorizados; le dije que tendríamos que operar de un momento a otro; se necesitaría lo menos una hora para encontrar una enfermera, por lo cual tendría ella que ayudarnos. Inclinó la cabeza en señal de asentimiento, sin decir una palabra, contraído el rostro por el esfuerzo para contener las lágrimas: era una mujer admirable y valerosa. Mientras yo extendía una toalla limpia sobre la mesa, bajo la lámpara, y preparaba los instrumentos, Erhardt me contó que, por una extraña coincidencia, había recibido aquella misma mañana, por medio de la Embajada alemana, una muestra del nuevo suero antidiftérico de Behring, enviada directamente, a requerimiento suyo, desde el laboratorio de Marburg. Sabía que había sido ensayado con verdadero éxito en varias clínicas alemanas. ¿Debíamos probar el suero? No había tiempo de discutir; el niño se agravaba rápidamente; los dos estábamos convencidos de que tenía muy pocas probabilidades de salvación. Con el consentimiento de la madre, decidimos probar el suero. La reacción fue espantosa y casi instantánea. Todo su cuerpo se volvió negro; la temperatura saltó hasta cuarenta y un grados y descendió de repente por debajo de la normal, con un fuerte estremecimiento. Sangraba por la nariz y por los intestinos; el funcionamiento del corazón se hizo muy irregular; presentaba todos los síntomas del colapso inmediato. Ninguno de nosotros dejó el cuarto en todo el día, esperando verlo morir de un momento a otro. Con gran sorpresa nuestra, hacia el anochecer se hizo más fácil la respiración, parecían mejorar las condiciones locales de la garganta y era menos irregular el pulso. Supliqué al viejo Erhardt que volviera a su casa para descansar un par de horas; contestó que era demasiado interesante el caso para sentir cansancio.

Con la llegada de Soeur Philippine, la Hermana azul inglesa, una de las mejores enfermeras que yo he tenido, extendióse de modo fulminante por todo el hotel, atestado de gente, el rumor de que había difteria en el último piso. El director mandó decirme que el niño había de ser trasladado inmediatamente a un hospital o a un sanatorio. Respondí que ni Erhardt ni yo cargaríamos con esa responsabilidad, pues seguramente se moriría por el camino. Además, no conocíamos ningún lugar adonde llevarlo, y en aquellos días los medios de transporte para tales casos de urgencia eran en extremo inadecuados. Un momento después el millonario de Pittsburgo me anunció, desde la puerta entornada, que había mandado al director desalojar todo el último piso, a sus expensas; prefería comprar todo el Grand Hôtel antes que trasladar al hijo con peligro de su vida. Al anochecer era indudable que la madre se había contagiado. A la mañana siguiente toda el ala del último piso había sido evacuada. Hasta los servidores habían huido. Únicamente el signor Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres, rondaba por el desierto pasillo, chistera en mano. De vez en cuando el padre miraba el aposento por la puerta entreabierta, casi loco de terror. La madre seguía empeorando; fue llevada a la habitación contigua, al cuidado de Erhardt y de otra enfermera. Soeur Philippine y yo permanecimos con el niño. Hacia el mediodía, éste se extenuó y murió de parálisis cardíaca. El estado de la madre era tan crítico que no nos atrevimos a comunicárselo; decidimos esperar hasta la mañana siguiente. Cuando dije al padre que el cuerpo del niño debía ser llevado al depósito mortuorio del cementerio protestante aquella misma tarde y enterrado dentro de las veinticuatro horas, se tambaleó y estuvo a punto de caer en brazos del signar Cornacchia, que se inclinaba respetuosamente a su lado. Dijo que su mujer nunca le perdonaría el dejar al niño en tierra extranjera; debía ser enterrado en el panteón de familia, en Pittsburgo. Repliqué que era imposible, que las leyes prohibían transportar un cadáver en semejante caso.

Un momento después, el millonario de Pittsburgo me pasó a través de la puerta entornada un cheque de mil libras esterlinas para gastar a mi discreción: estaba dispuesto a firmar otro por la suma que yo quisiera, pero el cadáver debía ser enviado a América. Me encerré en otra habitación con el signor Cornacchia y le pregunté cuál sería el coste aproximado de un entierro de primera clase y una fosa perpetua en el cementerio protestante. Respondió que los tiempos eran duros; había aumentado hacía poco el precio de los ataúdes y, además, había una imprevista disminución de clientes. Era para él un pundonor hacer del funeral un éxito: diez mil liras, incluidas las propinas, bastarían. Estaba también el sepulturero, que, como yo sabía, tenía ocho hijos; naturalmente, las flores no entraban en la cuenta. Las oblongas pupilas felinas del signor Cornacchia dilatáronse visiblemente cuando le dije que estaba autorizado para pagarle el duplo de aquella cantidad si se las arreglaba de manera que pudiera ser enviado a Nápoles el cadáver y cargado a bordo del próximo buque para América. Quería la respuesta dentro de dos horas; sabía que estaba prohibido por la ley; debía consultar con su conciencia. Yo había consultado ya con la mía. Embalsamaría el cadáver aquella misma noche y haría soldar la caja de plomo en mi presencia. Cuando estuviera seguro de que quedaba excluido todo posible peligro de infección, firmaría un certificado de que la causa de la muerte era una pulmonía séptica seguida de parálisis cardíaca, omitiendo la palabra difteria. La consulta del signor Cornacchia con su conciencia requirió menos tiempo del previsto. Volvió una hora después, aceptando el asunto a condición de pagarle por anticipado la mitad de la suma, sin recibo. Se la pague. Una hora después Erhardt y yo practicábamos la traqueotomía a la madre; indudablemente, esta operación le salvó la vida.

El recuerdo de aquella noche me acosa cada vez que visito el pequeño y hermoso cementerio próximo a Porta San Paolo. Giovanni, el sepulturero, me esperaba a la entrada con una débil linterna. Por su expansivo recibimiento sospeché que había bebido una copa de más para resistir el trabajo nocturno. Debía ser mi único ayudante; tenía yo buenas razones para no desear otro. La noche era tempestuosa y muy negra, con una lluvia torrencial. Una repentina ráfaga de viento apagó la linterna y hubimos de andar a tientas por la profunda oscuridad; a medio camino, cruzando el cementerio, tropecé en un montón de tierra removida y caí de cabeza en una fosa a medio abrir. Giovanni dijo que la había estado cavando aquella tarde por orden del signor Cornacchia. Afortunadamente, no era muy profunda; era la fosa de un niño pequeño.

El embalsamamiento fue empresa difícil y también peligrosa. El cuerpo estaba ya en avanzado estado de descomposición. La luz era insuficiente y me corté ligeramente un dedo, con gran terror mío. Una gran lechuza estuvo gritando continuamente detrás de la pirámide de Cestio: la recuerdo bien porque fue la primera vez que me disgustó su voz, a mí, que siempre he querido tanto a las lechuzas.

Por la mañana temprano, estaba de nuevo en el Grand Hôtel. La madre había pasado buena noche y su temperatura era normal. Erhardt la consideraba fuera de peligro. Era imposible demorar más el decirle que su hijo había muerto. Como ni el padre ni Erhardt querían hacerlo, me tocó a mí. La enfermera dijo que creía que ya lo sabía, porque, mientras la velaba, se despertó de pronto y quiso saltar del lecho, con un grito de dolor, pero se abatió, desmayada. La enfermera la creyó muerta y corría para decírmelo, en el mismo instante en que yo entré en el cuarto y dije que el niño acababa de morir. Tenía razón la enfermera. Antes de que yo le hablara, la madre me miró y dijo que sabía que su hijo había muerto.

Erhardt parecía deprimido por la muerte del niño; reprochábase el haber propuesto el suero; era tanta la integridad y la honradez de aquel magnífico viejo, que quería escribir una carta al padre acusándose casi de haber causado la muerte de su hijo. Le dije que la responsabilidad era mía, porque el enfermo se hallaba bajo mi cuidado, y que semejante carta podía producir tal efecto en el padre, ya medio loco por el dolor, que le hiciera perder del todo el juicio. A la mañana siguiente condujeron a la madre, en mi coche, al sanatorio de las Hermanas azules, donde conseguí también un cuarto para la hijita y para el marido. Era tal el miedo que éste tenía a la difteria, que me regaló todo su guardarropa, dos grandes baúles llenos de vestidos, sin contar su redingote y la chistera. Me vi contentísimo; trajes de segunda mano son a veces más útiles que las drogas. Trabajo me costó persuadirle para que conservase el reloj de repetición, de oro; su barómetro de bolsillo está aún en mi poder. Antes de dejar el hotel, el millonario de Pittsburgo pagó, con gran indiferencia, la formidable cuenta, que me hizo vacilar. Vigilé yo mismo la desinfección de las habitaciones y, recordando mi ardid del Hotel Victoria en Heidelberg, pasé una hora arrodillado en el suelo del cuarto donde había muerto el niño, para desprender la alfombra de Bruselas que allí estaba clavada. Que en aquel momento pudiera haber lugar en mi cabeza para pensar en las Hermanas de los Pobres, supera mi comprensión. Aún veo la cara de los empleados del hotel cuando hice meter en mi coche la alfombra para enviarla al Establecimiento Municipal de Desinfección del Aventino. Dije al director que el millonario de Pittsburgo, después de pagar por la alfombra un precio que superaba el triple de su valor, me la había regalado como recuerdo.

Por último, volví a mi casa de la Piazza di Spagna. Puse en la puerta un aviso, en francés y en inglés, diciendo que el doctor estaba enfermo, con ruego de dirigirse al doctor Erhardt, Piazza di Spagna, 28. Me puse una inyección hipodérmica de triple dosis de morfina y me abatí en el diván de la sala de consulta, con la garganta hinchada y cuarenta grados de fiebre. Anna se asustó y quiso avisar al doctor Erhardt. Le dije que estaba bien, que no necesitaba más que veinticuatro horas de sueño y que sólo debía molestarme si la casa ardía.

La bendita droga empezó a difundir el olvido y la paz en mi cerebro exhausto, desapareciendo, incluso, de mi entumecido pensamiento el terror del corte en el dedo. Me estaba durmiendo. De pronto sonó furiosamente la campanilla de la puerta. Oí la fuerte voz de una mujer, de nacionalidad inconfundible, que discutía con Anna en lamentable italiano.

—El doctor está enfermo y le ruego se dirija al doctor Erhardt, que vive al lado.

No; debía hablar en seguida con el doctor Munthe de un asunto muy importante.

—El doctor está en cama. Le ruego que se vaya.

No, debía verlo en el acto. «Entréguele mi tarjeta».

—¡Por favor… el doctor duerme!

¿Dormir yo, con aquella terrible voz que chillaba en el vestíbulo?

—¿Qué quiere? —grité.

Anna no tuvo tiempo de detenerla y levantó la cortina de mi cuarto; vi una señora de magnífico aspecto, fuerte como un caballo: mistress Charles W. Washington Longfellow Perkins, Jr.

—¿Qué desea?

Quería saber si corría peligro de contagiarse de la difteria en el Grand Hôtel; le habían dado una habitación en el último piso y, aunque le dijeron que el niño había muerto en el primero, no quería correr ningún peligro.

—¿Qué número tiene su cuarto?

—Trescientos treinta y cinco.

—Quédese en él. Es la habitación más limpia de todas; la he desinfectado yo mismo. En ella ha muerto el niño.

Caí tendido en la cama, creo que de través; la morfina empezó a obrar de nuevo.

Otra vez sonó la campanilla. Y volví a oír en el vestíbulo la misma voz inexorable diciendo a Anna que había recordado la otra pregunta, muy importante, que quería hacerme.

—El doctor duerme.

—¡Échala escaleras abajo! —grité a Anna, que le llegaba a la cintura.

No, no se iría; debía hacerme aquella pregunta.

—¿Qué quiere usted?

—Se me ha roto un diente; temo que hayan de arrancármelo. ¿Cuál es el mejor dentista de Roma?

—Mistress Washington Perkins Junior, ¿puede usted oírme?

Sí, podía oírme perfectamente.

—Mistress Perkins Junior, por primera vez en mi vida lamento no ser dentista; me gustaría arrancarle a usted todos los dientes.