NORSTRÖM, con su acostumbrada y amable solicitud, me invitó a cenar la noche del fatal día. Fue una cena lúgubre: me escocía aún la humillación de la derrota, y Norström se rascaba la cabeza en silencio, meditando cómo encontrar los tres mil francos que el día siguiente debía pagar al casero. Norström se negaba en absoluto a aceptar mi explicación del desastre: mala suerte y la más inesperada intervención de lo imprevisto en mis planes cuidadosamente preparados. La diagnosis de Norström era: temeridad quijotesca y desmesurada presunción. Dije que si, dentro de aquel mismo día, mi querida diosa la Fortuna no me daba la prueba de arrepentirse de haberme abandonado, volviéndome a su gracia, aceptaría su diagnosis. Mientras decía estás palabras, mis ojos pasaron milagrosamente de la botella de Médoc, que estaba entre Norström y yo, a sus gigantescas manos.
—¿Te has dedicado alguna vez al masaje? —le pregunté, de pronto.
Por toda respuesta, abrió Norström sus anchas y honradas manos, y me mostró con orgullo un par de yemas del tamaño de una mandarina. No había duda: decía verdad al asegurar que había hecho mucho masaje en Suecia anteriormente.
Ordené al camarero traer una botella de Veuve Clicquot, el mejor que encontrase, y alcé la copa para brindar por mi derrota de hoy y por su victoria de mañana.
—Creo haberte oído decir hace poco que estabas sin un céntimo —dijo Norström, mirando la botella de champaña.
—No importa —respondí riendo—, acaba de ocurrírseme una idea luminosa que vale cien botellas de Veuve Clicquot. Bebe otra copa mientras la maduro.
Norström solía decir que en mi cabeza había dos cerebros que laboraban alternativamente: uno, bien desarrollado, de un cretino, y el otro, poco desarrollado, de una especie de genio. Me miró atónito cuando le dije que iría a la Rue Pigalle al día siguiente, a la hora de su consulta, entre las dos y las tres, a explicárselo todo. Observó que era la mejor hora para una tranquila charla; podía estar seguro de encontrarlo solo. Salimos de bracete del Café de la Régence; Norström, pensando todavía en cuál de mis dos cerebros había surgido la idea luminosa; yo, de muy buen humor, habiendo olvidado casi mi expulsión matinal de la Salpêtrière.
El día siguiente, a las dos en punto, entré en la suntuosa sala de consulta, en la Rue du Cirque, del profesor Guéneau de Mussy, el famoso médico de la familia Orléans, con la cual había compartido el destierro, y que entonces era una de las principales celebridades médicas de París. El profesor, que siempre había sido muy amable conmigo, me pregunté en qué podía serme útil. Le dije que, cuando fui a verlo una semana antes, me dispensó el honor de presentarme a Monseigneur le Duc d’Aumale en el momento en que éste dejaba la estancia sostenido por su criado y apoyándose pesadamente en el bastón. Me había dicho que el Duque padecía de ciática, que no le sostenían las rodillas, que casi no podía andar, que había consultado en vano con los principales cirujanos de París. Añadí que me había permitido volver para decirle que, si no me equivocaba, el Duque podría ser curado con masaje. Un compatriota mío, una gran autoridad en materia de ciática y de masaje, hallábase actualmente en París, y me permitía sugerir que podría llamársele para examinar al Duque. Guéneau de Mussy, que, como casi todos los médicos franceses de su época, casi nada sabía de masaje, aceptó en el acto. Como el Duque partía al día siguiente para su Château de Chantilly, se decidió que fuera al momento con mi ilustre compatriota a su palacio del Faubourg Saint-Germain. Poco después, por la tarde, Norström y yo llegamos al palacio, donde encontramos al profesor Guéneau de Mussy. Había yo dicho a Norström que hiciera todo lo posible por parecer un famoso especialista de ciática, pero que evitase, por amor de Dios, toda disertación sobre el tema. Un rápido examen nos demostró claramente a ambos que era en verdad un excelente caso para el masaje y los movimientos pasivos. El Duque partió al día siguiente para su Château de Chantilly, acompañado de Norström. Al cabo de quince días leí en el Figaro que el famoso especialista sueco doctor Norström, de reputación mundial, había sido llamado a Chantilly para curar al duque de Aumale. Monseigneur había sido visto pasear sin ayuda por el parque de su château. Era una curación maravillosa. El doctor Norström asistía también al duque de Montpensier, derrengado desde hacía muchos años por la gota y ahora en camino de franca mejoría.
Tocóle luego el turno a la princesa Matilde, seguida pronto por Don Pedro del Brasil, un par de grandes duques rusos, una archiduquesa austríaca y la infanta Eulalia de España.
Mi amigo Norström, que desde su regreso de Chantilly me obedecía ciegamente, tenía prohibido por mí, hasta nueva orden, aceptar otros enfermos que no fueran de sangre real. Le aseguré que era una buena táctica, basada en sólidos hechos psicológicos. Dos meses después, Norström se instaló de nuevo en su elegante piso del Boulevard Haussmann y su sala de consulta estaba atestada de enfermos de todos los países, en especial norteamericanos. En otoño apareció el Manuel de Massage suédois, del doctor Gustavo Norström, París, Librairie Hachette, compilado por nosotros, con prisa febril, de diversas fuentes suecas, mientras aparecía simultáneamente en Nueva York una edición norteamericana. Al comenzar el invierno, Norström fue llamado a Newport para curar al viejo señor Vanderbilt: los honorarios debía fijarlos él mismo. Con gran estupor suyo, le prohibí que fuese y, un mes después, el viejo multimillonario fue enviado a Europa, a ocupar su puesto entre los demás enfermos de Norström —propaganda viviente en letras gigantescas, visible en todos los Estados Unidos—. Norström trabajaba de la mañana a la noche, amasando a sus enfermos con los enormes pulgares, mientras sus yemas asumían, poco a poco, las proporciones de naranjas. En breve tuvo que renunciar hasta a sus tardes del sábado en el club escandinavo, donde, anegado de sudor, galopaba por la estancia con todas las señoritas, alternativamente, por amor de su hígado. Decía que nada había mejor que bailar y sudar para tener el hígado en buen estado.
Tan feliz me hizo el éxito de Norström, que durante algún tiempo olvidé casi mi desgracia. Mas ¡ay!, pronto volvió a mi mente con todo su horror; primero, en mis sueños; después, en mis pensamientos. Con frecuencia, precisamente cuando estaba a punto de dormirme, veía, bajo los párpados semicerrados, la última ignominiosa escena de la tragedia, antes de caer el telón sobre mi futuro. Veía los horribles ojos de Charcot relampaguear en la oscuridad; ¡me veía, acompañado de dos de sus ayudantes, como un criminal entre dos guardias, mientras salía de la Salpêtrière por última vez! Reconocí mi locura, comprendí que la diagnosis de Norström —«una temeridad quijotesca y una desmedida presunción»— era justa, al fin y al cabo. ¡Todavía Don Quijote!
Pronto dejé de dormir en absoluto; un agudo ataque de insomnio empezó, tan terrible, que casi me volví loco. El insomnio no mata a un hombre, si éste no se mata a sí mismo —el insomnio es la causa más común del suicidio—; pero mata su alegría de vivir, mina su fuerza, chupa la sangre de su cerebro y de su corazón como un vampiro; le hace recordar durante la noche lo que él quisiera olvidar con un sueño beatífico; le hace olvidar durante el día lo que quisiera recordar. La memoria es la primera en desaparecer. Muy pronto la amistad, el amor, el sentimiento del deber, hasta la misma piedad, siguen igual camino, uno tras otro. Sólo el desaliento permanece a bordo del barco condenado, para dirigirlo contra las rocas a la total destrucción. Voltaire tenía razón al poner el sueño al mismo nivel de la esperanza.
No enloquecí. No me suicidé. Seguí trabajando lo mejor que podía, tambaleándome, indiferente y sin cuidarme de lo que me ocurría a mí y a mis enfermos. ¡Guardaos de un doctor que padezca de insomnio! Mis enfermos empezaron a quejarse de que era rudo e impaciente; muchos me dejaron, muchos siguieron conmigo, y tanto peor para ellos. Únicamente cuando estaban para morir parecía despertar de mi torpor, porque continué interesándome mucho por la muerte, aun después de haber perdido todo interés por la vida. Seguía viendo el acercarse de mi tétrica colega con el mismo interés que cuando era estudiante en la Salle Sainte-Claire, esperando, contra toda esperanza, arrebatarle su terrible secreto. Podía seguir sentado toda una noche junto al lecho de un moribundo después de haberlo descuidado cuando quizá lo hubiera podido salvar. Decían que era muy amable, por mi parte, el permanecer sentado de aquel modo mientras los demás médicos se iban. Pero ¿qué más me daba permanecer en una silla, junto al lecho de alguien, que estar tendido despierto en el mío? Por fortuna, mi creciente desconfianza por las drogas y los narcóticos me salvó de una completa destrucción; casi nunca tomé ninguno de los numerosos soporíferos que debía prescribir todo el día a los demás. Rosalía fue mi consejero médico. Engullía dócilmente tisanas y más tisanas compuestas por ella, a la francesa, de su inagotable farmacopea de hierbas milagrosas. Rosalía se preocupaba mucho de mí. Incluso llegué a descubrir que, por propia iniciativa, despedía con frecuencia a mis enfermos cuando me creía excesivamente cansado. Intenté enfadarme, pero no me quedaban fuerzas para reñirla.
También Norström estaba intranquilo por mí. Nuestra recíproca posición había variado entonces; él subía la resbaladiza escalera del éxito, yo la bajaba. Esto le volvió más amable que nunca; me maravillaba siempre de la paciencia que tenía conmigo. A menudo venía a compartir mi solitaria cena en la Avenue de Villiers. Nunca cenaba yo fuera, nunca invitaba a nadie, jamás frecuentaba la sociedad, como tan a menudo hacía antes. Ahora lo creía tiempo perdido; lo único que anhelaba era que me dejasen solo, y dormir.
Norström quería que me marchase un par de meses a Capri, para un reposo completo; estaba seguro de que volvería restablecido al trabajo. Dije que si entonces fuese allí, nunca volvería a París; odiaba cada vez más la vida artificial de la gran ciudad. No quería perder más tiempo en aquella atmósfera de enfermedad y de decadencia. Deseaba irme para siempre, renunciando a ser un médico de moda; cuantos más clientes, más pesadas se me antojaban mis cadenas. Tenía muchos otros intereses en mi vida que el curar ricos americanos y tontas damas neuróticas. Era inútil que dijese que desperdiciaba mis «espléndidas ocasiones»: él sabía muy bien que yo no tenía condiciones para convertirme en un médico de primer orden. Sabía igualmente que no podía hacer dinero ni conservarlo. Además, no lo necesitaba, no sabía qué hacer con él, lo temía, lo odiaba. Quería vivir una vida simple entre gente sencilla y no sofisticada: si no sabía leer ni escribir, tanto mejor. No necesitaba más que un cuarto blanqueado, una cama dura, una mesa de pino, un par de sillas y un piano. El gorjeo de los pájaros fuera de la ventana abierta y, lejano, el rumor del mar. Todas las cosas que verdaderamente deseaba podían adquirirse con poquísimo dinero; sería perfectamente feliz en el más humilde ambiente, con tal que nada feo hubiera a mi alrededor.
Los ojos de Norström giraban lentamente en torno a la estancia: de los primitivos con fondo de oro colgados en las paredes, a la Madonna florentina del siglo XVI sobre el reclinatorio; del tapiz flamenco sobre la puerta, a los brillantes jarrones de Caffagiolo, y de los frágiles vasos venecianos del aparador, a las alfombras persas del suelo.
—Supongo que habrás adquirido esto en el Bon Marché —decía Norström, mirando maliciosamente la inapreciable alfombra antigua de Bukhara bajo la mesa.
—Te lo doy con mucho gusto a cambio de una sola noche de sueño natural. Te regalo este jarrón único de Urbino, firmado por el mismo mastro Giorgio, si consigues hacerme reír. No lo quiero ya todo esto; no me dice nada, estoy harto. Deja tu irritante sonrisa; sé lo que digo, te lo demostraré. ¿Sabes lo que hice en Londres la semana pasada, cuando fui para aquella consulta de la señora con angina de pecho? Pues bien, el mismo día tuve allí otra consulta para otro caso mucho más grave: un hombre, esta vez. Ese hombre era yo mismo o, mejor dicho, mi «sosia», mi Doppelgänger, como lo llamaba Heine.
»—Escucha, amigo mío —dije a mi Doppelgänger, cuando dejábamos St. James’s Club del brazo—, quiero examinarte detenidamente por dentro. Anímate y paseemos despacio por New Bond Street, desde Piccadilly hasta Oxford Street. Ahora, escucha con atención lo que te digo: ponte los lentes más fuertes y mira atentamente todos los escaparates, examina bien todo lo que veas. Es una buena ocasión para ti, que tanto gustas de las cosas bellas; éstos son los comercios más ricos de Londres. Todo lo que el dinero puede comprar será expuesto aquí ante tus ojos, al alcance de tu mano. Cualquier cosa que te guste poseer te será entregada en cuanto manifiestes el deseo de tenerla. Pero con una condición: lo que escojas debe permanecer contigo para tu uso y disfrute; no puedes regalarlo.
»Volvimos la esquina de Piccadilly. El experimento comenzó. Observé atentamente de reojo a mi Doppelgänger, mientras caminábamos por Bond Street, mirando los escaparates de todas las tiendas. Detúvose un momento ante Agnew, el anticuario; miró con atención una Virgen antigua sobre fondo de oro; dijo que era un cuadro bellísimo de la escuela primitiva de Siena, tal vez del mismo Simone di Martino. Hizo un movimiento hacia el escaparate, como si quisiera coger el viejo cuadro; meneó luego la cabeza tristemente, metió la mano en el bolsillo y pasó adelante. En Hunt y Roskell admiró muchísimo un hermoso reloj Cromwell antiguo; pero, encogiéndose de hombros, dijo que no le importaba saber la hora que fuese, y, además, podía adivinarla por el sol. Ante Asprey, donde estaban expuestos todos los bibelots[91] imaginables y chucherías de plata, oro y piedras preciosas, dijo que se encontraba mal y que rompería el cristal y todo lo que había detrás, si continuaba mirando aquella basura. Cuando pasamos ante el sastre de Su Alteza Real el Príncipe de Gales, dijo que los trajes viejos eran más cómodos que los nuevos. Prosiguiendo calle arriba, se volvía cada vez más indiferente y parecía interesarse más en acariciar a los numerosos perros que trotaban tras sus dueños por la acera, que en explorar los escaparates. Cuando al fin llegamos a Oxford Street tenía una manzana en una mano y un ramo de muguetes en la otra. Dijo que nada quería de lo que había visto en Bond Street, excepto, tal vez, el pequeño Aberdeen terrier que estaba acurrucado ante Asprey, esperando pacientemente a su dueño. Empezó a comer su manzana; decía que era muy buena, y miraba tiernamente su ramo de muguetes diciendo que le recordaba su viejo hogar en Suecia. Dijo que esperaba hubiese terminado mi experimento, y me preguntó si había descubierto qué tenía y si el mal estaba en la cabeza.
»Contesté que no, que estaba en el corazón.
»Dijo que era un médico muy inteligente: siempre había sospechado que era en el corazón. Me suplicó que guardara el secreto profesional y no lo dijera a sus amigos; no quería que supiesen lo que no les importaba.
»Volvimos a París la mañana siguiente. Pareció gustarle la travesía entre Dover y Calais; dijo que le entusiasmaba el mar. Desde entonces no ha dejado casi nunca la Avenue de Villiers. Va sin cesar de cuarto en cuarto, como si no pudiera sentarse un solo instante. Yerra constantemente por mi sala de espera, abriéndose paso entre los ricos norteamericanos, para pedirme un estimulante; dice estar muy cansado. El resto del día va conmigo de un lado a otro, esperando con paciencia en el coche, junto al perro, mientras yo visito los enfermos. Durante la cena se me sienta enfrente, en la silla que tú ocupas ahora, mirándome con sus ojos fatigados; dice no tener apetito y que sólo desea un soporífero enérgico. Durante la noche viene e inclina la cabeza sobre mi almohada, suplicándome, por amor de Dios, que acabe con él; dice que no puede soportarlo más; de lo contrario…».
—Ni yo tampoco —interrumpe Norström, enfadado—. Por amor del cielo, acaba con esas tonterías de tu Doppelgänger; la vivisección mental es un juego peligroso para un hombre que no puede dormir. Si continúas así un poco más, tú y tu Doppelgänger acabaréis en el Asile Sainte-Anne. Renuncio a disuadirte. Si quieres abandonar tu carrera, si no quieres fama ni dinero, si prefieres tu cuarto blanqueado de Capri a tu lujoso piso de la Avenue de Villiers, vete como sea, y cuanto antes mejor, a tu querida isla y sé feliz allí, en vez de volverte loco aquí. Y a tu Doppelgänger, hazme el favor de decirle de mi parte, con el debido respeto, que es un impostor. Apuesto lo que quieras que pronto descubrirá otra alfombra de Bukhara para extender bajo tu mesa de pino, una Virgen de Siena y un tapiz flamenco para colgar en las paredes de tu cuarto blanqueado, un plato de Gubbio del siglo XVI para tus macarrones y un viejo vaso veneciano para tu «capri» blanco.