XIX

LAS famosas representaciones en el anfiteatro de la Salpêtrière, causa de mi desgracia, han sido condenadas, hace mucho tiempo, por cuantos estudian seriamente los fenómenos hipnóticos. Las teorías de Charcot sobre el hipnotismo, impuestas sólo por el peso de su autoridad a toda una generación de médicos, han caído en descrédito después de haber retrasado más de veinte años nuestro conocimiento acerca de la verdadera naturaleza de estos fenómenos. Se ha demostrado que casi todas las teorías de Charcot sobre el hipnotismo son erróneas. El hipnotismo no es, como él decía, una neurosis inducida artificialmente, que se encuentra sólo en el histerismo, en los hipersensibles, débiles mentales y desequilibrados. La verdad es todo lo contrario. Los sujetos histéricos son, en general, más difíciles de hipnotizar que las personas bien equilibradas y de mente sana. Las inteligentes, de carácter fuerte y dominadoras, son más fácilmente hipnotizables que los torpes, estúpidos, superficiales y escasos de mentalidad. Los idiotas y los locos suelen ser refractarios a la influencia hipnótica. Los que aseguran no creer en el hipnotismo, se ríen de uno y dicen estar seguros de que no pueden ser hipnotizados, son los más fáciles de dormir. Los niños son muy hipnotizables. El sueño hipnótico no puede producirse sólo con medios mecánicos. Las brillantes bolas de vidrio, los espejuelos giratorios del cazador de pájaros, los calamitas, el mirar fijamente en los ojos al sujeto, los clásicos pases mesmerianos usados en la Salpêtrière y en la Charité son verdaderas tonterías.

No es despreciable el valor terapéutico del hipnotismo en medicina y cirugía, como decía Charcot. Al contrario, es inmenso si lo utilizan médicos competentes, de mente lúcida y manos limpias, y que conozcan a fondo la técnica. Las estadísticas de millares de casos bien comprobados aseveran esto sin discusión. En cuanto a mí, que nunca he sido lo que se llama un hipnotizador, sino un especialista de enfermedades nerviosas obligado a usar esta arma cuando eran inútiles otros remedios, he obtenido con frecuencia resultados maravillosos de ese todavía mal comprendido método de curación. Trastornos mentales de varias clases, con pérdida de voluntad o sin ella; alcoholismo, morfinomanía, cocainomanía, ninfomanía, pueden curarse, en general, por ese medio.

La inversión sexual es más difícil de vencer. En muchos, si no en la mayoría de los casos, no puede considerarse como una enfermedad, sino como una desviación del instinto sexual, natural en ciertos individuos en quienes una intervención enérgica suele hacer más mal que bien. Si deben intervenir nuestras leyes sociales y hasta qué punto, es cuestión muy complicada que no pienso discutir aquí. Cierto que la actual fórmula de la ley se basa en una mala inteligencia de la desagradable situación, entre nosotros, de esa numerosa clase de personas. No son criminales, sino simples víctimas de una momentánea distracción de la madre Naturaleza, acaso en el instante de su nacimiento o en el de su concepción. ¿Cuál es la explicación del enorme aumento de la inversión sexual? ¿Es la Naturaleza, que se venga de la muchacha masculinizada de hoy sacando de sus escurridos flancos y de sus senos lisos un hijo afeminado? ¿O quizá somos los asombrados espectadores de una nueva fase de evolución, con una amalgama gradual de los dos distintos animales en uno nuevo hasta ahora desconocido, último superviviente de una raza condenada en un planeta consunto, eslabón faltante entre el Homo sapiens de hoy y el misterioso Super Homo de mañana?

El gran beneficio derivado de la anestesia hipnótica en las operaciones quirúrgicas y en los partos, es hoy reconocido por todos. Y aún es más sorprendente el efecto beneficioso de este método en la más dolorosa de todas las operaciones, que, por regla general, debe soportarse sin anestesia: la muerte. Lo que me fue concedido hacer por muchos de nuestros soldados moribundos durante la última guerra, es suficiente para que dé gracias a Dios por haber puesto en mis manos tan poderosa arma. En el otoño de 1915 pasé dos días y dos noches inolvidables entre unos doscientos soldados moribundos, cubiertos de capotes ensangrentados, apiñados en el suelo de la iglesia de un pueblo de Francia. No había morfina, ni cloroformo, ni anestésicos de ninguna clase para aliviar sus tormentos y abreviar su agonía. Muchos morían ante mis ojos, insensibles y sin darse cuenta, a menudo hasta con la sonrisa en los labios, mi mano sobre la frente, en el oído mis palabras de esperanza y de conformación, lentamente repetidas: el terror de la muerte desaparecía poco a poco de sus ojos entreabiertos.

¿Qué era aquella fuerza misteriosa, que parecía casi emanar de mi mano? ¿De dónde venía? ¿Procedía de la corriente de conciencia circulante en mí bajo el nivel de mi vida despierta, o consistía, en el fondo, en la misteriosa «fuerza odílica», el fluido magnético de los antiguos mesmerianos? Naturalmente, la ciencia moderna ha desechado el fluido magnético y lo ha sustituido con una docena de nuevas teorías, más o menos ingeniosas. Todas las conozco y, hasta ahora, no me satisface ninguna. La sola sugestión, que es la verdadera clave de la teoría del hipnotismo aceptada ahora universalmente, no puede explicar todos sus asombrosos fenómenos. La palabra «sugestión», tal como es usada por sus principales promotores, o sea por la escuela de Nancy, difiere, además, sólo de nombre, de aquella fuerza odílica de Mesmer puesta ahora en ridículo. Admitamos, como es debido, que el milagro no lo hace el operador, sino la mente subconsciente del sujeto. Pero ¿cómo explicar el éxito de un operador y el fracaso de otro? ¿Por qué la sugestión de un operador cae como una voz de mando en lo profundo de la mente del sujeto para poner en acción sus fuerzas latentes, mientras la misma sugestión hecha por otro operador es interceptada por la conciencia del sujeto y no produce resultado? Más que nadie ansío yo saberlo, porque desde niño sé que poseo en grado excepcional ese poder, sea cual fuere el nombre que se le dé. La mayoría de mis enfermos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, parecían descubrirlo más tarde o más temprano y me hablaban de él con frecuencia. Mis compañeros en las salas de los hospitales lo sabían, y también había llegado a conocimiento de Charcot, que lo utilizaba a menudo. El profesor Voisin, famoso alienista del Asile Sainte-Anne, quiso que le ayudase muchas veces en sus desesperadas tentativas para hipnotizar algunos de sus locos. Trabajábamos horas enteras con aquellos pobres dementes, que chillaban y deliraban de rabia en sus camisas de fuerza y no podían hacer otra cosa que escupirnos al rostro, lo que verificaban a menudo. En la mayor parte de los casos era negativo el resultado de nuestros esfuerzos, pero en diversas ocasiones conseguí calmar a algunos cuando el mismo profesor fracasaba, a pesar de su maravillosa paciencia. Todos los guardianes del Jardin Zoologique y de la Ménagerie Pezon lo sabían. Era una especialidad mía la de poner a sus serpientes, lagartos, tortugas, papagayos, lechuzas, osos y grandes felinos en estado de letargo, más bien semejante al primer grado de hipnosis de Charcot, y a menudo conseguía producir un sueño profundo. Creo haber dicho ya cómo abrí un absceso y extraje una astilla de la garra de Léonie, la magnífica leona de la Ménagerie Pezon. No puede explicarse más que como un caso de anestesia local bajo ligera hipnosis. Los monos, a pesar de su constante inquietud, son fáciles de hipnotizar, gracias a su elevada inteligencia y a su impresionable sistema nervioso. El encantamiento de las serpientes es, naturalmente, un fenómeno hipnótico. Yo mismo puse en estado de catalepsia a una cobra en el templo de Karnak. Creo que también el amaestramiento de los elefantes salvajes tiene algo de influencia hipnótica. La forma en que una vez oí hablar, durante horas enteras, a un mahout[90] con uno de los elefantes del Jardín Zoológico, que se había vuelto recalcitrante, semejaba perfectamente la sugestión hipnótica. La mayoría de los pájaros son fácilmente hipnotizables, y todos sabemos cuán fácil es esto con los polluelos. En todas las relaciones con los animales, salvajes o domesticados, la influencia confortante del sonido monótono de palabras lentamente repetidas, puede comprobarla con facilidad cualquier observador; tanto, que casi parece comprender el verdadero significado de lo que les decimos. ¡Qué no daría yo por saber lo que ellos me dicen a mí! Sin embargo, es evidentemente imposible hablar, en tal caso, de sugestión mental. Aquí debe de haber en acción algún otro poder; y sigo preguntando en vano: ¿qué es este poder?

Entre mis enfermos cedidos a Norström durante mi viaje a Suecia había un caso grave de morfinomanía, casi curado por la sugestión hipnótica. Como deseaba que no se interrumpiese el tratamiento, procuré que Norström presenciase la sesión última. Dijo que era más bien fácil, y parecía serle simpático a la enferma. A mi regreso a París, ella había recaído en la vieja costumbre; mi colega había sido incapaz de hipnotizarla. Intenté que ella me explicase las causas del fracaso y dijo que no lo comprendía, que lo sentía mucho y que había hecho cuanto pudo, lo mismo que Norström, el cual le era muy simpático.

Una vez me envió Charcot un joven diplomático extranjero, un caso grave de inversión sexual. El profesor Kraft-Ebing, famoso especialista de Viena, y el mismo Charcot habían sido incapaces de hipnotizar a aquel hombre, que anhelaba ser curado, vivía con el constante temor del chantage y hallábase abatidísimo por su fracaso. Decía que aquél era el único camino de salvación, que tenía la seguridad de curarse si pudiera ser dormido.

—Pero está usted dormido —le dije, tocándole apenas la frente con la punta de los dedos. Nada de pases, nada de mirar en los ojos, ninguna sugestión. Apenas me habían salido las palabras de la boca, se le cerraron los párpados con un ligero estremecimiento y cayó en profundo sueño hipnótico en menos de un minuto. En un principio pareció ir todo bien; un mes después volvió a su país lleno de confianza en el porvenir, mucho más de lo que yo lo estaba. Dijo que pediría la mano de una señorita de quien hacía poco se sentía enamorado: ansiaba casarse y tener hijos. Lo perdí de vista. Un año después supe, por pura casualidad, que se había suicidado. Si este hombre infeliz me hubiera consultado años más tarde, cuando yo había adquirido más conocimientos de la inversión sexual, jamás hubiera intentado la imposible tarea de curarle.

Fuera de la Salpêtrière, casi nunca he encontrado las tres famosas fases hipnóticas de Charcot, tan sorprendentemente exhibidas durante sus conferencias de los martes. Todas eran inventadas por él, injeridas en sus sujetos histéricos y aceptadas por sus alumnos mediante la poderosa sugestión del maestro. Otro tanto puede afirmarse en lo referente a su flaco especial, su grande hystérie, que entonces invadía toda la Salpêtrière de una a otra sala, ahora casi desaparecida. La única explicación posible de su incapacidad para comprender la verdadera naturaleza de estos fenómenos, es que todos aquellos experimentos de hipnotismo eran hechos sobre sujetos histéricos. Si fuera justa la declaración de la escuela de la Salpêtrière de que sólo son hipnotizables los sujetos histéricos, significaría que lo menos el ochenta y cinco por ciento de la Humanidad padecería histerismo.

Pero en un punto tenía seguramente razón Charcot, cualesquiera sean las críticas que puedan dirigirle la escuela de Nancy, Forel, Molí y otros muchos. Los experimentos sobre el hipnotismo no dejan de ser peligrosos para los individuos, y también para los espectadores. Personalmente, creo que las demostraciones públicas de fenómenos hipnóticos debería prohibirlas la ley. Los especialistas en enfermedades nerviosas y mentales no pueden prescindir del cloroformo y del éter. Basta sólo recordar los miles y miles de casos desesperados de conmoción por estallido de granada y de neurosis traumáticas, durante la última guerra, curados como por encanto por ese método. En la gran mayoría de los casos, el tratamiento no requiere sueño hipnótico con abolición de la conciencia. Un operador que esté muy familiarizado con su complicada técnica y que comprenda algo de psicología —ambas condiciones son necesarias para el éxito— obtendrá generalmente notables y, a menudo, sorprendentes resultados con el simple uso de lo que se llama sugestión à l’état de veille. Afirma la escuela de Nancy que el sueño hipnótico y el sueño natural son idénticos. No es así. Hasta ahora no sabemos lo que es el sueño hipnótico; y mientras no lo conozcamos más, será preferible abstenerse de usarlo con nuestros pacientes, salvo en casos de absoluta necesidad. Dicho esto, dejadme añadir que casi todas las acusaciones contra el hipnotismo son groseramente exageradas. Hasta ahora, ninguna prueba auténtica conozco de un acto criminal cometido por un sujeto bajo sugestión poshipnótica. Nunca he visto a un sujeto obedecer, en estado de hipnosis, una sugestión a la cual se negaría en estado normal de vigilia. Afirmo que si un bribón sugiriese a una mujer en estado de profunda hipnosis que se entregase a él, y ella obedeciese esta orden, lo habría hecho también si la sugestión le hubiese sido hecha en condiciones normales de vida consciente. No existe la obediencia ciega. Los sujetos saben perfectamente todo cuanto sucede durante el sueño hipnótico, y lo que quieren o no quieren hacer. Camila, la famosa sonámbula del profesor Liéjoie, de Nancy, que permanecía impasible e indiferente si le clavaban una aguja en el brazo o le ponían en la mano una brasa, enrojecía intensamente si el profesor fingía un ademán como para poner en desorden sus vestidos, y se despertaba en el acto. Ésta es sólo una de las muchas y desconcertantes contradicciones tan familiares de los que estudian fenómenos hipnóticos, y muy difícil de comprender por los profanos. El hecho de que la persona no pueda ser hipnotizada sin su voluntad, no deben pasarlo por alto los alarmistas. El pretender que una persona, sin su consenso e inadvertidamente, pueda ser hipnotizada a distancia, es un puro y simple disparate. También lo es el psicoanálisis.