UN día, una señora de luto riguroso compareció en mi sala de consulta con una carta de presentación del pastor inglés. Era de edad decididamente madura, de dimensiones muy voluminosas, vestida con un traje volandero de extraño corte. Sentóse con gran precaución en el sofá y dijo que era recién llegada a Roma. La muerte del reverendo Jonathan, su llorado marido, la había dejado sola y sin protección en el mundo. El reverendo Jonathan lo había sido todo para ella, marido, padre, amante, amigo…
Miré con simpatía su rostro esférico e inexpresivo, sus estúpidos ojos, y dije que la compadecía.
—El reverendo Jonathan tenía… —empezó.
Dije que, desgraciadamente, no podía perder tiempo; la sala de espera estaba llena de gente: ¿en qué podía servirla?
Declaró haber venido para ponerse en mis manos; esperaba un niño. Sabía que el reverendo Jonathan velaba por ella desde el Paraíso; pero, así y todo, no podía menos de sentirse muy inquieta: era su primer hijo. Había oído hablar de mí y, ahora que me había visto, comprendía que estaría tan segura en mis manos como en las del reverendo Jonathan. Había sentido siempre gran simpatía por los suecos; una vez llegó a ser la prometida de un pastor sueco, amor repentino que, sin embargo, no duró. Sorprendíale el verme tan joven, precisamente la misma edad del pastor sueco, y hasta encontraba entre ambos cierto parecido. Tenía la extraña impresión de que ya nos conocíamos, como si pudiésemos comprendernos sin palabras. Mientras hablaba, me miraba con un destello en los ojos que habría puesto en gran aprieto al reverendo Jonathan si la hubiese vigilado en aquel preciso instante.
Me apresuré a decirle que yo no era tocólogo, pero tenía la seguridad de que podía estar tranquila en manos de alguno de mis colegas, que tenía entendido eran especialistas en esa rama de nuestra profesión. Por ejemplo, mi eminente compañero el doctor Pilkington…
No, me quería a mí, no a ningún otro. Seguramente, no tendría yo corazón para abandonarla, sola y sin protección, entre extraños, con un niño sin padre. Además, no había tiempo que perder; esperaba al nene de un día a otro, de un momento a otro. Me levanté rápidamente de la silla y le ofrecí mandar por un coche que la llevara inmediatamente al Hôtel de Russie, donde se hospedaba.
¡Qué no daría el reverendo Jonathan si le fuera concedido ver a su hijo, él que había amado tan apasionadamente a la madre! Había sido el suyo un matrimonio de amor como ninguno, fusión de dos vidas ardientes en una sola, de dos almas gemelas. Estalló en un paroxismo de lágrimas, terminado en un ataque de convulsiones que le sacudían todo el cuerpo de modo bastante alarmante.
De pronto, palideció y se quedó completamente inmóvil con las manos apretadas sobre el vientre, en actitud de protección. Mi miedo se convirtió en terror. Giovannina y Rosina estaban en Villa Borghese con los perros, y Anna también estaba fuera; no había ninguna mujer en casa y la sala de espera hallábase llena de gente. Salté de la silla y la miré con atención. De pronto, reconocí aquella faz; la conocía muy bien; no en vano había pasado quince años de mi vida entre mujeres histéricas de todos los países y de todas las edades. Le dije severamente que se enjugara las lágrimas, que se calmase y que me escuchara sin interrumpirme. Le hice algunas preguntas profesionales; sus evasivas respuestas despertaron mi interés por el reverendo Jonathan y por su prematura muerte. Era prematura de veras, porque parecía que la muerte de su llorado consorte había ocurrido en una época muy inesperada del año anterior, según mi punto de vista médico. Por último le dije, del modo más amable posible, que no estaba encinta ni mucho menos. Se levantó rápida del sofá, con el rostro encendido de rabia, y se precipitó fuera de la estancia, gritando a más no poder que había ofendido la memoria del reverendo Jonathan.
Dos días después encontré en la plaza al pastor inglés y le di las gracias por haberme enviado a tal señora, expresando mi sentimiento por no haber podido encargarme de ella. Me sorprendió la fría actitud del pastor. Le pregunté dónde había ido a parar la señora Jonathan. Me dejó bruscamente, diciendo que estaba en manos del doctor Jones y que esperaba su hijo de un momento a otro.
En menos de veinticuatro horas se hizo pública la historia. Todos la sabían; todos los médicos extranjeros la sabían y se divertían con ella; todos sus enfermos la sabían; los dos farmacéuticos ingleses la sabían, el panadero inglés de la calle del Babbuino la sabía; en la agencia Cooks la sabían; en todos los pupilajes de via Sixtina la sabían; en todas las salas de té inglesas no se hablaba de otra cosa. Pronto supieron todos los miembros de la colonia británica que yo había sufrido una equivocación enorme y que había ofendido la memoria del reverendo Jonathan. Todos sabían que el doctor Jones no dejaba el Hôtel de Russie y que la comadrona había sido llamada a medianoche. Al día siguiente, la colonia inglesa de Roma se dividió en dos campos opuestos. ¿Habría niño o no lo habría? Todos los médicos ingleses y sus enfermos, el clero y sus fieles congregaciones, el farmacéutico inglés de via Condotti, todos estaban seguros de que habría niño. Todos mis enfermos, el farmacéutico rival de Piazza Mignanelli, todas las floristas de la Piazza di Spagna, todos los modelos de las escaleras de la Trinità dei Monti, bajo mis ventanas; todos los comerciantes de antigüedades, todos los canteros de via Margutta, aseguraban enfáticamente que no habría niño. El panadero inglés vacilaba. Mi amigo, el cónsul inglés, se vio obligado, aunque con repugnancia, a tomar partido contra mí por razones de patriotismo. La situación del signor Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres, era particularmente delicada y requería mucho tacto profesional. Por una parte, estaba su inconmovible confianza en mi eficiencia como su principal colaborador; por otra, el hecho innegable de que sus perspectivas como empresario de pompas fúnebres serían mucho mejores si se probase que me había equivocado que si se demostraba que tenía razón. Poco después corrió la voz de que el viejo doctor Pilkington había sido llamado en consulta al Hôtel de Russie y había descubierto que, en vez de un niño, serían dos. El signor Cornacchia comprendió que la única táctica acertada era estar a la expectativa. Cuando se hizo público el hecho de que al pastor inglés se le había dicho que estuviese preparado, a cualquier hora del día o de la noche, para un bautismo in articulo mortis, a causa del prolongado trabajo, ya no fue posible vacilar. El signor Cornacchia desertó al campo enemigo, con armas y bagajes, abandonándome a mi suerte. Desde el punto de vista profesional del signor Cornacchia, como empresario de pompas fúnebres, un niño valía lo que un adulto. ¿Por qué no habían de ser dos niños? ¿Y por qué no…?
Cuando se vio entrar en el Hôtel de Russie una nodriza con su pintoresco vestido de las montañas sabinas, fueron visibles las muestras de desaliento entre mis aliados. Y cuando llegó de Inglaterra un cochecito de niño y fue puesto en el atrio del albergue, mi situación se volvió casi crítica. Todas las señoras turistas del hotel lanzaban una risueña mirada al cochecito cuando cruzaban el atrio; todos los camareros hacían apuestas de doble contra sencillo por los gemelos, y todas las apuestas a favor de ningún niño cesaron por completo. En la garden party de la Embajada inglesa, donde los doctores Pilkington y Jones, de nuevo amigos, formaban el centro de un animado grupo de gente ansiosa de saber las últimas noticias del Hôtel de Russie, algunas personas no me saludaron. El ministro sueco me llevó aparte y me dijo, con voz colérica, que no quería saber nada de mí; estaba harto de mis… excentricidades, por no decir algo peor. La semana anterior le habían dicho que me había permitido llamar «hiena» al más respetable y anciano médico inglés. Ayer, la mujer del pastor inglés había contado a la suya que había ofendido la memoria de un pastor escocés. Si tenía la intención de continuar así, era preferible que regresara a Anacapri, antes de que toda la colonia me volviera la espalda.
Al cabo de una semana de intensa incertidumbre, empezaron a advertirse señales de reacción. Las apuestas entre los camareros del Hôtel de Russie se hacían a la par, con algunas tímidas ofertas de cinco liras sobre la probabilidad de ningún niño. Cuando se esparció la noticia de que los médicos habían reñido y que el doctor Pilkington se había retirado con el segundo niño bajo su largo redingote, cesaron todas las apuestas por los gemelos. El número de desertores crecía de día en día. El pastor inglés y sus congregantes se agarraban aún valerosamente al cochecito. El doctor Jones, la comadrona y la nodriza seguían durmiendo en el Hotel, pero el signor Cornacchia, advertido por su agudísimo olfato, había abandonado ya la barca zozobrante.
Vino después la catástrofe, en forma de un viejo escocés de aspecto astuto, que entró un día en mi sala de consulta y se sentó en el sofá donde se había sentado su hermana. Me dijo que tenía la desgracia de ser el hermano de la señora de Jonathan, que había llegado directamente de Dundee la noche antes. Parecía que no había perdido el tiempo; había saldado la cuenta del doctor Pilkington abonándole un tercio de su factura; había echado al doctor Jones y ahora me pedía la dirección de un manicomio barato. El doctor, creía el escocés que debía ser recluido en otro sitio.
Le dije que, desgraciadamente para él, el caso de su hermana no justificaba el manicomio. Él objetó que si aquél no era un caso de manicomio, quisiera saber qué otro lo sería. El reverendo Jonathan había muerto hacía más de un año, de vejez y reblandecimiento cerebral; no era probable que la vieja loca hubiese estado expuesta a otras tentaciones. Se había ya convertido en el hazmerreír de todo Dundee, como ahora lo estaba siendo de todo Roma. Decía que él ya estaba harto y no quería saber más. Ni yo tampoco, dije; había estado rodeado de mujeres histéricas durante quince años y ahora quería descansar un poco. Lo único que debía hacer era llevársela a Dundee.
En cuanto a su médico, estaba seguro de que se había comportado como le permitía su capacidad. Había oído decir que era un médico retirado del ejército de la India, con una experiencia muy limitada en cuanto a histerismo. Creo que eso que se llama tumor fantasma se habrá presentado raramente en el ejército inglés. En cambio, no era tan raro en las mujeres histéricas.
¿Sabía yo que ella había tenido el atrevimiento de encargar el cochecito a nombre de él, que tuvo que pagarlo con cinco esterlinas, cuando por dos libras hubiera podido encontrar en Dundee uno de segunda mano? ¿Podría ayudarle a encontrar un comprador para el cochecito? Estaba dispuesto a no ganar nada, pero quería recuperar su dinero. Le dije que si dejaba a la hermana en Roma sería muy capaz de hacer venir otro cochecito de Dundee. Pareció impresionarle mucho este argumento.
Le presté mi coche para llevar a la hermana a la estación. No los he vuelto a ver.
* * *
Hasta ahora, la profecía del ministro sueco se había realizado: yo había sido un fácil vencedor. No obstante, pronto tuve que tratar con un rival mucho más serio, que vino a establecerse en Roma. Me dijeron, y creo sería verdad, que mi rápido éxito le había inducido a dejar su lucrativa clientela de… para instalarse en la capital. Gozaba de excelente reputación entre sus compatriotas como hábil médico y hombre simpático. Se convirtió pronto en una conspicua figura de la sociedad romana, de la cual iba yo desapareciendo cada vez más, después de haber aprendido cuanto quería saber. Paseaba en un coche tan elegante como el mío, recibía mucho en su suntuoso piso del Corso, y su ascensión fue tan rápida como lo había sido la mía. Vino a verme y estuvimos de acuerdo en que en Roma había lugar para los dos; era siempre muy cortés cuando nos encontrábamos. Tenía, evidentemente, una clientela muy extensa, constituida en gran parte por los ricos norteamericanos, que se aglomeraban en Roma para que él los curase, según me decían. Tenía su cuerpo de enfermeras y su sanatorio particular más allá de Porta Pía. Al principio creí que sería un médico de señoras, pero luego supe que era especialista en enfermedades del corazón. Poseía, indudablemente, el inestimable don de inspirar confianza a sus enfermos; siempre oí hablar de él con elogio y agradecimiento. No me sorprendía, porque, comparado con el resto de nosotros, era, en efecto, una personalidad decididamente conspicua: hermosa frente, mirada muy inteligente y penetrante, gran facilidad de palabra, modales muy atractivos. Hacía caso omiso de sus colegas, pero me llamó dos veces a consulta, sobre todo para casos nerviosos. Parecía conocer bien la obra de Charcot; había visitado asimismo algunas clínicas alemanas. Casi siempre estuvimos de acuerdo en los diagnósticos y las curas; deduje en breve que conocía su oficio, por lo menos tan bien como yo.
Un día me mandó un billete, garrapateado de prisa, rogándome fuera en seguida al Hôtel Constanzi para una consulta. Parecía más excitado que de costumbre. Me dijo, en pocas y rápidas palabras, que el enfermo estaba a su cuidado desde hacía varias semanas y que, al principio, había mejorado mucho. En aquellos últimos días había empeorado: el corazón no le funcionaba de modo satisfactorio; agradecería mi opinión. Sobre todo, no debía espantar al enfermo ni a la familia. Imaginad mi sorpresa cuando reconocí en su enfermo a un hombre a quien yo quería y admiraba desde hacía años, como todos los que le conocían, el autor de Human personality and its survival of bodily death[103]. Su respiración era superficial y dificultosa; su rostro, cianótico y demacrado; sólo sus maravillosos ojos permanecían inmutables. Me dio la mano y dijo que se alegraba mucho de que, al fin, hubiera vuelto; deseaba desde hacía mucho tiempo mi regreso. Me recordó nuestro último encuentro en Londres, donde había cenado con él en la Society for Psychical Research y estuvimos hablando toda la noche de la muerte y del Más Allá. Sin darme tiempo a responder, mi colega le dijo que no debía hablar, por temor a otro ataque, y me pasó su estetoscopio. No se necesitaba un reconocimiento prolongado; me bastaba lo que había visto. Llevando aparte a mi colega, le pregunté si había avisado a la familia. Con gran sorpresa mía, no parecía darse cuenta de la situación; habló de repetir las inyecciones de estricnina con intervalos más breves, de probar su suero al día siguiente y de enviar al Gran Hôtel por una botella de borgoña de un año especial. Dije que yo era contrario a los estimulantes; no producirían otro efecto que reavivar su capacidad de sufrir, ya disminuida por la misericordiosa Naturaleza. Nosotros no podíamos hacer más que ayudarle a morir sin demasiado sufrimiento. Mientras hablábamos, entró en la habitación el profesor William James, el conocido filósofo y uno de sus más íntimos amigos. Le repetí que había de avisarse en seguida a la familia: era cuestión de horas. Como todos parecían tener más confianza en mi colega que en mí, insistí en que se llamase inmediatamente otro médico a consulta. Dos horas después llegó el profesor Baccelli, el primer consultor de Roma. Su examen fue aún más somero que el mío; su juicio, aún más breve.
—Il va mourir aujourd’hui[104] —dijo con su voz profunda.
William James me contó el solemne pacto hecho con su amigo: el primero de los dos que muriera debía enviar al otro un mensaje mientras pasaba a lo ignoto. Ambos creían en la posibilidad de entrar en comunicación. Estaba tan abatido por el dolor, que ya no podía penetrar en el cuarto; se abismó en una silla junto a la puerta abierta, con un cuadernito en las rodillas y la pluma en la mano, dispuesto a recoger el mensaje, con su habitual y metódica precisión. Por la tarde empezó la respiración Cheyne-Stokes, ese desgarrador signo de la proximidad de la muerte. El moribundo pidió hablarme a solas; sus ojos estaban tranquilos y serenos.
—Sé que voy a morir —dijo—; sé que usted me ayudará. ¿Será hoy o mañana?
—Hoy.
—Me alegro; estoy preparado; no tengo el menor temor. Por fin voy a saber… Diga a William James… dígale…
Su jadeante pecho se detuvo durante un angustioso minuto de suspensión de la vida.
—¿Me oye? —pregunté, inclinándome sobre el moribundo—. ¿Sufre?
—No —murmuró—. Estoy muy cansado y soy muy feliz.
Éstas fueron sus últimas palabras.
Cuando salí, William James continuaba hundido en la silla, el rostro oculto por las manos; su cuadernito permanecía aún abierto sobre las rodillas.
La página estaba en blanco.
* * *
Durante aquel invierno vi varias veces a mi colega, y también a algunos de sus enfermos. Hablaba siempre de los maravillosos resultados de su suero y de otro nuevo remedio para la angina de pecho, que usaba últimamente con gran éxito en su sanatorio. Cuando le dije que me había interesado siempre mucho la angina de pecho, consintió en acompañarme a su sanatorio para mostrarme algunos de sus enfermos curados con el nuevo remedio. Me sorprendió mucho reconocer entre ellos a una excliente mía, una riquísima señora americana con los clásicos estigmas histéricos, clasificada por mí como enferma imaginaria, con el magnífico aspecto de costumbre. Había estado en cama más de un mes, cuidada día y noche por dos enfermeras, tomada la temperatura cada cuatro horas; inyecciones hipodérmicas, de ignoradas drogas, varias veces al día; las más minuciosas prescripciones de su dieta, reguladas con la máxima escrupulosidad; somníferos nocturnos; en fin, todo cuanto quería. Tenía tanta angina de pecho como yo. Por fortuna para ella, era fuerte como un caballo y muy capaz de resistir cualquier cura. Me dijo que mi colega le había salvado la vida. No tardé en percatarme de que la mayoría de los pacientes del sanatorio eran, poco más o menos, casos iguales, sometidos todos al mismo severo régimen, pero sin otro mal que el de una vida ociosa, demasiado dinero y la manía de estar enfermos y ser visitados por un médico. Cuanto veía me parecía tan interesante, al menos, como la angina de pecho. ¿Cómo procedía? ¿Qué método empleaba? Por lo que pude comprender, el método consistía en poner inmediatamente en cama a aquellas mujeres, con una asombrosa diagnosis de cualquier enfermedad grave, y permitirles una lenta curación, quitándoles después gradualmente la pesadilla de sus mentes confusas. Clasificar a mi colega como el médico más peligroso que había conocido era fácil. No me atrevía a clasificarlo como un simple charlatán. Considerarlo un médico hábil era perfectamente compatible con el hecho de que fuera un charlatán; ambas cosas suelen acoplarse bien, y ése es el mayor peligro para los charlatanes. Pero el charlatán trabaja por sí solo, como los rateros, y aquel hombre me había conducido a su sanatorio para mostrarme con gran orgullo sus casos más comprometidos. Indudablemente, era un charlatán; pero, seguramente, un tipo no común de charlatán, que bien merecía ser observado más de cerca. Cuanto más lo veía, más me asombraba la morbosa aceleración de todo su mecanismo mental, sus ojos inquietos, la extraordinaria rapidez de su palabra. Pero el primer sonido de alarma que llegó a mis oídos fue la forma en que manejaba la digital, nuestra más poderosa, pero más peligrosa arma para combatir las enfermedades del corazón.
Una noche recibí una esquela de la hija de uno de sus enfermos, que me suplicaba fuese en seguida, por urgente deseo de la enfermera, la cual me llevó aparte y me dijo que había mandado llamarme porque temía que algo no estuviera en regla y sentíase muy inquieta por cuanto ocurría. Y tenía razón. El corazón había permanecido demasiado tiempo bajo la acción de la digital y el enfermo hallábase en inmediato peligro de muerte por efecto de la droga. Mi colega estaba a punto de ponerle otra inyección cuando le arrebaté de la mano la jeringa y leí la terrible verdad en sus ojos feroces. No era un charlatán, ¡era un loco!
¿Qué debía hacer? ¿Denunciarlo como charlatán? Sólo conseguiría aumentar el número de sus enfermos y quizá de sus víctimas. ¿Cómo loco? Sería la ruina irreparable de toda su carrera. ¿Qué pruebas podría aducir? Los muertos no hablan, y los vivos no hubieran hablado. Sus enfermos, sus enfermeras, sus amigos habrían tomado partido contra mí, que era a quien más aprovechaba su caída. ¿No hacer nada y dejarlo en su sitio, maníaco árbitro de la vida y de la muerte?
Después de una larga incertidumbre decidí hablar a su Embajador, que sabía era muy amigo suyo. Se negó a creerme. Hacía años que conocía a mi colega y siempre le había tenido por un hábil médico digno de confianza; él mismo y su familia se habían beneficiado grandemente de su asistencia. Siempre lo había considerado como un hombre bastante excitable y algo excéntrico; pero, en cuanto a la lucidez de su mente, estaba seguro de que era tan normal como nosotros. De pronto, el Embajador prorrumpió en una de sus habituales y sonoras carcajadas. Dijo que no podía menos, que aquello era demasiado bufo; estaba seguro de que yo no lo tomaría a mal; sabía que no carecía de cierto humorismo. Y me contó que mi colega había ido a verle aquella misma mañana para pedirle una carta de presentación para el ministro sueco, a quien debía hablar de un asunto muy grave: se creía en el deber de advertirle que me vigilase, pues tenía la seguridad de que yo no estaba muy bien de la cabeza. Expliqué al Embajador que era una prueba preciosa; era precisamente lo que haría un loco en tal circunstancia; la astucia de un loco nunca puede valorarse lo suficiente.
Al volver a casa me entregaron un billete casi ilegible de mi colega, que descifré como una invitación para comer con él el día siguiente. Ya me llamó la atención el cambio de letra. Lo encontré de pie ante el espejo, en su sala de consulta, mirándose con ojos desorbitados una ligera hinchazón del cuello. Ya había observado yo el engrosamiento de su glándula tiroides; la extraordinaria frecuencia del pulso facilitó el diagnóstico: le dije que tenía la enfermedad de Basedow. Dijo que ya lo había sospechado y me pidió que lo curase. Le aconsejé —puesto que había trabajado con exceso— dejar por un tiempo a su clientela; lo mejor que podía hacer era volver a su país para un largo reposo. Conseguí tenerlo en cama hasta la llegada de su hermano. Dejó a Roma una semana más tarde, para no volver más. Creo que murió al año siguiente en un asilo.