SAN Antonio había hecho otro milagro. Vivía yo en una casita de campesinos de Anacapri, blanqueada y limpia, cuyas ventanas daban a una soleada pérgola, y me hallaba entre gente sencilla y cordial. La vieja Maria Portalettere, la Bella Margherita, Annarella y Gioconda estaban contentísimas de verme de regreso entre ellas. El capri blanco de Don Dionisio era mejor que nunca, y advertía cada vez más que el capri tinto del párroco era igualmente bueno. Desde el alba hasta el ocaso me afanaba en lo que había sido jardín de mastro Vincenzo, cavando para el fundamento de los arcos de la galería exterior de mi futura casa. Mastro Nicola y sus tres hijos cavaban a mi lado, y media docena de muchachas de ojos risueños y ondulantes caderas llevábanse la tierra en grandes cestos, en equilibrio sobre sus cabezas.
A un metro de profundidad descubrimos los muros romanos, opus reticulatum[92], duros como granito, con ninfas y bacantes bailando sobre el rojo estuco pompeyano. Debajo apareció el suelo de mosaico, enmarcado de hojas de vid en nero antico[93], y un roto enlosado de bellísimo mármol columbino que se halla ahora en el centro de la gran galería. Una columna estriada, de mármol cipolino, que sostiene ahora la pequeña galería del patio interior, estaba sobre el enlosado, donde había caído dos mil años antes, destrozando un gran jarrón de mármol pario cuya asa de cabeza de león está ahora sobre mi mesa. «Roba di Timberio», decía mastro Nicola recogiendo una cabeza de Augusto mutilada y partida en dos, que puede verse en la galería.
Cuando en la cocina del párroco Don Antonio estaban preparados los macarrones, las campanas de la iglesia daban el mediodía; entonces nos sentábamos todos, para una abundante comida, alrededor de un enorme plato de ensalada de tomate, menestra o macarrones, para volver muy pronto al trabajo hasta el ocaso. Cuando abajo, en Capri, tocaban el Ángelus las campanas, mis compañeros de tarea hacían la señal de la cruz y se marchaban con un «Buon riposo, Eccellenza; buona notte, signorino[94]». San Antonio escuchó su deseo. Obró otro milagro: me hizo dormir profundamente toda la noche, como hacía años no dormía. Me levantaba con el sol, corría al faro para tomar mi baño matutino, y estaba de nuevo en el jardín mientras los demás, de vuelta de la misa de las cinco, empezaban el trabajo.
Ninguno de mis compañeros sabía leer ni escribir, ninguno había participado en la construcción de una casa, excepto las de los campesinos, más o menos iguales todas; pero mastro Nicola sabía construir un arco, como lo sabían también su padre y su abuelo, desde infinitas generaciones: los romanos fueron sus maestros. Que aquélla sería una casa distinta de cuantas vieran hasta entonces ya lo habían advertido, y todos se interesaban mucho; ninguno sabía qué aspecto tendría, ni yo mismo. Para proseguir, no teníamos más que un tosco esbozo, dibujado por mí con un trozo de carbón en el blanco muro del jardín. No sé dibujar absolutamente nada: parecía trazado por la mano de un niño.
—Ésta es mi casa —les explicaba—, con enormes columnas romanas que sostendrán las abovedadas habitaciones y, naturalmente, con columnitas góticas en todas las ventanas. Ésta es la galería con sus robustos arcos; más adelante decidiremos el número de ellos. Aquí viene la pérgola, con más de cien columnas, que conducirá a la capilla; no hagamos caso del camino público que ahora cruza mi futura pérgola: tendrá que desaparecer. Aquí, mirando al castillo de Barbarossa, habrá otra galería; por ahora no veo claramente qué aspecto tendrá, pero estoy seguro de que en el momento oportuno la idea brotará de mi cerebro. Esto es un pequeño patio interior, todo de mármol blanco, una especie de atrio con una fontana fresca en el centro y, alrededor, en los muros, emperadores romanos en sus hornacinas. Aquí, detrás de la casa, derribaremos el muro del jardín y edificaremos un claustro por el estilo del de Letrán en Roma. Aquí habrá una gran azotea donde, en las noches de verano, bailaréis la tarantela vosotras, muchachas. En lo alto del jardín volaremos la roca y construiremos un teatro griego, abierto al sol y al viento por todas partes. Esto es un paseo de cipreses que conducirá a la capilla, que, naturalmente, reconstruiremos como una capilla con asientos de coro y vidrieras de colores; pienso convertirla en mi biblioteca. Esto es una columnata gótica que circundará la capilla y sobre la cual, mirando a la bahía de Nápoles, izaremos una enorme esfinge egipcia de granito rojo, más vieja que el mismo Tiberio. Es el lugar adecuado para una esfinge. Por ahora no sé dónde la encontraré, pero estoy seguro de que llegará a su debido tiempo.
Todos estaban muy contentos y anhelaban terminar pronto la casa. Mastro Nicola quería saber de dónde vendría el agua para las fuentes.
Naturalmente, del cielo, de donde venía toda el agua de la isla.
Además, pensaba comprar toda la montaña de Barbarossa y construir una enorme cisterna para recoger el agua pluvial y proveer de ella a todo el pueblo, que tanto la necesitaba; era lo menos que podía hacer para recompensar todas las atenciones que tenían conmigo. Cuando dibujé en la arena con el bastón los contornos del pequeño claustro, lo vi exactamente como es ahora, con sus graciosas arcadas rodeando el patinillo de cipreses, y el fauno danzante en el centro. Cuando encontramos el puchero, lleno de monedas romanas, excitáronse mucho los ánimos. Todos los campesinos de la isla habían buscado el tesoro di Timberio durante dos mil años. Más tarde, al limpiar aquellas monedas, encontré entre ellas la moneda de oro, como recién acuñada, verdadera fleur de coin[95], con la más hermosa efigie del viejo Emperador que había visto en mi vida. No muy lejos, encontramos los dos cascos de caballo de bronce de una estatua ecuestre: uno lo tengo todavía, el otro me fue robado, diez años después, por un turista.
En el jardín había millares y millares de tersas losas de mármol coloreado: africano[96], pavonazzetto[97], giallo antico[98], verde antico[99], cipollino[99a], alabastro, que ahora forman el pavimento de la gran galería, de la capilla y de algunas azoteas. Una taza de ágata, rota, de forma exquisita; varios jarrones griegos, rotos o enteros; innumerables fragmentos de escultura primitiva romana; incluso, según mastro Nicola, la gamba di Timberio y docenas de inscripciones griegas y romanas aparecieron durante las excavaciones. Mientras plantábamos los cipreses a los lados del caminito que conduce a la capilla, encontramos una tumba con el esqueleto de un hombre que tenía en la boca una moneda griega. Los huesos yacen aún donde los encontramos; la calavera está sobre mi escritorio.
Las enormes arcadas de la gran galería se alzaban rápidamente del suelo; una a una se destacaban sobre el cielo las cien blancas columnas de la pérgola. La que en un tiempo fue casa de mastro Vincenzo, y su taller de carpintero, fue transformada y ampliada poco a poco en la que sería mi futura morada. Cómo lo hicimos, nunca he podido comprenderlo, ni lo puede nadie que conozca la historia de San Michele actual. Estaba completamente ayuno de arquitectura, y asimismo mis compañeros de trabajo; nunca intervino en éste nadie que supiera leer o escribir. Ningún arquitecto fue consultado, ningún dibujo preciso, o plano, se hizo; ninguna medida exacta fue tomada. Todo se realizó a ojo, como decía mastro Nicola.
Con frecuencia, por la noche, cuando los otros se habían ido, sentábame yo en el parapeto roto, fuera de la capillita, donde debía levantar mi esfinge, mirando con los ojos de la mente el castillo de mis sueños emergiendo del crepúsculo. Muchas veces, mientras estaba allí sentado, me parecía ver vagar, bajo las bóvedas aún no terminadas de la galería inferior, una figura alta, con un largo manto, examinando atentamente el trabajo del día, probando la resistencia de la nueva estructura, inclinándose sobre los rudimentarios contornos dibujados por mí en la arena. ¿Quién era el misterioso inspector? ¿El venerable San Antonio en persona, bajado a escondidas de su altar de la iglesia para hacer aquí otro milagro? ¿O era el tentador de mi juventud que, doce años antes, habíaseme acercado en aquel mismo lugar y me había ofrecido su ayuda a cambio de mi porvenir? Estaba tan oscuro que ya no podía verle el rostro, pero me parecía ver la hoja de una espada relucir bajo una capa roja. Por la mañana, cuando reanudamos el trabajo suspendido la tarde anterior, con gran perplejidad sobre lo que se debía hacer y cómo, pareció cual si durante la noche se hubiesen desvanecido los obstáculos. La indecisión había desaparecido. Lo veía todo claro en mi mente, como si hubiese sido dibujado en sus más minuciosos detalles por un arquitecto.
Maria Portalettere me había entregado dos días antes una carta de Roma. La metí, sin abrirla, en el cajón de mi mesa de pino, junto a otra docena no leídas. No tenía tiempo para el resto del mundo, fuera de Capri: en el Paraíso no hay servicio postal. Después sucedió una cosa sin precedentes: ¡llegó un telegrama a Anacapri! Laboriosamente señalado dos días antes por el semáforo en Massa Lubrense, con el andar del tiempo llegó al semáforo de Capri, junto al Arco Naturale. Don Ciccio, el torrero, después de una vaga conjetura sobre su significado, habíaselo ofrecido por turno a varias personas de Capri. Entonces se decidió probar en Anacapri y lo pusieron sobre el cesto de pescado de Maria Portalettere. Ésta, que nunca había visto un telegrama, lo entregó con grandes precauciones al párroco. El reverendo Don Antonio, que no estaba familiarizado con la lectura de lo que no sabía de memoria, dijo a Maria Portalettere que se lo llevase al maestro de escuela, reverendo Don Natale, el hombre más instruido del pueblo. Don Natale tenía la seguridad de que estaba escrito en hebreo, pero fue incapaz de traducirlo, por la mala ortografía. Dijo a Maria Portalettere que lo llevase al reverendo Don Dionisio, que había estado en Roma a besar la mano al Papa y era el hombre que se requería para leer el misterioso mensaje. Don Dionisio, la mayor autoridad del pueblo en cuestión de roba antica[100], reconoció inmediatamente que estaba escrito con el código telegráfico secreto del mismo Timberio: ¡nada tenía, pues, de extraño que nadie pudiera comprenderlo! El farmacéutico confirmó su opinión, pero fue vigorosamente combatida por el barbero, que juraba estaba escrito en inglés. Sugirió sagazmente que lo llevasen a la Bella Margherita, cuya tía se había casado con un lord inglés. La Bella Margherita se deshizo en lágrimas apenas vio el telegrama: había soñado aquella noche que su tía se hallaba enferma; estaba segura de que el telegrama era para ella y de que lo mandaba el lord inglés para comunicarle la muerte de su tía. Mientras Maria Portalettere iba de casa en casa con el telegrama en la mano, crecía cada vez más la excitación en el pueblo y pronto se paralizó todo el trabajo. El rumor de que había estallado la guerra entre Italia y Turquía fue contradicho al mediodía por otro, traído de Capri por un muchacho a pie desnudo, de que el rey había sido asesinado en Roma. Se reunió al instante el Ayuntamiento, pero Don Diego, el alcalde, decidió no izar la bandera a media asta mientras la triste noticia no fuese confirmada por otro telegrama. Poco antes del ocaso, Maria Portalettere, escoltada por una muchedumbre de notables de ambos sexos, llegó con el telegrama a San Michele. Lo miré y dije que no era para mí. ¿Para quién era? Respondí que no lo sabía; nunca había conocido persona, viva o muerta, afligida con semejante nombre; no era un nombre, parecía el alfabeto de una lengua desconocida. ¿No intentaría leer el telegrama para decirle lo que estaba escrito? No, no lo haría, odiaba los telegramas. ¿No quería saber nada del mismo? ¿Era verdad la guerra entre Italia y Turquía?, aullaba la multitud al pie del muro del jardín.
No lo sabía, no me importaba lo más mínimo que hubiese guerra, mientras me dejasen cavar en paz en mi jardín.
La vieja Maria Portalettere sentóse, abatida, sobre la columna de cipolino; dijo que estaba en pie desde el alba con el telegrama, sin comer; no podía más. Por otra parte, tenía que ir a dar el pienso a la vaca. ¿Quería yo conservar el telegrama hasta la mañana siguiente? En su casa, con todos los nietos jugando en ella, sin contar los pollos y el cerdo, no estaría seguro. La vieja María Portalettere era muy amiga mía; me apiadé de ella y de la vaca. Me metí el telegrama en el bolsillo; ella vendría por él la mañana siguiente, para continuar sus pesquisas.
El sol se puso tras el mar, tocaron las campanas el Ángelus y todos volvimos a casa, a cenar. Estando sentado bajo la pérgola, con una botella del mejor vino de Don Dionisio delante, se me ocurrió un terrible pensamiento: ¿Y si, al fin y al cabo, fuese para mí el telegrama? Me reanimé con otro vaso de vino, puse sobre la mesa el telegrama, desdoblado, e intenté traducir en una lengua humana su significado misterioso. Necesité vaciar toda la botella para persuadirme de que no era para mí. Me dormí con la cabeza en la mesa y el telegrama en la mano.
Dormí hasta tarde el día siguiente. No había prisa: nadie trabajaría aquel día en mi jardín; seguramente estarían todos en la iglesia desde la misa matutina; era Viernes Santo. Dos horas más tarde, mientras subía hacia San Michele, me sorprendió mucho encontrar a mastro Nicola con sus tres hijos y todas las muchachas trabajando, como de costumbre, en el jardín. Cierto que sabían mi ansiedad por adelantar todo lo posible el trabajo, pero nunca se me hubiera ocurrido pedirles que trabajaran en Viernes Santo. Eran amables de veras y dije que les estaba muy agradecido.
Una voz muy conocida me llamó por mi nombre desde el otro lado del muro del jardín. Era un amigo mío recién nombrado ministro de Suecia en Roma. Estaba furioso porque no había recibido contestación a su carta, en la cual anunciaba su propósito de venir a pasar la Pascua conmigo, y aún más ofendido por no haber tenido la atención de salir a recibirle a la Marina con un burro, a la llegada del vapor correo, como me había suplicado en su telegrama. No hubiera venido nunca a Anacapri si hubiese sabido que tenía que subir a pie los setecientos setenta y siete escalones fenicios que conducían a mi miserable aldea. ¿Tendría el descaro de decir que no había recibido su telegrama?
Naturalmente, lo había recibido, todos lo habíamos recibido; casi me había embriagado sobre él. Se calmó un poco cuando le tendí el telegrama; dijo que quería llevarlo a Roma para enseñarlo en el Ministerio de Correos y Telégrafos. Se lo arrebaté de la mano, advirtiéndole que toda tentativa para mejorar las comunicaciones telegráficas entre Capri y la tierra firme hallaría en mí una vigorosa oposición.
Me alegré mucho de enseñar el lugar a mi amigo y de explicarle todas las futuras maravillas de San Michele, refiriéndome de vez en cuando a mi esbozo sobre el muro para hacérselo comprender mejor, lo cual decía necesitar mucho. Se admiró grandemente, y cuando miró abajo, desde la capilla, la hermosa isla a sus pies, dijo que creía era la vista más bella del mundo. Cuando le indiqué el lugar de la gran esfinge egipcia de granito rojo, me dirigió una furtiva mirada de inquietud, y cuando le mostré dónde se haría volar la montaña para erigir mi teatro griego, dijo que se sentía algo aturdido y me pidió conducirlo a mi quinta para beber algo; quería hablar conmigo tranquilamente.
Echó una ojeada a mi cuarto blanqueado, preguntándome si aquello era mi quinta. Respondí que en mi vida había estado tan cómodo. Puse sobre la mesa de pino un frasco de vino de Don Dionisio, le invité a sentarse en mi silla y me tendí en el lecho para escuchar lo que había de decirme. Mi amigo me preguntó si durante los últimos años había estado mucho en la Salpêtrière, entre personas más o menos extrañas y desequilibradas, de mente algo débil.
Contesté que no estaba lejos de la verdad, pero que había dejado del todo la Salpêtrière.
Dijo que ya era hora y que se alegraba mucho; era preferible que me dedicase a cualquier otra especialidad. Me quería bien; en realidad, había venido para intentar persuadirme de que volviese en seguida a mi espléndida posición en París, en vez de perder el tiempo entre aquellos aldeanos de Anacapri. Pero, en cuanto me vio, cambió de idea, llegando a la conclusión de que necesitaba un completo reposo.
Declaré que me hacía muy feliz aprobando mi propósito; verdaderamente, no podía ya soportar aquella tensión; estaba agotado.
—¿Mentalmente? —preguntó con simpatía.
Le dije que sería inútil rogarme volver a París; pasaría el resto de mis días en Anacapri.
—¿En este miserable pueblecito, completamente solo entre estos aldeanos que no saben leer ni escribir? ¿Tú, un hombre culto? ¿Y con quién estarás?
—Conmigo mismo, con mis perros y quizá con un mono.
—Siempre has dicho que no puedes vivir sin música: ¿quién cantará para ti, quién tocará para ti?
—Los pájaros, en el jardín; el mar, en torno mío. ¡Escucha! Oye ese maravilloso mezzo-soprano: es la oropéndola. ¿No es más bella su voz que la de nuestra célebre compatriota Cristina Nilson o la de la misma Patti? Oye el solemne andante de las ondas: ¿no es más bello que el de la Novena Sinfonía?
Cortando súbitamente la conversación, me preguntó mi amigo quién era mi arquitecto y en qué estilo sería construida la casa.
Le dije que no tenía arquitecto, y que hasta entonces no sabía qué estilo tendría la casa; todo ello se decidiría por sí mismo a medida que se fuera trabajando.
Me dirigió otra furtiva mirada inquieta y dijo que, al menos, se alegraba de que hubiera dejado a París después de enriquecerme; seguramente se necesitaría una gran fortuna para construir tan magnífica quinta como le había descrito.
Abrí el cajón de mi mesa de pino y le mostré un fajo de billetes de Banco embutido en una media. Le dije que era cuanto poseía en este mundo, al cabo de doce años de rudo trabajo en París; creía que, en total, sumaría unos quince mil francos; probablemente, menos.
—Escucha, soñador incorregible, las palabras de un amigo —dijo el ministro sueco. Llevándose el índice a la frente, añadió—: No ves más claro que tus exenfermos de la Salpêtrière; por lo visto, el mal es contagioso. Haz un esfuerzo para ver las cosas como son en realidad, no en tus ensueños. Si continúas con tu casa un mes más, quedará vacía tu media, y hasta ahora no he visto trazas de una sola habitación; sólo he visto galerías, azoteas, claustros y pérgolas a medio concluir. ¿Con qué harás tu casa?
—Con mis manos.
—Una vez instalado en ella, ¿con qué vivirás?
—Con macarrones.
—Lo menos necesitarás medio millón para construir tu San Michele como en tu imaginación lo ves; ¿de dónde sacarás el dinero?
Me quedé confundido. Nunca había pensado en ello. Era un nuevo punto de vista.
—¿Qué diablos voy a hacer? —dije, al fin, mirando a mi amigo.
—Te lo voy a decir —repuso con voz resuelta—. Dejarás en seguida de trabajar por tu loco San Michele, dejarás tu cuarto encalado y, ya que te niegas a volver a París, vendrás a Roma para reanudar tu labor de médico. Roma es, precisamente, tu sitio. No estarás allí más que en invierno, y tendrás los largos veranos para terminar tu casa. San Michele te ha hecho enloquecer, pero no eres tonto o, por lo menos, pocos lo han advertido hasta ahora. Además, tienes suerte en todo lo que haces. Me dicen que hay cuarenta y cuatro médicos forasteros ejerciendo en Roma; si te animas y te pones a trabajar en serio, puedes vencerlos a todos con la mano izquierda. Si trabajas mucho y me entregas a mí tus ganancias, apuesto lo que quieras a que en menos de cinco años habrás hecho bastante dinero para completar tu San Michele y vivir felizmente el resto de tu vida en compañía de tus perros y de tus monos.
Después de marcharse mi amigo pasé una noche terrible, yendo de arriba abajo en el cuartito de campesino, como un animal enjaulado. Ni siquiera me atreví a subir a la capilla para dar las buenas noches a la esfinge de mis sueños acostumbrados. Temía que, una vez más, se me acercase en el crepúsculo el tentador de la capa roja. Al salir el sol, corrí al faro y me lancé al mar. Cuando volví a la orilla, mi cabeza estaba clara y fresca como el agua del golfo.
Dos semanas después me instalé como médico en la casa de Keats, en Roma.