XXII

MI primer enfermo fue la señora P., la mujer de un conocido banquero inglés en Roma. Llevaba tendida boca arriba casi tres años, a consecuencia de una caída de caballo durante una cacería en la Campagna. Todos los médicos extranjeros la habían visitado, alternativamente; un mes antes había consultado incluso a Charcot, que le habló de mí; no creía que él supiera que me había establecido en Roma. Apenas la hube examinado, comprendí que se cumpliría la profecía del ministro sueco. Sabía que otra vez estaba a mi lado la Fortuna, invisible para todos excepto para mí. Era realmente un caso afortunado para iniciar mi carrera romana. La paciente era la señora más popular de la colonia extranjera. Me convencí de que un choque, no una lesión orgánica de la espina dorsal, había causado la parálisis de sus miembros, y de que la fe y el masaje la pondrían en pie en un par de meses. Le dije lo que ningún otro se había atrevido a decirle, y mantuve mi palabra. Mejoró aun antes de haber empezado el masaje. En menos de tres meses fue vista por la mitad de la sociedad romana descender del coche en Villa Borghese y pasear bajo los árboles apoyada en su bastón. Aquello fue considerado como un milagro, cuando en realidad era un caso muy sencillo y fácil, dado que la enferma tenía confianza, y el médico, paciencia. Me abrió las puertas de casi todas las casas de la numerosa colonia inglesa de Roma, y también de muchas casas italianas. Al año siguiente era médico de la Embajada británica y tuve más enfermos ingleses que los once médicos ingleses juntos: ya os imaginaréis la simpatía que éstos sentían por mí. Un viejo amigo mío de la École des Beaux Arts, pensionado entonces en la Villa Medici, me puso en contacto con la colonia francesa. Mi antiguo amigo el conde Giuseppe Primoli me elogió en la sociedad romana, y un ligero eco de mi fortuna en la Avenue de Villiers hizo lo demás para llenar de enfermos mi sala de consulta. El profesor Weir-Mitchell, la más grande celebridad norteamericana en enfermedades nerviosas de aquella época, con el cual había tenido ya alguna relación durante mi estancia en París, continuó enviándome el exceso de sus millonarios decaídos y de sus mujeres neurasténicas. Sus exuberantes hijas, que habían invertido su vanidad en el primer príncipe romano disponible, empezaron también a llamarme a sus viejos y tétricos palacios, para consultarme sobre los varios síntomas de sus desilusiones. El resto de la vasta multitud de norteamericanos siguió, como un rebaño de ovejas. Los doce doctores yanquis compartieron pronto el destino de sus colegas ingleses. Los centenares de modelos que se sentaban en las gradas de la Trinità dei Monti, precisamente bajo mis ventanas, con los pintorescos trajes de los alrededores de Monte Casino, eran clientes míos. Todas las floristas de la Piazza di Spagna, cuando pasaban, arrojaban un ramo de violetas en mi coche, para pagarme un jarabe contra la tos prescrito a alguno de sus numerosos hijos. Mi ambular por el Trastevere esparció mi fama por todos los barrios pobres de Roma. Estaba en pie desde la mañana hasta la noche, dormía como un rey desde la noche hasta la mañana si no era llamado, lo cual sucedía con frecuencia, pero nada me importaba, porque en aquellos días no sabía lo que era la fatiga. Bien pronto, para ganar tiempo y satisfacer mi afición a los caballos, empecé a correr a gran velocidad por Roma, con mi fiel Tappio, el perro lapón, al lado, en una elegante victoria con ruedas rojas, tirada por un tronco de soberbios caballos húngaros. Al recordarlo ahora, comprendo que aquello era muy vistoso y habría podido ser tomado por propaganda, si la hubiera necesitado entonces. De todos modos, fue como una china en el ojo de mis cuarenta y cuatro colegas, lo cual no era de extrañar. Algunos de ellos iban en viejos coches de triste aspecto, de la época de Pío IX, que tenían toda la apariencia de poder ser usados, en el último momento, como coches fúnebres para sus enfermos difuntos. Otros iban a pie a sus lúgubres visitas, con largos redingotes y chistera calada, como si meditaran profundamente en quién sería el primer embalsamado. Todos me escrutaban ferozmente al pasar, pues me conocían de vista, y pronto me conocieron en persona, de grado o por fuerza, pues empecé a ser llamado a consulta por sus enfermos moribundos. Hice cuanto pude por observar rigurosamente la etiqueta de nuestra profesión, diciendo a sus enfermos que habían tenido suerte de estar en tan buenas manos; pero esto no siempre era fácil. Éramos, realmente, una triste chusma, náufragos de varios países y mares, arribados a Roma con nuestro modesto bagaje de ciencia. Debíamos vivir en alguna parte y ninguna razón había para no vivir en Roma mientras no nos entremetiésemos en la vida de nuestros enfermos.

Pronto resultó muy difícil para todos los forasteros de Roma el morirse sin que yo fuera llamado a verlos fallecer. Me convertí para los forasteros moribundos en lo que el célebre profesor Baccelli era para los moribundos romanos: la última esperanza; por desgracia, muy rara vez realizada. Otra persona que nunca dejaba de verse en semejantes ocasiones era el signor Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres de la colonia extranjera y director del cementerio protestante de la Porta San Paolo. Parecía que nunca había necesidad de llamarlo; siempre llegaba puntual; creyérase que, con su gran nariz aguileña, olfateaba los muertos a distancia, como un buitre la carroña. Correctamente vestido, con largo redingote y chistera, a la moda de los colegas, flotaba siempre por los pasillos, esperando su turno. Parecía haberme tomado gran simpatía y me saludaba muy cordialmente, quitándose el «tubo» cuando me encontraba por la calle. Siempre expresaba su desagrado cuando me apresuraba a irme de Roma en primavera, y me daba siempre la bienvenida tendiéndome las manos con un amistoso: Ben tornato, signor dottore[101], cuando regresaba en otoño. Había habido un ligero equívoco entre nosotros la Navidad anterior, cuando me envió doce botellas de vino con la esperanza de una ventajosa cooperación durante la estación siguiente. Parecía profundamente ofendido por haberme negado a aceptar su don; dijo que ninguno de mis colegas había rechazado nunca su pequeña muestra de simpatía. El mismo desgraciado equívoco había enfriado también por algún tiempo las cordiales relaciones entre los dos farmacéuticos extranjeros y yo.

Un día me sorprendió mucho recibir la visita del viejo doctor Pilkington, que tenía razones particulares para odiarme. Dijo que sus colegas y él habían esperado en vano hasta entonces que fuese a visitarlos, según las tradicionales reglas de la etiqueta; pero ya que la montaña no iba a Mahoma, Mahoma iba a la montaña. Nada de común tenía con Mahoma, a no ser su larga y venerable barba blanca; más se parecía a un falso que a un verdadero profeta. Dijo que venía como decano de los doctores extranjeros residentes en Roma, para invitarme a ser socio de su Sociedad de Protección Mutua, fundada hacía poco para poner fin a la ya antigua guerra que había hecho estragos entre ellos. Todos sus colegas se habían asociado, excepto aquel infame viejo, el doctor Campbell, con quien no se trataba ninguno. La espinosa cuestión de los honorarios profesionales habíase decidido ya, por un pacto recíproco, a satisfacción de todos, fijando un mínimo de veinte liras y un máximo a discreción de cada socio, según las circunstancias. Ningún embalsamamiento de hombre, mujer o niño debía hacerse por menos de cinco mil liras. Sentía mucho tener el deber de comunicarme que, últimamente, la Sociedad había recibido algunas quejas contra el grave descuido mío en cobrar mis honorarios, y hasta por no haber cobrado nada en absoluto. Sin ir más lejos, ayer mismo, el signor Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres, le había confiado, casi con lágrimas en los ojos, que yo había embalsamado el cadáver de la mujer del pastor sueco por cien liras: una deplorable falta de lealtad para con todos mis colegas. Estaba seguro de que comprendería la ventaja de ser miembro de su Sociedad de Protección Mutua y se alegraría mucho en darme la bienvenida entre ellos en la próxima reunión del día siguiente.

Contesté que lo sentía, pero que no lograba ver ninguna ventaja, ni para ellos ni para mí, en ser socio, y que, de todos modos, yo estaba dispuesto a discutir para establecer un honorario máximo, pero no uno mínimo. Y en cuanto a las inyecciones de sublimado que ellos llamaban embalsamamiento, su coste no pasaba de cincuenta liras; añadiendo otras cincuenta por la pérdida de tiempo, la suma por mí pedida por el embalsamamiento del cadáver de la esposa del pastor era justa. Yo quería vivir de los vivos, no de los muertos. Era un médico, no una hiena.

Al oír la palabra «hiena» se levantó de la silla, advirtiéndome que no me molestase si, por casualidad, quisiera llamarlo a consulta; nunca estaría disponible.

Respondí que aquello era una desgracia para mis enfermos y para mí, pero que procuraríamos arreglarnos sin él.

Me disgustó el haber perdido la calma, y también se lo dije en nuestro sucesivo encuentro, esta vez en su casa, en la calle de Quattro Fontane. El pobre doctor Pilkington tuvo un ligero ataque apoplético, precisamente al día siguiente de nuestro coloquio, y me mandó llamar para curarlo. Me contó que la Sociedad de Protección Mutua había fracasado, que de nuevo estaban todos en guerra y que se sentía más seguro en mis manos que en las de los otros colegas. Por fortuna, nada alarmante era; incluso me pareció que el viejo doctor, después del ataque, estaba más gallardo que antes. Procuré tranquilizarlo cuanto pude, diciéndole que aquello no tenía importancia y que siempre había creído yo que él debía de haber padecido ya diversos leves ataques. En breve estuvo en pie de nuevo, más activo que antes, y, cuando dejé a Roma, continuaba en floreciente salud.

Poco después conocí a su mortal enemigo, el doctor Campbell, a quien él había definido como un viejo infame. A juzgar por mi primera impresión, me pareció que esta vez había hecho una justa diagnosis. Nunca había visto un viejo señor de aspecto más salvaje; tenía los ojos sanguinolentos; los labios, crueles; el rostro encendido, de borracho, peludo como una mona; la barba, larga e inculta. Decían que contaba más de ochenta años; el viejo farmacéutico inglés retirado me aseguró que no había cambiado nada desde que llegó a Roma treinta años antes. Nadie sabía su procedencia; corrían rumores de que había sido cirujano en el ejército del Sur, durante la guerra americana. La cirugía era su especialidad; en efecto, no había otro cirujano entre los médicos extranjeros, y no se relacionaba con ninguno. Un día lo encontré junto a mi coche, acariciando a Tappio.

—Le envidio este perro —dijo bruscamente, con voz áspera—. ¿Le gustan los monos?

Respondí que mucho.

Dijo que, entonces, yo era su hombre, y me suplicó que fuese a dar un vistazo al suyo, que se había escaldado casi mortalmente vertiendo una caldera de agua hirviendo.

Subimos a su piso, en el último rellano de la casa, esquina a la Piazza Mignanelli. Me suplicó que esperase en la salita, y un minuto después apareció con un mono en brazos, un gran zambo todo vendado.

—Temo que esté muy mal —dijo el viejo doctor con voz completamente cambiada, acariciando tiernamente la demacrada faz de su mono—. No sé qué haré si se muere; es mi único amigo; lo crié con biberón, pues su querida mamá murió al darlo a luz. Era casi tan grande como un gorila; nunca se ha visto una mona tan cariñosa; parecía propiamente humana. No me produce el menor efecto cortar en pedazos a mis semejantes, casi me gusta; pero no tengo valor para curar este cuerpecito escaldado; sufre tan horriblemente cuando intento desinfectarle las heridas, que yo no lo puedo soportar. Estoy seguro de que usted quiere a los animales: ¿se encargará de él?

Le soltamos las vendas, empapadas de sangre y pus. Espectáculo conmovedor; todo el cuerpo era una terrible llaga.

—Sabe que es usted un amigo, de lo contrario no estaría tan tranquilo; nunca se deja tocar por nadie, excepto por mí. Lo comprende todo; es más inteligente que todos los médicos extranjeros de Roma juntos. Hace cuatro días que nada come —continuó, con una tierna expresión en los ojos sanguinolentos—. Billy, hijo mío, ¿no darás a tu padre el gusto de catar este higo?

Dije que quisiera tener un plátano; nada hay que guste más a los monos. Respondió que telegrafiaría inmediatamente a Londres pidiendo un racimo de plátanos, a cualquier precio. Añadí que lo importante era mantener su vigor, Le vertimos en la boca un poco de leche caliente, pero la escupió en el acto.

—Ya no puede ingerir —gemía su amo—; sé lo que eso significa: se está muriendo.

Improvisamos con una sonda una especie de tubo para nutrirlo, y esta vez retuvo la leche, con gran alegría del viejo doctor.

Billy curó poco a poco. Lo vi cotidianamente durante quince días y, por fin, empecé a encariñarme bastante con él y con su amo. Pronto lo encontré sentado en su especial silla de vaivén, en la soleada terraza, al lado del amo, con una botella de whisky sobre una mesa que había entre ellos. El viejo doctor confiaba mucho en el whisky para tener firme la mano antes de una operación. A juzgar por el número de botellas vacías que había en un rincón de la terraza, su clientela quirúrgica debía de ser considerable. ¡Ay!, los dos estaban alcoholizados. A menudo había encontrado a Billy sirviéndose un poco de whisky con soda en el vaso de su amo. El doctor me dijo que el whisky era el mejor reconstituyente para los monos y había salvado la vida de la querida madre de Billy después de una pulmonía. Una tarde los encontré en la terraza completamente embriagados. Billy ejecutaba una especie de danza negra sobre la mesa, alrededor de la botella de whisky; el viejo doctor estaba hundido en su silla y palmeaba para marcar el compás, cantando con voz ronca:

Billy, my son; Billy, my sonny,

soooooooony!

Ninguno de los dos me oyó ni me vio llegar. Miré, consternado, a la familia feliz. La faz del mono intoxicado se había vuelto casi humana; el rostro del anciano borracho parecía exactamente el de un gigantesco gorila. El parecido familiar era innegable.

Billy, my son; Billy, my sonny,

soooooooony!

¿Sería posible?… No, seguramente no lo era, pero me estremecí.

Dos meses después encontré de nuevo al viejo doctor junto a mi coche, hablando con Tappio.

No, gracias a Dios, Billy estaba bien; esta vez era su mujer la enferma; ¿querría hacer el favor de darle una ojeada?

Subimos de nuevo a su piso; hasta entonces no había tenido yo la menor idea de que viviese con alguien más que con Billy.

En el lecho yacía una joven, casi una muchacha, con los ojos cerrados, evidentemente sin sentido.

—Creí que me había usted dicho que estaba enferma su mujer. ¿Ésta es su hija?

No, era su cuarta mujer; la primera se había suicidado, la segunda y la tercera habían muerto de pulmonía; estaba seguro de que ésta tendría el mismo fin.

Mi primera impresión fue que no se equivocaba. Tenía una pulmonía doble; pero, indudablemente, él no había advertido un enorme derrame en la pleura izquierda. Le puse un par de inyecciones hipodérmicas de alcanfor y éter, con su sucia jeringa, y empezamos a frotarle vigorosamente los miembros, pero, al parecer, con poco resultado.

—¡Procure usted despertarla, háblele! —dije.

Se inclinó sobre el lívido rostro y le gritó al oído:

—Sally, querida, anímate; mira que si te mueres me vuelvo a casar.

La mujer suspiró profundamente y abrió los ojos, con un estremecimiento.

Al día siguiente vaciamos la pleura; la juventud hizo lo demás. Se repuso lentamente, como a disgusto. No tardó en confirmarse mi sospecha de la existencia de una lesión crónica en los pulmones. Hallábase en avanzado estado de tisis. La vi todos los días durante un par de semanas; no podía menos que sentir gran pena por ella. Temía al viejo, y nada tenía de extraño, porque era terriblemente brusco con ella, acaso sin quererlo. Me había dicho que era de Florida. Al acercarse el otoño le aconsejé que se la llevase allí lo antes posible; no soportaría un invierno romano. Pareció estar de acuerdo conmigo, pero pronto comprendí que la mayor dificultad era que no sabía qué hacer con Billy. Al fin me ofrecí para guardarle el mono, durante su ausencia, en mi pequeño patio, bajo las escaleras de la Trinità dei Monti, ya ocupado por varios animales. Él debía regresar a los tres meses. No volvió; nunca he sabido dónde fue a parar; nadie lo ha sabido jamás. He oído decir que fue muerto durante una riña en una casa pública, pero no sé si es verdad. Con frecuencia me he preguntado quién sería aquel hombre y si era de verdad médico. Una vez le vi amputar un brazo con rapidez sorprendente; sabía, sin duda, algo de anatomía, pero parecía saber muy poco de vendar y desinfectar una herida, y sus instrumentos eran increíblemente primitivos. El farmacéutico inglés me dijo que escribía siempre las mismas recetas, a menudo con faltas de ortografía y dosis equivocadas. Yo creo que no era médico, sino un exmatarife o quizá el servidor de una ambulancia, y que había tenido buenos motivos para dejar el propio país.

Billy permaneció conmigo en la Piazza di Spagna hasta la primavera. Entonces lo llevé a San Michele, donde me dio un quehacer del diablo todo el resto de su feliz vida. Lo curé de dipsomanía[102] y llegó a ser, por muchos conceptos, un mono muy decente. Volveremos a hablar de él más tarde.